Read Inés y la alegría Online

Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Inés y la alegría (13 page)

BOOK: Inés y la alegría
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—Bueno, así es la guerra —le respondí—. Ustedes deben saberlo, porque para eso la empezaron.

«Si no se marcha ahora mismo, llamo a la policía». Eso llegué a decirle, aunque durante un instante medité su oferta, Salamanca, mi familia, su cobijo, la tranquilidad de una vida de días iguales, como los de antes, los de siempre, y ninguna responsabilidad, ningún dolor, el fin de la inquietud, de las sirenas, de los bombardeos, la paz a cambio de un velo y de un misal, un reclinatorio mullido, para no estropearme las medias, y chocolate con picatostes al volver a casa. «Si no se marcha usted ahora mismo, llamo a la policía, —repetí—, estoy hablando en serio». Ni siquiera entonces me creyó, y tuve que descolgar el teléfono y marcar un número antes de convencerle. «Buenos días, necesito hablar con el director general de Seguridad, soy Inés Ruiz Maldonado, una amiga de su hermana Aurora, es muy urgente…». Y por fin, mientras Gustavo me decía que más valía que fuera urgente de verdad porque tenía la mesa llena de fotografías de cadáveres sin identificar, se levantó y salió corriendo. Pedí excusas a mi vecino por molestarle en vano y no le dije nada a nadie, ni siquiera a Virtudes, de las verdaderas intenciones de aquel hombre. «¿Qué quería?» «Nada, ver si podíamos esconder aquí a un pariente suyo, pero no me fío de él, no ha querido decirme cómo se llama, ni dónde vive, nada…».

—Efectivamente, así es la guerra —pero no le había gustado nada que se lo recordara—. Para eso la empezamos, para terminarla victoriosos. Voy a ser muy sincero con usted, señorita. Yo no tengo ningún interés en sacarla de aquí. Por mí, se podría pudrir usted en esta cárcel. Pero su hermano se siente culpable de lo que ha ocurrido y no quiere entender la verdad, que no es usted más que una señoritinga malcriada, que se encoñó con un obrero guapito de cara y se dedicó a jugar a la mecenas de la revolución con un dinero que no era suyo. Por eso está dispuesto a darle otra oportunidad. La última.

Hizo una pausa para buscar algo entre sus papeles, y al intuir la calidad de la alfombra que, a pesar de todo, estaba dispuesto a extender sobre mi camino de vuelta, comprendí mejor que nunca la trascendencia de la irreversible metamorfosis que se había operado en mí.

—Aquí está. Es muy sencillo. Si usted declara que Virtudes Moreno Castaño la retuvo en su casa bajo amenazas, que la obligó a instalar una oficina del Socorro Rojo en el domicilio familiar de la calle Montesquinza, y que sospecha que fue ella quien denunció a José Luis Ramos…

—No hace falta que siga leyendo —después de interrumpirle, me levanté—. No voy a firmar eso.

—Mañana a estas horas —hizo una pausa para mirarme—, podría estar usted en la calle.

—Mañana a estas horas —yo también hice una pausa, y le miré—, seguiré estando aquí, y Virtudes estará conmigo. Dígale eso a mi hermano, y dígale…

Hasta que el abogado pronunció el nombre completo de Virtudes había estado muy tranquila, pero en aquel instante sentí tanto miedo por ella que no fui capaz de seguir. Sin embargo, la guerra había terminado sólo unos meses antes, y yo aún no había comprendido en qué clase de país vivía. Aún creía que mis palabras podían servir de algo, que mis decisiones podrían influir en el destino de Virtudes, que todavía contaba con el consuelo de la dignidad.

—Dígale también que le quiero. Que le quiero muchísimo, tanto como antes, como siempre. Pero que no voy a pedirle perdón por haber hecho lo que creía que tenía que hacer —me di la vuelta y empecé a andar hacia la puerta, dando aquella conversación por terminada—. Buenas tardes.

—Algún día se arrepentirá de lo que acaba de decir.

