Sasha me encargó que atara la dinamita a las traviesas de las vías. Hacía un día terriblemente caluroso. Tenía empapada la camisa caqui.
Entre los árboles y matorrales cercanos a las vías férreas esperaban una docena de guerrilleros, incluidas Helena, Yuri y Nadya.
Había adquirido un profundo conocimiento sobre los explosivos. Nada de estas cosas resulta difícil de aprender. Lo que es difícil es llegar a tener el valor para ponerlas en práctica. (Tamar dice que, en Israel, los judíos se convirtieron en soldados de la noche a la mañana. Armados y adiestrados, han hecho olvidar al mundo que un día fueron los aterrados habitantes de ghettos). Oímos silbar al tren en la lejanía.
—Apresúrate —me exhortó Sasha.
—Queda tiempo —le grité a mi vez.
Comprobé que las barras de dinamita estaban seguras y las cápsulas, en posición. El golpeteo de las pesadas ruedas las harían estallar. Tan pronto como se produjera la explosión, barreríamos los vagones con fuego graneado y bombas de mano. Sería nuestra acción más importante hasta aquel momento.
Hice los últimos nudos, luego me adentré en el follaje, desenfundando mientras tanto la pistola ametralladora.
Helena se encontraba de pie junto a mí. Parecía pequeña, indefensa. Pero también ella empuñaba una pistola ametralladora y llevaba granadas colgadas del cuello.
—¡Vaya un collar! —comenté burlón.
—Me siento orgullosa de él —repuso.
La besé en la mejilla. Estaba asustada. Todos lo estábamos. Pero habíamos aprendido a no demostrarlo. Jamás volveríamos a suplicar misericordia. Moriríamos antes que ceder.
El tío Sasha escuchaba atentamente en la dirección en que había de llegar el tren. Parecía preocupado.
—¿Algo va mal? —le pregunté.
—Creo que se están deteniendo.
Todos escuchamos. Antes de llegar a una curva en los rieles llegó un ruido de chug-chug-chug… la locomotora aminoraba la marcha. Luego cesó el ruido y la locomotora pareció suspirar.
Esperamos. Raras veces había visto a Sasha tan nervioso. Me hizo un ademán con la cabeza.
—Escúrrete hasta el lindero, Rudi, y mira a ver lo que pasa.
Me arrastré sobre el vientre, sujetando la pistola ametralladora en el hueco del brazo doblado y llegué hasta el saliente de la línea férrea. Pude ver la locomotora unos centenares de metros más lejos. Estaba detenida.
En el techo del primer vagón había instalada una ametralladora con sus servidores. Todos se encontraban en pie mirando a su alrededor. El tren se encontraba a más de cincuenta metros de las cargas explosivas que había colocado. Algo había despertado sus sospechas. Acaso se tratara tan sólo de una medida de seguridad… sabían que la zona estaba plagada de guerrilleros.
Entonces vi bajar del tren a varios soldados, todos armados para el combate. Comenzaron a avanzar lentamente por las vias mientras el tren seguía detenido.
Me arrastré para regresar junto a Sasha y los demás.
—Están enviando patrullas —susurré, Sasha frunció el ceño.
—Deben de haberles advertido. Vayámonos de aquí lo más de prisa que podamos.
—Podemos acabar con ellos —opiné—. Tenderles una emboscada. Dejarles que se acerquen.
—No. Sólo cuando nos encontramos con ventaja. Nos matarían con esas pesadas ametralladoras. Todos en marcha.
Nos dirigimos al bosque.
Era evidente que los alemanes sospechaban algo, pues podíamos oírles ladrar órdenes, mientras los hombres corrían por la grava del saliente. También el tren avanzó, pero sin rozar los explosivos.
Luego, sin previa advertencia, una ametralladora abrió fuego.
Ramas rotas volaron a nuestro alrededor.
—¡Dispersaos! —gritó el tío Sasha.
