Cordelia, sin embargo, le había hecho un lugar en su vida y Julieta la quería como a una hermana. Supo, ya de grande, que su amiga había enfrentado a las compañeras del colegio de monjas, dejando en claro que la que insultara a Julieta Peña la estaba insultando a ella.
Y un insulto a un Ducroix no era algo que pudiera pasarse por alto.
Miró de nuevo hacia arriba. Alguien había cerrado las cortinas de terciopelo.
¿Por qué no bajaría Emilio? La promesa de tomar un helado seguía en pie.
Miró hacia donde Cordelia se hallaba enfrascada en una conversación con el jardinero. La joven quería que el jardín tuviera un aspecto más agreste y el pobre hombre se esforzaba por complacerla sin irritar a los Ducroix, que gustaban de los cercos ornamentados y los laberintos.
El impulso que la llevó hacia el portón de atrás de la casa hizo latir su corazón como si estuviese corriendo una maratón. Era tan poco propio de ella animarse a algo... y no obstante, sentía la necesidad de subir a ver qué había resultado de la conversación entre Emilio y su abuelo. Cordelia le había dicho que era probable que el abuelo acusara a Emilio de haber planeado una excursión que ponía en peligro su salud.
Desde el patio trasero, embaldosado en blanco y negro y repleto de plantas de invernadero, vislumbró el final de la escalera. Sabía que de allí partía un pasillo que conducía por un lado a la biblioteca y por el otro, a los dormitorios del primer piso: el de Emilio y el de la tía José. La tía había instalado en lo alto su dormitorio desde que Emilio tuvo sus primeros achaques cuando niño y, hasta ahora, no había tomado la decisión de mudarse.
Julieta miró a su alrededor, asegurándose de que nadie la viera, y empezó a subir los escalones de madera, rogando que no crujiesen. Por una vez, se alegró de su escaso tamaño, que le permitía pasar desapercibida.
La biblioteca estaba cerrada, de modo que no se detuvo allí, sino que caminó por el pasillo hasta la primera puerta. Puso el oído sobre el agujero de la cerradura, y aguardó. El tic-tac del reloj cucú era lo único que se escuchaba, pero a medida que se mantenía en quietud, le pareció que había otro ruido, también rítmico, un ruido más sordo y difuso, que provenía de un lugar junto a la puerta. Con una mano se tapó el otro oído, concentrándose mejor en aquel sonido extraño, y entonces lo captó en horrorizada comprensión: ¡la respiración de Emilio! Se oía como un instrumento viejo y desafinado, un sonido rasposo que le heló la sangre.
Con una fuerza desconocida en ella empujó la puerta, encontrándola abierta, pero un obstáculo no le permitía abrirla del todo. Después de inútiles esfuerzos, comprendió con espanto que se trataba del cuerpo de Emilio, cruzado justo en la entrada del cuarto. Entonces, agradecida una vez más por su menudez, sostuvo la puerta mientras se deslizaba de costado por la abertura, apretándose cuanto podía para pasar del otro lado.
Emilio yacía boca abajo como si lo hubieran crucificado. La cara, vuelta de lado, mostraba signos de sufrimiento y también cierta desesperada locura. Julieta pensó que habría querido gritar y, al no poder hacerlo, se le había quedado pegada la expresión de terror por lo que podría sobrevenir si nadie lo atendía.
Sin perder tiempo, se agachó junto a él para ver si sus ojos estaban mirando o se encontraban perdidos. El ruido de la respiración fatigosa era horrible, un fondo macabro que no permitía pensar en nada más. Julieta imaginó que Emilio estaría yaciendo allí desde hacía rato, escuchándose a sí mismo sin poder hacer nada, y sintió que un inexplicable amor por aquel muchacho hermoso y enfermizo la desbordaba. Deseó acunar la rubia cabeza en su regazo, pero la urgencia de la situación la obligó a actuar con frialdad. Buscó con la mirada por toda la habitación, tratando de localizar el remedio que se aplicaba Emilio en esos casos. Sobre la mesita de luz, de sobria madera oscura, sólo vio tres libros apilados, un reloj pulsera y un pañuelo. La cama estaba impecable con su edredón de satén azul y, junto a ella, una silla donde Cordelia y la tía Jose habían pasado las noches turnándose para velar el sueño de Emilio. Sus ojos escudriñaron cada rincón, pensando que tal vez los remedios estuvieran en el botiquín del cuarto de baño aunque, si había tenido un ataque la noche anterior, era más probable que estuviesen a mano.
Un roce en su pierna le hizo mirar hacia abajo. La mano de Emilio intentaba mostrarle algo y el esfuerzo acaloraba su rostro hasta hacerlo parecer apoplético. ¡El vaporizador! Se encontraba en el suelo, en una esquina del cuarto. El joven había querido tomarlo del sobre de la cómoda donde lo había dejado y en su torpeza lo arrojó al piso, sin fuerzas ya para recogerlo.
