—Es un perro lobo. Y demasiado bueno, si se piensa. Ni siquiera me gruñó la primera vez.
—Es que tienes el don con los animales, amiga. Recuerda lo de los pájaros.
La mención de aquella aventura provocó otra sonrisa en Cordelia.
Años atrás, el abuelo se había empecinado en capturar aves silvestres en el jardín y ella se había empeñado, a su vez, en desarmar las trampitas, de modo que ninguna cayó jamás en las redes del abuelo. Escondida en lo alto de la higuera, observaba en silencio el refunfuñar del señor Ducroix mientras revisaba sus trampas. Nunca supo que el abuelo adivinaba quién destruía sus estrategias de cazador. Después, Cordelia empezó a dejar miguitas y semillas en diferentes rincones, bien alejados de las jaulas, hasta que el jardín se colmó de aves ansiosas que reclamaban su alimento cada amanecer con fuertes trinos y aleteos frenéticos. De esa manera, mantenía a las avecillas alejadas del peligro que suponía la tentadora pieza puesta en el interior de las jaulitas. Muy pronto, todo el lugar se convirtió en una inmensa pajarera y Cordelia no podía asomar la nariz sin ser asediada por criaturas de plumaje diverso que se atrevían hasta a posarse en su hombro. Emilio encontró la solución construyendo una glorieta donde cada día se les dejaba alimento suficiente y, así, las aves encontraron en ese rincón del jardín un oasis donde beber, refrescarse, comer y hasta anidar.
El abuelo fingió no estar enterado, aunque el ruido que hacían cada mañana era ensordecedor.
El recuerdo de aquellos días iluminó el rostro de Cordelia y la llevó a pensar que Cayuki y ella no eran tan diferentes, después de todo. A su manera, también luchaba por la libertad de las aves, si bien no eran tan impresionantes como el cóndor de los Andes.
—Julieta... ¿Qué harías si alguien muy pero muy diferente a ti te atrajera?
—Creo que me asustaría.
—Pero además de eso, ¿aceptarías ese sentimiento o tratarías de borrarlo?
—Si estamos hablando de tu Newen, amiga, lo que pienso es que ni un terremoto conseguiría alejar tus pensamientos de ese hombre. No has hecho más que hablar de él, de su cabaña, de su perro, de sus cóndores... Y no sólo ahora, ya me decías bastante en tus cartas. ¿Tienes miedo de lo que diga tu familia?
—No sé. Tengo miedo de mí misma, creo. De equivocarme y creerme enamorada. Sabes, Julieta, no es un hombre con el que se pueda jugar. Ni tampoco creo que quisiera jugar conmigo. A veces pienso que me odia.
Julieta rió de nuevo, tapándose la boca con la mano.
—¿Odiarte? Eso sí que no, querida Cordelia. No lo conozco ni conocí a nadie como él pero, en el fondo, todos somos personas que sentimos, sufrimos, esperamos y creemos. Newen Cayuki no puede ser tan diferente como para no padecer como cualquiera. Y lo que yo veo a través de tu relato no es odio, sino atracción.
—¿Lo crees? ¿Lo crees de verdad?
La ansiedad de Cordelia divirtió a Julieta. Era ella quien solicitaba ayuda o consejo, ya que su naturaleza tímida le hacía aferrarse al temperamento firme de su amiga. Esta nueva situación, donde la vulnerable era Cordelia, le resultaba sorprendente.
—No puedo leer en su corazón pero, si tuviera que decir algo, diría que le gustas y que eso le produce mucha rabia.
La claridad del razonamiento de Julieta golpeó a Cordelia con tanta fuerza que se sintió súbitamente feliz. Sí, eso era. ¿Cómo no había sabido ver detrás de la máscara? Newen la quería, por eso aquella noche le había hecho el amor. Aunque luego se había arrepentido, tal vez porque pensaba que ella se marcharía y no quería comprometerse con alguien cuyo futuro no compartiría. ¡Pero ella podía volver! Sólo tenía que convencer a Emilio de la necesidad de insistir en ese trabajo. Con ayuda de los remedios y de sus propias dotes como enfermera, los dos saldrían adelante. Estaba Doña Damiana, además. Confiaba en la sabiduría de la anciana para preparar sus brebajes. ¿Y quién decía que una vida en la montaña no era el remedio indicado para el asma de Emilio?
