Al terminar la danza, Newen se aproximó al centro de la reunión y pronunció unas palabras en una lengua indefinible, de sonido duro y hueco, palabras casi imposibles de repetir por nadie que no fuese de su raza. Eran promesas de amor y lealtad referidas a su esposa, pero dirigidas al varón de la familia: Emilio.
El hermano de Cordelia entregó a la pequeña Mayga a los brazos de Julieta para poder responder con la ceremonia debida. Su cuñado, convertido en un fiero guerrero, le ofrecía una tropilla de diez caballos a cambio de Cordelia y él debía aceptar el ofrecimiento, entregando a la novia. Por su mente pasó la posibilidad de negarse, e imaginó el efecto que tendría en Newen. Estuvo tentado de ponerlo a prueba, pero después sonrió hacia sus adentros. De nada valdría: estaban casados por las leyes civiles del país desde hacía un año y él mismo había llevado a su hermana al altar en la Iglesia de la Buenaventura frente a todos sus amigos y conocidos y, sobre todo, frente a la mirada intimidatoria del abuelo. Esta ceremonia era para cumplir un anhelo de los esposos: casarse nuevamente bajo el rito tehuelche, esta vez bajo la mirada de su hijita, nacida de un amor que parecía imposible, pero que él mismo debía reconocer como auténtico. No se engañaba. Deberían sortear muchos obstáculos que su impulsiva hermanita ni se imaginaba. Él estaría allí para brindarle su hombro protector, como siempre había sido. Ahora no estaba solo, ni lo estaría jamás, porque la dulce Julieta se había convertido en parte importante de su vida. Y si bien el abuelo y la tía Jose no veían bien que la retuviese en Los Notros sin haberse casado con ella, estaba dispuesto a remediar esa situación dentro de muy poco. Ya era hora de vivir una nueva etapa, la definitiva, la de la independencia y la curación. Confiaba en poder lograrlo en aquel lugar lejano donde, de manera inexplicable, sus pulmones parecían darle un respiro.
Escuchó con seriedad la propuesta de Newen y respondió a ella con un gesto de afirmación, al tiempo que señalaba con un ademán la figura de Cordelia, expectante.
Entonces fue cuando el aire estalló en alaridos electrizantes y el grupo de jóvenes pintados comenzó a cabalgar alocadamente en todas direcciones, conjurando a los demonios que pudieran enturbiar la dicha de los recién casados, el temido Walichu, al que Newen había pertenecido en cuerpo y alma durante tantos años. El mismo Newen montó su zaino y cabalgó con ellos, entreverándose en cruces peligrosísimos que hacían temer un choque fatal. Nada malo ocurrió, sin embargo y, en medio del entrevero, Newenquir Cayuki, puelche de la meseta, descendiente de una orgullosa y valiente estirpe, cabalgó a toda velocidad hacia donde su novia aguardaba algo temblorosa. Se irguió sobre sus estribos en posición de bolear ñandúes y, en lugar de eso, inclinó la espalda audazmente y capturó a Cordelia, levantándola por la cintura y sentándola frente a sí, apretada contra su pecho.
Así continuaron cabalgando, seguidos por los alaridos de los festejantes, cada vez más lejanos mientras los cascos del caballo los llevaban hacia un lugar que sólo el novio conocía, un rincón secreto donde había levantado un toldo de pieles y palos, un remedo de casa que haría las veces de refugio para la noche de bodas. Así lo habrían hecho su abuelo y el abuelo de éste y todos los hombres de su raza, y así quería él honrarlos, si bien sabía que ya nada era igual y que esas costumbres terminarían borrándose como la arena que el viento arrasa, día tras día, en el desierto patagónico.
—Uf... —suspiró aliviada Cordelia—. Salió todo bien.
—¿No confiabas en mí, princesa?
—Mmm... Nunca te había visto montar.
—Es algo que no se olvida una vez que se aprende. Y creo que lo llevo en la sangre, además. Mi gente nacía a lomos de un caballo.
—Pero yo no, mi señor "Newenkir". No te conocía ese nombre —agregó, curiosa.
Newen se encogió de hombros mientras aminoraba la marcha para encontrar el nido de amor.
—Es mi nombre completo. Pocos lo saben. Mi gente era del entorno del Gran Cacique Sayhueque, varias familias que vivieron en el Paso del Tromen. De allí vino la línea de mi padre. Por el lado de mi madre, estoy vinculado a Orkeke. El linaje paterno conservó el
kirke
original y así muchos fueron llamados Llankakir, Nahuelkir... entre ellos, yo. Ya entonces, la lengua mapuche se mezclaba con la tehuelche.
—Me gusta. ¿Te parece que llamemos así a nuestro próximo hijo?
Newen detuvo en seco la cabalgadura, tan abruptamente que el animal elevó sus patas delanteras, provocando un gritito de Cordelia.
—¡Esposo mío! ¿Vas a matarme justo ahora, que salimos bien parados de la ceremonia?
