Inés y la alegría (73 page)

Read Inés y la alegría Online

Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Inés y la alegría
9.17Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Claro que te entiendo. Yo soy de una familia muy rica, de falangistas de Madrid.

—¿Ves? —me sonrió—. Ahí lo tienes, y eso…

—Sí —la interrumpí sin devolverle la sonrisa, porque yo había estado en Arán, y sabía que las cosas no eran tan fáciles—, pero yo no he organizado ninguna conspiración para quedarme con el poder dentro del Partido, no me he metido en ninguna cama para trepar, no he engañado a nadie, no me he ido a Madrid a mentir a los que estaban aquí, no he montado una invasión para que coincidiera con una huelga general revolucionaria que me he inventado yo misma, no han matado a ningún camarada por mi culpa, no he dejado al Sacristán en una silla de ruedas, ni soy la responsable de que un montón de guerrilleros estén encerrados en las cárceles de Franco, y eso sin contar con los que ni siquiera llegaron a estar presos porque los fueron asesinando por el camino, así que…

—Que sí, que sí… Que sí —y levantó las manos en el aire, los dedos embadurnados de harina y de huevo, como si la estuviera apuntando con una pistola—, que tienes razón, que sé que tienes razón. No te estaba comparando con él, sólo quería decir… Mira, Inés, no es fácil hablar de Jesús. Ni siquiera es fácil entenderle, porque era muchas cosas a la vez. La verdad es que yo no he conocido nunca a nadie como él, ni para lo bueno, ni para lo malo. A nadie.

—Lo siento —dije a destiempo, porque era yo la que le había tirado de la lengua y no debería haberle hablado así.

—No pasa nada —ella negó con la cabeza, como si quisiera asegurarme que era consciente de los riesgos de aquella conversación, y seguimos trabajando, navegando sobre palabras menos peligrosas que el silencio, hablando solamente de lo que estábamos haciendo, compartiendo trucos, recetas, comparando el rape con la merluza, el pescado blanco con el azul, hasta que el plato estuvo a punto.

—¿Quieres que te diga la verdad? —me preguntó Lola entonces—. ¿La verdad de esta cocina en la que tú mandas y yo puedo decir lo que quiera?

Meneó la cacerola donde hervían las albóndigas que habíamos hecho juntas, probó la salsa, apagó el fuego, y me miró.

—Sí —contesté, después de pensármelo más tiempo del que me habría gustado—. Quiero saberla.

—Jesús Monzón era la hostia, esa es la verdad. Pero la rehostia era, qué quieres que te diga. Carmen se enamoró de él, sí, y yo también, y Manolo, y Gimeno, y Domingo, y Ramiro, y Comprendes, y el Sacristán, y tu marido. Tu marido más que ninguno, por cierto, eso lo sabes, ¿no? —hizo una pausa para mirarme, yo asentí con la cabeza y ella siguió adelante, más tranquila—. Todos nos enamoramos de Jesús. No como Carmen, desde luego, pero confiábamos en él, le admirábamos, le queríamos, le necesitábamos, para qué te voy a mentir. Cuando él empezó a ocuparse de todo, nosotros estábamos solos y jodidos como nunca, abandonados, perdidos… Carne de cañón, ¿lo entiendes?, así nos sentíamos, unos miserables españolitos de mierda, desamparados del todo, por todos, esperando a que los nazis nos cazaran uno por uno, para matarnos o para regalarnos a Franco, a ver si se divertía un rato matándonos él mismo. Eso éramos, carne de cañón, hasta que llegó Jesús y dijo que no.

Y Lola, que había empezado a hablar en un murmullo aunque siguiéramos estando las dos solas en aquella cocina, levantó la voz un instante antes de que la emoción se la quebrara, y siguió hablando, recordando en un tono distinto, claro y desafiante, con los ojos húmedos, un gesto estremecido.

