El suelo de la habitación estaba completamente cubierto de cristales rotos. En el centro de la alfombra había un ladrillo. Corrí hacia la ventana y grité a través de la astillada abertura:
—¡Cobardes! ¡Malditos cobardes! ¡Dad la cara!
Pero se habían marchado.
Detrás de mí estaba mi familia, asustada, pálida, silenciosa.
DIARIO DE ERIK DORF.
Berlín Noviembre de 1938.
Anoche murió Von Rath. Me llamaron de la oficina de Heydrich a altas horas de la noche, y al punto me puse el uniforme y llamé a un taxi.
Mientras esperábamos, los niños se despertaron y vinieron a la cocina donde Marta me había preparado café. Se frotaban los ojos y parecían asustados. Se escuchaban gritos en la calle y ruido de cristales rotos.
Traté de explicar a Peter, que no tiene más que ocho años, que algunas gentes malas habían matado a un buen alemán en Francia.
—¿Por qué lo han matado, papá? —preguntó Peter.
—Bueno… porque son malos. Están locos.
Marta atrajo hacia sí a Peter, apretando la rubia cabecita contra su pecho.
—Son judíos, Peter. Gente mala que quiere hacernos daño.
—Pero serán castigados —añadí.
—¿Son malos todos los judíos, papá? —preguntó Laura.
—La mayoría de ellos.
—Papá va a castigar a la gente mala —dijo Peter—. Por eso tiene una pistola.
—Tengo miedo, mamá. No quiero que papá se vaya.
Marta, incomparable como siempre ante cualquier crisis, tranquilizó a los niños, y volvió a meterlos en la cama. Luego me ayudó a ponerme la guerrera las botas y el correaje.
—Y ahora, ¿qué va a pasar? —preguntó.
—Ya ha empezado. Represalias. No podemos permitir que ningún judío demencial, con extrañas ideas en la cabeza, mate a un diplomático alemán.
—No esperarán que tú…
—¿Yo? El teniente Dorf tiene como tarea escribir informes para Heydrich. Además, esto parece ser cosa de Goebbels. Está celoso de la Policía de Seguridad.
Ahora llegaban a la habitación con más claridad los ruidos callejeros, gentes marchando, una banda, hombres cantando el Horst Vessel. A lo lejos oí el ruido de cristales al romperse. Marta ladeó la cabeza prestando atención.
—¿Qué puede significar esto para ti? ¿Para tu carrera?
Le contesté que no me proponía arrojar ladrillos contra los escaparates de las tiendas propiedad de judíos para avanzar en mi carrera.
—No soy un alborotador ni un matón.
—¿Entonces qué eres? —preguntó.
—Un funcionario —contesté.
Estaba a punto de iniciarse una discusión y no tenía humor para ello antes de dirigirme al trabajo. Pero Marta insistía. Me aconsejó que hablara, que diera sugerencias, que ofreciera ideas a Heydrich. Aunque no fuera un alborotador callejero, tenía cerebro, ¿no? Me habían contratado por mi cerebro y ésta era la ocasión de hacerlo trabajar, aseguró con firmeza.
Tenía razón. Sospechaba que se proyectaban algunas decisiones importantes con respecto a los judíos y que me vería envuelto en el asunto. Los programas habituales resultaban en exceso triviales. Yo lo sabía. Boicots, expulsiones, expropiaciones. Había firmado documentos, emitido órdenes, pero jamás había llegado a la acción. Lo más cerca que estuve de ella fue con ocasión de mi breve visita al doctor Weiss. En verdad, no me atraía lo más mínimo. Aun cuando comprendo la preocupación de Heydrich respecto al problema judío, me siento confuso, inseguro. Sí, han de tomarse medidas. Pero ¿de qué clase? ¿Y por quién? En mi mente bullían todas aquellas ideas cuando salí para dirigirme al trabajo antes de salir el sol.
