Read Inés y la alegría Online

Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Inés y la alegría (9 page)

BOOK: Inés y la alegría
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Cuando empezó a hacer calor, mi hermana Matilde, que ya tenía dos niños, esperaba mellizos y estaba pasando un embarazo muy malo, alquiló una casa en una playa cercana a San Sebastián, y después convenció a Ricardo de que mamá disfrutaría de un cambio de aires tanto, al menos, como iba a disfrutar ella del servicio que llevaría consigo. A primeros de junio, yo misma acompañé a mi madre hasta la casa de veraneo de mi hermana y pasé con ellas tres semanas, hasta que tuve que dejarle mi habitación a unos cuñados de Matilde que quedaron en devolvérmela el 29 de julio, víspera de mi vigésimo cumpleaños, un acontecimiento que mi familia iba a celebrar con una fiesta a la que ya habían invitado a todos los solteros veraneantes de los alrededores.

No sólo no me importó volver a Madrid, sino que regresé dispuesta a apurar hasta el último instante de aquel raro paréntesis de libertad. Por eso me fastidió tanto que mi hermano Juan, teniente de Infantería destinado en Pamplona, que una semana después de mi partida apareció por allí para dejar a su mujer y a sus hijos, se empeñara en que yo tenía que volver a San Sebastián inmediatamente. Matilde protestó, porque no tenía habitaciones libres y la ocurrencia de Juan, que la amenazó con no volver a dirigirle la palabra en la vida si no acogía a su familia, aunque tuvieran que dormir en los sofás del salón, la había obligado a hacinar al servicio en un solo dormitorio. Conmigo, nuestro hermano se puso igual de pesado, pero no pude complacerle porque, como era de esperar en aquellas fechas, los trenes estaban repletos, todos sus asientos reservados desde hacía meses. Cada año sucedía lo mismo. Los madrileños que podían pagarse unas vacaciones y no se iban al norte en la segunda quincena de junio, lo hacían en la primera de julio, así que llamé a mi madre para contarle que sólo había logrado una plaza para el expreso del día 17, que llegaba a su destino el 18 por la mañana, y le pareció muy bien. Sin embargo, doce horas antes de mi partida, cuando estaba haciendo ya las maletas, Juan llamó para decirme, sin darme explicaciones ni admitir preguntas, que aplazara el viaje. Y por la noche. Ricardo llegó corriendo, sin resuello, para abalanzarse sobre mí y cubrirme de besos al encontrarme sentada en el salón, cuando ya me creía a bordo de un coche-cama.

Sin embargo, en la incierta frontera del amanecer del 19 de julio de 1936, cuando todas las espadas estaban en alto todavía, y Ricardo se sentó en el borde de mi cama, aún creía que podía permitirme el lujo de no estar segura de lo que estaba pasando.

—¿Pero qué es esto? —me empeñé en creerlo por más que, al abrir los ojos, le vi con un uniforme militar que no era suyo—. ¡Ricardo! ¿Qué haces vestido así? ¿Qué hora es?

—Son las cinco y media de la mañana, Inés, dame un abrazo… —y me abrazó con una intensidad tan profunda como la emoción que empastaba su voz—. No salgas de casa hoy, por favor, no te muevas de aquí, y espérame. Nos veremos esta noche, cuando todo haya terminado.

—¿Qué…? —y entonces, sin soltarle aún, le besé muchas veces, porque era mi hermano, y le quería, pero sobre todo, porque me di cuenta de que estaba temblando—. ¿Qué pasa, Ricardo, qué vas a hacer, qué…?

—No tengas miedo, Inés —él me besó también, por última vez en mucho tiempo, antes de desasirse de mi abrazo—. Todo va a salir bien. Vamos a arreglar esto de una vez por todas.

—¡Ricardo! —pero cuando volví a llamarle, ya se había marchado.

