Read Holocausto Online

Authors: Gerald Green

Tags: #Histórico, #Bélico

Holocausto (39 page)

BOOK: Holocausto
6.92Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Ése es otro de nuestros eufemismos. Despiojamiento significa algo completamente distinto.

—Tendré que discutir con «l.G. Farben» para obtener trabajadores —repuso Hoess.

—Harán lo que se les diga. Este trabajo tiene prioridad sobre cualquier proceso de fabricación.

—¿Incluso de material de guerra? —indagó.

—Sí. Eichmann distrae regularmente trenes del Ejército para el transporte y éste no se opone.

—Nos encaminamos hacia un gran destino, algo para lo que hemos sido consagrados por el hado, por Dios o la Historia, Hoess —aseguró el Reichführer—. Tengo entendido que su familia quería que siguiera la carrera eclesiástica, de manera que se trata de algo que usted será capaz de comprender.

—No le decepcionaré. Desde mi infancia me han enseñado a obedecer, Reichsführer.

Luego hablaron de la muerte de Heydrich, de la trágica pérdida que representaba para el Partido. Y todos estuvieron de acuerdo en que una operación eficiente y productiva, de un Auschwitz ampliado, junto con los centros de Chelmno, Belzec, Treblinka y Sobibor, constituirían adecuados memoriales para el gran hombre.

De repente, Himmler alzó la vista del inmenso mapa y de los gráficos que había sobre la mesa. Se agitaron las aletas de su pequeña nariz semejante al hocico de un conejo y su docto pince-nez se agitó.

—Ese hedor —dijo—. Por las chimeneas. Vea si puede hacerse algo a ese respecto, Hoess, Después de todo, por muy noble que sea nuestro trabajo, debemos mantenerlo oculto. Sólo hemos de conocerlo nosotros.

Sentí tentaciones de reír. ¿Cómo es posible aniquilar a once millones de personas, como han ordenado Hitler y Himmler, y mantenerlo oculto?

RELATO DE RUDI WEISS.

Una vez más, Inga perdió el rastro de Karl. Sabía que se encontraba en Theresienstadt, en el llamado «Paraíso del ghetto», en Praga, pero no había manera de llegar a él.

Se negó a mantener cualquier tipo de comunicación con Muller o a verle cuando éste fue a Berlín.

Fanfarroneaba de que gracias a él habían enviado a Karl a Checoslovaquia, a lo que él llamaba «lugar de vacaciones» para los judíos; pero ahora le resultaba imposible hacerle llegar carta alguna. En consecuencia Inga se negaba a entregar por más tiempo su cuerpo a Muller a quien detestaba con toda su alma.

Pero en las visitas que Muller hacía a Berlín acudía invariablemente al apartamento de ella, le suplicaba, juraba y perjuraba que la amaba y, cuando ella intentaba alejarse, la seguía hasta la calle.

Cierto día, cuando Inga entraba en la catedral de Santa Eduvigis, pues aunque no era cristiana practicante sentía la necesidad de hablar con el padre Lichtenberg, Muller la abordó.

—Te he dicho que no me sigas —le espetó.

—Estoy tratando de ayudarte. Rezar no te servirá de nada.

Inga le odiaba, pero era decidida y disponía de todo tipo de recursos.

—¿Cómo vas a ayudarme? ¿Puedes sacar a Karl de ese otro campo?

—No. No pienso mentirte —le cogió una mano—. Te amo. Y tengo derecho a tu amor.

—Suéltame.

—Puedes divorciarte de él. Es un enemigo del Reich. Cuando salga de Theresienstadt, si es que sale, no valdrá para nada. Tú eres cristiana, aria… ahora puedes librarte de él. Escúchame. Desde aquella época que estaba en el cuartel… no dejo de pensar en ti. Te amo.

Ella se soltó violentamente.

—Vete y déjame en paz. No vuelvas a acercarte a mí.

—Solías suplicarme que le llevara cartas. Ahora soy yo quien te suplica.

