—Ven, amigo mío —lo alentó, tirando de Newen hacia la plataforma erigida en la planicie—, vamos a echar un vistazo a nuestros pichones.
Antes de irse junto con Luis, Newen dirigió una mirada intencionada al
Tayta,
que inclinó la cabeza en señal de reconocimiento.
Cordelia fue ignorada.
* * *
Avanzado el mediodía, todo estaba dispuesto para el gran lanzamiento. Un par de chicos más grandes que el resto se habían encargado de la yegua de Cordelia, para evitar que interfiriese en el momento crucial de la liberación. Nada debía perturbar el instante sagrado en que el sueño de mantener vivo al cóndor a lo ancho de la Patagonia estaba por cumplirse.
El
Tayta Ullpu
se había vestido acorde a la trascendencia de la situación, con ropas ceremoniales que lo acreditaban como uno de los "mayores", dueños del conocimiento místico. A él le tocaba enlazar de nuevo a los cóndores con el Espíritu Cóndor, anudar los lazos cortados por el hombre, armonizar la zona para que de nuevo se restaurara la energía cósmica en un círculo eterno que unía el aire, la tierra y el mar.
Mientras se colocaba su poncho de múltiples colores como un arco iris y su gorrito
kolla
tejido, explicó a Cordelia que en el pasado el cóndor estaba unido a la ballena en ese misterioso vínculo que une lo sagrado en el aire con lo sagrado en el mar. Ese vinculo debía ser restituido y por eso se necesitaba de su intervención, para invocar la armonía de la naturaleza a favor de sus criaturas.
—Yo soy
"Tayta"
—había dicho— porque, en cierta forma, soy como un padre para todos, pero no de sangre sino de conocimiento. Y
"Ullpu"
porque debo ser humilde, como el cogollo tierno de las plantas que se elevan hacia el sol. Ahora vas a ver cómo las fuerzas conjuntas de las plantas, las estrellas, y los animales se combinan para hacer de este lugar un buen sitio para el
kunturi.
Hay que recuperar lo olvidado, niña. Hay que atesorar aquí —y se golpeó el pecho con elocuencia— el significado de la vida.
Cordelia estaba muy impresionada, tanto por la palabra serena del
Tayta Ullpu
como por la manera respetuosa en que los niños, tan pequeños, aguardaban pacientes el momento sagrado. A cada uno se le había entregado una pluma y ellos la sujetaban contra el viento con firmeza.
El biólogo Yañez iba y venía, entusiasta, preparando los últimos detalles y dejando caer retazos de información al alcance de la joven.
—El trabajo previo no se ve aquí —decía—, pero estos pichones han sido criados en cautiverio desde el huevo mismo. ¿No te mostró nunca Cayuki cómo?
Cordelia tuvo que admitir con disgusto que Newen jamás confiaba sus cosas a nadie y menos a ella. Lo odió en ese momento por reservarse algo tan extraordinario como el papel que tenía en la crianza de los cóndores, por excluirla de las cosas importantes de su vida.
—Ya lo verás algún día. Es impresionante lo que hemos logrado. Fíjate que estos jóvenes cóndores han crecido sin saber que estaban enjaulados. Tenemos lugares especiales donde, después de romper el huevo, son llevados para que crezcan como si fuesen salvajes. ¡No nos ven ni el pelo! —exclamó riendo—. Hacemos fabricar unos títeres de látex que representan a los padres y con ellos los alimentamos.
Cordelia recordó el episodio del títere equivocado y se enterneció. Tuvo que esforzarse por contener lágrimas inoportunas.
—¿Ves estas plumas que llevan los niños? —proseguía Yañez—. Son sacadas de sus verdaderos padres, después de quitarles el huevo que puso la hembra para incubarlo. Así, sus padres cóndores estarán presentes durante su liberación y los acompañarán en este camino difícil.
