—Buscadle un sitio, cualquier sitio —exigió la kapo—. Está loca.
Mi madre se levantó de su tarima.
—¿Qué le ha hecho? No. No vuelva a pegarle. Yo me ocuparé de ella.
—No le he hecho nada. Llegó en el tren de ayer como está ahora. Se encontraba muy bien hasta que enviaron a sus padres al despiojamiento.
—¿Y por qué no puede verlos?
—¿Quién sabe? Acaso se trate de una ducha de despiojamiento más larga de lo corriente. O tal vez estén en un sitio diferente del campo.
Las mujeres prisioneras permanecían silenciosas, sombrías. Sabían lo que significaban las duchas.
—Cuidad de que no se haga daño —ordenó la kapo. Acto seguido, salió de allí.
La joven era delgada, muy bonita, con largo cabello castaño oscuro y la tez morena. Mi madre, arrodillándose junto a ella, le frotó la espalda.
—Aquí estarás bien, hija mía. No te haremos ningún daño.
¿Tienes hambre?
La joven no habló, pero se enderezó un poco y abrazó a mi madre.
Sobre el pecho de su harapiento abrigo de paño y junto a la estrella amarilla, alguien le había colocado una etiqueta: Sofía Alatri, Milánt, Italia.
Chana Lowy acudió en auxilio de mi madre y entre las dos ayudaron a la muchacha a ponerse en pie y la condujeron hasta una de las literas de madera.
—¿Tienes hambre, hija mía? —volvió a preguntarle mi madre.
La señora Lowy sugirió que en el barracón contiguo quizá pudiera encontrar un poco de pan; una de las mujeres, antigua prostituta, tenía fama de ser una formidable traficante y, por lo general, siempre tenía algunos alimentos de más.
Pero la joven seguía sin querer hablar. Había dejado caer la cabeza sobre el pecho de mi madre y continuaba gimiendo.
—¿Quieres un poco de agua? —le preguntó, una vez más, mi madre.
Incluso trató de hablarle en italiano; debido a sus conocimientos musicales, hablaba bastante bien el italiano.
Pero Sofía Alatri se encontraba ya lejos del alcance de toda ayuda. Y mi madre llegó a la conclusión de que tan sólo el afecto, el calor de otro cuerpo humano, era lo único que podía ofrecer. Mientras escribo esto, me resulta extraño el que, a través de la información que recibí de una mujer que estaba en Auschwitz en aquel mismo barracón, pueda ver con toda claridad la escena. Mi madre poseía ese talento especial para imprimir dignidad y encanto allí donde se encontrara. Se comportaba con elegancia y cortesía, confiando en que así cambiaría el mundo.
—Es difícil recordar que somos algo más que nombres sobre una etiqueta —declaró mi madre—. O un número azul tatuado en el brazo. Todos somos personas, sí, y seguimos siéndolo, mi querida Sofía. Personas con nombres, hogares, seres queridos. Eso nadie puede quitárnoslo.
—Pero sí que lo han hecho —adujo Chana Lowy—. Así es como finalmente acaban con nosotros. Ningún nombre, nada. Así que ahora ya no somos nada.
Mi madre empezó a cepillar el pelo de la joven y Sofía dejó de gemir. Quizá debido al contacto de una mano humana, a la sensación de amor y calor.
—¡Pobre niña! —se compadeció mi madre—. Me recuerdas a mi hija Anna. ¿Cómo puede ser la gente tan cruel? ¿Cómo es posible que hagan semejantes cosas a seres inocentes?
—Es una vieja historia —filosofó Chana Lowy—. Cuando no se tiene nada que hacer, ataquemos a los judíos.
Estamos en su camino; eso es todo.
Mi madre rodeó con el brazo a Sofía.
—Puedes hablarme: soy tu amiga.
La muchacha se cubrió el rostro. Pero seguía silenciosa.
Mi madre tomó las fotos que tenía sobre la tarima.
