No dejó que los recuerdos lo ablandaran. Había mucho por hacer.
Se levantó y con una seña indicó a Newen que lo siguiera.
—Venga, entonces. Tenemos que ponernos en marcha ya.
Los primeros días en la casita de la playa transcurrieron en armonía. Los tres habitantes se amoldaron a una rutina doméstica sencilla, en la que cada uno tenía un papel que cumplir, y por las tardes se reunían en el porche batido por los vientos marinos para tomar una merienda reparadora. La tía José canturreaba en lugar de escabullirse por los rincones como solía hacer en la mansión y Emilio, que había puesto en orden sus aparejos de pesca, salía cada mañana al muelle, sorprendiendo a las mujeres a su regreso con alguna corvina o un cazón, para gran disgusto de Cordelia, que odiaba limpiar el pescado. Pero hasta las pequeñas rencillas eran vividas con alegría.
El único malestar de Cordelia consistía en saber que, no muy lejos de allí, se desarrollaba una actividad tan querida para el guardaparque, de la que ella nada sabía. Tal vez, si estuviera más interiorizada de aquello que él amaba podría penetrar en el corazón de ese hombre áspero que, sin embargo, había sabido tratarla con dulzura en algunas oportunidades. La inquietud por resolver ese enigma aguijoneó el espíritu de Cordelia hasta empujarla nuevamente a una empresa arriesgada.
Una noche, mientras degustaban el arroz con leche con salsa de caramelo de la tía José, Cordelia aventuró una idea:
—Del otro lado de la ruta hay un puesto de alquiler de caballos. Me gustaría ir.
La tía Jose se mostró, como siempre, temerosa.
—Querida, hace mucho que no montas, desde los tiempos de la escuela. ¿Te parece prudente?
—No creo que sean caballos bravos, tía. A decir verdad, todos los que he visto son viejitos. "Mansos como agua de pozo", diría el abuelo.
La mención del gran ausente provocó una mirada de reconvención por parte de Emilio.
La tía se apresuró a llenar el silencio.
—Entonces, no veo que haya problema, siempre y cuando tu hermano te acompañe.
—Creí que la consigna de este viaje era que cada uno disfrutara con lo suyo —refunfuñó Emilio.
—Vamos, hijo, sólo te pido que la lleves y veas dónde se mete. Cordelia no ha sido muy prudente en los últimos tiempos.
—Me enoja que desconfíen de mí. Sólo quiero divertirme un poco. Si Emilio me acompaña hasta donde está el puestero, podrá comprobar que los caballos no son de temer. Y entonces podrá irse tranquilo a pescar, como siempre. Las cabalgatas no duran más de una hora.
Emilio masculló otra protesta pero, en vista de que su jornada no iba a arruinarse por completo, no insistió.
Cordelia escondió su sonrisa en la compotera del postre.
* * *
Los caballos aguardaban, pateando la tierra y espantándose las moscas, junto al palenque improvisado con un tronco de árbol caído. No fue difícil elegir uno "confiable" a juicio de Emilio: todos parecían salidos del tiempo de las carretas. El puestero, un hombre de campo gordinflón y con gran mostacho, se mostró encantado de acompañar a Cordelia durante la cabalgata, según instrucciones del propio Emilio. "Un problema más", pensó Cordelia, pero ya vería cómo sacar algún provecho.
En efecto, cuando comenzaron a trotar con paso cansino tierra adentro, donde el arenal se transformaba de a poco en tierra pedregosa, la muchacha preguntó como al pasar:
—Dígame, señor, ¿conoce usted las sierras de Pailemán?
El hombre se enorgulleció de poder satisfacer la curiosidad de aquella hermosa joven.
—Pues sí. Son muy conocidas por acá a causa de los cóndores, señorita. Quedan a diez o doce kilómetros por la ruta. Dicen que dentro de poco vamos a ver volar uno de esos pajarracos sobre el mar. ¿Puede creerlo? En mi vida he visto ninguno.
—¡Qué curioso! Debe ser lindo echarle un vistazo. ¿Por dónde se encuentran?
El puestero señaló vagamente hacia el oeste.
—Yendo derechito por ahí se empiezan a ver las sierras. El lugar está medio escondido para que la gente no estorbe, pero entre las sierras está.
—¿Puedo pedirle un favor?