Cordelia contempló a los niños que aferraban sus plumas y deseó, con ansia infantil, tener una entre sus dedos. Fue entonces cuando una mano firme la empujó hacia adelante, encarándola con Newen.
—Dale una pluma de
kunturi
a la muchacha. Una mujer blanca que ayude a los pichones a sobrevivir es gran cosa.
La voz templada del
Tayta
sacudió a Newen, que no se atrevió a protestar. Tomó de una caja una de las plumas reservadas para el gran momento y la colocó entre las dos manos de Cordelia, que temblaban un poco.
—Ésta es de la madre de Temaiken —dijo con sencillez.
Y apretó un instante la mano de la joven sobre la pluma, un gesto que podía significar tanto "me importas" como "no la sueltes".
Cordelia sintió que sus dedos transpiraban por el nerviosismo de la responsabilidad que le tocaba, al sostener la pluma del cóndor que había dado vida a uno de los ejemplares que sería liberado ese día.
El cielo se puso borrascoso de repente, como señal de que algo grande se avecinaba, y la ceremonia cobró una intensidad escalofriante.
El
Tayta Ullpu,
acompañado de su par mapuche, se irguió elevando los brazos hacia el infinito, con la cara vuelta hacia arriba, invocando las energías cósmicas. Cordelia no podía escuchar lo que murmuraba, pues el viento zumbaba en sus oídos y las ráfagas eran tan fuertes que le hacían perder el equilibrio. Nadie hablaba. Los niños sostenían sus plumas en alto, muy serios y concentrados, mientras el biólogo, que había desaparecido por un buen rato, se presentó excitado ante ellos con la noticia:
—¡Están saliendo!
Fue todo lo que se dijo durante aquella extraña ceremonia. Fuera de las palabras masculladas de los "mayores", el viento era el único sonido. Y los presentes componían un retablo fantástico que parecía esperar el momento indicado para moverse.
Al cabo de unos minutos, el primer cóndor joven se aventuró a salir de la plataforma enjaulada. Cordelia lo observó con el rabillo del ojo, temiendo moverse y arruinar la concentración, o perder su pluma. Era un ave enorme, considerando que se trataba apenas de un pichón. Su plumaje ocre lo hacía bien diferente del cóndor que ella había visto en las cercanías de la cabaña de Newen, o de las láminas que había conseguido en casa del abuelo. El viento movía los extremos de sus plumas, pero el ave parecía conforme con lo que veía a su alrededor, y esa confianza sin duda se transmitió a sus hermanos, ya que detrás de él aparecieron otros tres ejemplares, todos de igual tamaño.
La cautela con que avanzaron al principio dio paso a una audacia temeraria, cuando el que primero había salido brincó de repente hacia el borde de la meseta, donde el mar se avizoraba como una cinta azul. Cordelia ahogó un grito. Las fuerzas cósmicas estaban de parte del ave, sin duda, porque en un alarde extraordinario el cóndor extendió sus alas y se lanzó a la inmensidad, en vuelo rasante sobre el mar. Los demás lo siguieron y en medio de ese espectáculo imponente, los niños, que hasta entonces habían permanecido expectantes, sacudieron sus plumas riendo y gritando, arrojándolas al aire para que ese vuelo bautismal de los pichones llevara consigo la protección de sus padres. Cordelia también se dejó llevar por la emoción. Sacudió su pluma y la arrojó al aire, no sin antes gritar:
—¿Cuál es Temaiken? ¿Cuál es?
En medio de la algarabía, la voz profunda de Newen dijo cerca de su oído:
—El que salió primero.
Cordelia no supo por qué esa noticia la alegró tanto. Volvió el rostro hacia Cayuki, que permanecía a su lado, y susurró:
—Lo sospechaba.
Después, la ceremonia se trocó en fiesta. Todos se abrazaban y reían, mientras los cóndores giraban sobre sus cabezas, ajenos al revuelo provocado.