Seguí sus instrucciones al pie de la letra y estuve sola en casa todo el día, pero mi hermano no volvió aquella noche, ni la siguiente, ni la otra. Virtudes, la única persona del servicio que no había seguido a mi madre hasta San Sebastián, regresó al atardecer, cuando ya no la esperaba, para ayudarme a comprender hasta dónde había llegado el juego de conspiradores aficionados en el que Ricardo se había volcado durante tantos meses.

—Los del Cuartel de la Montaña se han rendido —me anunció, como toda justificación para su ausencia—. Esta mañana ha habido un combate tremendo, por lo visto. Los muy… —se mordió la lengua, y me miró—. Bueno, quiero decir que los militares que se habían encerrado dentro le habían quitado los cerrojos a todos los fusiles que había en Madrid, los tenían allí, escondidos, para que nadie pudiera usarlos, sólo ellos, pero otro militar, un coronel, o general, bueno, no sé, uno de artillería, que lucha por la República, ha colocado un cañón y les ha estado arreando unos pepinazos de no te menees, así —y movió el brazo en el aire como si fuera ella quien disparaba—, uno detrás de otro… Total, que han sacado una bandera blanca, haciendo como que se rendían, ¿no?, y cuando la gente que estaba por allí, esperando a ver qué pasaba, se ha acercado, se han liado a disparar y han hecho una escabechina que para qué, pero al final se han rendido.

—¿Tú has estado allí? —le pregunté por pura curiosidad, pero ella se puso tan colorada como si temiera que fuera a regañarla.

—No, señorita, yo… Lo siento mucho. A mí me lo ha ido contando la gente por la calle, porque esta mañana, muy temprano, me he ido a ver a mis padres, pero me ha costado un sino llegar a Carabanchel, no crea, que los tranvías apenas pasaban, y los que venían, iban hasta los topes, así que he tenido que hacerme medio camino andando. Y luego, allí… «Pa» chasco, ya sabe usted cómo es mi madre. Yo sólo quería saber si estaban bien, pero ella se ha tirado media hora llorándome encima, se ha empeñado en que me quedara a comer, y vuelta a andar otra vez. Por eso he llegado tan tarde.

—No pasa nada, Virtudes —la miré, le sonreí—. Has hecho bien en ir a tu casa, si las cosas se han puesto así… Pero menos mal, porque si los del Cuartel de la Montaña se han rendido… —calculé en voz alta—. Esto se habrá acabado ya, ¿no?

—¡Y yo qué sé, señorita! —ella no estaba tan convencida—. Por lo visto, en otras partes no ha sido como aquí. La gente dice que los generales tienen Sevilla, y Galicia, y qué sé yo cuántos sitios más…

—Eso da lo mismo, Virtudes. Si se han rendido en Madrid, se rendirán allí también, ya lo verás.

Aquel día no hablamos de nada más. Ella no me preguntó por mi hermano, yo tampoco mencioné su existencia, y pasamos la noche en casa, las dos solas, una planchando en la cocina, la otra fingiendo oír la radio en el salón y pendiente en realidad del ruido de la puerta. Pero Ricardo no volvió.

Mientras seguía acatando sus instrucciones, con una disciplina que cada mañana me parecía un poco más absurda, Virtudes seguía cumpliendo con su rutina de siempre, y salía a la calle temprano, a comprar leche y pan para el desayuno, y más tarde iba al mercado, y volvía a salir a dar una vuelta después, a media tarde, porque estando las dos solas en casa no tenía gran cosa que hacer. Yo me quedaba dentro, siempre dentro, mirando por el balcón, como de costumbre, a la misma gente de antes haciendo las mismas cosas que hacían antes, o al menos eso me parecía, porque la guerra aún estaba muy lejos del centro de Madrid, y los uniformes, los fusiles que distinguía por las aceras de vez en cuando, no llegaban a interrumpir la placidez de una calle tranquila, en un barrio tranquilo donde no parecía que estuviera ocurriendo nada fuera de lo común. Desde el balcón, veía también a Aurora, entrando, saliendo y volviendo a entrar, al principio a la hora de cenar, un par de días después, tan tarde como siempre, aunque de vez en cuando subía a hacerme una visita para contarme cosas que no decía la radio, una versión de la realidad que coincidía mucho mejor con los pronósticos de Virtudes que con mi esforzado optimismo.

