Esto fue todo cuanto supo decir el doctor Kohn en respuesta al reto lanzado por el sujeto de la gorra.
—Quiero declarar ante este consejo, ante todos vosotros, que no sólo debemos pasar de contrabando esos alimentos necesarios, sino también armas automáticas y granadas.
Esa propuesta, procedente de un modesto obrero con ropas astrosas, encolerizó al doctor Kohn.
—¡Silencio! —gritó—. No sé quién es usted, pero quien quiera que sea comete una locura expresándose así.
Esas palabras son garantía de nuestra muerte.
Mi tío Moses, quien estaba presente en la conferencia junto con mi padre, pidió a Kohn un margen de confianza para Anelevitz.
—¡Ni una palabra más! —vociferó Kohn—. Me imagino esta ciudad de judíos famélicos y enfermizos atacada repentinamente por el Ejército alemán. Escuche, Anelevitz, los germanos se merendaron Polonia en veinte días. Ahora mismo avanzan arrolladores por Rusia, aniquilando a las mejores divisiones de Stalin. Y ¿seremos nosotros el pueblo que se enfrente con semejante poder?
—Debemos serlo —añadió Anelevitz.
Kohn decidió emplear otros razonamientos.
—Mire, joven, yo sé todo sobre ustedes, los militantes sionistas y sus reuniones secretas. Son soñadores. La lucha no es un recurso judío. Nosotros hemos sobrevivido durante milenios mediante una actitud acomodaticia. Ceder un poco aquí, someterse otro poco allá, y llegar a un compromiso. Buscar un aliado, un amigo,…, quizás algún príncipe, o cardenal o político…
—Usted no está tratando con cardenales ni políticos —replicó Anelevitz—. Los nazis son genocidas. Su primer objetivo en la conquista de Europa es la matanza de judíos. Nos matarán, aunque mostremos sumisión, ofrezcamos tratos y trabajemos de firme para ellos.
Según recuerda Eva, se hizo un silencio impresionante en la asamblea. Pocos dieron la razón a Anelevitz, un hombre llegado aparentemente de la nada, del arroyo, un sujeto humilde de lenguaje llano. Sin embargo, exteriorizó ciertos pensamientos que estaban en la mente de algunos.
—¡Ya está bien! —cortó autoritario el doctor Kohn—
¡Abandone la sala!
—Si este Consejo es demasiado pusilámine para ordenar la lucha armada, los sionistas lo harán. No queremos ir a la muerte sin combatir.
—¡He dicho, fuera! —bramó Kohn—. Y procure no ser tan largo de lengua ni divulgar semejantes ideas.
—Todos vosotros moriréis aquí, dando sombrerazos a los alemanes, ofreciéndoos como mano de obra, enviando gente a las fábricas, asistiendo a las clases y discutiendo sobre la Tora. No tenéis autoridad ni representáis a nadie.
—¡Echadle! —aulló Kohn.
Pero nadie se movió. Evidentemente, Anelevitz había magnetizado al auditorio. Miró suplicante a los miembros del Consejo, mas como no encontrara ningún partidario resuelto, se marchó… Una presencia perturbadora.
Inmediatamente, mi padre y mi tío Moses se levantaron y le siguieron hasta el sombrío corredor.
—Soy el doctor Josef Weiss —dijo papá—. Y mi hermano Moses. Nos pasamos casi todo el tiempo en el hospital.
—Les conozco —repuso Anelevitz.
—Yo… francamente no sé qué decir. No somos sionistas ni políticos. Somos tan sólo unos profesionales que intentan aliviar un poco la vida comunitaria.
Anelevitz les dijo que sus creencias políticas, las creencias de cualquier judío, no tenían el menor significado para los nazis. Tranquilo, seguro de sí mismo, agregó que a la larga los nazis les matarían en masa.