—Cuando ya estábamos medio muertos, de miedo, de asco, de desesperación, llegó Jesús y nos dijo que no, que ni hablar, que estábamos vivos y muy vivos, que teníamos mucho que hacer y que íbamos a hacerlo sin pensar en el pasado ni en el futuro, pensando sólo en el día siguiente. Y eso para nosotros fue… —cerró los ojos mientras movía la cabeza, pero encontró las palabras precisas para explicármelo—. Como resucitar, así fue, como volver a vivir, como recuperar la fe, la confianza, todo, en el peor momento de nuestra vida. ¿Que Jesús Monzón trabajaba para él? Pues sí, no te digo que no, pero ¿es que no es eso lo que hacen todos, siempre? Aunque fuera en su propio beneficio, Jesús trabajaba para el Partido, y lo levantó, nos levantó del suelo cuando más hundidos estábamos, y lo hizo todo él solo. Con dos cojones, además, porque aparte de saber lo que él sabía, hacía falta tener muchos cojones para organizar a los comunistas españoles aquí, en Francia, con los nazis hasta en la sopa. Él nos demostraba todos los días que le sobraba lo que les faltó a los demás cuando salieron corriendo. Y te podría decir otra cosa…

Se calló un momento, se limpió los ojos, se encogió de hombros, asintió con la cabeza y siguió hablando.

—Pues sí, mira, te la voy a decir… Todo lo que el Partido Comunista es ahora mismo, en Francia y en España, es mérito de Jesús Monzón, y todo lo que pueda llegar a ser, lo mismo. Lo que nos diferencia de los socialistas, de los anarquistas, de los republicanos, es que cuando estábamos igual de perdidos, igual de derrotados, abandonados a nuestra suerte en un país extranjero, ocupado por extranjeros, nosotros tuvimos un Monzón, y ellos no. Eso fue lo que pasó, y ahora, que digan lo que quieran. Porque él usurpó el poder, sí, desde luego, nadie puede negarlo. Él enamoró a Carmen para usurpar el poder, y en cierto modo, hasta la chuleó, aunque eso era lo que a ella le gustaba, eso que tampoco se te olvide, ella habría dado cualquier cosa por seguir así con él toda la vida, porque desde el principio, desde que vivían aquí, Jesús le ponía los cuernos que daba gusto y a Carmen todo le parecía bien, hacía como que no se enteraba, como si no viera nada, ni oyera nada, ni supiera nada más que lo que él quería que viera, que oyera, que supiera. Yo comprendo que esa no es manera de llegar al poder, pero lo que hizo después con aquel poder, fue exactamente lo que había que hacer, y lo mejor que nos podría haber pasado. A cada cual, lo suyo, ¿no? Pues esa es la verdad.

Terminó de hablar, se cruzó de brazos, me miró, clavó sus ojos en los míos como si fueran alfileres, y un instante después, se desinfló.

—No le cuentes a nadie lo que acabo de decirte, Inés —me dijo, y parecía otra vez a punto de llorar—, ni siquiera a tu marido, por favor, porque como se entere de esto quien yo me sé… Para qué queremos más. Es lo que me faltaba, ya…

—Que no, mujer —fui hacia ella, la abracé y quizás por eso, menos de un año después, fui la madrina de su boda—. No te preocupes.

Lola y yo volvimos a estar solas, y a hablar a solas de muchas cosas, muchas veces, pero ninguna de las dos volvió a mencionar jamás a Jesús Monzón. Aquella noche, montamos una mesa en el comedor y nos cenamos las albóndigas que habíamos hecho juntas como si no hubiera pasado nada. Nos habían salido muy ricas, como me saldrían a mí siempre que las hiciera para los clientes de Casa Inés, en casa nunca, porque a Galán no le gustaban.

—Pues sí que… —después de probarlas, apartó el plato con el ceño fruncido y una expresión de disgusto que no entendí—. Menuda manera de estropear un pixín.

—¿Pero qué pixín ni qué pixín? Que esto no es un pixín, que es un rape francés, a ver si te enteras.

—Me da lo mismo —pero nunca le convencí—, yo sé lo que me digo, y a mí me gusta el pixín entero, no triturado, que es una salvajada, pobre animal, si te viera mi madre…

Porque, de todo lo que pasó en mi cocina aquella tarde, lo único que me atreví a contarle cuando volvió, fue que había aprendido a hacer albóndigas de rape.

Aquella mañana, en el desayuno, Inés me contó que el Ninot no había aparecido el día anterior por el restaurante. Ni a comer, ni a cenar.