—Vente conmigo esta noche, mujer —me insistió cuando ya llevaba una semana tan encerrada como la primera vez que me salvó—. No es que pueda proponerte un plan del otro mundo, pero todavía podemos tomarnos unas copas y reírnos un rato, anímate, anda…

—No, otro día. Ahora… estoy demasiado preocupada. No me atrevo a salir de casa, por si Ricardo…

—Ricardo no va a volver, Inés —mi vecina me desengañó con suavidad—. Estaba metido en la sublevación hasta las cejas, lo sabes, ¿no? Me he enterado de que ha pedido asilo en la embajada de Suecia, con el novio de tu prima, y dos o tres más. Y estoy segura de que es verdad, porque me lo ha contado otro facha al que ya no le dejaron entrar, como si la embajada fuera un hostal con el cartel de completo colgado en la puerta.

—Pero ¿entonces qué…? —y no pude seguir, porque sentía que el corazón estaba a punto de escapar de mi cuerpo por la boca.

—Entonces nada —Aurora vino a sentarse a mi lado, me cogió de las manos, sonrió—. No le va a pasar nada, a Ricardo precisamente no, pero nada de nada, en serio —repitió, y en sus ojos vi que me estaba diciendo la verdad—. Si se hubiera escondido en otro sitio, no te digo yo que no, pero en una embajada, y europea, además… A esos, nadie les va a tocar, Inés, puedes estar segura. Cuando esto se aclare, se exiliará, eso sí. Los suecos lo sacarán de aquí, y después… Vete a saber. Todo esto es una locura, una imbecilidad de tal calibre, que lo más fácil es que dentro de nada volvamos a estar como antes, retirándonos el saludo unos a otros, eso sí, y nada más…

Pero aunque aquella noche tampoco quise salir de casa, nuestra vida nunca volvió a ser como antes.

La revelación de Aurora me inquietó más de lo que me había preocupado la ausencia de mi hermano, porque la buena noticia de que estaba a salvo vino envuelta en una amarga paradoja. Yo, que nunca había estado sola, y tampoco había deseado nunca otra cosa que estarlo, lo había logrado en el momento menos oportuno. Yo, que jamás había podido decidir sobre mi vida, sobre mis actos y mi destino, me había convertido en la única autoridad con poder sobre mí misma en la peor coyuntura que habría podido imaginar. Yo, que siempre había pensado en el mundo como en una suma infinita de cosas interesantes que ver, que hacer, de las que disfrutar, tenía el mundo ante mí, al alcance de la mano, y me faltaban fuerzas hasta para salir al rellano de la escalera. No era fácil. Olvidar todo lo que había aprendido, aunque nunca me hubiera gustado, no fue fácil. Hacer las cosas sin permiso, por más que hubiera detestado tener que pedirlo, no fue fácil. Dar un paso desde el pasado que aborrecía hasta un futuro incógnito, en el que cabía lo mejor y lo peor, no me resultó nada fácil. Pero aquello era una guerra, y se habían acabado las contemplaciones.

—Perdone, señorita, pero… —el 27 de julio, Virtudes entró en el salón retorciéndose el delantal con las manos— ¿usted tiene dinero?

—¿Dinero? —le pregunté, como si desconociera el significado de esa palabra—. Pues… no. Bueno, no sé, hace tanto que no salgo a la calle, que… ¿Por qué? —y recordé la fecha en la que estábamos—. ¡Ah, bueno! Yo creía que tú cobrabas a últimos de mes…

—Si no es eso, señorita, es que… —ella se puso todavía más nerviosa, porque dejé de ver el borde del delantal entre sus dedos—. Mi sueldo ahora es lo de menos, pero ya no tengo ni para comprar el pan.