Cogí a Helena por el brazo y corrimos velozmente hacia el bosque. Las ramas nos azotaban el rostro, se aferraban a nuestra ropa. Sentía ansias de volverme y disparar, de tratar de detenerlos porque los podía oír detrás de nosotros…, las botas retumbando sobre la tierra, gritos en alemán, disparos de sus fusiles, y, con más fuerza, los de la ametralladora instalada en el tren.
Y, de pronto, Helena recibió un balazo. Cayó sin decir palabra, aferrada todavía a mi mano.
Me detuve y me arrodillé junto a ella. Su rostro estaba tranquilo, pálido. No reflejaba su agonía. Las balas le habían entrado por la espalda, causándola una muerte instantánea. Yacía allí, más pequeña que nunca, más hermosa: hundí la cara en su pecho.
Todavía ignoro por qué no dispararon también contra mí. Me dieron en la cabeza con la culata de un fusil y quedé inconsciente, Algunos de los de nuestro grupo lograron huir. Cuatro, incluidos Yuri y Helena, murieron. A otros dos jóvenes y a mí nos condujeron, y aún no comprendo el motivo, a un campo de concentración de prisioneros del Ejército Rojo.
La norma general aplicada a los guerrilleros es la de fusilarlos inmediatamente, Pero quizá se propusieron torturarlos para obtener información sobre todo el movimiento guerrillero.
No nos dieron comida, sólo el agua imprescindible para que no muriésemos de sed. Y luego, inesperadamente, en medio de gran apresuramiento y órdenes, nos hicieron subir a un vagón de ganado.
Me acurruqué en un rincón, con la sensación de que me conducían a la muerte. Tal vez la había burlado durante demasiado tiempo. Pensé en Helena muriendo silenciosamente, acribillada por las balas. Había querido tomar parte en una incursión para que pudiésemos morir juntos. Ahora ella se había ido y yo vivía.
Me sentía culpable, desgraciado, indigno. Debí de haberla persuadido de su descabellado deseo. Lloré durante mucho tiempo, en el ruidoso y desvencijado vagón. El viaje parecía interminable. Uno de los hombres dijo que íbamos a Polonia, Había visto las señales de la carretera.
Aquello me dio la certeza de que no nos iban a matar. Quizá durante algún tiempo nos harían trabajar como esclavos.
Por último, se vació el tren en una ciudad llamada Sobibor. Nos hicieron caminar durante dos kilómetros aproximadamente hasta un campo de concentración. Alambradas sujetas por pilares de cemento, focos, una cerca alta, perros, centinelas. Un lugar siniestro y terrible. A lo lejos humeaban unas chimeneas. Un campo de exterminio. Finalmente, me enviaron a un barracón, donde me tumbé en una tarima, sumergiéndome en un prolongado sueño plagado de pesadillas. Soñé con la época de mi adolescencia en Berlín, en los partidos de fútbol que había jugado… y en mi mente aquello se convirtió en una época de terror y derrota. Al despertarme, creí tener a Helena junto a mí, como había estado durante años. Tal vez incluso la llamé por su nombre. Pero no volví a llorar. En mi interior se había formado un gran vacío en el que se habían hundido mis emociones, mi corazón. Helena estaba muerta, nuestra causa perdida. Jamás vería a Sasha o a mis amigos los guerrilleros.
El barracón estaba atestado. Era maloliente y hacía mucho calor. Pero, de manera sorprendente, reinaba la tranquilidad. Algunos hombres hablaban en voz baja en ruso y yo conseguía captar alguna que otra palabra.
Di media vuelta fingiendo dormir y pude ver a cinco o seis hombres de aspecto rudo, vestidos con andrajosos uniformes del Ejército, sentados sobre una tarima. Miraban un dibujo colocado sobre una caja.
Había un hombre en pie que se interponía entre los otros y yo, seguramente para vigilarme.