Julieta tomó el minúsculo aparatito, pensando que algo tan simple e insignificante representaba la diferencia entre la vida y la muerte. Sin voltear el cuerpo de Emilio, demasiado grande para ella, consiguió abrirle la boca e insuflar el contenido del vaporizador lo más hondo que pudo en su garganta. No sabía cuántas veces sería necesario, ni si su procedimiento era el correcto. A los pocos minutos, el semblante relajado de Emilio le demostró que al menos algo del medicamento había llegado a buen destino.
Entonces pudo satisfacer su deseo de acunar la cabeza de su joven amigo, con delicadeza, apoyándola en el hueco que formaba su vestido celeste con ramitos de flores estampados, meciéndola como si se tratase de un bebé.
No se dio cuenta, hasta que Emilio cerró los ojos, ya apaciguado, de que estaba canturreando en voz alta.
Habría
Nguillatún.
Mario Necul había triunfado en su propósito al influir sobre el hombre más anciano de la comunidad de Los Notros, Ñanquileo, para que convocase a la tradicional rogativa mapuche. En su carácter de
Nguenpin
o "dueño de la palabra", Ñanquileo dirigiría una ceremonia que, a diferencia de la anual relacionada con la siembra o la cosecha, tendría un motivo especial: devolver a los mapuche su identidad y el valor para luchar por lo que les pertenecía. Esto era lo que Mario Necul había obtenido por fin.
Newen pensaba asistir en calidad de miembro de la comunidad nativa, a pesar de sus orígenes distintos, pero además porque Medina quería estar al tanto de lo que sucediese en la convocatoria. No se le escapaba que ese
Nguillatún
extemporáneo obedecía a los designios revoltosos de Necul y, si bien no estaba por completo en desacuerdo, era su misión cuidar el orden en el interior del Parque.
El día fijado, en el lugar previsto, alejado de ojos intrusos, comenzó la ancestral ceremonia a la salida del sol. El cielo se había encapotado, sin embargo, y la desnudez del claro enmarcado por las montañas le confería una cualidad sobrenatural a la reunión.
Ñanquileo recordaba bien su papel y, después de convocar a los presentes con palabras firmes, su voz resonó clara en el grito inicial. Hombres y mujeres, tomados de la mano, comenzaron la primera de las danzas que se alternarían a lo largo de los dos o tres días que duraría el acontecimiento. Todo se desarrollaba en lomo al
rewe,
un tronco de coihue en esa ocasión, que constituía el sitio sagrado en el que se depositaba también el ajuar de la ceremonia: jarras de
pulque,
tabaco, tortas de maíz y otros elementos que pudiesen ofrendarse a Nguenechén, cuyo favor se solicitaba.
Newen escuchaba, más apartado, los
tayel
de las ancianas, un lamento letánico y repetitivo que horadaba el aire frío del amanecer. En su mente evocaba los cánticos de su abuela tehuelche, que le había heredado la conciencia de su identidad, un regalo precioso en los tiempos que corrían.
Al contemplar a Damiana que, encogida bajo el peso de los atuendos ceremoniales, golpeaba acompasadamente el
kultrun,
no pudo evitar un estremecimiento de dolor. La visión de la anciana quedaría unida para siempre en su recuerdo al de la hermosa muchacha que pasó fugaz por su vida. Se obligó a prestar atención al encuentro para mantenerse alerta e impasible.
El lamento de las
trutrukas
se alternaba con el sonido de los cascabeles con que se adornaban algunos de los bailarines y con los relinchos de los caballos, configurando un pandemónium de sonidos por momentos ensordecedor. La temperatura de la reunión aumentaba a medida que Nanquileo gritaba órdenes que de inmediato eran obedecidas por los participantes. Una algarabía recibió a los jinetes que galoparían en torno al
rewe
con sus banderitas de colores varios. Mario Necul había querido suprimir los colores celeste y blanco, en rebeldía hacia el Estado argentino, algo que Nanquileo no permitió. Fueron varias rondas, en las que se iban agregando más y más jinetes cada vez.
Al cabo de la galopada, las mujeres iniciaron su propia danza solitaria, el
purrún,
mientras que el viento, de pronto helado, sacudía sus faldas coloridas y sus ponchos, semejándolas extrañas aves exóticas.
La ceremonia se cumplía con pulcritud, como si jamás se hubiese interrumpido aquella tradición venida del país de los araucanos, tras la cordillera. Los miembros más antiguos de la comunidad tenían una prodigiosa memoria ancestral, algo que sin duda se perdería si no era transmitido a los más jóvenes. Había, sin embargo, un velo de tristeza en todos los rostros, una emoción que, cuando comenzó la danza de los varones, el
lonkomeo,
donde los bailarines semidesnudos se movían con la gracia esquiva del ñandú, estalló en vivas y gritos frenéticos.
Ñanquileo elevó sus plegarias en nombre de todos, pidiendo en la lengua
mapuzugun
la bendición del Padre Chao, Nguenechén, para que no faltara el agua ni el sol, para que las cosechas fueran buenas y, cumpliendo el motivo principal de ese
Nguillatún,
para que la comunidad de Los Notros no olvidara jamás que eran "gente de la tierra" y tenían un pasado glorioso que reconstruir.
