Y entonces fue cuando escuchó, muy adentro suyo, aquella voz: "Síguela".
Resonaba en su mente y en su pecho de manera clara y contundente: "Síguela".
Y Newen Cayuki, como si una fuerza superior lo empujara desde atrás, torció su rumbo y tomó el camino hacia Buenos Aires.
—¡Estúpidos! ¡Mil veces estúpidos! Todo, todo arruinado por un par de imbéciles... Debería haber resuelto mis asuntos yo sola. ¡Malditos todos!
Isabel Fournier de Zavaleta golpeó una y otra vez con su zapatito de gamuza azul la alfombra de su espléndida suite en "La Señalada". Su furia era tal que había dejado surcos en la delicada trama de color caramelo.
El fracaso de su plan de venganza, alimentado en secreto durante esos años y puesto a su alcance por el destino que la llevó a aquellos parajes, la estaba sacando de quicio. Desde la noche funesta en que volvió, rescatada por una partida de peones, a la casa de "Los Sauces", su mente rencorosa no había dejado de soñar con el momento en que pudiera hacerle pagar al indio su despecho. Toda la finca comentó, al día siguiente, la desaparición del joven peón sureño y la causa de su ausencia. Corrieron rumores. Se decía que la prometida del doctorcito de los Pereyra y Achával andaba en amoríos con un peón de la estancia y que el hombre, harto de ella, la había abandonado después de desgraciarla. Nadie creyó que aquel peón de carácter callado y amable la hubiese despeñado por el barranco, más bien se esparcieron habladurías sobre el posible intento de suicidio de la muchacha desairada.
Isabel vio acrecentado su odio cuando, al poco tiempo, Mauricio Pereyra y Achával se presentó ante su padre para postergar el casamiento, con la ridicula excusa de un viaje por Europa. Aquello la convertía en una mujer rechazada ¡dos veces! Y la fortuna de los Pereyra y Achával se alejaba para siempre de su vida. El matrimonio con el más joven de los Zavaleta, Ignacio, no la había redimido de aquella pérdida ya que, en riqueza y abolengo, los Pereyra superaban con largueza a los Zavaleta.
Isabel se volvió una mujer infeliz, no importaba cuánto hiciese su marido por complacerla. Lo despreciaba más todavía cuando el hombre intentaba satisfacer sus gustos, porque jamás obtendría lo que había perdido irremisiblemente.
—Querida... ¿sucede algo? —dijo Ignacio al descubrir, sorprendido, los arranques de su esposa.
Isabel volvió hacia él un rostro desencajado que rara vez dejaba ver.
—Es este lugar, me agobia, me hace sentir... triste, sola. ¿Por qué no pudimos quedarnos en Buenos Aires? ¿Por qué? Allí tenías tu estudio, tus relaciones, pero no, teníamos que satisfacer el capricho de tu padre y administrar la estancia propia. ¡Como si no bastase con las tierras que él posee en Entre Ríos!
Ignacio suspiró, agotado. Había llegado al matrimonio sin demasiadas expectativas. En su ambiente, los matrimonios se concertaban basados apenas en la atracción mutua, pero bien cimentados en las conveniencias sociales y económicas. La familia de Isabel era de prestigio, de origen francés y rangos académicos, mientras que la suya aportaba el capital necesario para que esa unión prosperara en una sólida sociedad de promisorio futuro. Cierto era que la actitud de los Fournier pareció precipitada al fomentar aquella unión con tanto ahínco, como si temieran que la joven Isabel permaneciese soltera de por vida, algo que Ignacio dudaba, pues era atractiva.
Isabel había resultado demasiado díscola. Por muy bonita que fuese, aquella mujercita estaba empezando a parecerle odiosa. Y sólo llevaban casados unos pocos años. Por suerte para él, no los había pasado siempre en compañía de su esposa, ya que los viajes de negocios muchas veces lo llevaban por lugares alejados del hogar, y se tomaba un respiro. Esta nueva etapa como patrones de la estancia del sur, sin embargo, se presentaba complicada. Poco sabía de la crianza de ovejas y su esposa ni siquiera aceptaba trocar sus ropas de diseño francés por otras más adecuadas a la vida rural.