Inga le contestó:

—Te odio. Os odio a todos vosotros. Sois incapaces de amor. Sólo conocéis la brutalidad, cómo producir dolor. Os vanagloriáis de ello. Y lo peor de todo es que os hemos dejado que lleguéis al poder voluntariamente. Toda una nación, mi patria, gozándose en herir a la gente, en causar dolor y muerte. Yo soy tan mala como tú, Muller.

—No, no digas eso. Es la guerra, que es cruel como todas las guerras. La gente sufre. No tengo nada contra Karl. Personalmente nada tengo contra los judíos.

—Déjame en paz. Vete.

Inga entró en la catedral. Muller se la quedó mirando pero sin seguirla. La esperó.

Como ya he dicho. Inga no era practicante. Ni ella ni Karl tenían religión alguna. Pero recordaba los sermones que escuchara al padre Lichtenberg hacía dos años y se fe preguntaba si no podría darle algún consejo.

En la sacristía encontró al viejo sacristán al que recordaba de años atrás. Estaba encendiendo velas. Anochecía.

—Dígame, señorita.

¿Está el padre Lichtenberg?

—¡Oh, no, señorita! El padre se ha ido.

—¿Ido?

—Sí. Se lo llevaron.

—¿Se lo llevaron? El sacristán susurró. —La Gestapo. Le advirtieron que dejara de hablar de los judíos todo el tiempo. Que no era asunto suyo. Registraron su habitación y encontraron sermones que iba a pronunciar sobre los judíos, diciendo que no debía causárseles daño.

—¿A dónde se lo llevaron?

—A un lugar llamado Dachau.

—¡Oh, Dios mío! ¡A un hombre tan bueno!

El sacristán dio media vuelta, como si el asunto hubiera quedado terminado, y continuó encendiendo velas, murmurando para sí.

—Se lo advertí, pero él insistía en que alguien tenía que hablar sobre ello. Pero ¿por qué él? Otros sacerdotes y obispos fueron más listos. Mantuvieron la boca cerrada. ¡Vaya! He oído decir que en Bremen, incluso ponen el nombre del Führer a las iglesias. Y no es ningún secreto que todos rezamos para que el Ejército derrote a los bolcheviques. De manera que, ¿por qué no olvidarse de todo ese asunto de los judíos?

Inga se detuvo ante un altar y, tras arrodillarse, se santiguó. En él, a cada lado del crucifijo había dos fotografías, una del padre Bernard Lichtenberg y otra del Papa Pío XII.

Muller no se había ido.

—¿Puedo acompañarte a casa? —le preguntó—. Tal vez, después de haber rezado, te sientas más caritativa hacia mí.

Como Inga me contara mucho después, la idea se le ocurrió, de súbito, semejante a un relámpago de tormenta estival. Si el valeroso sacerdote estaba dispuesto a seguir la suerte de los judíos, también podía hacerlo ella.

—Puedes hacer algo más que acompañarme a casa —repuso.

—Estupendo. Si es así como la iglesia influye sobre la gente, es posible que yo mismo me haga creyente.

—No me refiero a eso.

—Inga, amor mío, ya conoces mis sentimientos. Haría cualquier cosa por ti.

Ella se detuvo.

—Denúnciame. Entrégame a la Gestapo. Tienes un montón de motivos… difamar al Führer, ayudar a los judíos, propagar mentiras sobre los esfuerzos bélicos.

—Te encarcelarán.

—Eso es lo que deseo. Quiero que me envíen a Theresienstadt. Tengo entendido que hay allí una cárcel para prisioneros cristianos, que no todos son judíos.

Muller se detuvo como si le hubieran golpeado con un ladrillo en la cabeza. Era incapaz de comprender la profunda impresión que la suerte del padre Lichtenberg le había producido. La idea se le ocurrió casi de repente. Algunos cristianos tenían que adoptar una postura, demostrar su apoyo a los judíos. Pensaba en aquel sacerdote inteligente, amable, canoso, enviado a un campo de concentración sólo por vivir de acuerdo con su fe, predicando palabras de misericordia. Ella haría lo mismo.

