—Jamás pensé que me resignaría a morir. Pero estoy resignado. Ese tipo Anelevitz, me ha enseñado mucho.
El mundo sabrá que no todos fuimos sin decir palabra al sacrificio, dóciles, embotados, aquiescentes.
En el cuarto del fondo se encendió una luz.
—Apagúela —ordenó Eva a la mujer.
—Estoy limpiando para la Pascua.
—Limpie a oscuras —indicó Eva.
—La Pascua —dijo Zalman—. Aún siguen celebrándola. No es que les critique, Weiss, pero es que me dejan asombrado. Quizá lo que necesitemos es menos tradición, menos oraciones… y más armas.
Al fondo de la habitación, un anciano oraba… chal, bonete, el libro de oraciones abierto. Se inclinaba y oscilaba sumido en sagrado éxtasis.
—Sé tolerante, Zalman. Esto era toda su vida. No conocían otra cosa y les mantuvo unidos durante mucho tiempo. Acaso también nos mantenga unidos a nosotros cuando este infierno acabe.
De la calle llegaba redoble de tambores y músicas marciales. Se había abierto la puerta del ghetto y un destacamento de Policía del ghetto, desarmada, entró en las desiertas calles. Detrás de ellos iban los auxiliares extranjeros llevando fusiles y pistolas ametralladoras.
Luego apareció un camión con altavoces, que se detuvo en medio de la plaza. A través de uno de los altavoces, una voz amistosa peroraba:
—¡Una feliz Pascua para nuestros amigos judíos! Deponed las armas. Salid en paz. Prepararemos para vosotros un seder. Olvidad esta descabellada lucha, pues os inducen a ella traidores que sólo buscan vuestra muerte mientras ellos huyen.
El tío Moses, que había practicado el tiro en el sótano, apuntó con su fusil e hizo volar el altavoz de un solo disparo. Quedaron colgando los cables rotos.
El camión dio la vuelta. Siguiendo las órdenes que ladraban los suboficiales de la SS, la Policía del ghetto y las tropas auxiliares se prepararon para el ataque. No se iban.
Los tambores empezaron a redoblar de nuevo. Siguieron avanzando por la calle. Se había acordado anteriormente, con Anelevitz y los demás jefes, que convenía ahorrar municiones para los alemanes.
—En primer lugar, nuestra miserable Policía —comentó Zalman.
—Déjales que pasen —indicó Moses.
Eva se agazapó en otra ventana y colocó en posición su fusil. Aarón se deslizó del cajón de municiones y lo abrió, para sacar cajas de balas y más armas.
—Lituania, Letonia, Ucrania —comentó Moses—. El viejo rostro familiar.
—No disparéis —musitó Zalman.
—Algún día miraré a un letón cara a cara y le diré: «Hermano, salvé tu vida en el ghetto de Varsovia». De forma increíble, continuaban desfilando. En aquellos momentos., en la plaza se encontraba un batallón Waffen de la SS. Instalaron escritorios, teléfonos de campaña, una cocina. Era una operación militar de gran envergadura.
—¡Ahora! —gritó Zalman.
Estallaron descargas cerradas desde una docena de ventanas alrededor de la plaza. Los alemanes, cantando marcialmente, avanzaban hacia la esquina de las calles Nalewki y Gensia. Aquello les interrumpió. La formación se deshizo. En la calle quedaron abandonados algunos muertos y heridos.
Desde áticos, balcones y ventanas de pisos altos, como aquella en que se encontraban agazapados Moses, Zalman, Eva y Aarón, un fuego graneado obligó a la columna nazi a retirarse desordenadamente.
Se podía oír a los oficiales alemanes ladrar abajo.
¿Dónde diablos están?
—¡Retrocedan! '; —¡A cubierto!
El tío Moses apuntó de nuevo su fusil, a la vez que exclamaba:
—¡Después de todo, hay un Dios en el cielo! Empezaba a tener mis dudas.
—Un hombre puede morir con gozo en el corazón al ver esto —indicó a su vez Zalman—. Mirad cómo retroceden.
—Por primera vez en mi vida, siento bullir en mí la sangre del rey David —declaró Moses mientras metía un nuevo cargador en su arma—. Creedme, esto es mejor que preparar recetas.
—No te excedas, Weiss —le aconsejó Zalman.
En varias ocasiones, los alemanes intentaron reagruparse, regresar a recoger a sus muertos y heridos, pero cada vez fueron detenidos por un huracán de disparos. Muchas veces, grupos judíos, armados con pistolas, bajaban a la calle, disparando y luchando con los nazis, edificio tras edificio.
El primer encuentro armado duró aproximadamente dos horas, desde las seis a las ocho de la mañana, e, increíblemente, no hubo bajas entre los luchadores judíos. Habían sorprendido por completo a la SS.
Von Stroop, el general alemán, que se había dignado entrar en el ghetto rebajándose a luchar con los judíos, admitía más tarde en su informe que: «La resistencia judía fue inesperada, desacostumbradamente enconada y una gran sorpresa. Con ocasión de nuestra primera penetración en el ghetto, los judíos y los bandidos polacos lograron, con las armas en la mano, rechazar nuestras fuerzas de ataque, incluidos los tanques y Panzers».
