El vacío de mi interior empezó a devorarme como sí se tratara de un ácido o un fuego lento. Quería que ella estuviera de nuevo conmigo, compartiendo alimentos crudos, durmiendo conmigo en los heniles, en los graneros. Pero jamás volvería a verla. Incluso dudaba de que pudiera volver a sentir amor, de que me entregara de nuevo a una mujer.
Barski me invitó a que me uniera a ellos, pero le dije que quería viajar solo. Me advirtió del peligro que corría de que me capturaran, de que si me dirigía hacía el Oeste lo haría en dirección a las líneas alemanas. Le dije que no me importaba. Que si moría, qué más daba; además, aún no me habían cogido.
—Buena suerte, muchacho —me deseó. Luego me abrazó.
—¿Puedo quedarme un arma? —pregunté.
—Naturalmente. Te la has ganado.
Me alejé siguiendo el arroyo, y viendo en cada árbol, encada hoja, el rostro de Helena.
Mi hermano Karl no sobrevivió a otro invierno. Lo habían trasladado a Auschwitz con una expedición formada por otros prisioneros de Therensienstadt condenados a las cámaras de gas.
En todo caso, quizás hubiese corrido la voz de que se trataba de un artista bien dotado y que podía ser utilizado, el caso es que mi hermano se libró de una muerte inmediata. El que su vida se prolongara se lo debió, probablemente, á la amabilidad de un hombre llamado Kirsch Weinberg, quien me contó los últimos días de Karl. Se trataba del mismo Weinberg que fuera sastre con Karl en Buchenwald, cinco años antes, a raíz de las detenciones que siguieran a la Kristalnacht.
Cierto día, Weinberg observó a aquel hombre alto, macilento, que ocultaba las manos bajo el blusón. Se fijó y le reconoció.
—Yo te conozco —dijo Weinberg—. Weiss… el artista…
Vivían en el mismo barracón, y Weinberg se cuidó de él, trató de encontrarle trabajo, le pasaba de contrabando pequeños trozos de pan.
—¿No recuerdas nada, Weiss? —le preguntaba Weinberg—. ¿Aquel día que peleamos por el pan? ¿Cuándo nos colgaron de los árboles?
Karl asintió. Incluso llegó a sonreír. —Claro que recuerdas —proseguía el sastre—. Tenías una esposa cristiana. Yo solía pasar a hurtadillas cartas para ti.
Karl asintió.
Weinberg le puso al corriente de lo que estaba ocurriendo. Al campo llegaban un montón de noticias. El Ejército Rojo había entrado en la Rusia blanca. Aunque seguían enviando a Auschwitz a judíos de toda Europa, algo se palpaba en el aire. Parecía que las selecciones para el exterminio habían reducido el ritmo.
También se rumoreaba que Hoess tenía dificultades con sus jefes.
Había todo tipo de buenas noticias. Italia había declarado la guerra a los alemanes; Solensk se encontraba en poder de los rusos; era inminente la invasión aliada…
La voz de Karl sonaba lejana, débil.
—Mi padre… aquí… madre.
A Weinberg le tocó decirle que tanto su padre como su madre habían muerto hacía un año en las cámaras de gas. Se encontraban entre los dos millones de víctimas que alimentaran los hornos. Weinberg había hablado en una ocasión con mi padre; al igual que a todos, le agradó en extremo.
Karl no podía llorar. Escuchaba, asentía, pedía agua.
Era muy extraño, pero también a mí me costó mucho poder llorar durante largo tiempo después de que Helena muriera. ¿Qué nos había ocurrido? ¿Acaso se nos había contagiado la malignidad de nuestros perseguidores, su falta de humanidad?
Y entonces Weinberg vio las manos de Karl.
—¡Santo Dios! ¿Qué te hicieron en ellas?
Examinó aquella especie de garras rotas, nudosas. Les dio masaje.
—Castigado —confesó Karl—: Por dibujar.
