Mi padre le hizo una última súplica.
—Saque a mi mujer de la expedición, Karp —le pidió—. Es profesora, intérprete. Habla mejor el alemán que sus jefes. Interceda en su favor.
—Imposible, doctor.
Al final de la muchedumbre agolpada, un joven había perdido la cabeza y luchaba por huir a través de la alambrada. Le golpearon de forma metódica hasta hacerle caer al suelo.
—No te librarás fácilmente de mí, Josef —le dijo mamá.
Él sonrió.
—Bueno. Sólo me estaba despidiendo de nuestro buen amigo, el jefe Karp.
—No me culpe a mí —replicó Karp—. Un día de éstos me llegará el turno.
—Si no les tomamos nosotros la delantera —apostilló Lowy.
Subieron a los vagones de ganado. La gente corría para ocupar sitio cerca de las aberturas donde se unían las tablas. Iba a resultar muy difícil respirar, moverse. La mujer de Lowy se puso histérica.
—Deja ya de berrear —le reprendió Lowy—. ¿Qué esperabas? ¿El expreso de París?
—No puedo evitarlo. Estoy asustada.
—Todos lo estamos, señora Lowy —la tranquilizó mi padre—. Pero hemos de hacer acopio de valor.
En la Umschlagplatz sonaron nuevos disparos. Habían matado al joven que enloqueciera.
Mis padres subieron al vagón de ganado. Mi padre encontró un lugar, y colocó la maleta para que les sirviera como asiento a los dos. —Eso es —dijo—. Dos reservas de primera. He de hablar con el conductor respecto al deplorable estado de estos vagones.
Mi madre le cogió del brazo.
—Mientras estamos juntos no podrán destruirnos, Josef.
—Naturalmente, querida.
Aunque lo ignoraban, aquel tren no se dirigía a Treblinka, sino a Auschwitz. El primero de los campos, más primitivo, con menos facilidades, estaba lleno a rebosar.
Para enero de 1943, nuestra guerrilla, bajo la dirección del tío Sasha, había hecho ya tres incursiones contra los colaboracionistas ucranianos. Teníamos armas y municiones y habíamos dado muerte a varias docenas de ellos. Había llegado el momento de atacar a los alemanes.
En una nevosa víspera de Año Nuevo, nos reunimos en un bosque en las afueras de la ciudad de Bechak, donde acababa de llegar una guarnición de SS. Samuel, el rabino que nos había casado, procedió a celebrar un breve servicio, mientras la nieve caía suave y silenciosa, cubriendo nuestros gorros de piel y pesados capotes.
La mayoría de nosotros llevábamos botas robadas a los ucranianos. Todos estábamos flacos y hambrientos.
En invierno resultaba muy difícil encontrar comida y, además, nos veíamos obligados a cambiar continuamente de escondite.
—Escucha, oh Israel, al Señor nuestro Dios, al único Señor —salmodiaba en voz baja Samuel.
Había olvidado cómo rezar. Bar-mitzvah, grandes vacaciones. Ésa era toda mi educación religiosa. (Asistíamos cuando lo hacíamos), a una sinagoga reformada, donde gran parte del servicio se celebraba en alemán. Observé que el tío Sasha no se unía a nuestras plegarias.
Él y yo permanecíamos a un lado, protegiendo nuestros fusiles, mientras esperábamos.
—¿Y qué me dices de ti, Weiss? ¿Es que no rezas?
—No sé cómo.
—Yo sí sé cómo, pero no quiero. No desde que mi familia fue asesinada. —Alzó la mirada hacia el tormentoso cielo. La nieve caía semejante a nubes de polvo, casi acariciándonos—. Denos una cita, rabino, algo que ayude a los judíos a entrar en batalla.
Samuel terminó sus rezos, sonrió al tío Sasha y recitó:
—«Y David dijo a sus hombres: que cada hombre ciña su espada». Amén.
