Holocausto (19 page)

Read Holocausto Online

Authors: Gerald Green

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: Holocausto
10.76Mb size Format: txt, pdf, ePub

El presidente del Consejo era un tal doctor Menahem Kohn. Según Eva, se trataba de un hombre acomodadizo, dispuesto a hacer todo cuanto le indicaran los nazis.

Tras su desafiante discusión con el doctor alemán sobre el empleo de drogas tóxicas para tratar el tifus —remedios que mataban al enfermo entre horribles dolores—, mi padre había ganado la reputación de insurrecto. Y nada podía ser tan erróneo, al menos entonces. Él seguía siendo prudente, se esforzaba por mantener un nivel discreto de los servicios médicos, pese a la terrible aglomeración, la deficiente higiene, la escasez de alimentos, calor y medicinas. Cada día perecían muchos enfermos en el hospital y sus inmediaciones. Él, su hermano Moses y las enfermeras contemplaban impotentes aquel espectáculo. Los niños eran lo peor…, apiñados por docenas en salas llenas de piojos, atemorizados, con ojos cada vez más saltones y cuerpos cada vez más enclenques, pidiendo a gritos comida.

Eva recuerda una jornada muy particular. Al parecer hubo una acalorada discusión sobre el contrabando que el doctor Kohn y casi todos los demás ancianos conceptuaban como un crimen grave.

Un hombre llamado Zalman, un sencillo obrero representante de los sindicatos judíos, desató una polémica haciendo ciertos comentarios sobre el muro.

—Dieciocho kilómetros de cerca —dijo—. Para mantener dentro a los judíos y fuera a los polacos. Es una prisión, ni más ni menos.

Mi padre le dio la razón.

—Temo que Varsovia sea el ghetto supremo de todos los tiempos… Y empeorará más si cabe.

Se discutió bastante sobre el trabajo en el muro; Kohn pidió con insistencia que los obreros de Zalman acrecentaran el ritmo y aportaran más fuerza laboral.

Zalman dio un tirón a su gorra.

—Eso no es tan fácil, doctor. Muchos saben que, tan pronto como esté concluido el muro, todos quedaremos encerrados aquí. No habrá comercio ni empleos fuera.

Kohn le apuntó con el índice.

—Amigo mío, en Reszov un Consejo judío idéntico a éste no logró facilitar la cuota prevista de trabajadores. Poco después, fueron ahorcados públicamente todos sus miembros. Debemos cooperar con los alemanes. No tenemos otra alternativa. Somos lo que siempre fuimos: víctimas.

—Yo no puedo decir tal cosa a mis hermanos del sindicato —replicó Zalman.

—Será mejor que lo haga —replicó el doctor Kohn.

Durante un buen rato mi padre y mi tío permanecieron silenciosos. Un pesimismo letal paralizó a la asamblea del Consejo judío.

—Debemos evitar todos estos gemidos y lamentaciones sobre el concepto del ghetto —prosiguió tras una pausa el doctor Kohn—. Al fin y al cabo, es algo que entendemos, algo que venimos soportando desde hace siglos. Se nos permitirá fundar escuelas, hospitales y asociaciones comunales. El propio comandante de la SS. me lo ha prometido.

Ya lo ven, caballeros, ellos nos necesitan,…, los obreros especializados y el comercio son imprescindibles para la economía polaca.

Nuevo silencio.

Entonces mi padre preguntó:

—¿Por cuánto tiempo nos necesitarán?

—¿Cómo dice, doctor Weíss?

—He preguntado, doctor Kohn, por cuánto tiempo nos necesitarán. ¿Hasta cuándo les serán útiles varios millones de judíos indigentes? A la larga representaremos una carga. Y entonces… El doctor Kohn sacudió la cabeza.

—No nos queda otra opción que cooperar en todo cuanto nos sea posible. Aportar cuadrillas de trabajadores. Limpiar la ciudad. Mantener en funcionamiento las fábricas…

Moses le interrumpió.

