Kurt Dorf le vio y se dirigió a él desde la casamata en la que tenía instalada su oficina.
—¿Se encuentra enfermo? —preguntó a mi padre.
—No, no, sólo un poco cansado. Volveré al trabajo.
Kurt Dorf le detuvo.
—¿Cómo se llama?
—Weiss. Josef Weiss.
Lowy, desde la carretera, puntualizó: —Doctor Weiss.
—¿Doctor en Medicina? —preguntó el ingeniero.
—Si, practicaba la medicina general en Berlín. Tenía mi propia clínica.
Kurt Dorf se quedó mirando a mi padre durante un momento. Acababa de llegar un pequeño camión de suministros y empezaban ya a descargarlo.
—¿Por qué no trabaja en el camión el resto del día? —le sugirió—. No es tan pesado.
Mi padre asintió y se dirigió hacia el camión. Luego se volvió de nuevo hacia él:
—Le estamos muy agradecidos. Sabemos lo que está haciendo.
Dorf parecía incómodo. Había llegado un destacamento de la SS al mando de un oficial y le estaban esperando junto a la casamata. Con los planos enrollados debajo del brazo, dio media vuelta y se encaminó hacia ellos.
DIARIO DE ERIK DORF.
Auschwitz Febrero de 1943.
Hoy, en mí visita semanal a Auschwitz, he recibido una agradable sorpresa. Bueno, agradable hasta cierto punto. He encontrado a mi tío Kurt trabajando en un nuevo proyecto de construcción de carreteras. Este lugar es tan amplio y complejo, se están realizando aquí tantos trabajos para el esfuerzo bélico, que es posible ignorar que un pariente o un amigo se encuentren trabajando aquí. Kurt colaboró durante un tiempo en la fábrica de caucho artificial «Buna», reproyectando edificios y ahora trabaja en la carretera para «I. G. Farben».
Nos estrechamos las manos, al principio con cierta frialdad, pero luego nos abrazamos mucho más cordialmente. Quería disfrutar de aquella reunión en privado, de manera que indiqué a mis ayudantes que nos dejaran solos.
—¡Vaya, vaya! —comentó Kurt—. Han vuelto a encontrarse tío y sobrino. ¿Cómo estás, Erik?
—Bastante bien. Veamos, ¿cuándo nos vimos por última vez? Hace dos años, durante las Navidades en Berlín. ¿No es así?
—Con Marta y los niños. Noche silenciosa, alrededor de aquel hermoso piano —sonrió—. Me alegro de verte, Erik.
—Y, por mi parte, puedo asegurarte que estoy encantado, Me hace recordar que tengo familia.
Kurt me invitó a entrar en la diminuta oficina que tiene montada en una casamata de madera. Me dijo que tenía café auténtico, nada de sucedáneos y que celebraríamos nuestro encuentro con una taza.
Durante un rato permanecimos en silencio, saboreando el café caliente, mientras mirábamos a través del gran ventanal (la casamata está construida en lo alto) hacia la ciudad que ha crecido en los alrededores de Auschwitz. En la lejanía humeaban las cuatro chimeneas.
—Vuestras carreteras han representado una gran ayuda para nosotros —le dije—. No sólo para el transporte de material de guerra, sino también para evitar el contagio, simplificando los procedimientos de extinción.
Me miró de manera extraña.
—Me ha parecido comprender que en este campo hay muchas enfermedades.
—Desde luego. Los judíos son gente sucia.
—Me imagino que también habrá infección entre quienes lo dirigen.
—Algo.
—No tanto del cuerpo como del espíritu. Acaso del alma.
Tuve el presentimiento de que se iniciaba una discusión. Kurt, en el fondo, siempre había sido algo moralista.
Como no había pertenecido nunca al Partido, era incapaz de comprender nuestros objetivos, nuestra política de largo alcance.
—Tu moral se ha hecho aún más estricta, tío. Lo que estamos realizando, lo hacemos por pura necesidad.
Se puso en pie.
—A mí no es necesario que me mientas. Llevo tu propia sangre. Guarda tus embustes y falsedades para esos miles y miles de inocentes judíos que estás asesinando en este lugar. Sí, rusos y polacos y a todo aquel a quien consideráis enemigo vuestro.
Crucé las piernas sin decir palabra.
Kurt se alejó; luego, de repente, se volvió.
—¿Por qué, en nombre de Dios, les obligáis a desnudarse antes de que mueran? En nombre de la decencia, ¿es que no podéis permitirles que conserven unos girones de dignidad antes de que los asesinéis? He visto a vuestros patanes de la SS riendo a la vista de mujeres judías, mientras esas pobres infelices trataban de cubrirse. Hasta que llegué aquí, jamás creía realmente en Satanás o que en el mundo existiera algo tan diabólico.
—Te costó mucho tiempo —repliqué tranquilamente—. Estuviste en Babi Yar.
—Tal vez necesitaba creer en vuestras mentiras. Como tantos otros de nuestros compatriotas.