La guerrilla la formábamos siete de nosotros… todos hombres. A veces, las mujeres también participaban en las incursiones. Pero el tío Sasha había decidido que contra una guarnición alemana sólo debían luchar hombres. El rabino nos dejó para regresar al campamento.
Pronto divisamos las luces de la aldea de Bechrk. Parecía encontrarse muy lejos, en otro planeta. El grupo se detuvo. De repente me convertí en el centro de la atención. Me quitaron el gorro de piel sustituyéndolo por un casco alemán. Me despojé de la guerrera floja que llevaba. Debajo vestía un capote alemán, correaje, y llevaba municiones, así como un fusil «Máuser».
Sasha se me quedó mirando.
—No te hubiera conocido.
—Casi no me conozco yo mismo.
—¿Preparado? Empieza a andar. Nosotros iremos unos cien metros detrás de ti: un grupo a tu derecha y el otro a tu izquierda.
—Y recuerda también otra cosa —añadió Sasha—. Mata con rapidez.
Avance solo, a través del campo, hundiéndome en la nieve. Con mucho frío, asustado, pensé en mi hermano, al parecer condenado a pudrirse en una prisión para siempre. En Anna, muerta en circunstancias que me parecían altamente sospechosas. A mis padres, que vivían en el infierno de Varsovia (ignoraba que los hubiesen enviado a Auschwitz o cuál sería su destino). Y en mis abuelos, que se suicidaron incapaces de enfrentarse con todo aquel horror.
Pronto llegué a la ciudad. Era muy bonita, como una pintura en medio de la nieve. Me ladró un perro. Las calles estaban vacías. En todas las ciudades ocupadas se observaba rigurosamente el toque de queda.
Ya habíamos recorrido con anterioridad la ciudad. Yuri, disfrazado de calderero ambulante, había vagado por la aldea una semana antes. Los alemanes habían instalado su Cuartel General en el Ayuntamiento. Era una unidad de la SS enviada, probablemente, para capturar a los judíos que quedaran por allí. Su apetito por matarnos era realmente insaciable. No estábamos seguros de cuántos habrían allí… tal vez una compañía o solamente un pelotón, En todo caso los cuarteles de los soldados se encontraban en el límite de la aldea, en un viejo molino. Pero los oficiales residían en el Ayuntamiento.
Entré por una calle lateral. Mis botas crujían sobre la nieve. Delante del Ayuntamiento hacían guardia dos centinelas. Desbordaba dé luz. Dentro cantaban. Claro, celebraban el Nuevo Año. Los alemanes teñían prostitutas rusas y ucranianas y amigas.
Los centinelas se cruzaron frente al Ayuntamiento. Luego, uno de ellos echó a andar y desapareció de la vista. Salí presuroso de la calleja dirigiéndome con decisión hacia el soldado que allí quedara.
—Vaya una manera estúpida de hacer que un hombre pase el día de Año Nuevo —me quejé.
—¡Eh! ¿Quién eres tú? —preguntó.
—Mensajero del batallón. El maldito teléfono está otra vez estropeado. Traigo un mensaje para el capitán.
Me había acercado a él con tal desenvoltura que ni siquiera se le ocurrió pedirme el santo y seña. Era muy joven y pequeño. Y yo parecía y tenía el aspecto de un soldado corriente alemán.
—¿Qué capitán? —preguntó.
—¿Cómo demonios voy a saberlo? Espera, aquí está.
Saqué un papel del bolsillo del capote y se lo entregué. El centinela se dirigió hacia la zona de luz que salía de las ventanas del Ayuntamiento y trató de leer el papel. Me puse detrás de él.
—Algo así como capitán Van Kalt. ¿No es eso lo que dice?
—Aquí no hay ningún capitán con ese hombre. ¿Qué diablos…?
Enrosqué una tira de cuero a su cuello, le hundí la rodilla en la espalda y forcejeé con él hasta derribarle. Toda la furia que durante aquellos años había hervido dentro de mí, pareció concentrarse en mis brazos, en mis manos. Luchó unos momentos y luego quedó inmóvil. Apreté el cuero más, para asegurarme. Luego cogí su fusil. Arrastré el cuerpo a un lado de los escalones de piedra y me pegué contra el muro.