—Cordelia, mírame.
Ella lo hizo, con esa luz especial que él había descubierto en sus ojos cuando le confesara su primer embarazo. La observó con todo detalle, ambos todavía montados.
—Sí —asintió con firmeza—. Llevas a mi hijo en tu vientre. Pero no se llamará Newenkir, como su padre. Dejaremos que él mismo se gane el nombre, como buen guerrero puelche.
—¿Cómo lo haces, esposo?
—¿Qué?
—Afirmar con tanta certeza que estoy embarazada, cuando ni yo misma lo sé con seguridad.
Newen rió, al tiempo que saltaba al suelo y extendía sus brazos para tomar a su esposa y bajarla, dejando que resbalara contra su cuerpo.
—Es un don.
—¿Y cómo yo, que soy la madre, no lo tengo? ¡Eh, Newen, suéltame! —exclamó Cordelia al verse bruscamente alzada y llevada al corazón del bosque.
El guardaparque encontró el toldo, que había debido construir en un rincón aislado del bosque para evitar ser molestado, y entró con su esposa en brazos como si nada. Adentro, el habitáculo era amplio y estaba cubierto de pieles. Un caldero pequeño ocupaba el centro, por si la noche era fría, aunque Newen se había prometido que Cordelia no lo necesitaría. La depositó sobre una de las pieles, que ya no eran de guanaco como antaño sino de oveja, y se arrodilló sobre ella, con su rostro de pómulos altos muy cerca del de su amada.
—Princesa... —murmuró—, ¿sabes qué has hecho?
—No —respondió ella, con aire consentido.
—Has destruido mi escudo.
—¿Tu escudo?
—El de mi corazón. No sé si debo odiarte por eso.
Cordelia le echó los brazos al cuello de pronto.
—No, mi amor, no puedes odiarme. Yo soy tu Pirepillan.
—¿Cómo sabes eso? —se sorprendió Newen.
—Yo también tengo mis informantes —contestó ella enigmáticamente—. Y sé que la Princesa de la Nieve amó al cacique hasta su muerte, a pesar de que su pueblo creía que lo había vuelto blando.
Newen se mostró serio.
—Es que lo había vuelto blando. Esa historia no tiene final feliz, Cordelia.
—Pero la nuestra sí, Newen.
—¿Cómo puedes estar segura?
—Porque el cóndor nos protege. No tendrás que defenderme del cóndor de dos cabezas, como le ocurrió al cacique. A mí el cóndor me guía, es mi espíritu protector. Me guió hasta ti desde el primer momento en que te vi. Y en los momentos en que me sentí perdida.
Newen acarició el rostro amado con la mirada.
—Debo estar loco, pero creo que tienes razón.
Tocó con sus labios la boca suave de su esposa y un beso llevó a otro hasta que los dos rodaron por el suelo en un abrazo interminable. Las manos de Newen no veían el momento de quitarle a Cordelia el quillango, para apreciar sus contornos y descubrir de nuevo las redondeces que anunciaban su embarazo. Cuando la tuvo desnuda sobre el pellejo de oveja, se enderezó para saciarse con el espectáculo de su cuerpo. Aquella era su esposa, dos veces esposa a partir de ese día, y él no comprendía cómo los dioses habían sido tan benévolos con él, después de todo. Toda su vida se había sentido perseguido por la mala estrella, hasta que aquella joven increíble había llegado a su cabaña. Entonces su mundo se había puesto patas arriba, pero de un modo u otro, los conflictos se vencían y los inconvenientes se resolvían. Era la magia de Cordelia, la que Damiana le había señalado: Ayinray. La había encontrado y no la dejaría ir jamás.
Buscó con la boca el pico de un seno ya voluptuoso y dejó que los labios resbalaran hacia el vientre tibio. Allí jugueteó con la lengua sobre el ombligo, hasta que Cordelia le tomó la cabeza entre las manos y lo miró a los ojos.
—Déjame, esposo mío.
Newen alzó intrigado una ceja.
—Sabes que tengo cierto poder, ¿no? —y mientras lo decía, Cordelia se colocó sentada sobre los muslos de su esposo, para que su masculinidad enhiesta rozase la cueva de sus deseos. Se frotó contra él, provocando oleadas de calor en las entrañas de Newen, hasta que él no pudo resistir y trató de tumbarla de nuevo. Pero Cordelia se negó, firme en su propósito. Con sus manos delgadas, empujó el pecho de Newen hasta conseguir que fuese él quien se recostase y después, antes de que tuviera tiempo de objetar nada, se encaramó sobre su cuerpo y se dejó caer, llenándose de su carne ya dispuesta. Comenzaron a balancearse, suavemente primero, mecidos por el deseo creciente, hasta que ya no fue suficiente y necesitaron fundirse en un abrazo más estrecho. Rodaron entre las pieles diseminadas, probando cien maneras distintas de gozarse, suspirando y riendo, susurrando y gimiendo, entrelazados de formas imposibles, para acabar tendidos y jadeantes casi en la entrada del toldo, maravillados como siempre después de sus encuentros. Cordelia había quedado boca arriba, contemplando un trozo de cielo a través de la abertura de los cueros. Su pecho subía y bajaba con celeridad. El corazón de Newen, sólido en su retumbar, reverberaba adentro de su propio pecho, pues estaban tan pegados que no sabían dónde empezaba uno y terminaba el otro.