—Durante todo el día, Heydrich estuvo convocando y dando órdenes a los funcionarios más jóvenes, furioso por la forma en que los matones de Goebbels habían tomado la delantera en lo relativo a las represalias. Sus cuadrillas SA se habían dedicado a romper escaparates de tiendas de judíos, a apalear a éstos y a quemar las sinagogas. Y todo ello sin informar previamente a Himmler o Heydrich.
Suelo tomar el almuerzo en mi despacho y muy rara vez asisto a las elaboradas comidas que sirven en el comedor particular de Heydrich. Aquel día, Heydrich parecía malhumorado, y al verme comer solo, tomando café, pareció interesarse por mí. Era como si sus inmediatos subordinados le hubiesen decepcionado y buscara a alguien con quien hablar.
—Cuando haya terminado, venga a mi despacho, Dorf —dijo el jefe.
Rara vez me invitaba a su oficina a solas. Me pareció que aquélla era la oportunidad que Marta me había recomendado que buscara. Bebí rápidamente el café y entré en el despacho de Heydrich. Al momento empezó a lanzar denuestos contra Goebbels. Sentía un inmenso desprecio por aquel hombre al que siempre se refería como «ese condenado tullido».
Comenté que era necesario emprender alguna acción de represalias después del ataque a Von Rath. Pareció sorprendido de que le diera mi opinión.
—Sí, pero deberíamos ser nosotros quienes las pusiéramos en práctica —dijo Heydrich—. Y haciéndolo como el brazo de la Policía. No hay que molestar a ningún extranjero, incluidos los judíos. No hay que incendiar propiedad alguna que no sea judía. Deberíamos conservar como rehenes a judíos ricos, en concepto de reparación. Ponerlos bajo custodia protectora o algo así.
Es un hombre realmente inteligente. Goebbels, pese a todo su ruidoso parloteo, a toda su ampulosidad, es un escritor fracasado de guiones. Heydrich es un intelectual genuino.
—Supongamos que dejamos que se ocupen de ello nuestros hombres —dijo.
—¿Con uniformes de la SS? Era lo que nos faltaba, Dorf.
—No, señor. Vestidos de paisano. Sin estandartes, sin insignias. Nada de bandas ni de cánticos. Hay que castigar a los judíos, detener a aquellos que sean sospechosos, pero, dejando bien sentado, que se trata de la justa ira del pueblo alemán que se alza de manera espontánea contra la confabulación judeo bolchevique.
Las palabras acudían con fluidez a mi boca.
—No es mala idea, Dorf. Continúe.
Expliqué que deberíamos enviar órdenes por teletipo a las fuerzas de Policía locales para que se mantuvieran al margen de la acción. Podían permanecer a la expectativa, observando. Advirtiéndoles de que actuaran de conformidad, lo que naturalmente significa que deben mantenerse apartados de los manifestantes, nuestros propios agentes SS.
Heydrich sonreía abiertamente.
—Ése es el tipo de mente legal que me gusta, Dorf, Curse la orden. Saldremos adelante y derrotaremos a Goebbels en su propio campo.
—Gracias, señor.
—Trajes corrientes y abrigos. Me gusta eso. El ciudadano iracundo. ¿Y por qué no? Nos respalda todo el país.
Los alemanes comprenden el poder policial. Les gusta la autoridad que les imponemos.
Al terminar nuestra entrevista, me dijo que daría curso inmediatamente a la documentación para mi ascenso de teniente a capitán.
Este día quedará grabado en mi memoria: 10 de noviembre de 1938. Es el día en que, finalmente, he salido de mi caparazón, como quería Marta. Heydrich ha estado precisamente esperando a que «me franqueara». Y ahora, durante una crisis ha recurrido a mi inteligencia.
