—No lo creo así, señor —repliqué.
Tenía la voz embotada por la media botella de brandy que había ingerido.
—¿Dorf? ¡Ah, claro, nuestro eterno semántico! —Him1er me sonrió.
—Acaso debiéramos dejar incólumes los campos y los hornos —opiné—. Como un adecuado memorial de nuestra gran tarea. —El alcohol me desataba la lengua—. Tal vez deberíamos proclamar ante el mundo cómo hemos logrado…
Blobel me agarró del brazo.
—¡Cierra la boca, Dorf!
Todos apartaron la mirada de mí. Era extraño. Me di cuenta de que sobre la mesa había una pequeña máquina grabadora que se encontraba en marcha.
Himmler, haciendo caso omiso de mi interrupción, comenzó a hablar de nuevo.
—He de hablarles con toda franqueza de un asunto muy grave. Entre nosotros hay que discutirlo libremente, pero jamás deberemos hablar de él en público. Me refiero a la evacuación de los judíos, al exterminio de la raza judía.
Resultaba evidente que durante mucho tiempo había ido incubando en su mente.
—Es algo sobre lo que resulta fácil hablar —siguió perorando Himmler. Sus ojillos parecían desvanecerse detrás de sus quevedos—. La raza judía está siendo exterminada y en nuestro programa figura, en lugar preferente, la eliminación de los judíos. Y es lo que estamos haciendo: exterminarlos.
En cierto modo resultaba reconfortante. Después de toda aquella palabrería, de aquellos eufemismos, de las frases en clave (muchas de ellas concebidas por mí). Casi era purificador y excitante oír a nuestro líder expresarlo sin rodeos. Y el aparato grabador seguía dando vueltas.
Prosiguió criticando a aquellos alemanes que conocían a «un buen judío» o a quienes pedían el perdón para un judío.
—Ninguno de los que así hablan ha sido testigo de ello —dijo—, ninguno de ellos ha pasado por la prueba.
Muchos de vosotros sabéis lo que significa el contemplar centenares de cadáveres, uno junto a otro. O quinientos. O mil. Haber tenido que aguantar eso y, al propio tiempo, seguir siendo hombres honrados. Eso ha sido realmente duro para nosotros. Constituye una página gloriosa de nuestra Historia que jamás fue escrita y no lo volverá a ser.
No estoy seguro de lo que su arenga significaba para él, personalmente, o para nosotros. De lo que sí tengo la certeza es de que el proceso de exterminio habrá de acelerarse. Pero su insistencia de que permanezca en secreto, de la posibilidad de un plan para desmantelar los campos de exterminio, es lo que me preocupa.
Me puse en pie con dificultad y pedí la palabra. Había un silencio tan absoluto en el salón por parte de aquellos oficiales que habían asesinado…, ¿cuatro millones de personas?, ¿acaso cinco?, que me fue posible concentrar su atención.
—Permítame afirmar, Reichsführer, que si nuestro trabajo reviste en verdad tanta nobleza, deberíamos proclamarlo a los cuatro vientos —afirmé.
—¡Cállate, maldito idiota! —gruñó Blobel.
—Creo que el comandante no me ha comprendido —afirmó Himmler.
—Si me lo permite, señor —proseguí—, el Führer nos —ha repetido infinidad de veces que estamos prestando un servicio a la civilización occidental, a la Cristiandad. Estamos defendiendo a Occidente contra el bolchevismo. En cuanto a los judíos, incluso nuestras grandes personalidades religiosas como Lutero los consideraban una amenaza.
—Estoy completamente de acuerdo, comandante —replicó el Reichsführer—. Pero hay quienes no considerarán nuestros objetivos con esa claridad. Y los judíos divulgarán falsedades sobre nosotros.
—Deje que lo hagan —afirmé—. Deje que lo hagan. Los pocos que queden. Pero yo afirmo que debiéramos inundar el mundo con películas, fotografías, listas de los muertos, testimonios. Exhibamos como modelo el Auschwitz de Hoess, relatemos al mundo hasta el último detalle de nuestras heroicas hazañas. ¡Y subrayemos ante el mundo que lo que hicimos a los judíos constituía una necesidad moral y racial! Con toda seguridad, los aliados occidentales lo apreciarán en lo que vale.
Parecía como si hubiera logrado transfigurarlos. Podía ver los acalorados y sudorosos rostros en aquel deprimente vestíbulo del hotel, con la mirada fija en mí.
—Sí —proseguí—, sigamos afirmando que no hemos cometido crimen alguno, que sencillamente nos hemos limitado a seguir los imperativos de la Historia, de Europa. Puede convocarse a filósofos y eclesiásticos eminentes que apoyarán nuestro caso. Ya saben que soy abogado. Y entiendo de estas cosas.
Nada de avergonzarnos, caballeros, nada de engaños ni excusas por los judíos muertos. O respaldarnos en el espionaje, la enfermedad o el sabotaje. Debemos dejar claro ante el mundo que nos hemos interpuesto entre la civilización y las maquinaciones de los judíos para destruir el mundo, para contaminar la raza, para dominarnos. Nosotros, sólo nosotros, hemos sido suficientemente hombres para aceptar su desafío. ¿Por qué ocultarlo? ¿Por qué mantenerlo en secreto? ¿Para qué inventar excusas?