Y él ya se estaba cansando de luchar contra los molinos de viento.
—Creí que habíamos dejado claro que ésta sería ahora nuestra empresa, por el bien de ambos.
—¡Por el bien de ambos! Hablarás por ti mismo, porque yo me las arreglaba perfectamente en la Capital. Tenía mis amistades, mis actividades, mis...
—Tus compras, tus salidas, tus llamadas telefónicas, tus confiterías, tus pavadas, ya lo sé —la interrumpió con brusquedad Ignacio.
No solía llevarle la contra. Había descubierto que, fingiendo amable indiferencia, ella se calmaba más pronto. Ese día, sin embargo, había empezado mal, con una investigación sobre el problema legal de las tierras del este, un reclamo laboral de sus empleados y la noticia de que Necul estaba arengando a las gentes en su contra. Otra vez.
Isabel frunció la boca en una mueca despreciativa.
—Sí, todas esas cosas que mi padre me proporcionó siempre, porque lo que tengo es lo que compro con mi propio dinero. El tuyo lo escatimas bastante. Si yo hubiese sabido...
—¿Qué? ¿Si hubieses sabido qué? ¿Que yo no era un imbécil que iba a dejarse esquilmar por una cara bonita? ¿Crees que no he conocido mujeres como tú? Perdona que no pueda sentir pena por tu situación, Isabel, pero tus problemas me parecen pequeños comparados con los míos y los de otra gente en este lugar.
—Quiero volver —dijo ella con la vista clavada en la cara aristocrática de su esposo.
—No podemos.
—No hablaba de "nosotros". Dije que quería volver, yo sola.
Ignacio la contempló con el desconcierto reflejado en sus ojos marrones. ¿Quería ella divorciarse? La propia Isabel se ocupó de aclarar su duda.
—Por un tiempo, hasta que te asientes en este lugar. Después, te prometo intentar adaptarme de nuevo. Es que no me cae bien este clima tan inhóspito. Este viento, siempre aullando en los oídos... Necesito recuperarme. Justo ahora se avecina el invierno. No quiero pensar cómo soplará el viento durante toda la estación. ¿Te fijaste que hasta los árboles crecen inclinados? Te las arreglarás mejor sin mí, en este estado soy más un estorbo que otra cosa. Y allá, en Buenos Aires, puedo servirte de anfitriona cuando viajes, organizando fiestas o reuniones de negocios. Soy buena para eso, ¿verdad que sí? Dame el gusto, querido. No te arrepentirás. Y más adelante, cuando vuelva la primavera, me instalaré de nuevo en la estancia, que estará más acogedora y, quién te dice, tal vez seamos tres para entonces.
La mirada de Ignacio se iluminó. ¿Un hijo? Lo había soñado, en un futuro lejano. Sin embargo, bien pensado, tal vez fuese lo que Isabel necesitaba, alguien de quien ocuparse. Un hijo llenaría sus días y probablemente la hiciese madurar. Y mientras tanto, él se dedicaría a los problemas de "La Señalada" con más tranquilidad, era cierto.
Y hasta podría visitar más seguido a la joven de la casita del bosque. Se había mostrado más que amistosa la última vez. Pensando las cosas fríamente, era un arreglo que convenía a ambos.
Se acercó a su esposa y la tomó de la cintura, sabiendo que, ahora que él estaba dispuesto a ceder, ella estaría lista para brindarle satisfacción con su cuerpo, algo que a menudo le retaceaba. Dejó resbalar su mirada por los hombros que el escote dejaba descubiertos y su mano por el costado del vestido azul, hasta la cadera de la mujer. Ella se estremeció. El roce de aquella odiosa cicatriz siempre la alteraba, pero se contuvo y sonrió con voluptuosidad mientras acariciaba el pecho de su esposo. Era su actuación, él lo sabía. Nunca había disfrutado de sus relaciones, no obstante, sabía cómo debía comportarse para mantener las apariencias:
—Voy a extrañarte, sabes —mintió él.