La vida se le había hecho insoportable sin Karl. Ahora estaba realmente sola. No existía comunicación con su familia, Se había convertido en un ser mecanizado… apartamento, trabajo, compras, sueño. Una vida sin amor, incluso una prisión sería preferible a la vida que llevaba entonces.

—¡Lichtenberg era un viejo loco! —exclamó Muller—. Y tú estás intentando emularle. Te lo advierto, Inga, el mejor de esos campos, como Theresienstadt, no es ningún edén. Allí enfermas, tienes hambre y mueres. Y tú serás considerada por debajo de un judío.

—No me importa. He tomado ya una decisión.

—¿Vas a renunciar a tu libertad por Karl Weiss?

—Sí.

Muller trató, una vez más, de cogerla por la cintura, pero el rechazo de Inga le contuvo. No pronunció ni una palabra. Se limitó a mirarla y luego asintió lentamente.

DIARIO DE ERIK DORF.

Hamburgo Enero de 1943.

Por orden de mi nuevo jefe, Ernest Kaltenbrunner, que ha sido nombrado sucesor de Heydrich, he venido aquí con una misión muy importante.

Hoess está construyendo Auschwitz a gran velocidad, ampliándolo y dotándolo de todo tipo de facilidades.

No me refiero a los barracones habituales, las fábricas, los talleres y las cocinas. Me refiero a los centros para el trato especial (más vale que los llame por lo que realmente son… fábricas para matanzas masivas).

Hoess ha erigido, además de las primeras cámaras provisionales con su limitada capacidad, dos amplios complejos, disponiendo de antesalas, las cámaras actuales para la gasificación y los hornos para su desaparición final. «Topf», la famosa firma de construcción de Erfurt, especialistas en la fabricación de hornos, son los encargados de instalar los crematorios. Las empresas particulares y firmas de ingeniería más importantes colaboran con Hoess en su trabajo y puedo añadir que están obteniendo jugosos beneficios.

He visto los gráficos y planos. La más impresionante es la cámara subterránea o Leichenkeller, dotada de ascensor eléctrico para subir los cadáveres hasta los hornos.

Hoess se muestra también ansioso por mantener alejado de las unidades a todo tipo de observador, polacos, personas de la localidad, a cualquiera que no esté relacionado con el trabajo. En consecuencia, ha hecho construir un atractivo «cinturón verde» de altos árboles alrededor de ellas.

Pero, para perfeccionar la solución final, existe una auténtica dificultad.

Se refiere al agente. El monóxido de carbono se ha mostrado ineficaz. Necesita demasiado tiempo. Los cuerpos quedan lacerados, dificultando el afeitado de las cabezas y la extracción del oro.

En consecuencia, he sido comisionado cerca de la firma de Hamburgo «Tesch Stabenow» en busca de algo más eficaz. Se han efectuado experimentos sobre una base limitada con un agente denominado Zyklon B, formado, en gran parte, por ácido cianhídrico y es sencillo de manejar.

El señor Bruno Tesch me condujo a su pequeño laboratorio, explicándome mientras entrábamos que su firma era especialmente mayorista y distribuidora, y que los que fabrican el material son un amplio grupo reunido bajo el nombre de «Degesch» y formado por varias empresas privadas, que han desarrollado su uso con destino a fumigación a gran escala contra ratas, piojos y otras plagas.

Avanzamos entre crisoles, retortas y mecheros Bunsen, así como químicos con sus batas blancas. Tesch me dijo que el Zyklon B es, básicamente, ácido prúsico. Tenía en la mano un bote del tamaño de uno grande de tomate, mientras me explicaba que tenía que estar herméticamente cerrado, no sólo por su carácter letal, sino porque se evaporaba tan pronto como entraba en contacto con el aire.