—Lo que ordene, señorita.
—Creo que mi hermano olvidó darme la billetera. No tengo con qué pagarle. Seguro que está todavía en el puesto, mirándonos. ¿Podría usted cabalgar hasta ahí y traérmela? Se lo pido porque no soy muy buena jinete y sé que usted iría y volvería en un santiamén. Lo espero aquí mismo, paradita.
El hombre se atusó el bigote, desconfiado. La petición no era tan extraña y además, si el mozo se iba con la billetera, tendría que esperar bastante para que le pagaran la hora de alquiler, pero había algo... que no le conformaba del todo. La muchachita se veía nerviosa, distraída, y muy apurada por salir a trotar. Claro que todos los turistas eran iguales. Se creían grandes jinetes y después pasaban apurones que los ponían en ridículo. En fin, estaban a unos pasos del palenque, no le costaría nada.
Espoleó al animal y rumbeó de nuevo hacia la costa, justo a tiempo de ver cómo Cordelia hacía lo mismo pero en sentido contrario y a tal velocidad que los cascos traseros de su yegua arrancaron terrones de tierra arenosa en todas direcciones.
—¡Pero... qué! —gritó el paisano, mientras con incredulidad contemplaba cómo la muchachita se perdía en el horizonte—. Qué mal jinete ni ocho cuartos —gruñó furioso.
* * *
La meseta de Somuncurá se presentó ante sus ojos. La planicie era absoluta y los escasos pastos que había se veían duros y pelados por el viento constante. Unos pocos árboles, salpicados aquí y allá, elevaban con cautela sus ramas sarmentosas como garras clamando por agua para sobrevivir. Los cascos cansados de la yegua levantaban una polvareda gris que volvía irreal el panorama. Era desolador. Nada había adelante, nada quedaba atrás. Cordelia sintió la intranquilidad en la boca del estómago. La única presencia parecía ser el viento, que barría impiadoso cualquier vestigio de vida posible.
El sol, pese a ser mañanero, ya cortaba la piel por la falta de follaje que atemperara sus rayos. Cordelia buscó con la mirada algo, un sendero o un cartel olvidado que indicase hacia dónde, en medio de aquel páramo, debía dirigirse para encontrar Pailemán.
Lo inesperado vino de nuevo en su ayuda. Un graznido seco como el desierto rocoso que la rodeaba sonó por encima de su cabeza: el cóndor. No podía suponer que era el mismo que había divisado el primer día de su llegada a Las Cuevas, aunque le gustaba pensar que sí, que era su espíritu guía. Se sintió protegida y avanzó confiada hacia donde el ave surcaba el cielo sin dudar. Al cabo de media hora de trote cansino, el paisaje monótono se tornó más acogedor, con ondulaciones suaves que escondían manchones de verde. La yegua se detuvo a ramonear en esos brotes tiernos y, pese a los esfuerzos de Cordelia por animarla a seguir, no consiguió nada de aquel animal exhausto. En el momento en que la desesperanza le hizo desear no haber sido tan audaz, un hombre bajo, de aspecto fornido, salió de la nada y se encaminó hacia ella.
—Señorita —dijo, una vez que estuvo lo bastante cerca como para ser oído a pesar del aullido del viento.
—Buenos días —contestó Cordelia, con aquella cordialidad que exasperaba a Newen, por considerarla ridícula en el mundo agreste en que él se movía—. Estoy buscando las sierras de Pailemán. ¿Sabría decirme dónde están? Creo que estoy algo perdida.
La cara ancha y rotunda del hombre se torció en una sonrisa que la llenó de arrugas.
—Está en ellas, señorita. Es esto —y en el ademán ampuloso abarcó toda la extensión que los rodeaba.
Cordelia miró dudosa hacia todas direcciones.
—Me temo que estoy equivocada, entonces, señor. Busco la plataforma de liberación de cóndores, y no veo nada de eso por aquí.
El hombre prorrumpió en una carcajada.
— ¡Es que no se ve! Ésa es la intención.
Cordelia no le veía la gracia, pero le convenía ser amable con el único ser humano que parecía habitar esa inmensidad.
—Ah, ¿sí? ¿Y podría indicarme usted hacia dónde ir? Mi yegua está cansada, así que voy a seguir a pie.