—Mira: son mis hijos. Son tan jóvenes y buenos. Como tú, querida.
Sofía no pronunció ni una palabra. Pero miró como entontecida las arrugadas fotografías.
—Mi Karl. Y su mujer. Inga. Éste de la camiseta a rayas es Rudi. Ahora tiene veinticuatro años. Te gustaría.
Es muy guapo, Y la que está junto a él es Anna. Ahora sería… sería… algo mayor que tú.
—La han aterrorizado —opinó la señora Lowy—. ¿Sabe una cosa? Estoy tan asustada como ella, pero trato de disimularlo.
—No hay por qué avergonzarse de ello —replicó mi madre.
—Bueno, quizás el trabajo de mañana. Me refiero a trabajo de verdad, en las fábricas, donde nos necesitan.
Sofía empezó a temblar. Mi madre le puso una manta sobre los hombros. Todo cuanto tenían en el barracón era una pequeña estufa, por lo general sin fuego.
—Tienes frío, Sofía. Ven, siéntate más cerca. Cuéntame algo de tu familia. De tu padre y tu madre. Bueno, conozco a los judíos italianos. Son una gente maravillosa. Sefardíes, estudiosos. Hablame de Milán.
Chana Lowy movió la cabeza.
—Nada. Le han matado la mente. Acaso sea mejor que no recuerde. Tal vez eso sea lo malo de los judíos, que recuerdan demasiado.
Mamá cogió a la joven por la barbilla e hizo que le mirase a los ojos.
—Tan bonita. Como mi Anna. Ven, cantaré para ti.
Cariñosamente, en voz baja mi madre cantó el Lorelei, meciendo a la joven entre sus brazos.
Durante unos breves momentos, en el barracón se hizo un silencio absoluto, oyéndose tan sólo la voz de mi madre cantando. Algunas mujeres se le unieron, tarareando en voz baja.
Había quienes lloraban con el recuerdo de la vida que un día conocieron… hogares, familias, comidas reunidos, los niños que iban al colegio, las bodas, todos esos felices retazos que componen una vida familiar.
Luego se hizo el silencio.
En el umbral de la puerta aparecieron dos mujeres kapos y un guardia de la SS, con una metralleta.
Habló la primera kapo.
—Que todo el mundo salga del barracón —ordenó.
—¿Por qué? —preguntó una mujer—. Ya hemos pasado la inspección médica.
—¿Tienen trabajo para nosotros? —inquirió a su vez Chana Lowy.
—Nada de preguntas —bramó el hombre de la SS—. Limitaos a salir.
—No tenéis nada que temer —las tranquilizó el kapo.
Pero todas lo sabían ya. Y muchas pretendían ignorarlo. El engaño se mantendría hasta el fin… y también el auto-engaño.
—Apresúrense, señoras —ladró el hombre de la SS. Una mujer recordaba que era un tipo achaparrado, marcado de viruelas, dado como inútil para el servicio en el frente—. Formen en doble fila afuera. ¡Rápido!
—Debe de tratarse de los trabajos —insistía Chana Lowy.
Mi madre se peinó. Iría hasta el final limpia, arreglada dentro de lo posible.
—Me temo que no, señora Lowy. Debemos hacer lo que nos dicen y hacerlo con dignidad.
La muchacha italiana no quería ponerse en pie cuando las otras lo hicieron. La mujer kapo se precipitó hacia ella enarbolando la porra.
—¡Quieta! —gritó mi madre—. No la toque.
—Está loca.
—Vendrá conmigo. No le pegue.
Mi madre, Berta Weiss de Berlín, pianista y ama de casa, hija de un héroe de la Primera Guerra Mundial, hizo levantarse a Sofía de la tarima y la mantuvo estrechamente abrazada. Luego la besó en la mejilla.
—Vendrás conmigo, Sofía —decidió.