—Si tuviera dinero —y me volví a mirarle—, me apostaría hasta el último céntimo a que no.

Nunca me arrepentí, ni siquiera cuando empezaron a devolverme las cartas que le escribía a Virtudes desde el convento, ni cuando Enriqueta me escribió a mí para contarme que habían revisado el juicio de su prima, que la habían vuelto a procesar, que la habían condenado a muerte, que habían ejecutado la sentencia muy deprisa. Nunca me arrepentí, porque ya sabía en qué país vivía, y no dudaba de que, aunque hubiera ofrecido mi colaboración a cambio de su indulto, mi hermano no habría respetado ese trato. Siempre, durante toda mi vida, me sentiría culpable de aquella muerte, pero nunca me arrepentí. Tampoco tuve esperanzas de ganar aquella apuesta hasta que en la madrugada del 18 de octubre de 1944, mi largo, extenuante viaje, halló un final imprevisto.

Aquella noche, como tantas otras, bajé las escaleras sin hacer ruido, me deslicé en la biblioteca con pasos sigilosos, encendí la radio a oscuras, busqué aquella voz,
aquí, Radio España Independiente, estación pirenaica, la única radio sin censura de Franco
, y de repente, las palabras se volvieron espadas, se volvieron fusiles, se volvieron puertas que se abrían, ventanas abiertas de par en par, un vendaval capaz de barrer el polvo gris de las pesadillas, la luz de la mañana sobre todas las cosas, el cielo tierno de los amaneceres, la salida triunfal de un laberinto, fuegos artificiales explotando en una noche de verano y canciones, cuerpos jubilosos bailando en las calles, brazos desnudos alzándose en el aire, bocas desconocidas besándose en las esquinas, una sola sonrisa en miles de labios diferentes, Madrid, la alegría.

Todo eso cabía de repente en las palabras, y un sabor dulce e intenso que inundó mi paladar en un instante, un sabor tan delicioso que nunca sería capaz de describirlo, porque ellos venían, porque volvían, porque estaban volviendo, porque eran los míos y faltaba muy poco para que cruzaran otra vez la frontera, y yo estaba cerca, tan cerca que casi podía verlos, tocarlos, llamarlos con mi voz. Eso sentí, y lo mismo que deben sentir las serpientes al mudar de piel, la mía tersa, tirante, sonrosada como la de una niña recién nacida, tan extraña que durante un instante no supe qué hacer, porque tenía ganas de reír y sin embargo estaba llorando, lloraba y no sabía por qué, si hacía muchos años que no estaba tan contenta. Y me tapé la cara con las manos para no hacer ruido, me tumbé sobre la alfombra, y allí seguí, llorando por fuera y riendo hacia dentro, mientras escuchaba aquellas palabras,
el tirano tiene los días contados, la operación Reconquista de España ya está en marcha. Después de liberar el sur de Francia del terror nazi, el victorioso ejército de la Unión Nacional Española se apresta para cruzar la frontera y restaurar la República y las libertades
, una, y otra, y otra vez.

Aquella noche, apenas dormí un par de horas, pero me desperté descansada, eufórica, y hasta que Adela no me preguntó qué mosca me había picado para andar por la casa sonriendo sola todo el tiempo, ni siquiera me di cuenta de que mi entusiasmo era peligroso.

—Ya sé lo que te pasa —menos mal que mi pobre cuñada nunca se enteraba de nada—. Te han contado que esta noche viene a cenar el comandante Garrido, ¿a que sí?

—Bueno, algo he oído —contesté, para escurrir el bulto.

—¿Sí? —mi respuesta la dejó perpleja—. Pues no sé cómo, chica, porque… Es una cosa secretísima, por lo visto. Ricardo ya me ha advertido que prefiere que no salga ni a saludar. No sé exactamente lo que pasa, pero está tan nervioso que no se atreve a celebrar reuniones en su despacho, y ha preferido invitarlos a todos a cenar aquí.

—O sea, que no va a cenar sólo con Garrido.