Le pregunté a bocajarro si había sido utilizado con seres humanos. Tesch aseguró que lo ignoraba, observando que debería medir mis palabras. Él no era más que un hombre de negocios. Insistí, haciendo uso de la información que había obtenido en la Sección de Higiene de la SS. ¿Acaso durante las pruebas no había muerto gente presa de la más terrible agonía? De nuevo afirmó ignorarlo. Todo cuanto podía hacer era recomendarlo como limpio, rápido y letal, pudiendo ser utilizado sin recurrir a maquinaria alguna, tal como un motor diesel para producir monóxido de carbono.

Le pregunté qué le había inducido a mencionar el monóxido de carbono y dijo que había oído rumores. Nada seguro, desde luego. Tan sólo rumores. Hice saltar la lata unas cuantas veces. Era tan inofensiva como un bote de cacao.

Seguidamente le cursé un pedido. En los documentos de embarque debería especificarse que estaba destinado «únicamente a la desinfección». El embarque debería ir dirigido a nuestra «Sección de Higiene», en Berlín.

Había comprendido.

Se detuvo junto a una mesa de pizarra gris y me mostró un platillo Petri de cristal, cubierto con una tapa del mismo material. «¿Me gustaría ver cómo actuaba?». Le contesté que sí. «¿Había peligro?». «No —repuso Tesch—, era un simple cristal». Se disiparía. Además, había abierto la ventana.

Tesch retiró la tapa de cristal. Del diminuto grano azul se elevaron pequeñas volutas de humo gris, que llenaron el aire de un fuerte olor acre. Me tapé la nariz con el pañuelo.

Berlín Enero de l943.

Hoess ha acudido hoy a nuestro Cuartel General, lamentándose de que no era justo que le apartasen del trabajo, con toda la tarea que habíamos descargado sobre él. Pero se mostró satisfecho con mi informe sobre el Zyklon B.

Me mostró fotografías del interior de una cámara típica —cabezas de duchas (falsas, naturalmente), grifos, cañerías, paredes revestidas de azulejos, En el exterior carteles en los que podía leerse: CASA DE BAÑOS — DESPIOJAMIENTO.

Explicó las diferencias entre las cuatro cámaras, las dos unidades subterráneas, con su intrincada maquinaria, y las dos cámaras superiores. Habría aberturas en los techos o en los costados, en las cuales podrían introducirse bolitas de cianuro.

Le indiqué que convendría instalar una mirilla en cada cámara. De lo contrario, ¿cómo se podría saber lo que ocurría dentro? Se mostró de acuerdo.

Había hecho planes para trasladar allí sus inmensos motores diesel y, de hecho, ya estaban siendo «reinstalados» millares de ellos. Le dije que ya no volvería a necesitarlos. Eran incómodos y poco eficaces, y habíamos encontrado un sistema mejor.

Hoess, siempre obediente, asintió.

—Ya puede almacenar existencias: Auschwitz, Sobibor, Chelmno, Maidanek, Treblinka… pronto estarán repletos.

Tomé nota, íbamos a tener problemas para contar con un suministro constante. Tesch me había informado que el Zyklon B tenía un período de uso limitado, incluso envasado, de sólo tres meses. Así pues, quedaba descartada la idea de almacenar un material que, para una fecha determinada, habría perdido toda utilidad. Por tanto, sería necesario un suministro continuo del producto, un sistema mediante el cual los centros podrían disponer de un suministro de gas reciente y utilizable.

Mientras me encontraba absorto en la solución de aquel problema —quizás un depósito central de suministro en el Cuartel General de Higiene de la SS resolvería la cuestión—, Ernst Kaltenbrunner entró en mi oficina.

BOOK: Holocausto
6.92Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Path of Freedom by Jennifer Hudson Taylor
IceAgeLover by Marisa Chenery
The Paladin Prophecy by Mark Frost
Skin Walkers Conn by Susan A. Bliler
Hotel Ladd by Dianne Venetta
Dead Aim by Thomas Perry
The Considine Curse by Gareth P. Jones
Lillian Alling by Susan Smith-Josephy