Fuera, las mujeres más jóvenes ayudaban a las de más edad. Sabían lo que les iba a pasar. Se me ha dicho que era algo habitual. Cuando los trenes llegaban con poca gente, cuando los hornos y las cámaras de Hoess aminoraban su marcha, se vaciaban bloques completos de barracones sin previo aviso. No existían privilegios ni excusas para nadie. Era cuestión de llevar a cabo el trabajo, de completar los cupos. El tope era de doce mil diarios, y el Führer y Himmler tendrían sus doce mil.
Las hicieron atravesar vigiladas la zona de los barracones y, tras salir por una puerta, las condujeron hasta las famosas filas de árboles que plantara Hoess. Frente a ellas podía verse la cámara de cemento, con su tejado largo y chato. Era invierno. Aquel día, la famosa orquesta femenina no deleitaba los oídos de guardias y víctimas.
Pese al frío glacial, les ordenaron que se desvistieran. Las ropas fueron amontonadas cuidadosamente. Se les despojó de todo objeto valioso para «guardárselos». Se les dijo que la fumigación, el despiojamiento, no duraría más de cinco minutos. Sus propiedades les serían devueltas cuando salieran.
—Estarán mejor preparadas para el trabajo —les dijeron los hombres de la SS.
Y se quedaron mirando a las mujeres desnudas.
—Ayúdenla, está loca —dijo la mujer kapo señalando a Sofía, que de nuevo se había dejado caer al suelo.
Mi madre y Chana la ayudaron a quitarse la ropa. Tenía un aspecto lastimoso, indefenso. El Reich estaba acabando con sus enemigos mortales.
—Luego se encontrarán mejor —les gritó un guardia.
Al parecer, el acto de desvestirse las mujeres representaba un acontecimiento, una diversión para muchos de los hombres de la SS. Se reunían en grupos, riendo, dándose codazos. Su bestialidad no tenía límites. Nadie ha logrado explicármelo todavía.
Mi madre se volvió hacia una de las mujeres kapo —también judia y que, junto con los Sonderkotnmandos, arrastraría después los cuerpos afuera y los llevaría a los hornos— y le dijo:
—Soy Berta Weiss, de Berlín, y ésta es mi amiga. Chana Lowy. Por favor, comunique a nuestros maridos lo que ha ocurrido.
La mujer asintió. Llegado el momento, también los kapos y los Sonderkommandos acabarían en las cámaras.
Hacía frío, humedad y parecía como si algunas de las mujeres dieran la bienvenida a la muerte. O acaso prefirieran creer hasta el fin que los alemanes no mentían.
—Dicen que es bueno para los pulmones —observó una anciana a mi madre.
—Respiren profundamente —aconsejó el guardián—. Mantengan a los niños en alto para que también puedan respirar. Es bueno para vosotros. Nada de resfriados ni de tos.
Chana Lowy se echó a llorar.
—Sé valiente. Chana —le aconsejó mi madre.
Mantenía a Sofía erguida, hablándole en voz baja.
—Cinco minutos y habrán acabado —declaró el guardia.
Una muchacha joven, pelirroja, salió corriendo de las filas de gente que marchaba desde los árboles hacia la puerta de acero abierta. La cogieron. Empezó a aullar, a chillar, a suplicar, negándose a volver a la fila.
Apareció un oficial de la SS. Ordenó que la llevaran a la fuerza detrás de los árboles. Se escucharon dos disparos. Los gritos quedaron silenciados.
—¡Moveos, moveos! —gritaban los guardias—. No es más que un cuarto de duchas.
Mi madre se detuvo ante la puerta y, volviendo la cabeza hacia el campo, musitó:
—Adiós, Josef. Te amo.
Los registros del campo revelan que aquélla fue una jornada lenta. Sólo fueron gaseados siete mil personas.
Los cuerpos fueron incinerados en los hornos de gas y las cenizas lanzadas al río Sola que corría cerca del campo.
