—¿La redada? —preguntó Moses.
—Sí. Von Sammern ya lo ha anunciado. Hay que hacer salir hasta el último de los judíos.
—Pero ¿por qué aquí? —interrogó el tío Moses—. Éste es un barrio desierto. Se supone que está vacío.
—Es posible que te hayan seguido a ti y al chico.
Moses tomó el mando.
—Empaquetadlo todo. Cada uno que coja una pistola. Granadas en los bolsillos. Esconded los cuévanos. Nos iremos por los tejados.
Mientras obedecían sus órdenes, oyeron abajo voces alemanas, botas que abrían a puntapiés las puertas y gritos dando órdenes.
—¡Los judíos, fuera!
—¡Todos los judíos, fuera!
—¡Salid sin miedo! ¡No queremos haceros daño!
Aarón salió corriendo de la habitación y miró por la escalera hacia abajo. Pudo ver a dos soldados muy lejos, en la planta baja, propinando puntapiés a las puertas. Hasta el momento no habían encontrado a nadie. El edificio hacía mucho tiempo que se encontraba vacío, salvo el apartamento ocupado por los luchadores.
Aarón y los demás podían oír las voces.
—¿Qué diablos estamos buscando en esta pocilga?
—Alguien ha dicho que, al parecer, los yids han robado armas.
Moses ordenó que permaneciera en el apartamento todo el mundo. Envió a Eva, a Zalman y a Aarón a los armarios y a la habitación contigua. Él mismo se apretó detrás de la puerta.
Podían oír a los alemanes afuera, junto a la puerta.
—¡Adelante! Siempre estás fanfarroneando de lo valentón que eres.
—Vamos, entra. Sólo son asquerosos judíos.
—¿Crees que tengo miedo? ¿Miedo de los judíos?
Botas, fusiles, cuerpos pesados se lanzaron contra la puerta cerrada, que cedió hecha astillas. Los alemanes entraron en la habitación.
Moses se abalanzó desde el rincón disparando contra el primer hombre, a la cara, a una distancia no mayor de un metro. Cayó con el rostro convertido en una inmensa mancha sanguinolenta.
Los otros dos fueron acribillados por Eva y Zalman antes de que ni siquiera pudieran descolgarse los fusiles.
Uno de ellos, que había sufrido heridas menos graves, arrastró al otro hacia la escalera.
Zalman cogió la pistola ametralladora de las manos del soldado muerto. Aarón se lanzó al rellano y lanzó una granada en dirección a la escalera. Los soldados se tambalearon, tropezaron y rodaron hasta el rellano inferior, como un montón de ropas verdegrises.
Los judíos se miraron unos a otros asombrados.
—¡Han huido! —exclamó Moses desconcertado—. ¡Santo cielo, han huido! Al fin he podido verlo. Sangran, y mueren, y están asustados como nosotros.
Aarón, bajando como un rayo las escaleras, arrancó las armas y cinturones de municiones a los otros dos soldados y luego volvió a subir velozmente las escaleras.
En la habitación, Zalman había llegado a una decisión.
—Vamonos todos. Llegarán muchos más. Por los tejados. Yo iré delante.
Ahora, ya armados hasta los dientes, atravesaron corriendo el pasillo y treparon por la escalera metálica hasta alcanzar la puerta que daba al tejado.
Ahora, por toda la ciudad ya se producían luchas esporádicas. El propio Anelevitz había encabezado un ataque contra un grupo de alemanes que escoltaban a judíos hasta la Umschlagplatz. Con cinco granadas, cinco pistolas y algunos cócteles Molótov, habían logrado una victoria parcial y liberado a los judíos.
Aun así, los alemanes lograron deportar seis mil quinientos judíos durante aquel enero batallador. Pero eran muchos menos de los que tenían proyectado.
Por toda la ciudad en ruinas empezaron a aparecer nuevos panfletos impresos en la vieja prensa de Lowy, alentando a los judíos a la lucha.
Las fuerzas de ocupación alemanas han iniciado una segunda etapa de exterminio. No vayáis a la muerte sin luchar. Defendeos vosotros mismos. Coged un hacha, una barra de hierro, un cuchillo, cualquier cosa… ¡y atrancad la puerta, de vuestras casas! Desafiadles a que intenten quitároslos. ¡Si os negáis a luchar, moriréis! ¡Luchad! ¡Y continuad luchando!
A raíz de la lucha en el apartamento de Moses y varias otras que tuvieron lugar por toda la ciudad, algunos de los luchadores de la Resistencia se reunieron en otro apartamento. Allí se enteraron de que muchos de sus camaradas habían muerto. Se había rechazado a los alemanes en el taller de Toebbens, sito en el centro de la ciudad, pero a costa de un elevado número de bajas judías.
En el segundo piso, el grupo de Moses se reunió con otros. Distribuyeron las pistolas metralladoras y los fusiles que obtuvieron en su primera lucha.
Aarón, que vigilaba desde la ventana, vio un camión con soldados de la SS que entraba en la calle. Todos bajaron del vehículo, pero esta vez los alemanes se mostraron cautelosos y cubrieron los costados del edificio.