—Escucha, Weiss, hemos llegado hasta aquí. Aférrate. Algún día seremos libres.
—Papel —dijo Karl—, lápiz… carboncillo…
Weinberg, tras recorrer el barracón, encontró un gran trozo de cartulina gris y un trozo de carbón de la estufa, Incorporó a Karl en la litera y se los entregó.
La destrozada mano de Karl apenas era capaz de sostener el carbón. Cuando lo logró, sonrió, pidiendo a Weinberg que sujetara la cartulina.
Seguidamente empezó a dibujar, con grandes trazos alargados.
He visto el dibujo. Lo tiene Inga. No estoy seguro de lo que significa. Un pantano, un cielo tenebroso, nubes y, surgiendo de las cenagosas aguas, una mano alzándose hacia el cielo.
Continuó dibujando. Luego dio las gracias a Weinberg y le pidió que pusiera a salvo su última pintura.
Karl murió unas semanas después… tifus, cólera, nadie lo sabe. Quizá muriera de hambre. O, sencillamente, perdió el deseo de vivir.
Su cuerpo fue retirado e incinerado, y sus cenizas se mezclaron con las de mis padres y millones de otras más.
DIARIO DE ERIK DORF.
Auschwitz Noviembre de 1944.
Me he convertido en el emisario vagabundo del Tercer Reich, pasando incesantes informes sobre la solución final, estableciendo estadísticas, verificando, con Eichmann, Hoess, y todos los demás implicados en esta abrumadora labor, En julio pasado, los rusos se apoderaron del campo dé concentración de Lublin. Se había descubierto el secreto… ¡cómo si hubiese sido posible guardarlo para siempre! Las llamadas pinturas del horror han sido mostradas al mundo. Nosotros, como es natural, lo hemos negado, afirmando que, en realidad, se trata de atrocidades rusas perpetradas con los polacos.
Pero el hecho de que el mundo comience a enterarse lentamente de nuestros amplios planes de «reinstalación» no ha logrado, en modo alguno, hacer renunciar a Eichmann. Incluso ahora, que han quedado al descubierto los detalles de los campos de exterminio, está adoptando medidas para la deportación en masa de los judíos de Rumania. Durante todo este otoño de 1944, Eichmann, con mi ayuda, ha mantenido en marcha las expediciones desde Holanda, Bélgica y Francia. Los supervivientes del ghetto de Krakov fueron enviados a Auschwitz. Tan sólo durante el mes pasado Eichmann envió treinta y cinco mil judíos desde Budapest a diversos campos, todos ellos gente destinada a «reinstalación».
En Lublin, los rusos están ahorcando a todos los miembros de nuestro personal en el campo de Maidanek. Y, sin embargo, Eichmann, Hoess y muchos otros, incluido yo, seguimos adelante.
Himmler ha enviado órdenes de que se destruya el crematorio de Auschwitz. Las cámaras de gas han dejado de funcionar en Auschwitz. Ahora nos dedicamos desesperadamente a trasladar a sus habitantes hacia el Oeste, llevándoles de campo en campo, seguidos de cerca por los rusos.
Están ocurriendo todo tipo de cosas demenciales; irracionales, como si ya nadie se encontrara al frente o supiera exactamente cómo actuar frente a nuestra inminente derrota. Hoy llegó la orden de conducir «judíos húngaros» únicamente desde Bergen-Belsen a Suiza… órdenes ¿de quién?, ¿por qué? Y mañana es posible que reciba un cable ordenando que se envíe hacia el Oeste a todos cuantos se encuentran en Auschwitz, a lugares como Gross-Rosen y Sachsenhausen.
¿Cree realmente Himmler que puede ocultar nuestro trabajo?
¿Cree honestamente y con él Kaltenbrunner y mis otros jefes, que pueden cambiar la naturaleza de nuestros esfuerzos mediante el traslado de varios miles de fantasmas hambrientos?