Y para celebrar la nueva importancia adquirida y la forma en que juntos hemos dado impulso a mi carrera, esta noche Marta y yo hemos hecho el amor apasionadamente. Marta siempre se ha mostrado algo retraída, vacilante al hacer el amor. La influencia, una vez más, de su estricta educación de alemana del Norte: un padre severo, una madre tímida. (Esta noche me ha confesado que hasta cumplidos los dieciséis años lo había ignorado todo sobre el proceso sexual y cómo llegaban los niños). Pero mi nueva audacia, la forma en que, recurriendo a mi cerebro, había fortalecido mi posición cerca de uno de los hombres más poderosos y temidos de Alemania, nos producía a ambos una especie de despertar sexual; no ocultamos nada, no omitimos nada, exploramos nuestros cuerpos a través de una nueva relación, que parecía en consonancia con mi nueva situación.
RELATO DE RUDI WEISS.
El mundo ya la conoce como Kristallnacht, la noche de los cristales rotos. Fue el auténtico punto de partida de la destrucción de nuestro pueblo. Yo la presencié, me encontré sumergido en ella. Y si en alguna ocasión no llegué a comprender del todo los objetivos y métodos de los nazis, ahora tenía la prueba.
Los cobardes bastardos llegaron a la calle donde el abuelo tenía la librería. Rompieron los escaparates, quemaron la mercancía, y golpearon a todos los judíos que caían en sus manos. A los hombres que intentaron resistirse y lucharon, los mataron a golpes allí mismo: el señor Cohén, el peletero y el señor Selígman, que tenía una tienda de frutos secos, Rompieron el escaparate en el que campeaba con letras doradas: H. Palitz Bookstore. El abuelo era un viejo duro de roer. Al igual que mi madre, estaba convencido, incluso por entonces, de que era mejor alemán que ellos, que su Cruz de Hierro le protegería, que un milagro del Cielo les obligaría a dejarlos tranquilos.
Así que salió de la tienda agitando su bastón tan pronto como el primer ladrillo hiciera añicos el cristal y empezó a gritarles que se fueran. La respuesta de la chusma fue lanzar todos sus libros a la calle, ediciones raras, mapas antiguos, todo, y prenderles fuego. Le llamaron viejo kike, le derribaron y le golpearon en la espalda con estacas.
Siguió protestando que era el capitán Heinrich Palitz, del antiguo Regimiento de Ametralladoras número 2 de Berlín. Aquello les enfureció aún más. Mi abuela miraba desde la ventana, llamando a gritos a la Policía…
Tres agentes berlineses se encontraban en una esquina observando cómo una pandilla de siete u ocho golpeaban al abuelo una y otra vez, dejándole con la cabeza ensangrentada y la chaqueta rasgada.
Uno de ellos le hizo ponerse a gatas y montó a horcajadas sobre él como si fuera un caballo.
Entonces fue cuando vio a Heinz Muller, el amigo de la familia Helms. Obrero en una fábrica, hombre de sindicato, ahora era ya un funcionario de segunda categoría en el partido nazi local. Vestía de paisano y dirigía a una cuadrilla que cantaba. Como siempre, la canción era Horst Wessel. Estaban sedientos de sangre judía.
Obligaron a ponerse en pie al abuelo —los policías seguían observando, con sus sonrisas insípidas y frías—, y Muller alargó a mi abuelo un tambor de juguete.
—¡Eres una mierda de héroe de guerra, Palitz! —gritó Muller—. Dirige tú el desfile. ¡Toca el tambor, viejo judío embustero!
Detrás de mi padre se encontraban otra media docena de judíos, propietarios de tiendas. Éstas habían sido destrozadas, saqueadas, incendiadas. La calle estaba en llamas.
¡Ese canalla de Muller! Mi abuela miraba, sollozando, aterrada, mientras el abuelo empezaba a tocar el tambor, y los comerciantes judíos, con unos carteles colgados del cuello en los que podía leerse jude desfilaron calle abajo.
Pero nadie movió un dedo.