Aunque mi padre no lo había creído nunca y Moses tampoco, ambos cambiaron una mirada como si hubieran visto de pronto la luz. Aquel joven tenía unas maneras tan persuasivas y serenas, de una profundidad tan sincera que los dos se sintieron obligados a hablarle.
—¿Podríamos… charlar un rato con usted? —inquirió papá.
—Por descontado. Nosotros necesitamos miembros del Consejo. Somos jóvenes, principalmente obreros y estudiantes.
Así fue como se vieron implicados en la resistencia mi padre y mi tío. Por aquellas fechas se extrañaron de que hubiese tan pocos rebeldes. ¿Por qué se comportaban casi todos los judíos del ghetto como si la vida siguiera tranquilamente su curso —colegio, teatro, religión, empleos— cuando estaban afrontando una posible matanza? No estoy muy seguro de que el y Moses lo comprendieran entonces; no sé siquiera si yo mismo lo comprendo ahora. De una forma extraña, con un poder psicológico demoníaco, los alemanes quebrantaron su voluntad de vivir haciéndoles aferrarse a la vida.
Y para ser justos, dice Tamar, la plusmarca de resistencia entre pueblos europeos con mucha más fortaleza cuantitativa y cualitativa, fue desdeñable. La totalidad absoluta del terror nazi, el cruel refinamiento de la Policía estatal, el empleo implacable de asesinatos, torturas, engaños, privaciones y humillaciones dejó indefensa a la gente. Si criticamos a los judíos por su escasa combatividad, ¿qué decir de naciones enteras como Francia donde la resistencia fue marginal? Un interrogante de difícil aclaración.
Sea como fuere, papá y el tío Moses quedaron comprometidos.
DlARIO DE ERIK DORF.
Ucrania Setiembre de 1941.
Estoy abrumado. Sin embargo, debo escribir con imparcialidad. Intentar olvidar… ¡no, más bien comprender!
Al fin y al cabo, yo también he matado.
Como «ojos y oídos» de Heydrich, me encuentro ahora en los alrededores de Kiev supervisando la operación del Einsatzgruppen C, dirigida por su coronel Paul Blobel.
Para ser sincero, detesto a Blobel. Es un tipo que bebe demasiado y, además, un chapucero. Me pregunto por qué le habrá dejado Heydrich avanzar hasta aquí. Pero, aparentemente, él se presta para hacer ese trabajo, y hacerlo aprisa. Se requiere una casta especial de alemanes para ejecutar nuestros mandatos, y supongo que Blobel, no obstante sus defectos, forma parte de esa casta.
Primeramente, nos detuvimos ante unos barracones de reclutas donde se instruye a los recién incorporados.
Hay unos mil hombres en cada uno de los cuatro «Comandos de Acción»; se los alista en la SS, la SD, la Policía Judicial y así sucesivamente. También damos empleo a muchos ucranianos, lituanos y bálticos, es decir quienes no tengan escrúpulos en tratar de una forma especial con los judíos.
—También hemos reclutado un montón de estafadores y degenerados —me dijo Blobel mientras inspeccionábamos los barracones.
Vimos varios hombres zanganeando en ropa interior —Ucrania suele ser seguramente calurosa en setiembre—, otros leyendo, o escribiendo cartas o limpiando sus armas. Ninguno se cuadró cuando nos aproximamos Blobel, yo, y nuestra escolta.
—Están fatigados —observó Blobel—. Y al cabo de cierto tiempo les importa todo una mierda. Hay que mantenerlos despiertos con aguardiente.
Un sargento se puso en pie y saludó desganado.
—Descanso, Foltz —le dijo Blobel.
—Hoy ha llegado gente nueva, señor.
—¡Magnífico, magnifico! Instrúyalos como de costumbre.
Oí que Foltz daba la bienvenida a uno de los recién llegados, un tal Hans Helms, quien había servido en una división de Infantería y ahora pasaba al Einsatzgruppen C.