—Una mina —le oí decir—. Aquí, aquí.
Durante el tiempo que pasara con los guerrilleros y con Helena había aprendido mucho ruso. Escuché de nuevo.
—Alambradas, en doble fila —seguía diciendo aquel individuo—. Es posible que necesitemos alicates.
Otro hombre preguntó:
—¿Y qué me decís de los barracones de la SS? ¿Las armas en el depósito de agua?
—Tendremos que derribarlas —opinó el otro hombre.
Pronto comprendí que el individuo que se encontraba al mando era un capitán del Ejército Rojo llamado Barski. El hombre que le hablaba, su teniente, respondía al nombre de Vanya.
El llamado Vanya dijo de pronto:
—No disponemos de una sola arma, capitán Barski.
—Las obtendremos.
Me incorporé, apoyándome sobre un codo. La tarima crujió. El hombre que me vigilaba dijo algo a los otros.
Vanya exclamó:
—¡El maldito! Estaba despierto y escuchando.
Se acercó a la tarima y me hizo bajar a la fuerza. Forcejeé. Casi llegamos a las manos. Los otros nos separaron.
—¡Quítame las manos de encima! —exclamé en un ruso chapurreado.
Vanya intentó darme un puñetazo en el estómago. Detuve el golpe y me precipité de nuevo contra él. Entre él y algunos otros me empujaron hacia una tarima baja.
—¿Qué has oído? —preguntó el capitán Barski.
—No he entendido nada. Soy judío alemán. Mi ruso no es muy bueno.
Barsiai empezó a hablar en yiddish, bastante parecido al alemán, con el fin de que pudiéramos entendernos.
—Sigamos. ¿De qué crees que hablábamos?
—Parecía como si estuvieseis planeando la huida.
Vanya sacudió la cabeza.
—¡Es un maldito espía, Barski! —dijo— la SS lo ha colocado aquí. ¡Por todos los demonios! ¡Jodido aleman!
Barski me dio unas palmadas en el hombro.
—¿Cómo te llamas, muchacho?
—Weiss, Rudi Weiss.
—¿Y qué diablos haces aquí en Sobibor?
—¿Sobibor? No lo sé. Estaba en un tren con un montón e otros prisioneros. Era guerrillero en Ucrania.
Se miraron entre sí. Barski estaba sentado frente a mi.
—Escúchame, Weiss, si es que te llamas así. Si eres un espía, tendremos que matarte. Éste es un campo de exterminio. Aquí hay una cámara de gas, hornos. Vamos a huir. Si los alemanes te han introducido aquí para espiarnos, yo mismo te estrangularé.
Así que les conté mi historia… mi huida de Berlín, hacía ya años, mi vagabundeo a través de Europa, Checoslovaquia, Ucrania. Cuando llegué a la época en que me incorporé a la guerrilla del tío Sasha, la mirada de Barski se iluminó.
—¿Cuál era su ocupación antes de convertirse en guerrillero? —inquirió el capitán del Ejército Rojo.
—Era médico. En una aldea llamada Koretz.
Me hizo todavía más preguntas. Quiénes eran los demás miembros del grupo, si había un rabino entre ellos.
Mis respuestas parecieron satisfacerle. Me referí a algunas de las acciones en las que había intervenido…, el ataque al Cuartel General de la SS, otras incursiones.
Cuando hube terminado, miró a los otros.
—Creo en lo que dice —afirmó Barski—. Parece demencial, un chico de Berlín, un judío alemán, luchando aquí. Pero cosas más increíbles han sucedido.
—Insisto en que debemos matarle —replicó Vanya, Pero Barski estaba convencido. Hizo un ademán negativo con la cabeza.
—Escucha, Weiss, ¿sabes lo que ocurre en este campo? Diariamente envían a dos mil personas a la cámara de gas, los hombres de la SS duermen sobre almohadas rellenas con el pelo de las mujeres judías a las que han asesinado. Se divierten defecando sobre los sesos de niños judíos. En las afueras hay un campo con un metro de profundidad… formado con las cenizas de los judíos.