Luis Yañez sacó una botella de vino de su mochila y la acercó, acompañada de varios vasitos de plástico.
—Brindemos —anunció, y de pronto se mostró confuso—. Creo que falta un vaso. No contaba con la presencia de la dama esta tarde —agregó sonriendo—, pero me alegro.
De nuevo el
Tayta
resolvió la cuestión.
—Ellos beberán del mismo vaso —dijo, sin consultar a nadie.
Si el buen hombre hubiese podido ver la expresión asesina de Newen, tal vez se habría acobardado, pero como le volvió la espalda, nada sucedió.
Cordelia, algo cohibida, dejó que Luis llenara su vasito y luego sorbió a pequeños tragos el vino dulce del valle del Río Negro. Sentía que el licor se le subía a la cabeza, o tal vez fuese la emoción contenida, o la visión de Newen a su lado, como un centinela, el caso fue que extendió el vaso vacilante, justo a tiempo de que Newen lo capturara en el aire.
—Estás borracha.
Fue una afirmación, como siempre, teñida de disgusto. El brazo firme de Newen la sostuvo hasta acercarla a una roca en la que Cordelia se dejó caer, exhausta. Allí, aspiró el frío con la boca abierta hasta serenarse.
—No... estoy... borracha. Es que no comí nada desde la mañana temprano.
Newen masculló un juramento y se dirigió hacia donde Luis repartía golosinas entre los niños. Volvió con un chocolate y un puñado de caramelos.
—Aquí tienes. Empieza por el chocolate.
—Gracias.
Cordelia mordisqueaba la golosina mientras contemplaba el espectáculo danzante de los cóndores y el bullicio de los niños. Pensó que Newen le debía algunas explicaciones.
—¿Quiénes son estos niños? —inquirió.
—De la escuelita. Vienen cada vez que hay una liberación. Así, la gente del lugar se compenetra de la misión de salvamento y protege a los cóndores. De nada valdría liberarlos si corren peligro de que los bajen de un chumbazo después.
—Parecen felices.
Newen detectó cierto anhelo en la voz de la muchacha.
—Supongo —fue todo lo que dijo.
El silencio se prolongó entre ellos, aunque no de manera incómoda, sino con la placidez del momento compartido. Cordelia saboreaba el chocolate y Cayuki bebía del vaso donde la muchacha había dejado la huella de sus labios.
Al cabo de un rato, cuando el frío comenzó a apretar, Luis Yañez se encargó de reunir a los niños para que esperaran a sus padres cerca del camino. Uno de ellos, una niñita de grueso cabello negro y ojitos risueños, se acercó con timidez a Cordelia, para depositar en su regazo una galleta a medio comer. Había visto cómo el hombre alto llevaba golosinas a la bonita señorita rubia y ella también quería agasajarla. Después de todo, era una de las salvadoras del
kunturi.
Newen hizo el gesto de tomar el trozo de galleta, pero Cordelia se apresuró a metérselo en la boca, paladeándolo con gran mímica.
—Mmm... —ronroneó—. Delicioso, gracias. ¿Cómo te llamas?
—
Suni
—contestó la niña en un susurro.
—Significa "mañana" —aclaró Newen, siempre de pie junto a la roca.
Cordelia entendió que la niña había hablado en la lengua tehuelche, la que nadie hablaba ya, prácticamente extinguida. Se preguntó si esa niña sería de la misma sangre que el guardaparque y esta vez obtuvo la respuesta de Newen de forma espontánea.
—Pertenece a la reserva. Son sólo diez familias, pero algunos recuerdan —fue todo lo que dijo.
La pequeña dedicó a Newen una sonrisa desdentada y otra más reverente a la "señorita" rubia que seguía sentada en su trono de piedra. Luego partió corriendo tras los últimos compañeritos, con sus zapatillas polvorientas y la pollerita rosa oscuro rebotando en sus piernas.