—¿No? —pregunté, muy sorprendida—. Pero en el cajón de la cocina…

—En el cajón de la cocina ya no queda nada. Ayer me gasté lo último, y…

—Ya, ya —moví una mano en el aire mientras asentía con la cabeza—. Claro, si es que hace una semana ya que… —mi hermano se marchó, pensé, pero no lo dije—. Bueno, no te preocupes. Voy a mirar por ahí, a ver qué encuentro. En el bolso debo de tener algo…

No era mucho, pero se lo di, y le encargué que, ya que salía, aprovechara para hacer la compra. Quería quedarme a solas con mi nombre y con mis apellidos, Inés Ruiz Maldonado Castro de Soto Suárez de Medina. El último ni siquiera estaba escrito en la agenda, no hacía falta. Copié con mucho cuidado los cuatro primeros números de los otros cinco, antes de descolgar el retrato de mi abuelo para enfrentarme con la caja empotrada en la pared.

Sabía que estaba allí porque alguna vez la había visto de lejos, pero nunca me había acercado a ella. Estudié con atención la puerta de acero, la rueda, la palanca, y el conjunto me pareció tan complicado que me desanimé de antemano, pero aunque las manos me temblaban, resultó muy fácil abrirla. Saqué lo que había dentro con mucha parsimonia, no porque estuviera tranquila, sino por todo lo contrario. La sangre fluía por mis venas demasiado aprisa, o demasiado despacio tal vez, pero desde luego a un ritmo equivocado, que dificultaba hasta el más sencillo de los movimientos de mis manos, de mis dedos. La caja fuerte estaba llena de papeles y, sobre todos ellos, había una nota de Ricardo, fechada a las cinco de la mañana del 19 de julio de 1936.

Querida Inés: Si estás leyendo estas letras, es que todo ha salido mal. Si estás leyendo esta nota, es que estoy muerto. Habré muerto con la conciencia tranquila de haber dado mi vida por la libertad de mi patria, con la esperanza de que mi muerte sirva para forjar un nuevo imperio, y con la tristeza de haberte dejado a ti desamparada, Inés, mi pobre Inés. Sólo puedo pedirte perdón, por no haber sabido cuidar de ti, por no haberte evitado el dolor y la angustia que estarás pasando. Perdóname, Inés, perdóname, perdona a este desdichado hermano tuyo que no ha hecho más que cumplir con su deber, y no te fíes de nadie, de nadie, sé fuerte y valiente para cuidar de ti misma y algún

Tras esa frase, que dejó sin terminar, Ricardo se despedía de mí como tantas otras veces, dándome besos, abrazos, y diciéndome que me quería. Yo también le quería, y quizás por eso le lloré como si estuviera muerto, aunque nunca dejé de creer en las palabras de Aurora. Siempre estuve segura de que mi hermano se había salvado, y sin embargo, aquella mañana lloré por él con el mismo desconsuelo que habría derramado sobre su cadáver. Pero mi llanto cesó abruptamente, porque cuando volví a meter la mano en aquella caja de acero, me encontré con un carné de Falange Española a nombre de Ricardo Ruiz Maldonado entre las manos. Aquello era la guerra, y ya se habían acabado las contemplaciones.

Antes de quemar el carné en un cenicero, le eché el cerrojo a la puerta. Después, y con una progresiva serenidad de la que me asombraría más tarde, porque en aquel momento no tenía tiempo ni para eso, fui estudiando el contenido de la caja, escrituras, acciones, el testamento de mi padre, el de mi madre, y una cantidad abrumadora de billetes de banco, tantos que ni en toda mi vida los había visto juntos. Los fui contando, uno por uno, hasta descubrir que sumaban la astronómica cantidad de doscientas treinta y dos mil pesetas justas. Separé un fajo de billetes, me guardé unos cuantos en el bolsillo, metí los demás en un cajón del escritorio, lo cerré con llave, y devolví el resto a la caja fuerte. Luego me arreglé el pelo, me estiré la ropa, y me sentí tan culpable como si hubiera descubierto a alguien mirándome.

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