Asentí.
—Lo creo. Creo cualquier cosa de ellos. Sólo necesito un arma. Lucharé junto a vosotros.
DIARIO DE ERIK DORF.
Posen, Polonia Octubre de 1943.
El Reichsführer convocó a una reunión al centenar aproximado de oficiales implicados en la solución final.
Nos concentramos en el vestíbulo de un hotel, aquí, en, Posen. Se encontraban presentes muchos de mis antiguos colegas… amigos y enemigos. Entre ellos figuraban Blobel Ohlendorf, Eichmann y Hoess.
En los viejos tiempos me hubiera sentado a la derecha de Heydrich, con el bloc de notas en ristre. Por desgracia, Kaltenbrunner no me quiere tan cerca de él. El ogro se sentó a un lado de Himmler, escuchando atento. Me instalé, aproximadamente, en el fondo del salón. Cada día necesito mayores dosis de coñac para poder terminar el día. También he observado que voy encontrando más difícil concentrar la mente en cuestiones importantes. Tras haber adquirido fama durante mucho tiempo a causa de mi trabajo minucioso, me doy cuenta de que cada vez me hago más olvidadizo, más descuidado.
Blobel fanfarroneaba sobre su trabajo en Babi Yar. Según afirmaba, todos los cuerpos habían sido desenterrados e incinerados. Se habían formado grandes piras con traviesas de ferrocarril, empapadas de gasolina para «hacer desaparecer las pruebas» como alguien dijo.
Pero ¿para qué? —me pregunto—. ¿Para qué molestarse?
Blobel informó que se habían hecho desaparecer alrededor de cien mil cadáveres. Luego, Eichmann fanfarroneó algo sobre sus trenes. Hoess se refirió con voz tranquila y en tono modesto al funcionamiento de Auschwitz.
Himmler seguía insistiendo sobre si todo aquello se había llevado a cabo «en secreto». Parecía más preocupado que nunca porque el mundo exterior no llegara a enterarse de nuestro trabajo durante los últimos años. Y, sin embargo, cuando uno de los oficiales sugirió que suspendiésemos el exterminio para poder utilizar la mano de obra judía, se le hizo callar al punto… por el propio Reichsführer Himmler, En el vestíbulo del hotel hacía calor y la atmósfera se encontraba cargada. La mayoría de nosotros estábamos cansados. Nos preguntábamos el motivo que indujera a Himmler a convocarnos.
Alguien, posiblemente Globocnik, pidió una docena de Cruces de Hierro para sus hombres, por el heroico trabajo que habían realizado limpiando de judíos Europa Oriental. A Himmler le satisfizo la idea. Ya había repartido numerosas condecoraciones entre los oficiales que tomaron parte en el aplastamiento del levantamiento en Varsovia.
Se discutieron nuevos asuntos. Blobel, sentado junto con Ohlendorf no lejos de mí, le dio con el codo en las costillas, diciendo en voz lo bastante alta para que yo pudiera oírle:
—Silencio por parte del Gran Dorf.
—Tal vez se haya vuelto cobarde —replicó Ohlendorf.
Pero me saludó con un ademán de la cabeza. Un tipo muy cortés y educado. Habla con absoluta libertad de su matanza de noventa mil judíos en la zona de Odessa.
De repente y sin más preámbulo, Himmler declaró:
—Desearía que todos ustedes me sometieran ideas sobre un eventual desmantelamiento de los campos.
—¿Desmantelamiento? —inquirió Blobel.
—Sí —repuso el Reichsführer—. Nuestra tarea está terminada con creces. No estoy… naturalmente, no estoy sugiriendo que Alemania vaya a ser derrotada. Pero la prueba, los residuos, pueden inducir a malas interpretaciones.