—Según he oído decir, esas cuadrillas laborales no son lo que debieran. Se apalea a los hombres hasta matarlos, se les fusila por ínfimas infracciones.

Zalman asintió.

—Es cierto. Yo mismo he estado en algunas. No se nos da el trato de trabajadores sino de esclavos.

—Pero no tenemos absolutamente ninguna opción, salvo obedecer las órdenes —manifestó con gran solemnidad el doctor Kohn—. No podemos ofrecer resistencia. No deberá haber contrabando, ni operaciones de mercado negro, ni tentativas de sabotaje. Sólo nos resta rogar para que mejoren las cosas.

Eva Lubin, quien estuvo presente en aquella asamblea, recuerda que mi tío Moses susurró a mi padre:

—Desde sus labios a los oídos de Dios.

Allá por octubre, tres meses después de que Anna ingresara en el sanatorio psiquiátrico denominado Hadamar, mi madre recibió un oficio de aquel hospital. Era breve y lo firmaba un «director de Servicios». Una extraña misiva. Mostraba un membrete donde se leía, «Fundación Filantrópica para enfermos psiquiátricos, Hadamar, Alemania».

Allí se comunicaba que Anna Weiss, de dieciocho anos, había muerto de «neumonía y otras complicaciones». No se daba fecha alguna. Se habían tomado la libertad de incinerar el cuerpo para atajar posibles infecciones. En fecha ulterior se notificaría a la señora Weiss dónde hallaría la sepultura de su hija.

Mamá sufrió un ataque de histerismo. Estuvo llorando sin interrupción durante días. Pareció inconsolable, pues Anna había sido el bebe de la familia, el retoño más despabilado entre todos nosotros, la criatura con mayor amor por la vida. A mi madre se le antojó inconcebible que ella pudiera morir así… sin ningún ser querido a su lado, con el cerebro perturbado y sus esperanzas destruidas. Mamá había soportado el encarcelamiento de Karl… en definitiva, él estaba vivo. Incluso le había parecido comprensible mi desaparición. Pero la muerte de Anna fue como una cuchillada en el costado que no cesaría de sangrar.

—Es culpa mía —dijo llorando a Inga—. Yo pedí que se la enviara fuera…

—No, mamá —repuso Inga—

Creímos que era lo mejor para ella… porque no podía hacer una vida normal.

Ambas mujeres se culparon. En la familia Helms, del apartamento contiguo, oyeron algunos murmullos de conmiseración, pero nada más. Inga oyó comentar que Anna se lo había buscado… corriendo sola por las calles en vísperas de Año Nuevo.

Transcurridas algunas semanas desde la muerte de Anna, mi madre estuvo varias veces a punto de perder el juicio. Pero, cuando su histeria alcanzaba el punto álgido e Inga empezaba a inquietarse, prevalecía siempre esa energía que ella mantenía en reserva obligándola a recuperar el equilibrio mediante el recuerdo de Anna, Karl, yo y mi padre.

—Volveremos a estar juntos —solía decir—. Lo presiento. Y una vez unidos nos acordaremos de Anna.

Cuando Karl y Rudi tengan hijos, bautizarán a alguna niña con su nombre. ¡Qué bromista era! ¿Te acuerdas, Inga? ¡Cómo jugaba con Rudi! ¡Cuántos juegos inventaba!

—Sí, lo recuerdo. Jamás nos olvidaremos de nuestra Anna.

Varios años después, cuando Inga logró presentar pruebas concluyentes, supe sobre la muerte de mi hermana.

Ánna fue una de las cincuenta mil víctimas —judíos y gentiles— sacrificadas al programa «Eutanasia» concebido por los nazis.

Aquella clínica de Hadamar, adonde fue conducida, no era un sanatorio, sino una entre las primeras instalaciones de gas, una estación experimental cuyo modelo serviría más tarde para matar millones de judíos.

Hubo doce lugares semejantes a Hadamar, y el Estado dispuso quiénes deberían ir a las cámaras de gas… sin consultar con las familias de los condenados.