Su boca vagó imprecisa por el cuello esbelto y se detuvo sobre el pecho, mientras escuchaba las palabras que sabía que ella diría:
—Y yo a ti, mi amor. Pero el tiempo pasa rápido, ya verás.
Después, ambos dejaron que la sangre joven guiara sus movimientos, ya que el amor no formaba parte de esa empresa.
Lo último que pensó Isabel antes de que su marido la tomara sobre la colcha de brocado blanca fue que por fin saldría ilesa del lío en que se había metido, secuestrando a Cordelia Ducroix, la mujer del guardaparque Newen Cayuki.
* * *
En la casita del bosque sonaron dos golpes leves.
—Pase —dijo la mujer desde adentro.
Mario Necul apareció en el marco y Llanka, que acababa de darse un baño y se acicalaba frente a un espejo apoyado en el muro, lo miró en el reflejo.
—Ah, eres tú —dijo, con cierto desdén.
El hombre metió las manos en los bolsillos, indeciso.
—¿Te vas?
—Quién sabe. Algún día, tal vez.
Seguía mirándolo, ahora con sorna en los ojos café.
—¿Qué traes? —inquirió ella.
Necul se encogió de hombros y avanzó. Nunca le resultaba fácil abordar a Llanka. Pese a conocerla desde hacía tiempo, había cierta distancia entre ellos, como si la mujer supiese que podía superarlo. Necul odiaba esa sensación y, cada vez que la poseía, lo hacía con furia, para vengarse.
Y Llanka disfrutaba.
—Cierra la puerta. ¿No ves que acabo de bañarme?
La mirada de ella se volvió picara. Lo estaba seduciendo. Más seguro de si, Mario se acercó por detrás y le acarició los hombros todavía desnudos bajo la toalla. La piel se sentía satinada y él se endureció de inmediato. Oprimió la carne tierna y bajó las manos hasta los brazos, estorbando un poco los movimientos de la joven al peinarse. Ella lo rechazó aunque no de todo, tal vez jugando. Con Necul no tenía que fingir, podía mostrarse como era en realidad, porque él la conocía y ella sabía que volvería una y otra vez a buscarla.
—Estás tan linda —comenzó él.
La muchacha hizo un mohín provocativo.
—Ustedes, los hombres, siempre empiezan igual, dicen lo mismo.
El se amoscó un poco, pero la tentación era grande y no quería estropear el momento. Buscar a Llanka después de un día agitado o al cabo de alguna escaramuza verbal era una costumbre tan inveterada que probablemente la mujer conociese las alternativas de la vida en Los Notros a través de sus encuentros con el rebelde, sin necesidad de salir de su casa.
Esa vez, Necul era un torbellino de dudas. Sus aspiraciones lo habían llevado demasiado lejos al aceptar el puesto de ayudante de capataz para el patrón de "La Señalada" y, sin embargo, no pudo evitar alardear sobre eso:
—Vas a tratarme con más respeto, porque estoy trabajando para alguien importante.
Llanka se mostró interesada.
—¿Vas a dejar tus asambleas?
—¡Para nada! —le molestaba que ella supusiese eso.
Aun si trabajaba para el
winka,
jamás renunciaría. No las tenía todas consigo, sin embargo. En su interior, sentía que haber aceptado la oferta de trabajo lo disminuía ante sus compañeros de lucha y por eso había ido allí, para desquitarse y sacarse de encima esa fea sensación. Llanka lo entendería mejor que nadie, pues era una luchadora también, a su modo.
—El nuevo patrón me ofreció trabajo —empezó diciendo—. Y acepté, porque me conviene, nos conviene a todos.