Todo era cierto excepto la referencia a «bandidos polacos»… todos los resistentes eran judíos.
Pero, como era de esperar, los nazis volvieron con mayores efectivos —llevando como siempre delante de ellos a sus lacayos ucranianos y bálticos—, pero en esta ocasión protegiéndose detrás de tanques. Ya no marchaban por el centro de la calle, no entonaban canciones marciales, suponiendo que los judíos se rendirían con solo ver acercarse a un soldado alemán.
Al anochecer, en el apartamento, Moses y su grupo pudieron escuchar a la familia leyendo su servicio pascual.
«Cuando ya fue grande Moisés, vio un día a un egipcio que maltrataba a un hebreo y mató al egipcio enterrándolo luego bajo la arena. Moisés huyó de la vista del faraón y se refugió en la tierra de Madián…». Al preguntar un adolescente sentado a la mesa: «¿Por qué esta noche es diferente de todas las otras?», Zalman y Moses no pudieron evitar el sonreír. Sí, era diferente. Absolutamente distinto de cualquier Pascua a lo largo de la historia del pueblo judío.
«Y está escrito —leía en hebreo el anciano en la habitación del fondo—: clamamos por el Señor, el Dios de nuestros Padres y el Señor oyó nuestra voz y vio nuestra aflicción, y nuestras fatigas y nuestra opresión…».
Durante un momento, todos escucharon. Luego Moses dijo:
—Unámonos á él.
Y todos recitaron juntos:
«Y el Señor nos sacó de Egipto con mano poderosa y brazo extendido y con gran terror y señales y maravillas…».
Muy pronto, su posición se hizo insostenible. En el ghetto entraron tanques y artillería. Los morteros empezaron a disparar contra los pisos altos y los tejados desde donde les atacaban.
Moses ordenó a la familia que finalizaran su seder. Dios lo comprendería. Tenían que salir de allí. Una granada de mortero explotó en el tejado. La mujer recogió los libros sagrados, el matzoh, los platos y las copas de vino. Los demás la siguieron.
Una segunda granada estalló en un lado del edificio. Zalman resultó herido en el brazo izquierdo por un trozo de cemento.
Diez minutos después, siguiendo a Aarón, que conocía los túneles igual que las ratas se encontraron en otro apartamento.
Aquel edificio daba sobre las calles Mila y Zamenhofa y los que le rodeaban ofrecían excelentes posiciones para disparar. Por lo menos había allí una pistola ametralladora y cierto número de resistentes escondidos, armados con cócteles Molótov, granadas y fusiles automáticos.
Moses y su grupo tuvieron la alegría de ver cómo un tanque alemán que llegaba al cruce se convertía en un infierno de llamas gracias a los cócteles Molótov. Los que lo ocupaban murieron abrasados. Los otros dos tanques dieron marcha atrás. Los alemanes se protegieron tras ellos, esperando.
—Se retiran de nuevo —declaró Moses.
—Es el fuego cruzado —advirtió Zalman.
Seguía disparando con un brazo, mientras Eva le vendaba la herida.
Alguien desplegó otra bandera sionista colgándola de la ventana.
—Eso es —dijo Moses—. Que la vean esos malditos. Que sepan quiénes somos.
Los alemanes parecían dispuestos a retirarse de nuevo.
—¿Cómo te sientes, Zalman? —preguntó Moses.
—Mi brazo está bien.
—No. Me refiero al ver correr á esos malditos hijos de puta.
—Mejor que nunca. Hemos sacudido a los filisteos a conciencia Weiss.
La lucha se prolongó durante veinte días. Von Stroop, harto de los fracasos de sus subordinados, tomó personalmente el mando. Durante dos días, la Resistencia mantuvo sus posiciones en la plaza Muranowski, con mi tío y sus amigos entre ellos. Allí, lo primero que llevó Von Stroop fue artillería antiaérea, con el fin de aniquilar todos los focos de resistencia, edificio por edificio.
Debo indicar que durante la lucha, un grupo de seis polacos católicos, al mando de un hombre llamado Iwanski, se introdujo en el ghetto, para unirse a la lucha contra los alemanes. Llevaron consigo nuevo suministro de armas. Cuatro de ellos murieron luchando codo a codo con los judíos. Ésa es la clase de gente que exige un recuerdo especial. Algún tributo.
El 23 de abril, los judíos seguían luchando desde fortines desperdigados por toda la ciudad. Himmler, furioso de que el mundo se enterara de la resistencia de los judíos, envió a Von Stroop un iracundo telegrama:
En el ghetto de Varsovia debe proseguir el ataque sin un momento de respiro y de la forma más dura posible.
Cuanto más intenso sea el ataque, mejor. Los recientes acontecimientos han servido para demostrar lo peligrosos que en realidad son esos judíos. No soy en modo alguno psicólogo, pero mi mujer ha estudiado a fondo Psicología. Y dice que Himmler, en lo más profundo de su fuero interno, era un cobarde, temeroso del débil, de la humillación, de que todo quedara desvelado. Después de haber ordenado el asesinato de millones de inocentes desarmados e indefensos, ahora se acobardaba ante cuatrocientos judíos armados.