—¡Qué va! Si va a venir el gobernador civil, y el militar, y… Qué sé yo, un montón de gente, pero como a mí nunca me cuenta nada, lo único que sé es la cantidad de invitados con los que tengo que contar.

—No te preocupes. Yo me encargo de la cena.

—Ya, pero no creo que esta noche puedas ver a tu enamorado.

Y no le vi, pero sí pude oírle, su voz mezclada con otras, conocidas y desconocidas, cuando la conversación del comedor se convirtió en una discusión para que yo, después de pasar más de dos horas escondida detrás de la puerta que daba al sótano, pudiera irme a la cama más contenta aún que la noche anterior.

Al meterme entre las sábanas estaba rendida, pero el recuerdo del miedo de mi hermano, «no es posible, ¿cómo ha podido pasar esto?, ¿cuántos son?», y el murmullo avergonzado de Garrido, «en Madrid dicen que cien mil, pero yo no me lo creo», y las cifras que el general Ayuso enunciaba con un tono que aún pretendía ser neutro, «son ocho mil, más o menos, es fácil calcularlo porque han estado concentrados cerca de Tarbes, pero tienen el doble en la reserva», y otra vez mi hermano, «¿y nosotros?», y otra vez Garrido, «¿en Arán?, pues contando con la guarnición de Viella, los reclutas de los campamentos de la provincia, y lo que podamos llevar desde aquí, unos mil novecientos y lo que pueda sumar el Somatén», y otra vez Ayuso, «¿mil novecientos y el Somatén?, ahora entiendo por qué chulean tanto por la radio esa que tienen en los Pirineos», y mi hermano de nuevo, «joder, joder, joder, ¿y en qué estarán pensando los de Madrid?», me impidieron dormirme enseguida.

El 20 de octubre de 1944, madrugué para vivir el día más importante de mi vida. Cuando la doncella de Adela me avisó de que mi hermano quería hablar conmigo, todavía no eran las siete de la mañana y ya estaba vestida. Esperé unos minutos, me quité los zapatos para bajar la escalera sin hacer ruido, y caminé de puntillas para detenerme a unos pasos de la puerta del comedor. Estaba abierta, pero Ricardo, en la cabecera, me daba la espalda, y Adela, a su izquierda, no acertaba a levantar la vista del mantel, tan asustada que no logré entender nada de lo que decía, más allá de un constante, sostenido lloriqueo. Aquel día, todo habría sido más difícil para mí si los nervios de mi cuñada no hubieran arruinado, una vez más, los de su marido.

—Pues hace falta, Adela, claro que hace falta —porque a Ricardo sí pude escucharle perfectamente—. ¿Cómo quieres que te lo explique? Es que pareces tonta, coño… Anoche, los rojos durmieron ya en Bosost, a cincuenta kilómetros de aquí, ¿te parece poco?

Cuando un chirrido inconfundible me reveló que la puerta de la cocina acababa de abrirse, me calcé deprisa y me reuní con ellos.

—Buenos días —saludé a mi hermano con el acento sereno, pacífico, que más me convenía—. Cristina me ha dicho que querías verme.

—Sí —él empezó a hojear el periódico, para contestar sin mirarme a la cara—. Quería decirte que nos vamos. Provisionalmente, por supuesto.

—Pero siéntate, Inés, por favor —su mujer abandonó por un instante sus gimoteos para volver a demostrar que era la única que pensaba en mí en cualquier circunstancia—. ¿Has desayunado?

Negué con la cabeza, me senté frente a ella, y me serví café, leche, una ensaimada, sin mirar ni siquiera a Ricardo, como si no me importara lo que tuviera que decirme.

—Pues eso, que cerramos la casa. El ejército ha dado la orden de evacuar toda la zona. Hay amenaza de temporal.