Llanka lo observó, atónita.
—¿Zavaleta?
A Necul debería haberle sorprendido que ella lo nombrase tan rápido y con tanta familiaridad, aunque en su apuro por explicar sus motivos no reparó en nada.
—Me dijo que puedo vivir allá, en "La Señalada", con toda mi gente. Va a pagarme un sueldo y, de paso, lo tengo vigilado.
—¿Vigilado? Él te tiene vigilado, tonto. Ven acá.
La joven se levantó y giró en brazos del hombre, rodeándole el cuello. Su aroma de humo y su cuerpo compacto la excitaron. Con astucia, rozó los labios de Necul con los suyos, en un toque leve, mientras intentaba que sus piernas, cubiertas por la toalla, se introdujesen en su ingle. Notó la reacción de Mario y, satisfecha, onduló sobre él.
—Zavaleta es un hombre vivo, yo lo sé —le espetó, enigmática.
—Ah, ¿sí? ¿Y cómo? ¿Acaso...? —dejó en el aire la pregunta.
—Vino, por supuesto. ¿Qué creías?
La sola duda la ofendía. Llanka estaba segura de su belleza, aunque en su fuero íntimo la llaga del rechazo de Newen no había curado. Sin embargo, era tiempo de sobreponerse, ahora que se abrían ante ella nuevas posibilidades.
En cuanto a Mario Necul, no podía indignarse si ella vivía de los hombres. Para Mario, en cambio, la cosa no era tan sencilla. Él erigía una barrera bien nítida entre el
winka
y él. Compartir a Llanka con el patrón le pareció excesivo, pese a saber que la compartía con todo el que se presentase a las puertas de su casita. Por otra parte, debía reconocer que reprochar a Llanka sería injusto, si ambos estaban en tratos con Zavaleta, ambos recibían su dinero. La mujer no permitió más pensamientos mortificantes al descender sus manos por la espalda del hombre hasta sus nalgas, oprimiéndolas con suavidad. Tampoco Mario razonó más al sentirse transportado por el placer. Caminaron juntos hasta la camita apoyada contra la pared y cayeron, siempre enredados, sobre la manta tejida en la que la muchacha desparramaba almohadones con forma de corazón. Una vez montada sobre él, Llanka lo miró a los ojos, curiosa.
—¿Estás celoso?
Mario ya no quería hablar, aunque accedió al juego previo.
—Un poco, sí. ¿A cuál de los dos quieres más?
—Qué tonto... Eso depende, mi amor. Mmm... ¿qué vas a ofrecerme hoy?
Las palabras, dichas en tono ronco y seductor, obraron maravillas en el cuerpo del hombre. Apenas podía contenerse. En un impulso inconsciente por impresionarla, Mario la hizo girar y cambió la posición, oprimiéndola bajo su cuerpo y restregándose sobre ella, provocando placer en ambos.
Llanka ronroneaba, satisfecha. No hubo muchos preliminares, la pasión se desató en ellos con la misma fiereza de siempre. Como sólo la toalla la cubría, Mario se deshizo de ella con rapidez, desnudando a la mujer por completo mientras él permanecía vestido, con zapatos y todo. Ese contraste electrizó a Llanka, que mordió el cuello de Necul y lo rodeó con sus piernas esbeltas. La fricción de las ropas de fajina sobre sus partes íntimas la llevó al límite y rodaron como pumas sobre la cama, la alfombrita y el suelo áspero hasta que la pared detuvo sus movimientos frenéticos. Jadeando, se miraron el uno en el otro. Mario apenas alcanzó a desprenderse los botones de la bragueta cuando ya Llanka estaba gimiendo. La pasión, la rabia, el consuelo, todo se combinó para el estallido final que los consumió a ambos al mismo tiempo. Cada uno tenía sus razones y en ellas hallaron el cauce natural para sus deseos, aunque ninguno se las confesó al otro. Se entendían.