En cuestión de segundos, el otro centinela dio vuelta a la esquina. Con éste no me anduve por las ramas. Me lancé desde el muro de ladrillo y le propiné un golpe en la cabeza con la culata del fusil. El casco voló por los aires y, antes de que pudiera emitir el menor grito, volví a golpearle. Su cabeza estalló.
El tío Sasha y los demás aparecieron velozmente de entre las sombras.
—Yuri y sus hombres, a la puerta de atrás —ordenó Sasha—. El resto, por delante. Entrad disparando pero, en el nombre de Dios, no vayáis a dispararos entre vosotros.
Irrumpimos en el salón principal del Ayuntamiento sin advertencia alguna, sin pronunciar palabra.
En la habitación había una docena de oficiales alemanes y, posiblemente, igual número de mujeres. Un teniente joven se encontraba sentado al piano.
Todos parecían cansados, hastiados. No era una reunión muy divertida de Año Nuevo; y nosotros no contribuimos a alegrarla.
El tío Sasha hizo los primeros disparos y mató a tres hombres cerca de la puerta. Yuri disparó contra el del piano, que cayó ruidosamente sobre el teclado. Las mujeres chillaron. Algunos, hombres y mujeres, cayeron al suelo. Un capitán se levantó con las manos en alto.
El tío Sasha le aferró por el cuello de la guerrera. —¡Las armas! —exigió.
—Muy bien. No nos maten.
—De prisa. Yuri, vigila a los demás. Venid todos conmigo.
El capitán que había resultado ligeramente herido en el brazo, abrió la armería. Nos apoderamos de pistolas ametralladoras, rifles, pistolas. Cada uno de nosotros cogió todas las municiones que pudo cargar. Había un botiquín y también nos lo llevamos.
—¿Puedes cargar con eso, Weiss? —me preguntó Sasha. Señalaba un fusil ametrallador ligero.
—Lo intentaré.
Lo cogí y, colocándolo sobre mis hombros, seguí a los otros hasta el salón.
Dentro, Yuri había empezado a maniatar a los alemanes restantes. Pero Sasha tenía prisa.
—Hay una forma más rápida —decidió.
Nos hizo salir. Luego nos ordenó que arrojáramos granadas al Cuartel General. Así lo hicimos. Las explosiones iluminaron toda la aldea. Sabíamos que los soldados de los cuarteles principales nos estarían pisando los talones en cuestión de minutos.
Echamos a correr.
Sentí una bala golpearme en el hombro. Noté la espalda húmeda, cálida. Me puse en pie, pero tuve que soltar el fusil ametrallador. Yuri y otro de los hombres me ayudaron. Cuando llegamos al campamento, caí desvanecido.
Después, lo primero que recuerdo es al tío Sasha desgarrándome la ropa. Estaba sobre un costado. El desinfectante me obturaba la nariz, me quemaba la espalda.
Luego escuché un ruido y el dolor en el hombro se me hizo insoportable. Aullé. Y, por encima de mis gritos, pude oír a Helena chillando:
—¡Basta! ¡Basta! ¡Le estáis haciendo daño!
Corrió hacia el lado opuesto del camastro y empezó a besarme, pero sin dejar de chillar.
La voz del tío Sasha resonó por encima de sus gritos.
—¡Quieta! Apártate de él, o te echaré de aquí, esposa o no.
—¡Le mataréis con vuestras malditas y estúpidas incursiones! —vociferó Helena.
—¿Qué tal va, Weiss? —me preguntó.
—Me duele mucho.
—Ya casi he sacado la bala. No podemos desperdiciar la morfina con este tipo de herida. Aguanta, y luego todo irá bien.