—Estás defendiendo a criminales, espías, saboteadores, tío. Esos judíos eran transmisores de contagio, tanto físico como político. Estamos saneando a Europa, posiblemente al mundo. Mucha más gente de la que tú imaginas está de acuerdo con nosotros.
Hablé con calma, de manera racional, tratando de exponerle con claridad mi plena consagración a lo que consideraba mi deber.
Kurt me miró con sus fríos ojos azules; la misma mirada dura de mi padre cuando me sorprendía en una mentira.
—El otro día escuché una historia ciertamente notable —manifestó—. En enero, los judíos del ghetto dé Varsovia se rebelaron. En realidad, mataron soldados alemanes, obligaron a retirarse a la SS. Imagínatelo, Erik. Esa gente aterrorizada, desarmada, despreciada, luchando contra los señores de la Tierra. Casi llega a devolverle a uno la confianza en la Divina Providencia.
—Casi. Pero no del todo.
Ya me había enterado del levantamiento en Varsovia, durante el mes de enero. Se rumorea que los judíos siguen armandose, preparándose para hacer frente a nuestros esfuerzos para desalojar a los últimos cincuenta mil que aún siguen allí. Pero esto carece de importancia. A fin de cuentas, el triunfo será nuestro. Pero creí que debía mostrar cierta deferencia con el hermano de mi padre. Por muy ingeniero que fuera, o constructor de carreteras, con aquellos sentimientos era más que probable que llegara a encontrarse en graves dificultades.
Miré a través de la ventana a la cuadrilla que trabajaba en la carretera.
—Me han dicho que estás utilizando como trabajadores a varios centenares de judíos. Raciones extra, privilegios. Hay polacos disponibles.
—¿Y qué pasa?
—Los judíos están destinados a recibir un tratamiento especial. Han de trabajar hasta quedar inútiles y entonces se les aplica el tratamiento especial.
—Dilo, Erik, pronuncia la palabra: asesinato.
Hice caso omiso de él.
—Puedo proporcionarte algunos prisioneros del Ejército Rojo. Fuertes espaldas y mentes embrutecidas. Remplazarían a tus judíos. Si permitimos que los judíos sobrevivan, llegará un día en que destruyan a Alemania.
—Quiero que dejes en paz a mis trabajadores.
—Favoreces a los enemigos del Reich, ¿no es así? Los hijos de esos judíos… los hijos que nosotros enviamos…
Ante mi asombro, se acercó a mí y me aferró por el cuello de la guerrera, casi arrancándome la insignia. No soy hombre fuerte físicamente, nunca lo he sido. Detesto la violencia, la lucha. Mi tío Kurt es alto y con excelentes músculos. Los años transcurridos trabajando al aire libre le han hecho vigoroso. Noté la fuerza de sus manos. Me sacudió como si fuera un cachorro.
—¡Sería capaz de estrangularte con mis propias manos, maldito asesino bastardo! Y esto como un favor a mi hermano muerto. ¿Cuántos cadáveres necesitarás aún para sentirte satisfecho, comandante Dorf? ¿Un millón? ¿Dos millones? ¿Cuántos cuerpos habrás de incinerar ahí antes de que te sientas seguro? ¡Maldición, Erik, dame alguna muestra de humanidad, antes de que esto acabe, convénceme de que aún existe en ti un adarme de decencia!
—Quítame las manos de encima —fue lo único que repliqué.
Me lanzó de un empellón contra la pared de madera. No opuse la menor resistencia. Naturalmente, iba armado, pero ni por un instante se me ocurrió sacar el arma. Además, su furia había amainado, transformándose en una especie de angustiado desprecio.
Me estiré la guerrera mientras me aseguraba de que ninguno de mis hombres había sido testigo de tan embarazosa escena, y traté de explicarle a mi tío, con toda exactitud, lo que Marta, con su intuición femenina, me dijera recientemente. Con acento persuasivo expuse que, si ahora dejábamos de matar judíos, parecería una admisión de culpabilidad. Cuando uno está convencido de la rectitud de sus propias miras, no es posible detener el desarrollo de la acción sólo porque resulte desagradable u otros la interpreten erróneamente. Ahí reside el auténtico valor; llevar a cabo, lo que con frecuencia resulta deplorable y al parecer brutal, pero que lo exige la consecución de un trascendental objetivo, de un plan de largo alcance…
—Nosotros llevamos a cabo un acto moral —insistí—. Cumplimos con un imperativo histórico.
De nuevo se lanzó contra mí, y esta vez pensé que, con toda seguridad, iba a matarme.
Pero se detuvo tan sólo a unos pasos y musitó:
—Comprendo demasiado bien. Os comprendo a todos demasiado bien. ¡Vete de aquí!
Me sentía preocupado por su furia, por su actitud irracional. Pero mientras realice su trabajo para Hoess, mientras construya carreteras, modernice fábricas, siempre será de utilidad. Además, parece que mantiene para sí sus puntos de vista traidores… excepto cuando se trata de mí.
RELATO DE RUDI WEISS.
Al día siguiente de que mi madre muriera en la cámara de gas, mi padre se enteró de lo sucedido. Al atardecer, una vez que él y Lowy hubieron terminado con su trabajo en la carretera, se dirigieron con pases falsos al sector de las mujeres.