Mario Necul sonreía exultante mientras se desensillaban los caballos que habían girado en el auka en torno al altar. No pudo evitar mirar de reojo a Newen, que se mantenía distante del centro de la reunión, aunque con semblante concentrado y aire solemne. Los dioses —pensaba Newen— escuchan a los hombres en cualquier idioma y si les cierran los oídos, como era su caso, daba lo mismo que él fuese mapuche o tehuelche.
La primera jornada terminó en medio del canto sagrado de las abuelas y el lamento de las
pillikas
y las
trutrukas.
Algunas mujeres lloraban y sus hijos, prendidos de las faldas, lloraban también al ver a sus madres. Había una emoción nueva en el aire, un atisbo de esperanza para todos que Mario Necul se apresuró a sostener, con un anuncio que transgredió con descaro el orden ritual:
—¡Un momento, hermanos!
El murmullo creciente sacó a Newen de sus pensamientos torturados.
—Estamos aquí por un motivo especial, algo que nuestro
lonko
Ñanquileo acepta y desea transmitirles.
Ñanquileo no estuvo muy contento con la interrupción que, en cierta forma, cortó de cuajo la solemnidad que acompañaba a la ceremonia. No obstante, su rostro tallado con profundos surcos no demostró nada.
—Este
Nguillatún
quiere pedir a nuestro Dios que no olvidemos el origen del pueblo mapuche de Los Notros ni tampoco la bravura de nuestros abuelos y los abuelos de ellos, cuando lucharon a punta de lanza con el
winka,
palmo a palmo para defender la tierra, la
mapu
que todavía hoy nos es negada.
Envalentonado por el silencio que acogía sus palabras y el que mantenía Ñanquileo, Mario prosiguió, con los ademanes de un orador avezado en su oficio:
—Ayer perdimos la guerra con el
winka,
que sólo nos dejó migajas de lo que nos pertenecía, pero hoy estamos a punto de perder de nuevo, pues esas migajas también nos serán robadas si no pedimos a Futachao que nos devuelva el valor y el conocimiento de lo que somos.
Los concurrentes a la ceremonia, apagados ya sus cantos y quietas sus plumas y cascabeles, parecían estampas de un pasado remoto mientras Necul desgranaba su discurso encendido.
—¡Tenemos que unirnos de una vez por todas, formar una asamblea de vecinos que nos represente para luchar por la tierra! Hermanos míos, hoy el robo es mayor, pues ya no contamos con nuestras lanzas. Y las leyes que nos protegen son letra muerta ante los intereses del
winka,
que cada vez ambiciona más.
—Mario —sonó la voz templada de Ñanquileo—, respeta la ceremonia.
—Pero tenemos que unirnos —insistió el hombre, a pesar del murmullo de reconvención que se elevó de los más viejos del grupo—. Hoy, que estamos todos juntos para pedir favores, tenemos que resolver si queremos luchar o desaparecer. Montañas, ríos y lagos son vendidos ante nuestros ojos y si no admitimos que somos un pueblo, perderemos el derecho a reclamar. Las leyes del blanco nos reconocen dueños de algunas tierras, pero cuando llega el dinero que se ofrece a manos llenas, las autoridades tuercen la cara y dejan morir la ley. ¡Miren lo que está ocurriendo con el lago Centinela! Un rico terrateniente extranjero compró la cuenca del lago y las tierras de más allá, construyó un dique, inundando el viejo cementerio indígena y ahora esa zona está vedada para nuestra gente. No podemos pasar por allí con nuestras ovejas. ¿Acaso el agua es de ellos? ¿Acaso la montaña es de ellos también? Hermanos, la montaña es la morada de los dioses. ¿Cómo van a cavar en ella como si le arrancaran el corazón? ¿No escuchan el grito de dolor de la tierra?
Hubo un movimiento nervioso entre los hombres. Todos sabían de qué hablaba Necul y era un tema peligroso. Semanas atrás, las autoridades habían otorgado permisos a una compañía extranjera para realizar exploraciones en la zona buscando minerales. Todos habían visto pasar a esos hombres en camionetas, pertrechados con extraños instrumentos, tomando medidas, dibujando en planillas y comentando ruidosamente sus resultados. Nadie les había explicado qué sucedía, pero la desconfianza era la regla cuando del hombre de la ciudad se trataba. Los rumores corrieron enseguida y se supo que la Mountain Gold era una gran empresa buscadora de oro. El oro, les habían dicho, convertiría a la región en una zona rica, todos tendrían trabajo, pues se necesitaba mucha mano de obra y el dinero circularía con generosidad. Al principio, la noticia encendió esperanzas entre los pobladores, pero a medida que las prácticas avanzaban, otro rumor comenzó a correr también: la extracción de oro requería el uso de cianuro que iría a parar a las aguas del lago. Las truchas morirían y, con el tiempo, todos, pues del lago se alimentaban sus animales y ellos mismos.