—Te gustará esto —le dijo en tono burlón el sargento Foltz—. Nadie disparará contra ti. Horario normal. Aquí nos repartimos el botín. Después de que los oficiales se queden con su parte. ¡No adoptes esa actitud tan estúpida, Helms!
Yo soy un combatiente —repuso Helms—. ¡Y no he solicitado la incorporación a esta asquerosa unidad!
—Ya aprenderás a quererla —replicó Foltz.
El recién incorporado se encaminó hacia los barracones. No me gustó el tono del sargento Foltz, y así se lo dije a Blobel: aquel individuo sé estaba mofando de nuestra misión.
—Merdellones, Dorf —dijo Blobel—. ¿Qué nos importa su actitud mientras se ocupen de la liquidación?
—Cuide su lenguaje, Blobel. Nada de alusiones a la liquidación. Usted sabe cuáles son las palabras acordadas.
Su carnoso y furioso rostro se volvió hacia mí.
—¡Claro! ¡Vuestro maldito vocabulario especial! Tratamiento especial. Acción especial. Reinstalación. Acción ejecutiva. Comunidades judías autónomas. Transporte. Extirpación.
Me desentendí de Blobel. ¿Por qué habría de explicar a este tozudo individuo que las palabras codificadas tenían muchas finalidades? Por lo pronto, sirven para ocultar a los Judíos una realidad inexorable. Ellos tienen el convencimiento de que se les utiliza para una «nueva colonización»; y creen casi con más fervor que se nos puede hacer pasar por hipócritas. Además, facilitan las cosas de nuestras propias filas y las de nuestros aliados.
Al fin y al cabo, seguimos siendo una nación cristiana y siempre existe la posibilidad de que algunos clérigos bienintencionados, pero ilusos (como Lichtenberg), organicen un escándalo. El Vaticano simpatiza con nuestra cruzada contra el bolchevismo en Rusia. ¿Por qué enrarecer esas buenas relaciones proclamando que nos proponemos liquidar a varios millones de judíos? Luego está el asunto del juicio final cuando gobernemos Europa. Siempre podremos decir que algunos judíos perecieron durante el traslado, eso es, les mataron sus inmundos hábitos, su tendencia a propagar la contaminación, o bien fueron ejecutados por practicar el sabotaje o espionaje.
Blobel me condujo por una pradera hacia un pequeño bosque. Ante una arboleda de esbeltos abedules y álamos se había excavado una amplia fosa. La tierra apilada a un lado estaba todavía húmeda. Calculé que mediría tres metros de anchura por metro y medio de profundidad. Su longitud sería de unos quince o veinte metros.
—Se la hicimos cavar a ellos mismos —informó Blobel—. Se creyeron hasta el fin que era un trabajo rutinario.
Ante la fosa había dos mesas de madera y, sobre ellas, otros tantos fusiles ametralladores y varios cargadores de cinta. También algunas botellas de coñac ruso barato, vasos y cajetillas de tabaco. Sirviendo cada arma, tres hombres del «Einsatzgruppe SS Blobel».
Aquellos sujetos me parecieron bastante desaliñados…, cuellos desabotonados, botas deslustradas; dos fumando y uno sorbiendo coñac. Una unidad difícilmente conciliable con la disciplina militar.
Me quejé de sus apariencia a Blobel, comparándola envidiosamente con el Ejército cuyos soldados debían ser pulcros, incluso cuando entraban en combate.
Con su característica brutalidad, Blobel profirió un insulto contra el Ejército y me recordó que yo era un oficial de la SS y que nosotros teníamos nuestro propio reglamento. Luego habló de un comandante, un «gallina» que había osado censurar las actividades «antigermanas» de los SS; pues bien, él, Blobel, le había enviado a tomar viento con unas cuantas maldiciones escogidas.