—¿De temporal? —pensé que tampoco me convenía demasiado hacerme la tonta—. Si estamos muy lejos del mar…

—Un temporal de nieve, de los Pirineos. —Asentí con la cabeza y él siguió hablando sin levantar la vista del periódico—. El caso es que nos marchamos todos. Los niños se van ahora a Madrid, con la niñera. Yo saldré enseguida para Lérida, y me quedaré allí, por si hace falta coordinar a los equipos de emergencia, así que de momento os quedáis solas. Por la tarde, vendrá un coche a buscaros. Te dejará en el convento y seguirá con Adela hasta Madrid. Volveremos en cuanto pase el peligro.

—¿Yo también?

Mientras él asentía con la cabeza, Adela sollozó, pero no dijo nada. Yo tampoco. Había perdido hasta tal punto la memoria de la buena suerte que ni siquiera fui capaz de asumirla con serenidad. Hasta aquel momento me había limitado a calcular el efecto que las acciones de ocho mil hombres armados podrían desarrollar sobre mi vida, sin tener en cuenta mi propia capacidad de acción, pero llevaba meses preparando mi fuga, y cuando Ricardo me anunció la llegada de aquel coche que a mí, desde luego, nunca iba a llevarme a ninguna parte, comprendí que no encontraría un momento mejor.

Su chófer hizo sonar la bocina desde el jardín y las manos me sudaban, las piernas me temblaban, mi cabeza no era capaz de acomodarse a la velocidad de mi pensamiento. Ricardo se levantó, se despidió de su mujer besándola en la cabeza, empezó a andar hacia la puerta, volvió sobre sus pasos para besarme a mí en el mismo lugar, con las mismas prisas, y salió por fin, sin despegar los labios. Antes de que el ruido de sus pisadas se perdiera por el pasillo, Adela explotó en el llanto que había logrado contener a duras penas mientras su marido estaba presente.

—Hay que ver, no me digas, tener que marcharse ahora, de esta manera, los niños por un lado y yo por el otro, como si estuviéramos escapando, otra vez… —cuando los sollozos le impidieron continuar, cogió la servilleta para limpiarse la cara y me dejó ver lo que había debajo—. Qué vamos a hacer ahora, adonde vamos a ir, si en Madrid ya no tenemos casa, ni nada… ¿Y si nos pasa algo por el camino?

Aquel pedazo de metal imantó mis ojos, activó mis piernas, me obligó a levantarme, a ponerme en marcha, y rodeé la mesa para ir hacia Adela, para colocarme tras ella, mis manos en sus hombros, la pistola como una isla inexplorada en el inmaculado mapa del mantel blanco.

—No llores, Adela, que no es para tanto… —apenas logré escuchar mi voz, ahogada por los nervios, pero saqué de alguna parte la serenidad suficiente para improvisar un tono de simple curiosidad—. ¿Y eso?

—¿La pistola? —se volvió en la silla para mirarme, y yo asentí con la cabeza a su rostro enrojecido, los párpados hinchados por el llanto—. Pues ya ves, tu hermano… Por si me hace falta, dice…

—¿Y por qué te va a hacer falta, mujer? —al escucharme, volvió a echarse a llorar, y yo empecé a sentirme culpable antes de tiempo—. Si es sólo un temporal de nieve. Súbela a tu cuarto, anda, no vaya a asustarse alguien.

Una hora y media después, sola en la cocina, un ejército de rosquillas perfectamente formado sobre el mármol, el aceite a punto y las ideas al fin claras, tan ordenadas como los dulces dentro de mi cabeza, la pistola me preocupaba menos que Adela. Los niños ya se habían marchado. Yo misma bajé en brazos a mi sobrina, dormida aún entre las mantas, y la acomodé junto a su hermano en el asiento trasero de un coche que partió sólo unos minutos después que el de su padre. Después, me recogí las mangas, amasé la harina por tandas, trabajé la mezcla hasta conseguir una textura perfecta, la dividí en cilindros de idéntico grosor, formé las rosquillas con cuidado, con paciencia, y no volví a ver a nadie hasta que distinguí el eco de los tacones de mi cuñada sobre las baldosas, cuando ya había frito más de la mitad.

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