Cordelia miró la figurita que desaparecía y sintió una congoja desconocida oprimiéndole el pecho. Por un momento, los ojos oblicuos de esa niñita le habían recordado los de Newen y pensó que, si él tuviera una hija, tendría esos mismos ojos risueños, ese cabello pesado y esas mejillas morenas relucientes como manzanas.
Una hija.
El recuerdo de las figuras de madera que él tallaba vino a su mente de improviso. Esas mujeres, tan hermosas y lejanas, ¿qué significarían en su vida? Ese secreto nunca había sido develado y ella estaba tan cansada, tan cansada...
—¡Cordelia!
El grito de Newen evitó que cayese de bruces, pues la sobresaltó tanto que dio un respingo. ¡Se estaba desmayando! A pesar del chocolate, se sentía desvanecer. Afirmándose a la roca, Cordelia trató de incorporarse, pero el guardaparque la retuvo.
—Espera. Voy a llevarte. Creo que estás enferma.
Newen la tomó en brazos como hacía tiempo aquella vez, en la cabaña del bosque, cuando ella era la más grande amenaza que los dioses habían arrojado sobre él, y a grandes pasos se dirigió hacia donde el
Tayta Ullpu
comentaba los detalles de esa liberación con
Llanquir.
—Cordelia no se siente bien —atajó antes de que el
Tayta
hablara—. Voy a llevarla a su casa.
En ese momento, algo extraño confundió su mente. El sueño... Había soñado con el
Tayta
y ese sueño lo había conducido hacia la ciudad, desviándolo de la ruta inicial. Allá había podido sincerarse nada menos que con el abuelo de Cordelia. Y ahora el
Tayta
lo observaba con esos ojos profundamente vivos que parecían decirle: "¿has visto?"
La misma Cordelia lo observaba con aire soñador, igual que aquella noche, cuando se durmió frente al fuego. Una calidez súbita invadió su pecho y tuvo que respirar hondo para no quemarse con ese sentimiento.
El viaje, el sueño, la cabaña, el
Tayta,
los cóndores, Cordelia esperándolo... ¿Qué hacía ella ahí? ¿Cómo había sabido?
La verdad de aquel misterio se reveló a su mente con vertiginosa rapidez. Había sido guiada, igual que él. Otra explicación no cabía. Newen encaró al
Tayta:
—¿Cómo vino ella?
—A caballo, pues.
—Ya lo sé —resopló exasperado Newen—. Pero ¿cómo supo venir?
La sonrisa del
Tayta
resquebrajó su cara morena.
—Enfilaba justito para acá cuando la encontré. Parecía como si la sombra del
kunturi
estuviera sobre ella.
Newen prefirió no indagar más. Cuando el
Tayta
se ponía misterioso, era imposible sonsacarle nada.
—Muchacho —dijo entonces el
Tayta
—, lleva a esta mujer a su casa ahora, pero regresa, porque viniste por algo que todavía no llegó.
La mirada de Newen se posó con intensidad en la del
Tayta,
bebiendo de su mansedumbre. Si uno de los "mayores" hablaba, había que escucharlo. Llevaría a Cordelia con su familia, que la aguardaba ansiosa, y volvería sobre sus pasos.
Cuanto antes, mejor.
* * *
Anochecía cuando Newen abandonó la calidez de la casita y se dirigió hacia la playa. Era la primera vez que veía el mar tan cerca. Pensó que lo merecía, pues sus ancestros habían vivido allí mismo, entre las sierras y la costa, y él no podía morir sin conocer aquella anchura. Con razón se decía que el mar se lleva adentro. Sabía que, aunque jamás regresara a aquel lugar, sus ojos y su mente seguirían llenos de ese olor y ese rumor. En ese momento en que su corazón rugía, haciendo palpitar todo su cuerpo, y su mente era un torbellino de ideas y temores, el mar le producía el efecto de un bálsamo.