Sin embargo, los mantenemos vagando por toda Polonia, Alemania, Checoslovaquia. Decenas de centenares de esos judíos, harapientos, muriéndose por las cunetas, diezmados por el hambre y la enfermedad. ¿No sería más normal acabar con sus sufrimientos recurriendo sencillamente al Zyklon B? ¿No podríamos entonces afirmar que nuestras medidas eran las más humanitarias? Considerando que estos judíos y otros han llegado al límite de la resistencia humana, que ya no sienten el menor deseo de vivir, ¿no sería más decente dejarlos morir lo más rápidamente posible y evitar en lo posible sus sufrimientos? Pero no. Mis jefes siguen afirmando que esos campos jamás existieron, que allí no murió nadie, que no ha habido nada semejante a cámaras de gas y hornos crematorios. A veces, casi me da la impresión de que yo también lo creo así.
Y, como es natural, mi vida privada ha sufrido las consecuencias. Rara vez veo a Marta y cuando lo hago nunca solemos hablar mucho y en modo alguno compartir el lecho. Peter ahora ya lleva uniforme, entrenándose con las llamadas «cuadrillas de lobeznos», que se suponen lucharán hasta la muerte para salvar Berlín. Es un muchacho alto y guapo; y sin embargo, la última vez que lo vi, no se me ocurría nada que decirle. Laura se pasa el tiempo llorando. Casi siempre tiene hambre y, con el egoísmo propio de los niños, nos culpa de todo a Marta y a mí. El «Bechstein» sigue en nuestro apartamento, algo estropeado, pero se puede tocar todavía, Marta pensó en dar lecciones a Laura, pero todo ha quedado en agua de borrajas.
De manera que hoy me encuentro de regreso en Auschwitz, tratando de cumplir las órdenes de Himmler… desmantelar, destruir, quemar, borrar toda prueba. ¡Qué farsa! Sin embargo, sigo adelante con ella.
No obstante, hay momentos en que me pregunto si tales esfuerzos serán tan inútiles como parecen. Durante muchos años, y pese a los rumores e incluso informes directos, el mundo se ha negado a creer que hacíamos lo que estábamos llevando a cabo. Éramos muy buenos para el engaño. Y tropezábamos con gente dispuesta a creernos. Nuestro lenguaje esópico daba resultados. Naturalmente, los judíos, problemas. Tenían que ser reinstalados, ya comprenden.
Era asombrosa la forma en que el mundo aceptaba nuestra palabra, confiaba en nosotros.
Tan sólo a principios de 1942, el Gobierno sueco tuvo noticias de los centros de exterminio. Y ello a través de un informe de uno de sus diplomáticos, gracias a un oficial de la SS charlatán. Pero el Gobierno de Estocolmo no permitió que tal información se hiciera pública. E incluso la BBC y otros portavoces de nuestros enemigos se mostraron en extremo cautelosos en decir una sola palabra respecto a la suerte de los judíos. Así que es posible que me esté mostrando excesivamente duro en mi juicio sobre nuestros líderes de la SS; si lo hacemos bien, incluso es posible que logremos convencer a una gran parte de la opinión pública de que jamás le hemos tocado siquiera el pelo a un judío, que sólo hemos ejecutado a criminales, permitiendo que los judíos vivieran pacíficamente en pequeñas ciudades propias tal vez.
No hace mucho, mientras los cañones rusos disparaban contra las minas de calcio de «I.G. Farben», en los alrededores del campo, y los aviones soviéticos nos bombardeaban, yo me encontraba al teléfono hablando con uno de esos lacayos de Berlín que me chillaba sin descanso diciéndome que el campo debía destruirse, que había que quemar todos los archivos, que tenía que ser evacuado, o matar o lo que fuera, hasta el último habitante. Todo ello resulta tan demencial que casi es imposible creerlo.
Pero he obedecido órdenes durante mucho tiempo y sigo gritando a Josef Kramer, quien ha sustituido a Hoess, que continúe con su trabajo de hacer desaparecer el crematorio, de desmantelar las cámaras de gas.