Zalman hizo una demostración a los otros de las pistolas ametralladoras.
—No apuntéis como si se tratara de un fusil —les instruyó—. No tenéis más que disparar en abanico.
—Yo quiero uno —pidió Aarón.
Moses le dio unas palmaditas en la cabeza.
—Espera a que crezcas.
Moses se acercó a la ventana. Observando cómo los hombres de la SS se distribuían por la calle. Se golpeó la palma de la mano con el puño cerrado.
—¡Por Dios que ha llegado el momento de luchar contra ellos en nuestro propio terreno!
Mientras hablaba, los alemanes entraron en el edificio.
—Al rellano —ordenó Moses—. Disparad cuando dé la orden.
Todos corrieron hacia el corredor, escondiéndose en los armarios para las escobas, detrás de las escaleras…
Moses, Zalman, Eva, Aarón y otros.
Esta vez, los alemanes ni siquiera pudieron abrir una puerta de un puntapié.
Fueron atacados con armas y granadas desde arriba, encontrándose imposibilitados para abrir fuego a su vez.
Retrocedieron vacilantes, desangrándose, hasta la calle, donde algunos cayeron para no levantarse más.
Subieron de prisa a los camiones y huyeron.
—No puedo creerlo —dijo Zalman—. Se van, se van…
—Piensa que mueren como cualquiera —sentenció Moses.
No cabía duda sobre ello. Los alemanes, en aquella batalla de enero de 1943, renunciaron a luchar… por el momento. Jamás se les ocurrió que los judíos pudieran disparar a su vez contra ellos.
Más tarde, al reunirse los hombres de la Resistencia en el cuartel general de la calle Mila, llegaron a sus oídos historias sobre el valor de los judíos, a veces condenado de antemano, que negaban a los nazis el derecho a barrer el ghetto.
Al parecer, la heroína que iniciara la resistencia fue una joven llamada Emilia Landau. Al invadir la SS el taller de carpintería donde trabajaba, fue quien lanzó la primera granada, matando con ella a varios hombres de la SS. Pero en la lucha que siguió también cayó la valerosa mujer.
En el cuartel general de Kibbutz Dror, también tuvo lugar otra batalla… viéndose obligados los alemanes a retirarse.
Y en los alrededores de la Umschlagplatz, donde se intentó una vez de manera tan patética salvar a grupos de gente condenada, tuvieron lugar una serie de cruentos combates.
Ahora les llegaban algunos suministros procedentes de unos pocos polacos simpatizantes del otro lado de los muros. La mayoría se negaba a ayudar. Incluso hubo un grupo de polacos fascistas que advirtieron a sus hermanos que no debían ayudar a los judíos, porque aquella lucha era tan sólo una estratagema… Luego, los judíos se unirían a los alemanes para aplastar la resistencia polaca (su fascismo no les sirvió de gran ayuda; los alemanes tenían intención de acabar también con ellos, convirtiendo en esclavos a los supervivientes).
Entre las armas enviadas había minas, lanzagranadas, un mortero y una ametralladora.
—¡Por fin! —exclamó Zalman.
—Sí —repuso con amargura el tío Moses—. Todo pagado con creces. Al contado.
Eva inquirió:
¿Hay alguna esperanza de que se unan a nosotros?
Anelevitz negó con la cabeza.
—Es muy improbable. No quieren derramar sangre polaca para ayudarnos. Al fin hemos aprendido. Sólo nosotros mismos podremos salvarnos.
—¿Salvarnos? —preguntó Moses.
—Sí —contestó el joven sionista—. Incluso si ello significa la muerte. Aun así nos habremos salvado.
Mi tío, ladeando la cabeza, miró cauteloso la mina aplastada, envuelta en grasa impermeable.
—¿Qué dice el Talmud respecto a almacenar minas? —preguntó.
Pero nadie rió.
Anelevitz dijo, señalando hacia el calendario:
—Recuerda esta fecha, 21 de enero de 1943. En el ghetto estamos en guerra.
A su llegada a Auschwitz, mis padres se libraron de una visita inmediata a las cámaras de gas.
La selección la hacía en la misma estación un oficial de la SS que vestía un inmaculado uniforme. Quienes parecían imposibilitados para trabajar eran enviados inmediatamente a la muerte, A mis padres, que gozaban relativamente de buena salud —en los campos todo era relativo—, se les condujo a barracones separados.
Papá estuvo destinado durante cierto tiempo a la enfermería del campo, un lugar tristemente grotesco, una muestra más del siniestro humor alemán. Hizo cuanto estuvo a su alcance para cuidar de los enfermos y heridos. Pero esto poco importaba. Al primer indicio de debilidad, de inutilidad frente a los amos, la gente quedaba marcada para una incursión a la zona de «despiojamiento». Virtualmente, no se disponía de medicina alguna. A los nazis les convenía que la gente muriera en la zona de los barracones. Así podía darse un respiro a los cuatro complejos de gasificación, a los cuarenta y seis hornos.