Fue Newen el que primero habló:
—Quiero decirte algo.
—Mmm...
—Ahora que sé que no soy un asesino, me encuentro en paz con mi espíritu. Pero de todos modos me siento indigno de ti y quiero que me ayudes.
—¿Que te ayude?
—No quiero ser un torpe e ignorante a tu lado. Por ti y por mi hija quiero aprender cosas, aunque sean cosas de los blancos. Pero también quiero que mis hijos aprendan nuestras tradiciones. Va a ser difícil para ellos, lo sé. Tendrán a una madre blanca y a un padre indio. Verán en cada uno de nosotros ejemplos para seguir y se criarán como personas más completas al conocer lo bueno y lo malo de las dos culturas. No necesitarán que nadie les diga qué deben pensar, porque lo verán por sí mismos. Y eso, Ayinray, es lo que diferencia a un hombre y a una mujer verdaderos.
Y después, en tono bajo y seductor, rozando con su nariz aguileña la piel del cuello de Cordelia, susurró:
—¿Me amas?
—Mucho.
—Dímelo, Ayinray.
—Te amo, Newen.
—Ahora dímelo en esa lengua tuya.
La muchacha se mostró realmente confusa.
—¿Cuál?
—Ésa que me volvió loco desde que te vi por primera vez, cuando creía que eras un muchacho.
—Qué vergüenza, esposo... ¿qué dices?
—Dime que me amas, princesa... en la lengua de tus ancestros.
Cordelia tomó la cara de su esposo entre las manos y contempló extasiada la reciedumbre de aquel rostro tallado por la vida y una herencia que todavía no conocía por completo, que le prometía muchos años de aprendizaje y maravilla, pues si de ignorancia se trataba, también ella debía reconocer que tenía mucho camino por recorrer para estar a la altura de su puelche-guénaken.
—
Je t'aime... Je t'adore...
—pronunció, y percibió cómo él se endurecía nuevamente, presionando su vientre todavía plano, donde ya maduraba la nueva vida que habían creado.
En ese momento, por la abertura de atrás del toldo, una forma peluda se unió silenciosa a los amantes. Newen maldijo por lo bajo cuando el hocico húmedo de Dashe rozó su costado hasta descansar en el cuello de Cordelia, allí donde las caricias suyas habían dejado la piel enrojecida.
—No puede ser tan tonto este perro —exclamó disgustado.
—Déjalo... —rió Cordelia divertida—. Él también forma parte de esta familia. Te recuerdo que fue el primero que me aceptó, antes que su dueño.
—Eso es algo que no le perdonaré. Tiene sangre de lobo en las venas y se porta como un perrito contigo.
—Estás celoso.
—Siempre, princesa. Celoso de cualquier cosa que esté cerca de ti, que te roce la piel o que atraiga tu atención murmuró Newen con voz ronca, mientras jugueteaba con la lengua sobre los pliegues del cuello de la muchacha, que lo volvían loco.
—¿Y de nuestros niños, Newen?
Él la miró con intensidad, y sus ojos ya no cortaban con el brillo de la obsidiana cuando se posaban en ella.
—En nuestros hijos sólo te veo a ti, princesa. Y te quiero más por eso.
Y una sombra cruzó el bosquecillo, rauda y misteriosa, sin que los amantes la percibieran, en silencioso vuelo planeado hacia las cumbres de la cordillera.
Fin
A toda la gente que trabaja en la Fundación Bioandina Argentina y el Zoológico de Buenos Aires, en este hermoso proyecto de cría y conservación del cóndor, especialmente a:
Luis Jácome
Vanessa Astore
Evelyn De Martino
Todos colaboraron generosamente conmigo.
Al verdadero
Tayta Ullpu,
que prestó su nombre a mi personaje y me ilustró sobre la ceremonia de liberación de cóndores.
A Raúl Mario Silva, amigo de los mapuche y los tehuelche y gran conocedor de esas culturas patagónicas.
A Caty Maguire, por ponerme en contacto con Mario.
A Ana Menni, que desde la Patagonia respondió a mis preguntas.
A Cecilio Melillán, mi profesor de
mapuzugun.
A mi amiga, la escritora Florencia Bonelli, que me alentó en todo momento.
A mi amiga, la escritora Soledad Pereyra, por compartir mis inquietudes.
A mis amigas románticas, lectoras incansables de novelas, con quienes comparto a diario tantas emociones, por tenerme fe.