Hoy Kramer se ha reído. Se encontraba guardando documentos en una cartera… semejante a un viajante que se dispusiera a emprender un apresurado viaje.
—Todos han perdido su asquerosa cabeza —decía Kramer—. ¿Ocultar este lugar? Pero si todo está escrito, ¡mierda! Si todo está registrado. Eichmann ya ha dicho a Himm1er que hemos matado seis millones… cuatro en los campos y el resto, las Einsatzgruppen. Está escrito, en informes, se encuentran en todas partes. ¿Para qué diablos volar algunos edificios?
—¡Suspendida toda actividad de las cámaras de gas! —grité. Había un plan para desembarazarnos del último de los Sonderkommandos—. No más… —Para que Berlín pueda decir que lo hicimos nosotros, que ellos ignoraban cuanto ocurría. Como ese estúpido asno de Hans Frank. Cuando los rusos le capturaron, afirmó que nada había tenido que ver con esto, que jamás había matado un judío. Éramos nosotros, la SS, la RSHA.
Ignoro por qué, pero empecé a abrir todos los ficheros de Auschwitz y a arrojar expedientes a la chimenea encendida. Destrocé documentos lanzándolos a las llamas que subían cada vez más, mientras Kramer se burlaba de mí…
—Más valiera que siguiera incinerando judíos, Dorf.
—No, no. Berlín dice que los traslademos a todos al Oeste. Himmler está convencido de que los Aliados lo comprenderán. Gran Bretaña y Estados Unidos estarán de acuerdo. A quienes hemos de evitar es a los rusos.
Himmler quiere negociar con los norteamericanos. El…
De repente, Kurt Dorf entró en la habitación. Mi tío me vio precipitarme para abrir los cajones del escritorio, destrozando los archivos y arrojar a la chimenea toda la documentación de Auschwitz.
Me contempló durante unos segundos.
—Es inútil, Erik. Katowice ha sido evacuado. El Volksturm se está deshaciendo. El Ejército Rojo estará aquí dentro de uno o dos días.
—¿Y tú les vitorearás cuando lleguen?
No me contestó, limitándose a mover negativamente la cabeza.
—Me han dicho que en el almacén hay siete toneladas de cabellos humanos, perfectamente embaladas y etiquetadas, Erik. ¿No convendría que ordenaras a alguien que las quemara?
No presté atención y proseguí lanzando documentos al fuego. Acaso Himmler sea más listo que cualquier de nosotros. Podemos enfrentar a los rusos y a los aliados… explicar nuestros motivos… El Führer tenía razón, estamos salvando a Occidente, salvando la civilización. Nosotros no queríamos esta guerra… los judíos nos obligaron a ella y tuvimos que hacerles pagar.
Kramer hablaba por otro teléfono. Debo reconocer que, aun cuando se encontraba preparando una rápida retirada, estaba cumpliendo algunas de mis órdenes. Decía a uno de sus subordinados que pusiera en camino a los cincuenta y ocho mil prisioneros restantes, con un frío glacial, y los condujera sin descanso hacia el Oeste.
Kurt me detuvo, cogiéndome por los brazos. Es mucho mayor que yo, pero también más fuerte.
—Mi querido sobrino —dijo—, ¿no afirmaste, en cierta ocasión, que deberíamos publicar nuestras gloriosas hazañas? ¿Qué debíamos alardear ante el mundo de la forma en que habíamos solucionado el problema judío? ¿Por qué este cambio de actitud? Resulta asombroso hasta qué punto un fuego de artillería puede contribuir a cambiar las ideas de un hombre.
Intenté soltarme, pero él me empujó contra uno de los archivadores que yo había estado intentando vaciar.
—¡Eres un talmado embustero! ¡Un maldito cobarde! ¿Acaso crees de verdad que ahora te será posible ocultar el asesinato de seis millones de personas?