—Nunca había faltado sin avisar —estaba preocupada—. ¿Tú crees que le habrá pasado algo?

Negué con la cabeza y no quise ir más allá. En octubre de 1965 yo tenía cincuenta y un años, y Pascual, casi diez más. Ya era mayorcito para echar una cana al aire sin darle explicaciones a nadie. Y además, aunque llevara veinte años dándole de comer, mi mujer no era su madre.

—Estará por ahí… —concluí, después de negarme a telefonear a su pensión para preguntar por él, porque sabía que no le habría gustado—. Tiene sesenta años, Inés. Sabe cuidarse solo, no te preocupes.

Cuando llegué a mi despacho, ya se me había olvidado. Después, mi secretaria me pasó una llamada de Vigo. Nuestro agente tenía problemas para situar en un barco una carga de centollos congelados que ya teníamos colocada en París. Nos habíamos comprometido a entregarla cinco días más tarde, y un camión frigorífico para tan poca cosa subiría mucho el precio. «Así que, como tu amigo de Madrid no nos eche una mano…». Cuando me lo sugirió, ya estaba buscando el teléfono de Guillermo García Medina en la agenda que tenía sobre la mesa.

—Buenos días —me contestó Juana, su secretaria de siempre, que, como siempre, no dio señales de reconocerme—. Querría hablar con don Rafael Cuesta, por favor. De parte de Gregorio Ramírez.

En los primeros días de diciembre de 1948 entré en España como un señor, con un pasaporte falsificado, tan admirablemente como de costumbre, a nombre de Gregorio Ramírez de la Iglesia. Mi viaje se había pospuesto dos veces por razones de seguridad, y aunque había disfrutado de siete meses seguidos con Inés y con mis hijos, la inactividad había llegado a angustiarme tanto que celebré mi partida como si estuviera a punto de emprender un viaje de placer. Quizás por eso, el destino me castigó como nunca antes.

Desde el fracaso de Arán, trabajaba para el Partido como enlace entre la dirección del exilio y la organización del interior. Fue mi manera de quedarme dentro, el camino que elegí para no ponerme malo sólo de pensar en volver a rendirme, como había dicho Comprendes cuando nos despedimos en Bosost. El trabajo clandestino me gustaba, me mantenía ocupado, excitado y en tensión, el estado ideal para un soldado. Era una vida peligrosa, pero buena para mí. Para Inés, que tenía que tirar sola de todo, el trabajo, la casa, los niños, era inofensiva y mucho peor, aunque nunca me pidió que la dejara. No habría podido hacerlo sin traicionarse a sí misma, y yo lo habría entendido, tal vez ni siquiera la hubiera querido menos por eso. Sin embargo, una parte esencial de la emoción, de la excitación de mi trabajo, consistía en pensar en ella, íntegra, sólida, duradera como una roca de granito, caliente y mullida como su cuerpo sobre el colchón de plumas que me esperaba al otro lado de la frontera. Yo me marchaba, pero me la llevaba conmigo. Nunca estuve tan enamorado de mi mujer como cuando la dejaba en Toulouse para convertirme en otro hombre, que cada vez tenía nuevos apellidos, otra dirección, una edad distinta, pero que siempre la amaba más que yo. Nunca la quise tanto. Ni siquiera cuando volvía a mi casa para descubrir que tenía una vida incomparablemente mejor de la que había podido recordar en las camas frías de las casas de otros.

Hasta que aquel viaje se torció, la balanza de mi vida estuvo equilibrada. Entre febrero de 1945 y mayo de 1948, crucé la frontera cinco veces, alternando tres documentaciones distintas, unas mejores, otras peores. Mis estancias en España duraban alrededor de seis meses, mis vacaciones en Toulouse, más o menos la mitad.

Esta regularidad venía impuesta por la naturaleza de mi misión, que consistía en inspeccionar las guerrillas que estaban activas, enlazarlas entre sí, y volver a informar de la situación. No era un trabajo sencillo, porque me obligaba a moverme sin parar y a penetrar a pie en sierras donde las contrapartidas de la Guardia Civil no eran más peligrosas que la desconfianza de mis propios camaradas, cada vez más solos, más acorralados, más desconsolados por el precio que sus familias pagaban en el llano cada día. Pero aunque más de una vez tuve que romper un cerco a tiros, nunca me detuvieron, porque nadie era tan desconfiado como yo. Jamás, mientras fui clandestino, dejé de obedecer a mi séptimo sentido. Tampoco olvidé nunca aquella enseñanza de Machuca, «siempre es preferible hacer el ridículo a meter la pata», que escuché tantas veces en el Luchonnais.