Entusiasmada con la idea de la nueva aventura, abrazó a Julieta, riendo.
—¡Tengo un plan, amiga mía! —exclamó, exultante.
Así las descubrió Emilio esa mañana, en el jardín de atrás de la mansión.
—Bueno, ya me parecía raro que nuestra Julieta no nos visitara al saber de nuestra llegada. Y conste que he dicho "nos" visitara, ¿eh? Quiero decir que espero ser visitado también.
—¡Emilio!
La joven pelirroja se levantó de un salto y corrió a besar al hermano de su amiga. Cordelia y ella se conocían desde la primera infancia, así que Emilio había formado parte de sus juegos durante toda la vida. Recién al terminar el colegio y después de que él volviese de sus estudios inconclusos en la universidad, Julieta se había tornado algo distante. Conversaban, compartían momentos de diversión, aunque ya no alborotaban juntos como antes, ni ella entraba en el dormitorio de él, ni siquiera acompañada por Cordelia.
—Estás muy linda, Juliette.
El rubor que cubrió las mejillas pecosas de Julieta era del color rosado del durazno y su piel, igual de sedosa.
—¿Vas a salir? —preguntó Cordelia, contenta de ver a su hermano repuesto.
Al parecer, los fomentos de la tía José habían obrado milagros.
—Nada como un buen paseo matinal para enfermarse nuevamente —contestó Emilio, provocando risas de Julieta y golpes de Cordelia.
—Vamos, las invito. Si son buenas y se cuelga cada una de un brazo, para que todas las chicas del barrio crean que soy un Don Juan, las convido con un helado.
Mientras lo decía, formaba ganchos con ambos brazos, esperando. Las chicas se aferraron a él gustosas y emprendieron la marcha alegremente hacia el portón de atrás.
La voz del abuelo los detuvo en seco.
—¡Émile!
Desde la ventana de la biblioteca, M. Ducroix observaba a sus nietos. A pesar del alivio que le produjo ver la recuperación de Emilio, su genio pudo más y decidió que era un buen momento para pedirle explicaciones por su alocado viaje a las pampas en los días pasados.
Con pena, Cordelia miró cómo su hermano, repentinamente encorvado, se dirigía otra vez hacia la casa, después de disculparse cortésmente con Julieta.
* * *
La habitación donde el abuelo recibía a sus nietos para sostener conversaciones "serias" estaba revestida de la misma severidad que caracterizaba al hombre: sillones de cuero "del bueno", según aclaraba el abuelo jactándose, un enorme escritorio de caoba con herrajes antiguos, que siempre olía a lustre, y una mecedora heredada del tatarabuelo que ostentaba en su respaldo un escudo heráldico tallado en madera de Eslavonia: un águila con las alas desplegadas, albergando en su pecho dos espadas cruzadas y una antorcha encendida.
Emilio fijó la vista en el original blasón cuando se detuvo al pie del escritorio. La mecedora estaba orientada hacia la ventana y todavía conservaba un leve movimiento, por lo que el joven dedujo que el abuelo había estado observándolos un buen rato antes de llamarlo.
La habitación estaba caldeada por el sol que entraba a raudales por el ventanal de vidrios emplomados, quitando algo de solemnidad al recinto, si bien las paredes se veían oscurecidas por el entelado color borravino y la biblioteca, alta hasta el cielo raso abarrotado de molduras de yeso.