Así pues, tullidos, imbéciles, retrasados mentales, paralíticos y así sucesivamente, fueron conducidos a aquellos molinos homicidas donde se les desvistió y, cubriéndolos con papeles, se les gaseó hasta morir mediante el escape de inmensos motores de combustión interna.

Esos gaseamientos preliminares comenzaron en 1938 y prosiguieron durante algunos años. Aunque les rodeara el mayor secreto, transpiraron diversos rumores. En cierto modo fueron ensayos de lo que sería más tarde la pauta para, exterminar judíos y muchos otros seres pocos años después.

En mis indagaciones descubrí que cuando se confirmó la matanza de esas personas «inservibles», el Vaticano presentó enérgicas protestas a Berlín. Los religiosos anglicanos hicieron oír también sus voces. Mongólicos, cretinos, idiotas e inválidos son también criaturas de Dios, según lo, hizo constar el clero. Por consiguiente, se decidió arrinconar poco a poco el programa «Eutanasia». Pero jamás se descartó el proyecto.

Cuando se gaseó por millones al pueblo judío, el honorable clero no formuló protesta alguna. Ni una palabra si quiera. Salvo algunos hombres valerosos. Pero se los pudo contar con los dedos de una mano. Hoy día estimo que debo escribir sobre esta cuestión con la mayor serenidad o frialdad posible. Quizá para no pasarme toda la vida llorando el asesinato de mi querida hermana.

DIARIO DE ERIK DORF.

Berlín Noviembre de 1940.

Ayer, 15 de noviembre, un comunicante anónimo informó a mi oficina que cierto sacerdote está pronunciando sermones con objeto de subvertir nuestra política racial.

El hombre se llama Bernard Lichtenberg y es canónigo de la catedral de Santa Eduvigis. Un individuo sencillo, de pelo grisáceo y sesentón. Sé poca cosa sobre su historial, pero me cuesta comprender qué puede impulsarle a seguir ese curso temerario. Casi todas las iglesias, católicas y protestantes, han optado por apoyarnos o mostrarse discretamente neutrales.

Así pues, decidí asistir a los oficios vespertinos de la catedral. (No soy católico ni he sido cristiano practicante de confesión alguna desde mí niñez. Hijo de familia luterana, si bien mi padre jamás se mostró propenso a las religiones organizadas). El templo estaba poco concurrido, una tercera parte escasa de su cabida. Quizás hubiese corrido la voz sobre las glosas antiestatales de Lichtenberg. Y por cierto, a medida que progresaba su sermón, después de la misa, se levantaron por lo menos seis personas y abandonaron la iglesia.

Desde luego, el anciano sacerdote pisó terreno peligroso. No tengo ninguna rencilla personal contra el hombre, pero es preciso parar los pies a quienes minen nuestra política. Así lo ordena la cumbre.

—Roguemos en silencio por los hijos de Abraham —dijo el padre Lichtenberg.

Fue en ese instante cuando se marcharon cuatro o cinco fieles. Otros irguieron la cabeza, como era natural, y no rezaron nada.

—Ahí fuera —siguió diciendo el sacerdote—, arde la sinagoga, y es también una morada de Dios. Por muchos de vuestros hogares circula un periódico incendiario donde se advierte a los alemanes que, si fingen sentimentalismo acerca de los judíos, cometerán traición. Esta iglesia y este sacerdote rogarán por los judíos, por su sufrimiento.

Otras personas se levantaron y caminaron hacia la salida.

—No dejaos extraviar por esas ideas anticristianas, actuad de acuerdo con el claro mandamiento de Cristo:

«Ama al prójimo como a ti mismo». Esperé hasta la conclusión del servicio religioso y entonces caminé por la nave hacía la sacristía. Me había vestido de paisano porque me pareció impropio ir de uniforme a misa. (Por supuesto, muchos de nuestros hombres, quienes son buenos católicos o protestantes fervorosos, asisten siempre de uniforme). Encontré al padre Lichtenberg quitándose sus vestiduras con ayuda de un provecto sacristán. Me acerqué y le mostré mi documento de identidad y mi placa.