Me di cuenta de las miradas glaciales que me dirigían.
Himmler se había quedado petrificado.
—Hemos de convencer al mundo, tanto a los amigos como a los enemigos, que fueron los judíos quienes nos forzaron a esta guerra contra ellos, que nosotros, sólo nosotros… nosotros nos erguimos… nosotros nos mantenemos entre la supervivencia de… de… Mi voz fue apagándose en medio del más absoluto silencio.
Todos permanecían allí sentados, mirándome como si fuera un perro rabioso.
Finalmente, Himmler rompió el silencio.
—Supongo que el comandante Dorf tiene cierta parte de razón. Los detalles de nuestra futura actitud en lo que se refiere a nuestro trabajo puede constituir el tema de otra reunión. Lo importante es que, en el fondo de nuestros corazones, nos demos cuenta de que hemos cumplido esta tarea rebosantes de amor hacia nuestra propia gente. Y que en el proceso no ha resultado dañado en modo alguno nuestro íntimo ser.
Me levanté para hablar de nuevo, pero esta vez Blobel y Ohlendorf me agarraron cada uno por un brazo y me condujeron hasta el corredor. Allí había prostitutas polacas, algunas de ellas bellísimas, todas a nuestra disposición, pero yo sólo quería mi botella de coñac.
—¡Eres un asqueroso idiota! —masculló Blobel.
Podía escuchar la voz relamida y débil de Himmler, que seguía hablando a sus hombres:
—Hemos seguido siendo hombres decentes y amantes de nuestro prójimo y acaso por ello hayamos de sentirnos orgullosos…
RELATO DE RUDI WEISS.
Vanya, el prisionero ruso que no había confiado en mí, pronto se convirtió en mi amigo. Se las ingenió para encontrarme trabajo en el taller de zapatero remendón donde, según se había acordado, comenzaría la revuelta. Y aún seguíamos sin disponer de un arma.
Aquella mañana, antes de partir para el trabajo, recuerdo que Barski nos dijo, en el oscuro barracón:
—Hacedlo de forma que no se oiga el menor ruido Media docena de nosotros llevábamos metidos en el cinturón pequeños destrales.
Abrimos la puerta del taller de zapatería. Vanya comenzó a poner tacones.
Yo, arrodillado en una esquina, empecé a sacar brillo, a las botas negras de los oficiales de la SS.
Había transcurrido aproximadamente una hora desde que habíamos abierto, cuando llegó un joven teniente de la SS. De su correaje colgaba una «Luger» enfundada.
—¿Están terminadas mis botas? —preguntó a Vanya.
—Sí, señor. Puede probárselas si quiere.
El oficial se instaló en uno de sus taburetes bajos que se encuentran en las zapaterías y esperó. Me vio arrodillado, sacando brillo a las botas.
—¿Quién es ése?
—Un nuevo prisionero, señor.
Por un instante, en su rostro se reflejó la sospecha. Luego llegó a la conclusión de que no tenía nada que temer. Mi aspecto era macilento, estaba herido y me cubría con harapos carcelarios.
Vanya le quitó las botas al oficial, sentado en la parte baja del taburete. Le puso la bota nueva. Yo me levanté con el par que había estado limpiando y me dirigí con él hacia la estantería que se encontraba detrás del taburete.
Las coloqué en el lugar en el que aparecía el nombre de su propietario. Algo debió de poner en guardia al teniente.
Giró en redondo y, al hacerlo, descargué el hacha sobre su cráneo. Fue extraño. Ni siquiera le dio tiempo a desenfundar su arma o dar un grito. Le golpeé con tal fuerza que los sesos salpicaron a Vanya, que se encontraba a varios pies de distancia.
Vanya le arrancó la «Luger» del correaje. Arrastramos el cuerpo hasta un armario de pared, y luego limpiamos la sangre y todo lo demás.
Unos diez minutos después entró un capitán de la SS. También iba a buscar un nuevo par de botas. Ni siquiera le di ocasión de decir buenos días. Me lancé sobre él desde detrás de la puerta y le asesté un golpe con el hacha. Tropezó, vaciló, se mostró reacio a morir. Así que le descargué otro golpe.
Esta vez fui yo quien le arrebató la pistola. También lo arrastramos hasta el armario.
Coincidiendo con nuestras acciones, otros hombres de la unidad de Barski mataban alemanes en la sastrería, en la ebanistería y en la barbería. Tuvimos mucha suerte. Los soldados acudían solos o por parejas, y acabábamos con ellos antes de que pudieran dar la menor voz de alarma.
Finalmente, Barski y un pequeño grupo, ahora ya armados corrieron a la armería y, tras matar a media docena de guardias, entraron a saco. Nos reunimos allí con ellos y salimos cargados con armas y municiones.
Para entonces casi cien prisioneros se habían concentrado en la zona de los barracones.