También tuve presente esa enseñanza en Madrid, al entrar en la confitería de la plaza de Canalejas que ya había usado como estafeta otras dos veces. Aquella mañana de mayo de 1949 también me entretuve mirando el escaparate, para atisbar cualquier señal extraña o imprevista en el interior, pero no vi nada. Quizás, en aquel momento no lo había. Quizás, estaba cansado y, sobre todo, deseando marcharme. Llevaba seis meses en España, más de dos en la capital, la ciudad de mi mujer, un escenario en teoría más seguro que ningún otro pero del que yo recelaba a cada paso. No era más que un espejismo, y lo sabía. Sabía que ninguna ladera escarpada, frondosa, repleta de árboles y de rocas, me ofrecería una cobertura semejante a la de un andén subterráneo abarrotado de gente. Pero yo era un hombre del monte, y la posibilidad de salir corriendo monte arriba me inspiraba aplomo, una seguridad que parecía desvanecerse en las escaleras de cualquier estación de metro.

Antes de empujar la puerta pensé en Inés, que no sabía dónde estaba y me ametrallaría a preguntas cuando se enterara. Quizás por eso no vi lo que debería haber visto. Aquel viaje se había torcido desde el principio, desde que me enteré de que no iba a salir en agosto, para que me dijeran después que en octubre tampoco iba a ser. Así fueron acumulándose semanas, quincenas, meses de días torpes, vacíos, un desperdicio de tiempo ocioso en el que no tenía nada que hacer mientras me daba cuenta, como nunca antes, de que mi vida entera dependía de mi mujer en aspectos que no tenían nada que ver con el amor. Aunque yo cobraba del Partido un sueldo mensual que no llegaba ni para pagar el alquiler, Inés era la que ganaba dinero de verdad, la que lo mantenía todo. Y cada día que pasaba en Toulouse sin hacer nada, ese todo me iba incluyendo un poco más también a mí.

Durante los tres últimos años, mientras yo iba y venía de España sin aportar un céntimo a la economía familiar, el restaurante empezó a llenarse hasta los martes por la noche. Eso, más que un problema, había sido siempre una noticia que celebrar. Lo fue hasta que mis últimas vacaciones se alargaron tanto que dejaron de parecerlo, y los sucesivos aplazamientos de mi partida me mostraron mi vida bajo una luz que no me favorecía. Por eso me había alegrado tanto en diciembre del año anterior, cuando estrené a Gregorio Ramírez de la Iglesia, su pasaporte recién fabricado, todavía caliente al llegar a mis manos. Y sin embargo, ningún viaje se me hizo nunca tan pesado.

Ya tenía programada la vuelta, y había decidido quedarme en Francia una temporada para montar cualquier cosa, algún negocio a medias con un camarada de los que no se movían de Toulouse, antes de volver a viajar, si es que tenía la oportunidad de seguir haciéndolo después de que el Partido hubiera decidido abandonar la estrategia de la lucha armada. Ese era el detalle que había acabado de torcerlo todo, del todo. Yo sabía mejor que nadie hasta qué punto la situación se había hecho insoportable para los de arriba, pero la perspectiva de trabajar en tareas políticas, en entornos poco conocidos para mí, no me apetecía demasiado, aunque tampoco podía descartar que, pasado un tiempo, la tentación de la clandestinidad volviera a resultarme irresistible. Supongo que era todo eso, y el cansancio de la penúltima cita, lo que tenía en la cabeza cuando entré en aquella confitería. Si el destino me estaba guiñando el ojo, desde luego me pilló mirando hacia otro lado.

Other books

A Beautiful Mess by T. K. Leigh
Blackout by Andrew Cope
With Love; Now & Forever by Raeanne Hadley
Almost a Cowboy by Em Petrova
The Glass Factory by Kenneth Wishnia
The Storm by Margriet de Moor