Vi los judíos a cierta distancia. Un grupo se alineó ante el borde de la fosa. Aquellas gentes, azuzadas por los guardias SS, se desvistieron. Acto seguido, se formó un montón impecable con sus ropas. Hubo un registro general para buscar objetos valiosos como relojes y cosas por el estilo.
La fascinación que ejercieron sobre algunos guardias la desnudez completa o poco menos de las mujeres, fue absolutamente incalificable. Algunas intentaron conservar su ropa interior —bragas, pantalones, ligas— y fueron objeto de miradas lascivas. Cuando quedaron por fin desnudas, las mujeres se cubrieron los senos y el órgano genital, pero todo fue inútil. Unas cuantas llevaban niños en brazos. También algunas valetudinarias, una tan anciana que necesitó la ayuda de dos hombres para mantenerse en pie.
Según se me informó, eran judíos de una aldea próxima a Kiev. Muchos ortodoxos, con luengas barbas, rizosas guedejas y una expresión absorta, conmovedora en sus carnudos rostros. No era sorprendente que Himmler y otros superiores míos los calificaran de especie infrahumana. Bastaba con verlos allí en cueros, exponiendo sus carnes blancuzcas al implacable sol ucraniano para comprender que no eran como otras gentes.
¡Fue muy extraño! No me inspiraron odio, pero mi convicción de que eran ajenos a nosotros, intrigantes y grandes traidores desde los tiempos de Cristo hasta nuestros días, según prueba la Historia, me hicieron más soportable lo que presencié por vez primera.
—Adelante, Foltz —dijo Blobel, haciéndome una mueca irónica—. Hágalos entrar. Pero no sobrecargue la fosa.
Allá abajo se oyeron voces de mando. Mediante empellones y palos, se hizo entrar en la fosa a unos cincuenta judíos desnudos, quienes dieron frente a las mesas donde estaban montados los fusiles ametralladores. Me sorprendió la falta de resistencia, salvo la parsimonia natural por parte de los mayores. Algunos ortodoxos parecía que estaban rezando. Una mujer arrulló a su pequeña criatura. Un niño preguntó si podía volver ya a casa. Y una pequeña de doce años más o menos —esto puedo jurarlo— se pasó el tiempo preguntando si le sería posible hacer sus deberes escolares por la noche.
Todo concluyó en unos segundos.
A una señal del sargento Foltz, las armas ladraron, ráfagas cortas con llamaradas de color naranja. El hedor acre de la pólvora me cosquilleó en la nariz.
Entre el humo vi caer a los judíos en montones informes. Sus cuerpos quedaron marcados con pequeños boquetes rojos.
La niña que acababa de preguntar si podría hacer los deberes escolares, quedó atravesada sobre el cuerpo de su madre. Se abrazaron en la muerte.
Escuché a medias las palabras de Blobel.
—Dos balas por judío, ¡diablos! ¡Qué venga ahora ese bastardo de Von Reichenau y cuente si le place los puñeteros agujeros en ellos!
De repente, cayó ante mis ojos una cortina traslúcida plástica. Lloré. Y no porque simpatizara con los judíos Todos ellos murieron con tanta sencillez y premura, sin emitir queja alguna, que resultó difícil interpretarlo como la muerte. Me hizo llorar una percepción vaga, quizá mal entendida, de las dimensiones monstruosas de nuestra tarea. Entretanto, Heydrich me había convencido, sin lugar a dudas, de que estamos forjando una nueva civilización. Y, por tanto, los, actos crueles son inevitables. Ahora acabo de ver uno.
El sargento Foltz caminó a lo largo de la fosa empuñando su «Luger». Por tres veces se arrodilló e hizo unos disparos a quemarropa.
—¿Por qué hace eso? —pregunté a Blobel.
—Algunas veces no mueren —respondió—. Es el tiro de gracia. Siempre mejor qué enterrarlos vivos, aunque esto puede suceder en un día muy atareado. —Me miró de reojo, como si sospechara que había llorado. Pero no hizo comentario alguno.