Barski distribuyó las armas entre los hombres. A las mujeres les entregó hachas, palos de escoba y azadas.
Mataríamos de la forma que pudiésemos.
En algún lugar sonó una alarma.
Al instante, los guardias salieron de sus viviendas… pudimos ver a los alemanes y a sus auxiliares ucranianos que corrían para armarse, en medio de gran confusión, lanzando órdenes.
Nos refugiamos detrás de los barracones.
Barski me asignó el mando de un grupo de unos doce prisioneros, algunos armados, otros dispuestos a luchar y a morir con palas y rastrillos en las manos.
Una patrulla de la SS llegó a la carga por la calle principal en la zona de los barracones y di la orden de disparar. Los matamos a todos… eran siete u ocho. Las demás unidades se mantuvieron alertas, menos dispuestas a atacarnos.
El plan de Barski consistía en asaltar el arsenal del campo antes de huir, de manera que todo nuestro grupo estuviese armado y nos convirtiéramos en un pequeño ejército.
Varias unidades se lanzaron al ataque, manteniéndose pegadas a los costados de los edificios, intentando llegar al arsenal. Pero cuando ya estábamos próximos, una ametralladora sobre el depósito de agua del campo abrió fuego y alcanzó a varios de nosotros.
Barski hizo detenerse a los jefes detrás del comedor de oficiales del campo.
—Es inútil —dijo—. Tenemos que olvidarnos del arsenal. Todos a la puerta.
Para entonces se nos había unido una multitud de judíos, casi seiscientos, ansiosos de verse liberados, dispuestos a enfrentarse a las armas alemanas, a correr hacia las puertas desarmados antes que verse condenados a las cámaras de gas de Sobibor.
Seguí a Barski; Vanya dirigía otro grupo. Protegiéndoos tras las cubas de agua y los cobertizos, abrimos fuego contra los guardias de la puerta principal, y los matamos a todos.
Entonces se produjo una enloquecida estampida. Los seiscientos judíos se precipitaron hacia la salida. Algunos lanzaban piedras a los guardias, otros trataban de cegarlos con tierra.
Oí a Barski gritarles que no corrieran hacia su izquierda… el suelo estaba cubierto de minas y había que atravesar una doble alambrada. Fue un espectáculo espantoso. Las minas empezaron a explotar, haciendo volar destrozados a docenas de ellos.
Barski nos condujo hacia un pasadizo situado detrás de los barracones de los oficiales, donde sabíamos que el suelo no había sido minado. Empezaron a llover disparos a nuestro alrededor procedentes de los barracones.
Pero Barski tenía razón. Además de no estar minado el suelo, las alambradas eran delgadas y pudimos saltarlas.
Las balas seguían chasqueando a nuestro alrededor. Los hombres caían. Las mujeres tropezaban. Pensé en Helen muerta en el bosque. Y seguí corriendo. Cien metros… doscientos metros…
Al atardecer nos detuvimos junto a un arroyo.
Nuestro grupo sólo estaba formado por un puñado de hombres. Pero confiábamos en que otros hubiesen podido escapar del campo de exterminio.
Cuando caía la noche, apareció una muchacha llamada luba, perteneciente al cuerpo auxiliar del Ejército Rojo llegó tambaleándose, cubierta de sangre, herida en el brazo y en la mano. Se sentó y comenzó a sollozar durante largo tiempo antes de poder relatar su historia.
Sí, seiscientos judíos habían corrido hacia las salidas. Cuatrocientos, la mayoría de ellos desarmados, pudieron alcanzar los bosques y las praderas que rodeaban el campo. Pero más de la mitad murieron a causa de las minas, a manos de la Policía y la SS, así como por aviones lanzados en su persecución. Desde Sobibor enviaron a varios miles de fascistas a la captura de los huidos. Y más tarde nos enteramos que grupos de fascistas polacos acabaron en el bosque con los que habían logrado evitar a la SS. Era una vieja historia que ya sabía de memoria.
Con Barski íbamos unos sesenta. Estábamos mejor armados y más entrenados y también más endurecidos.
Intentaríamos incorporarnos a alguna brigada de guerrilleros soviéticos.
Años más tarde supe que habíamos matado a diez hombres de la SS y a treinta y ocho ucranianos. Otros cuarenta guardias ucranianos huyeron antes de verse obligados a rendir cuentas a los alemanes. Y dos días después de nuestra huida, Himmler ordenó la destrucción de Sobibor. Habíamos logrado que el maldito se sintiera incómodo, habíamos asustado al gran asesino, Barski dijo que él y sus camaradas se dirigirían hacía el Este y tratarían de localizar a alguna unidad del Ejército Rojo. Se decía que los rusos estaban a punto de apoderarse nuevamente de Kiev. Barski quería tomar parte en la acción.
Kiev. Pensé en Helena y en cómo habíamos robado pan, cómo nos habíamos ocultado de los alemanes. Cómo Hans Helms nos traicionó y luego le mataron. Y cómo habíamos logrado apartarnos y huir de la comitiva de judíos condenados, viendo desde lejos la matanza de Babi Yar.