El abuelo permanecía en su santuario la mayor parte del tiempo. Incluso tomaba sus comidas en soledad muchas veces, prefiriendo la compañía de sus libros o el periódico en lugar de la de su familia. La habitación olía a su tabaco favorito y también a cuero viejo y papel. Era el olor de biblioteca tan caro a Emilio. Su gran aventura de la infancia había sido permanecer oculto en aquel lugar sagrado tanto tiempo como pudiera, sin ser descubierto. Todavía recordaba la sensación de peligro que lo paralizaba cuando veía, desde abajo del sillón más grande, reservado a los invitados, los zapatos lustrosos del abuelo aproximándose y luego alejándose, con su crujido característico, ignorando la presencia del intruso. Durante esas escapadas, Emilio se había familiarizado con los libros del abuelo. Sacaba a hurtadillas los que podía y los llevaba a su cuarto, dejando bien cubiertos los huecos en los estantes con los demás libros. Era un trabajo artístico enderezar volúmenes, o apilarlos de manera que el ojo de su dueño no descubriese la falta de algunos. La satisfacción de vencer al abuelo aunque sólo fuera en ese pequeño truco podía sentirla aun en ese momento, ya adulto. ¡Eran tan pocas las ocasiones en que salía victorioso de los enfrentamientos con el abuelo!
M. Ducroix se había colocado de pie junto al ventanal, justo donde la cortina de terciopelo verde formaba una sombra que ocultaba a medias su expresión. Tan estratégico resultaba ese rincón, que de seguro conservaría las huellas del abuelo en el piso de parquet. Emilio no dudaba de que el formidable señor Ducroix tomara en cuenta el efecto teatral que producía en los demás. Y esa pose, serena en apariencia, erguida entre los pliegues del cortinado como si se tratase de una armadura antigua, era la
mise en scéne
que el abuelo le tenía reservada para ese día.
—Acércate —tronó la voz del viejo.
Emilio tardó en obedecer, pequeña revancha que se tomaba siempre que podía, antes de entrar en el abanico de luz que el sol derramaba en el pulido suelo.
El señor Ducroix era alto como su nieto, mucho más robusto e impresionante, con su tez rubicunda y su mostacho entrecano. Los ojos, azules como los de Emilio, conservaban el brillo de la juventud, lo mismo que su voz, profunda y rica en matices.
—No te veo, muchacho.
Emilio salió a la luz con expresión desafiante. El rayo de sol reverberó en sus cabellos pálidos e hizo centellear sus ojos, pero también acentuó la extrema palidez de su rostro, lo que encogió el corazón del abuelo.
—Me dice tu tía que anoche estuviste enfermo.
—Anoche y todas las noches, señor. "Soy" un enfermo —contestó mordaz Emilio.
— Creerse enfermo es la mejor manera de serlo. Sé lo que digo. Tu padre...
—Mi padre era un asmático enclenque como yo, lo sé bien —interrumpió el joven, dolido como cada vez que el abuelo la emprendía con el recuerdo de Jacques Ducroix.
—No seas impertinente. Iba a decir que tu padre te heredó su debilidad, aunque en menor grado. No eres ni de lejos tan asmático como él. Lo suyo... —y la voz del abuelo sufrió un ligero quiebre que sorprendió a Emilio— prácticamente derivó en congestión, un caso raro. Y lo de tu madre...
Emilio sintió el nerviosismo hasta la punta de los pies. A pesar de que no era proclive a largas tiradas sobre el álbum familiar, el abuelo tenía de vez en cuando necesidad de tocar el tema y siempre de manera irritante para sus nietos.
—Tu madre, al morir, se llevó la vida de mi hijo. Ya no quiso seguir viviendo. Nunca le perdonaré eso.
—¡Por favor! Mi padre enferma, muere y usted no se lo perdona... Dios mío, ¿nunca pensó que tal vez él tuviera algo que perdonarle a usted?
El estallido de Emilio convirtió en piedra el rostro del abuelo. Su tez acentuó su color rojo y los ojos enviaron rayos de furia a través de los pliegues que los rodeaban.