—Capitán Erik Dorf —leyó él—. ¿En qué puedo ayudarle, hijo mío?

—He escuchado con gran interés su sermón.

—¿Y dedujo algo de él?

—Deduje que usted es un hombre bondadoso, pero muy mal informado. Y eso es grave.

Me miró con ojos fatigados y sensitivos. Deseé haber podido evitarle este enfrentamiento.

—Sé tan bien como usted, capitán, lo que les está ocurriendo a los judíos.

En lugar de iniciar una discusión, contorneé la mesa de la sacristía mientras procuraba sopesar mis palabras.

—Padre, hace algunos años el pontífice Pío XI negoció un concordato con el Führer. Desde entonces, el Vaticano ha aseverado muchas veces que conceptúa a Alemania como el último bastión de la Europa cristiana contra el bolchevismo.

—Eso no justifica la tortura y el asesinato de inocentes, capitán.

—No se tortura a nadie. Yo no sé que haya sido asesinado inocente alguno.

—Sin embargo, yo he visto judíos apaleados y deshonrados en plena calle. He visto cómo los encarcelaban sin motivo alguno…

—Son enemigos del Reich. Estamos comprometidos en una guerra, padre.

—¿Contra ejércitos? ¿O contra judíos inofensivos?

—Me veo obligado a rogarle más templanza en sus observaciones, padre. Otros religiosos no han tenido problemas llegado el momento de reconciliar su fe con la nuestra. La semana pasada, en Bremen, se dedicó una nueva iglesia al Führer.

Él no se dejó convencer.

—He escuchado narraciones de algunos soldados nuestros que regresan de Polonia —dijo—. Aquello no se reduce al mero traslado de las llamadas razas exóticas.

—¿Confesiones de jóvenes fatigados por el combate? No haga mucho caso de esas historias.

—Pero siendo sacerdote debo oírlas y dar la absolución, En ese terreno me atendré siempre a mi conciencia.

Un anciano testarudo y bastante decente, pero absolutamente ciego ante nuestros objetivos, nuestras metas.

Hice una inclinación cortés y le previne que no se dejara engañar por su conciencia.

Él me dio las gracias y giró sobre sus talones. Le oí decir en voz baja al sacristán:

—Un muchacho encantador e inteligente. Uno de nuestros talentos para la nueva Era.

No me pasó inadvertido el tono sarcástico, y tomé buena nota de que convendría ponerlo bajo vigilancia.

RELATO DE RUDI WEISS

Finalmente, mi madre fue arrestada y se la envió camino de Varsovia.

Según creo, ella casi se alegró de ver caer el hacha.

Aunque pudiera haber permanecido bastantes meses más en el antiguo estudio de Karl, se estaba viniendo abajo con la pérdida de Anna, con la ausencia de sus hijos y marido. Quizá la hubiese denunciado algún miembro de la familia Helms. Inga jura que sus padres no dijeron ninguna palabra, si bien jamás disimularon su aborrecimiento en relación con mi madre.

Sea como fuere, la detuvieron durante una redada general de aquel barrio, la metieron en un glacial vagón de ganado junto con centenares de judíos berlineses, mayormente mujeres y niños, y se la despachó hacia Varsovia.

Cuando mi padre estaba trabajando en la sala pediátrica del «Hospital Judio», se enteró de que una tal Berta Weiss, quien decía ser su esposa, había llegado al Umschlagplatz, cerca de la estación ferroviaria central en el ghetto.

Other books

Heaven Can't Wait by Eli Easton
Kathleen Y'Barbo by Millie's Treasure
When the Saints by Sarah Mian
Bad Blood by Evans, Geraldine
A Few Right Thinking Men by Sulari Gentill
Shatterproof by Jocelyn Shipley
The One That Got Away by M. B. Feeney