Mi abuela llamó a casa y nos contó lo que estaba ocurriendo. Ya lo sabíamos. Podíamos oír cómo rompían cristales por todo el barrio.
Mis padres permanecían como clavados en la sala de estar.
—Llamaré a la Policía —dijo mi padre—. Esto es intolerable. Sí, ya sé que hay leyes contra nosotros, pero este tipo de violencia… Casi me hizo llorar la patética creencia de mi padre de que aún quedaba algo de justicia eh Alemania. Al ser un hombre honrado, era incapaz de creer otra cosa.
—Debemos esperar… esperar y rezar —dijo mi madre—. Esto no puede seguir siempre así. ¿De qué les serviría?
—Vosotros podéis esperar —declaré—. Pero yo voy a buscar al abuelo.
Mi madre me agarró por la manga y trató de retenerme. Estaba acostumbrada a salirse con la suya, obligando a sus hijos a doblegarse a su voluntad.
—Te lo prohíbo, Rudi. ¡No puedes luchar contra todos ellos!
—Sí —rubricó mi padre—. Buscan excusas para matarnos a todos. ¡No debemos hacerles frente!
—Tienen ya todas las excusas que necesitan.
Me solté de la mano de mi madre y bajé corriendo las escaleras. Mientras me iba poniendo el jersey, oí que Anna corría detrás de mí.
La calle presentaba un aspecto terrible. Habían sido destruidas todas las tiendas. Y la mayoría incendiadas. El señor Goldbaum, el joyero, trataba de utilizar una manguera de incendios para salvar los restos de su tienda.
Le habían robado todo cuanto poseía. Esos patrióticos alemanes, esos indignados ciudadanos, prontos a vengar la muerte de Von Rath, no eran más que unos vulgares ladrones y asesinos.
Llegaba un camión armando gran estruendo. Agarré a Anna y nos escondimos en una callejuela. Era un camión abierto. Algunos hombres enarbolaban fotos de Hitler y banderas con la swastika. Había hombres que recorrían la calle de arriba abajo con carteles denunciando a los judíos. El señor Seligman, a quien mi madre solía comprar cortinas y ropa de cama, yacía boca abajo en un charco de sangre, entre cristales rotos.
El camión se detuvo y saltaron todos los matones.
—Mira quién está con ellos —dije a Anna—. Esa rata de Hans.
—¡Asqueroso cerdo! Siempre le he aborrecido.
—Sí, el hermano de Inga. A veces dudo de ella. ¡Cómo me gustaría encontrármelo a solas durante cinco minutos!
Y entonces fue cuando vimos el desfile. Estaban obligando al abuelo, que tenía la cabeza ensangrentada y un ojo cerrado, a tocar el tambor de juguete. Cada dos pasos le golpeaban a él y los demás comerciantes con palos y cadenas. Hans Helms hablaba con Muller. Hans era un tipo sin voluntad, un cobarde. Además, estúpido y vago. Alguien como Muller era capaz de manejarlo a su gusto.
Salí de la callejuela. Más allá de la calle el cielo comenzaba a teñirse de naranja por los incendios. Hasta mí llegaban los gemidos de mujeres. Y más roturas de cristales, como si quisieran destrozar cada una de las tiendas propiedad de judíos en Berlín.
El populacho parecía empezar a cansarse del juego.
La cuadrilla de Muller iniciaba la desbandada. El abuelo se mantenía allí erguido, negándose a llorar, pedir o suplicar. Me acerqué a él y le cogí las manos.
—Soy yo, abuelo. Rudi.
Anna llegó corriendo y le asió del brazo.
Al final de la fila de judíos, un joven borracho registraba sus bolsillos, apoderándose de billeteros, plumas, relojes. Muller le gritó:
—¡Eh! El Partido ha dicho que de eso, nada. Esto es una manifestación patriótica, no un asqueroso robo.
—Eso es lo que tú crees, Muller —contestó el hombre.