—A veces pienso, muchacho, que toda esta fachada de debilidad es un artilugio para llevar una vida cómoda en mi casa. A tu edad, yo ya estaba en el ejército, si no combatiendo, al menos pasando una vida dura de ejercicios y privaciones. ¿Y qué haces en tu lugar? Vagar entre mujeres todo el santo día. Tu tía te ha malcriado hasta el cansancio y tu hermana... —el abuelo se interrumpió, buscando la palabra justa para definir a Cordelia— .. .tu hermana te defiende como sí fuese ella la responsable de tu vida y no tú mismo. ¿No te avergüenza depender de ellas? ¿No deseas superar tus flaquezas y convertirte en un hombre de verdad?
Emilio creía que ya nada de lo que dijese el abuelo le afectaría, pero aprendió que siempre queda un resquicio de vulnerabilidad, aun en el espíritu más castigado.
Con toda la frialdad que pudo reunir, respondió:
—No me avergüenza ser como mi padre, si es a eso a lo que se refiere. A diferencia de él, yo me cuidaré bien de no enamorarme de nadie. Para no estar más inválido de lo que estoy, voy a acorazar bien mi corazón, de ese modo quizá pueda usted enorgullecerse de mí alguna vez, pues me estaré pareciendo a mi poderoso abuelo.
Y sin dar pie a que el viejo respondiese, sin captar el cambio de expresión en la cara de M. Ducroix, Emilio salió de la biblioteca a tiempo de evitar que el abuelo viese cómo el ataque de asma principiaba, primero apretándole el pecho y bloqueándole la garganta después. Se sujetó con fuerza del barandal de la escalera para no doblarse en dos y, manteniendo una pose rígida como la de un guerrero rumbo a la muerte, avanzó hasta su cuarto. Allí, tras cerrar la puerta con la última fuerza que le quedaba, se desplomó en la alfombra turca boqueando como un pez.
* * *
Julieta miraba con preocupación la ventana de la biblioteca del señor Ducroix. Había vislumbrado fugazmente la silueta de Emilio, que luego desapareció. No quería alarmar a Cordelia porque sabía cómo era ella con su hermano, pero la inquietaba la manera cabizbaja en que el muchacho había acudido al llamado de su abuelo. No le gustaba ver a Emilio derrotado. Tampoco soportaba oírlo hablar en tono cínico, como si tuviese muchos años más que ella y que Cordelia, y estuviera de vuelta de todas las experiencias de la vida.
En secreto, admiraba a Emilio. Era tan inteligente, tan brillante, sabía expresar como nadie las ideas y conocía tantas cosas... Ella no se dejaba engañar por su aire aburrido y condescendiente. Sabía que, detrás de esas máscaras, había pasión y determinación, sólo que la vida no le daba oportunidades para demostrarlo. ¿Cómo podían ser tan diferentes los gemelos? Imposible. La sangre de los Ducroix latía en ambos, aunque Emilio tenía sobre sí un peso mayor al cargar con una enfermedad que la intemperancia de su abuelo no hacía sino aumentar.
Quería cerciorarse de que estuviera bien, pero no se atrevía a subir. ¿Por qué tenía que ser ella tan temerosa de todo? "Conejito", le decía a veces Emilio, tomándole el pelo. Asustadiza. Le hubiera gustado sentir de vez en cuando el empuje de Cordelia, esa pasión volcánica que encendía chispas en los ojos de su amiga y rosas en sus mejillas. Julieta era de naturaleza sosegada. Se veía a sí misma como un pajarito gris, poco llamativo, mientras que Cordelia, con su bello plumaje, atraía todas las miradas. Incluso le sorprendía que fueran tan amigas, y recordaba bien cómo se había sentido cuando, de pequeñas, la rubia le había propuesto sentarse juntas en el pupitre. Como favorecida por una reina. Desde entonces, habían compartido todo: juegos, fantasías, viajes, temores y ensoñaciones. La adolescencia las había acercado más aún, pues a medida que Cordelia florecía en su belleza etérea, ella se veía más empequeñecida y, a la sombra de su amiga, se sentía protegida del sutil desprecio de las otras chicas, que nunca la veían. Ni siquiera se daban cuenta de su presencia.