El golpeteo y tintineo de los instrumentos médicos de Sasha me molestaban casi tanto como el dolor. Hasta que empezó a tantear profundizando, tocando nervios. El desinfectante, una especie de potente medicamento del Ejército Rojo, me ayudó. Tenía la mente tan ocupada por aquel crudo olor que apreté los dientes y gruñí, decidido a no chillar.
Mi padre, al examinarme en una ocasión las heridas después de un duro partido jugado entre el barro, decidió que poseía un índice muy alto para soportar el dolor. Era capaz de soportar enormemente. «Suele ocurrir entre los atletas —dijo papá sonriendo. Y casi estuvo a punto de añadir—:… entre quienes son menos inteligentes y sensitivos». Pero estoy seguro de que no quería decir eso. Sencillamente, se esperaba de mí que fuera el duro de la familia y yo les complacía. Igual que en aquellos momentos, haciendo alarde de virilidad, no podía quejarme, gritar o lamentarme delante de mi mujer.
Helena sollozaba sentada en el borde del camastro.
—Una vez sufrí… mucho más —traté de adoptar un tono indiferente—. Me rompí el tobillo… no pude jugar durante todo un año.
Sasha le gruñó a Helena… ¡Quítate de en medio, maldición!
—No.
—Entonces, esto se prolongará y sufrirá más.
Yuri, en pie a un lado, al ver cómo la sangre ensuciaba las mantas, trataba de calmar a todos.
—Ha valido la pena. Un herido. ¡Y qué botín: fusiles, metralletas, municiones! Debemos de haber acabado con ocho de ellos.
Helena se levantó de un salto del camastro.
—¡Me importa un bledo vuestro botín!
—¡Diablo! Está sangrando —dijo Sasha—. Alárgame uno de esos paquetes de venda.
Se estuvo ocupando de mí durante otros quince minutos. Helena se negó a alejarse de la yacija, acariciándome la cabeza, besándome. Finalmente, Sasha enarboló el deformado proyectil. Me había cubierto la espalda de vendas.
—Aquí está, Weiss —anunció—. De un «Máuser». Esto es algo que podrás enseñar a tus nietos.
Yuri se echó a reír.
—Dale un baño de oro —rió.
Helena la cogió de la mano del tío Sasha y la estampó contra la pared.
—¡Basta! ¡Basta! Os odio a todos. ¡No puedo soportar estas malditas bromas como si se tratara de una especie de juego! ¡Desde luego, que es un juego… pero lo malo es que nunca ganaremos! ¡Casi se ha desangrado y gastáis bromas sobre la bala que ha estado a punto de matarle!
Estoy harta de este campamento, y de esta guerra inútil y de cómo creéis que estáis haciendo algo. Matáis ahora a un alemán, luego a un ucraniano… ¿y qué? Llegará un día en que todos estaremos muertos… otro invierno más y moriremos todos… Su voz se quebró con un sollozo ahogado. Cayendo de rodillas, empezó a golpear los helados troncos de la cabaña diciendo a gritos que todos estábamos condenados, que ya era igual, que nos entregásemos a los alemanes.
—¡No quiero más,…! ¡No quiero más…! —seguía sollozando—. No más… no más…
El tío Sasha, mientras reunía todo su instrumental médico, hizo una indicación a Yuri como diciendo; «Esto es algo ya entre marido y mujer». Luego se encaminaron hacia la puerta.
Giré penosamente sobre un hombro.
—Lo ha hecho casi tan bien como mi padre —dije—. Nadie vendaba como él.
Sasha me sonrió.
—Siento no haberle conocido. Acaso algún día… Veré si tenemos algo para que puedas dormir. Tal vez tengas que conformarte con lo que quede de coñac.
Se fueron. Helena, acurrucada en un rincón, se secaba las lágrimas.
—Ven aquí —le pedí.
Se levantó y se acercó al camastro, sentándose de nuevo junto a mí. Estaba hermosa, incluso con las ropas informes de invierno, con las botas de fieltro. Llevaba el pelo muy corto. Hacía años que su rostro no había visto el maquillaje. Y aun así, resplandecía. Una mujer para ser contemplada, deseada, amada.