Mi padre y Lowy, gracias a un golpe de suerte, evitaron el ser enviados a las cámaras aquel mismo día.
Lowy había mencionado que se estaba formando un destacamento para trabajar en las carreteras, y aquello significaba un trabajo de larga duración. Por una extraña coincidencia, tanto a él como a mi padre les hicieron abandonar sus trabajos —donde la gente era elegida al azar para morir— y fueron destinados al equipo de las carreteras.
El trabajo al aire libre significaba, por lo general, una ración extra de comida. Tampoco era corriente que los judíos permanecieran durante mucho tiempo desempeñando aquel tipo de trabajo. Los alemanes los despreciaban como trabajadores. Preferían a los prisioneros de guerra rusos o polacos.
Pero el día siguiente al que fuera asesinada mi madre —mi padre aún no lo sabía— Lowy y el doctor Josef Weiss se encontraron extendiendo asfalto caliente sobre una carretera en los alrededores de la zona de los barracones. Era un trabajo de vital importancia para establecer un nuevo enlace entre una de las factorías que fabricaba armamento y un nudo ferroviario. Eichmann y sus trenes de judíos habían atascado de tal forma las líneas férreas en ambas direcciones con destino a Auschwitz, que con frecuencia había que desviar el material de guerra destinado al frente o sufrir retrasos.
El trabajo para decidir el lugar donde se construiría la carretera resultaba arduo. Además, el hombre encargado, un ingeniero civil alemán llamado Kurt Dorf, había llegado a adquirir una especie de reputación entre los judíos. Se decía que había salvado centenares de judíos al seleccionarlos para trabajar con él, insistiendo en que eran excelentes obreros y logrando así mantenerlos lejos de las garras de los insaciables secuaces de Hoess.
Dorf era un hombre alto, curtido, de voz suave y movimientos lentos. (Mucho después he llegado a conocerle y, desde luego, estuve al corriente de su declaración en Nuremberg. Hemos mantenido frecuente correspondencia, como podrá comprobarse al final de esta narración. Me permitió examinar el Diario de Erik Dorf y otros documentos). Los vapores del asfalto caliente y el duro trabajo hizo que aquel primer día mi padre se sintiera mareado, llegando a tambalearse.
—¿Se encuentra bien, doc? —le preguntó Lowy.
—Sí, sí. Estoy bien.
—Tal vez debiera ir al hospital.
—Debes estar bromeando, Lowy. Allí es donde estuve a punto de que me eligieran para un tratamiento especial. Gracias a Dios que este ingeniero me pescó: Pero he aprendido una lección. Si haces el trabajo que necesitan, sobrevivirás.
—Tal vez —repuso cínicamente Lowy.
Se quedaron mirando a Kurt Dorf, alto, fumando en pipa, con su abrigo de paisano, que estaba estudiando una serie de planos.
—Ese tipo, Dorf, no es como el resto —observó Lowy.
—¿Porque nos ha salvado la vida?
—Desde luego. Con su trabajo ha camuflado a unos quinientos de los nuestros. He oído que los tipos de la SS querían librarse de él.
Mi padre se inclinó sobre su trabajo en la carretera.
—Resulta extraño. ¿Dónde están todos los que son como él? En 1933 tan sólo un 33 por ciento de los alemanes votaron a Hit1er. ¿Qué ha pasado con los otros dos tercios?
—Habrán aprendido a amarle. O quizá los nazis los hayan aterrorizado a todos. Cárceles, asesinato, torturas.
Demostraron al mundo cómo podían hacerlo. Escuche, yo pertenecía al sindicato de impresores, junto con una infinidad de tipos cristianos, amigos, socialistas. ¿Dónde están ahora? Se han incorporado al desfile.
Mi padre estuvo a punto de caer. Se alejó del tramo de carretera descansando sobre una rodilla. Los vapores del alquitrán empezaban a afectarle.