Encontraron vacíos los barracones. Una mujer kapo, una de las que habían conducido a mi madre a la muerte, les dijo que todas las mujeres de aquel bloque habían sido enviadas a las cámaras de gas.
Los hombres, perdido todo control, lloraron desconsoladamente. Poco podían decirse uno a otro para consolarse.
Alguien me contó que mi padre entró en el barracón y permaneció sentado durante mucho tiempo en la tarima de mi madre. Abrió su maleta, acarició sus pobres pertenencias y cogió una carpeta con partituras… viejas, amarillentas, arrugadas, de nuestro hogar en Groningstrasse, Mozart, Beethoven, Schubert, Vivaldi.
—¡Malditos sean! —sollozaba Lowy—. ¿Por qué nadie se les enfrenta? ¿Por qué los Aliados no bombardean estas líneas ferroviarias, los hornos, las cámaras de gas?
Mi padre no podía darle una respuesta capaz de consolarle.
El domingo, 18 de abril de 1943, la Organización de Lucha Judía, en la cual había entrado a formar parte como miembro clave mi tío Moses, en otro tiempo un tímido farmacéutico, se enteró de que los alemanes estaban preparando un ataque masivo contra los restantes judíos. Se iniciaría a las dos de la madrugada del día siguiente.
Anelevitz convocó a todos sus lugartenientes. Se distribuyeron armas. Se designaron los puntos clave en el ghetto. Sería una lucha a muerte. En realidad, los combatientes armados, entre los que se contaba mi tío Moses, eran alrededor de cuatrocientos.
Lo que ignoraban era que Von Stroop, el general de la SS encargado de la operación, tenía a su mando siete mil hombres para destruirlos… Waffen SS, Ejército regular incluida artillería, tanques y aviones, dos batallones de Policía alemana, Policía polaca, miembros clave de la SD y un batallón de apoyo formado por ucranianos, letones y lituanos.
Los judíos armados fueron enviados en pequeños grupos hacia las zonas principales del ghetto… la zona central próxima a las calles Nalewki y Zemenhof y la zona industrial, cerca de la calle Leszno. Dentro de un apartamento, en un piso alto, el tío Moses y Zalman esperaban sentados junto a una ventana. La habitación estaba a oscuras, pero, de manera increíble, la familia propietaria del apartamento se estaba preparando para celebrar la Pascua de los hebreos. Una mujer disponía la mesa con candelabros, matzohs y haggadah.
El grupo del tío Moses, aparte de Zalman, que se encontraba sentado con él junto a la ventana, contaba con Eva Lubin y Aarón. Este último dormía en la parte trasera de la habitación sobre un cajón de municiones. En las zonas que he mencionado esperaban pequeños grupos similares de judíos armados. Las calles aparecían desiertas.
Zalman bostezó.
—Hoy es Pascua, Weiss, 19 de abril de 1943.
—Me temo que tú y yo no tendremos seder —contestó el tío Moses.
—Podíamos haber asistido a uno anoche. La SS nos invitaron. ¿No oíste el camión con altavoces que enviaron?
—¡Claro que sí! —replicó Moses—. ¿Acudió alguien?
—Ni siquiera el profeta Elías.
—¡Una lástima! Yo podía haber ido, si no hubiese tenido este trabajo. ¿Sabes una cosa, Zalman? De niño jamás formulé las cuatro preguntas. Tal vez anoche el general Von Stropp me hubiera concedido el honor.
—Es posible. Antes de disparar contra ti.
Eva recuerda que, de pronto, mi tío empezó a sentir nostalgia por su hermano y su cuñada. Los encontraba a faltar, los necesitaba. No tenía más familia. Los echaba de menos, necesitaba su compañía.
—Sí —asintió Zalman—. Ahora nos vendría bien un médico.
—¿Para ocuparse de los heridos?
Zalman asintió.
—Me siento inclinado a disparar contra ellos en el caso de que no podamos evacuarlos. Sabemos contra qué clase de gente estamos luchando.
Charlaron sobre los nuevos rumores. Un escuadrón de Policía judía, que se suponía había de tomar parte en el ataque, había sido fusilado por un escuadrón; Himmler había acudido a Varsovia para presenciar el final del ghetto.
—Quisiera que fuéramos más de cuatrocientos —reflexionaba Moses.
—Esta gente, nuestra gente, no está preparada para manejar armas —comentó Zalman, no sin simpatía.
—¿Acaso lo estaba yo?
Los dos hombres escudriñaron la oscura calle. Muchos edificios enarbolaban banderas sionistas… la estrella azul y blanca, las barras azules. También había banderas polacas y llamamientos a los polacos para que se unieran a la lucha. Hasta el fin se abrigó la esperanza de que lo hicieran.
Moses habló.
—Mañana es el cumpleaños de Hitler. La SS le han prometido un obsequio de cumpleaños. Se va a limpiar Varsovia para celebrar el cumpleaños de Hitler.
—Velas en su tarta —dijo Eva.
Moses suspiró.