El mismo día que Himmler enviara el mensaje a sus generales, Anelevitz dirigió una declaración a través de contactos al sector «ario», con la última esperanza de que tomaran parte en la lucha.
«Los judíos del ghetto se están defendiendo al fin y su venganza ha adoptado una forma positiva. Soy testigo presencial de la batalla heroica y soberbia que están librando los insurgentes judíos…».
Uno tras otro, los fortines iban siendo aniquilados. Empezó a generalizarse la lucha nocturna. Los alemanes vacilaban en entrar durante el día. En su lugar bombardeaban desde el aire, cañoneaban, provocaban inmensos incendios.
Comenzó un asedio sistemático al ghetto. La Resistencia sabía que sus días estaban contados. Los alemanes se encontraban empeñados en una campaña militar.
Uno de los aspectos más repugnantes de aquella lucha lo protagonizaron civiles polacos, en pie, alrededor de la verja del ghetto vitoreando y aplaudiendo, mientras hombres y mujeres judíos, ardiendo, abrasados vivos en los edificios, se precipitaban afuera para morir.
—¡Otro! —chillaban.
—¡Y otro!
Pero el valeroso Iwanski, el oficial del Ejército polaco, volvió de nuevo a luchar junto a los judíos. Mataron a su hermano y su hijo resultó gravemente herido. Pocas personas saben sobre su actuación. Aunque muchos polacos nos abandonaron, se reían mientras moríamos, al menos hubo un Iwanski que mantuvo en alto el honor.
Para el 8 de mayo, la Resistencia había quedado reducida a un puñado de fortines desde donde aún seguían disparando. Se habían explorado túneles en busca de salidas secretas por las que huir. Quedaban pocas.
Los alemanes también habían explorado los pasos subterráneos y bloqueado muchos de ellos.
En el fortín del número 18 de la calle Mila, Anelevitz habló con sus jefes por teléfono. Les suplicó que resistieran, que confiaran en recibir ayuda del exterior. Se habían hecho nuevos llamamientos a los polacos.
La rendición estaba descartada.
Se imprimió un nuevo llamamiento en la vieja imprenta de Max Lowy. Éste hacía tiempo que fuera deportado a Auschwitz junto a mi padre.
Moses, Zalman y los demás, agotadas sus municiones, descansaban apoyados sobre las húmedas paredes del fortín.
—¿Cuántos días han pasado, Zalman?
—Empezamos el 19 de abril. Estamos a 9 de mayo. Veinte días y aún no nos han derrotado.
Mi tío comentó:
—No llegamos a ofrecer a Hitler su regalo de cumpleaños.
—Sí que lo hicimos. Pero no el que él quería.
Anelevitz cogió la hoja de papel todavía húmeda de las manos sucias de tinta de Eva Lubin y empezó a leer:
Miles de nuestras mujeres e hijos están siendo quemados vivos en las casas. Personas envueltas en llamas se arrojan, semejantes a antorchas, por las ventanas. Pero nosotros continuamos luchando. Es una lucha por vuestra libertad y la nuestra. Vengaremos a Treblinka, Auschwitz, Belzec y Maidanek. Viva la libertad. «Muerte a los ocupantes asesinos y criminales. Viva la lucha a vida y muerte contra el bárbaro germano».
Un joven luchador del ghetto, vestido con el uniforme de un alemán capturado, dio un paso adelante. Anelevitz le entregó las octavillas.
—Intenta pasarlos. Buena suerte.
Eva se quedó mirando tristemente la imprenta.
—Nuestro último papel —anunció.
Pero la SS había explorado toda la zona. Colocaron centinelas en todas las posibles salidas del fortín, en todas las bocas de alcantarilla, en las puertas de bodega, la más insignificante abertura. El muchacho portador de las octavillas salió a través de la puerta de un sótano cubierta de escombros y cayó muerto por los disparos de dos hombres de la SS.
Dentro del fortín, los demás esperaban.
—Jamás fui un hombre muy valiente —aseguró el tío Moses.
—Yo tampoco —añadió Zalman, Eva les sonrió.
—Habéis sido lo bastante valientes.
—Pero he aprendido algo —prosiguió Moses—. Todos hemos de morir. Entonces, ¿por qué no hacerlo de una forma que valga la pena?
Mientras hablaban en voz baja, esperando, escuchando los disparos ocasionales arriba, en la calle, Aarón llegó jadeante. Él era quien había conducido al joven con el uniforme nazi hasta la salida.
—Han disparado contra él —informó Aarón—. Están enterados.
Encima de ellos ahora podían oír voces, el traqueteo de un camión y órdenes iracundas.
De repente, empezó a invadir el fortín un olor sofocante, acre.
—Debe de ser algún gas —opinó Moses—. Que todo el mundo se cubra la cara… utilizad trapos mojados.