Mi madre trabajaba en una de las cocinas con Chana Lowy.
Aunque en el campo se mantenía separados a las mujeres de los hombres, mi padre, en su calidad de médico de vez en cuando conseguía eludir la vigilancia y visitarla.
Un día llegó con unas noticias que a todos les parecieron de primordial importancia. Uno de los ordenanzas médicos que había efectuado algunos trabajos en los cuarteles de la SS había oído hablar a los alemanes en voz baja y entristecida. En Stalingrado se había rendido un Ejército alemán completo. No una división, sino todo un Ejército.
Papá trataba de animar a mi madre, que se encontraba cosiendo sentada en el borde de la tarima que compartía con la mujer de Lowy. La vida en los campos era una pesadilla de suciedad, parásitos, agua contaminada, sopa deleznable y pan mohoso. Ella, que había presidido elegantes cenas y ejecutado a Mozart en el «Bechstein»… Sobre la tarima había colocado fotografías de Karl e Inga el día de su boda y otra en que aparecíamos Anna y yo. Conozco la foto. Yo vestía una camisa de futbolista a rayas y sostenía el balón debajo del brazo. Anna acababa de darme un puntapié en la espinilla porque la había gastado una broma. Pero eso no puede verse en la fotografía.
—Si te descubren aquí, te castigarán, Josef —le dijo mi madre.
—Todo está en regla. Lowy me ha proporcionado un pase falso. Además, he venido a hacer una visita.
—Te estás Volviendo temerario, Josef.
Él la besó en la mejilla.
—Y tú, ¿cómo estás?
—Bien. Corre el rumor de que algunas de las que nos encontramos en este barracón, y que sean suficientemente fuertes, y eso nos incluye a la señora Lowy y a mí, van a ir a trabajar mañana a la fábrica «I. G. Farben». De ser cierto, se trata de una buena noticia.
—Quizá necesiten una pianista para que les dé conciertos.
—O tal vez puedas contratarme de enfermera.
Ambos conocían las reglas que regían en Auschwitz. Quienes carecían de trabajo, no poseían alguna habilidad, los que no se necesitaban para ayudar en la administración del campo o aportar mano de obra para las factorías, para las gigantescas empresas que mantenían en acción al Ejército alemán, no duraban mucho tiempo vivos.
—Al menos, con ese trabajo en el hospital estás a salvo —comentó mi madre, esperanzada.
Mi padre no le dijo que se habían recibido órdenes de reducir a la mitad el personal de enfermería. La antigüedad constituiría una ventaja. Considerando que él era un miembro recién incorporado, lo más probable era que perdiera su trabajo.
Chana Lowy se inclinó desde la tarima superior.
—Max dice que necesitan gente para construir carreteras. Un ingeniero alemán está buscando gente para ese trabajo.
Lowy estaba en la lavandería del campo, pero no era un lugar seguro. Allí trabajaban los más débiles, los que tenían menos probabilidades de sobrevivir y, con frecuencia, no era más que una etapa pasajera hacia las cámaras.
—¿Trabajo en la carretera? —replicó mi padre—. Eso suena bien. Trabajo al aire libre.
Mi madre se echó a reír.
—¿Para ti, Josef? —y de nuevo se abrazaron.
Desde fuera les llegó la voz de una mujer kapo que conducía nuevos prisioneros a los barracones.
—Debes marcharte, Josef —aconsejó ella.
Aún la retuvo un momento entre sus brazos.
—Nos han condenado al infierno, Berta, pero debemos desafiarles. Insisto en que tenemos que intentar seguir viviendo, mantenernos firmes. Pienso mucho en los chicos y en Inga.
—Yo también. No puedo olvidarlos.
—Algo me dice que Karl y Rudi viven. Si uno de nosotros muere, el otro deberá buscarlos. Y amarles, permanecer junto a ellos. Debe haber de nuevo una familia Weiss, Berta. Nietos, un hogar. ¿Me comprendes?
—Claro que sí.
—No sólo porque seamos una familia muy unida entre sí, sino porque somos judíos. Si tenían unas ansias tan terribles de destruirnos, seguramente es porque somos gente de valía, importante. Incluso es posible que tengamos que enseñar algo al mundo. —Parpadeando, sacudió la cabeza—. ¡Santo Cielo, parezco un predicador, un rabino!
Se produjo una conmoción en la puerta del barracón.
Entró una mujer kapo, arrastrando a una esbelta muchacha. La joven no tendría más de diecisiete años. Hubo un momento en que se derrumbó sobre el suelo y la kapo, agarrándola por el pelo, la obligó a ponerse en pie.
La kapo descubrió al punto a mi padre.
—¡Usted! Va contra las reglas. ¡Fuera! —gritó.
—Ya me iba. Visita médica. Soy el doctor Weiss.
—Que no le vuelva a ver por aquí.
Mi padre salió de prisa.
La mujer kapo hizo entrar a la joven a empujones en la abarrotada y fétida habitación. Al momento, la muchacha, emitiendo extraños ruidos, se dejó caer al suelo a gatas.