El extraño asintió, aceptando la teoría de la muchacha. Ya sabía él que ella vendría. Los espíritus se lo habían dicho. Había sido noches atrás, durante un trance, y recién comprendió cabalmente la razón cuando supo que Cayuki había pasado por su casa del valle. Ayudaría en lo que pudiera.
—Venga usted conmigo, yo la guiaré. Sólo le pido que no haga ruido. Estamos preparando el ambiente para echar a volar a cuatro
kunturi
de una vez, y están todavía en sus jaulones.
Cordelia tomó las riendas de la yegua y tiró de ella, siguiendo el paso de su guía, que parecía no sorprenderse demasiado de encontrar a una mujer sola en aquellos parajes, preguntando por un centro de liberación de cóndores que se suponía bastante oculto como para no correr peligro.
Sobre una explanada en leve pendiente hacia el mar se alzaba una construcción simple, de chapas y alambrado, alrededor de la cual un grupo de gente daba una nota colorida. Cordelia observó que muchos de los presentes eran niños, y sus caritas oscuras revelaban la sangre nativa. La construcción se veía como una gran pajarera, orientada hacia el este y camuflada en sus laterales con arbustos espinosos de la zona que impedían ver lo que ocurría adentro. Asimismo, las personas que la rodeaban se cuidaban de no dejarse ver tampoco. Silenciosos y solemnes, mantenían respetuosa distancia y se mostraban atentos, expectantes.
El hombre que acompañaba a Cordelia hizo un gesto con la mano para impedir que la yegua avanzase más. Los separaban treinta metros del lugar donde, en apariencia, se desarrollaría la acción. Aun desde esa distancia, Cordelia captaba la energía latente, una atmósfera de anticipación que hizo latir su corazón con más fuerza.
Su acompañante se adelantó, dejándola en lo alto del terreno, y avanzó a grandes zancadas hasta donde se encontraban los pocos adultos del grupo. Desde allí, Cordelia pudo ver que las caras se volvían hacia donde ella estaba, después de que el enigmático personaje que la había conducido la señalara con grandes aspavientos de sus brazos.
Supuso que la llamaban y, obedeciendo a un instinto, dejó a la yegua pastando en la escasa vegetación y siguió bajando la cuesta.
En el reducido conciliábulo se hallaba un hombre de la misma edad incierta de su acompañante, vestido con un poncho de lana blanco y negro, cuyos dibujos resultaron familiares a Cordelia, y tocado el cabello gris con una vincha que ostentaba la misma guarda bicolor. Reconoció la típica vestimenta mapuche, realzada por un pectoral reluciente que tenía grabada la imagen de un cóndor, sencilla como dibujada por un niño. Junto a ese hombre, otro mucho más alto y de aspecto enteramente distinto, le sonreía con franqueza. A Cordelia le cayó simpático enseguida. El hombre alto extendió su mano y se presentó:
—Soy Alvaro Luis Yañez, señorita, mucho gusto. Bienvenida.
Cordelia dejó que su mano desapareciera bajo el apretón y murmuró unas disculpas.
—No quiero entrometerme, señor Yañez, pero...
—Llámeme Luis, señorita. ¿Y usted?
—Mi nombre es Cordelia.
—Bien, Cordelia, te advierto que voy a tutearte. Has llegado en el momento indicado. Según nos cuenta el
Tayta,
el cóndor te guió hasta aquí para ver la liberación de sus hermanos. Eso es buena señal. En unos momentos, el esfuerzo de varios meses se verá recompensado, si nuestros pichones se atreven a levantar vuelo como les ordena el espíritu guía.
Cordelia se sintió algo abrumada, porque aquella gente no le pedía explicaciones de su presencia en aquel paraje solitario, y más bien parecían contentos de verla, como si ella pudiese colaborar en algo.
—Este señor que me acompaña es
Nilo Llanquir,
un hermano mapuche. Y bueno, ya conociste al
Tayta Ullpu,
uno de los "mayores".
—¿Los mayores?
Luis rió entre dientes, satisfecho de poder sorprenderla.
—Así les llaman a los más sabios, los que instruyen en el conocimiento sagrado. Son necesarios aquí, porque el espíritu del cóndor hacía mucho que no habitaba este lugar. Más de ciento cincuenta años. Los pichones necesitan fortalecerse para sobrevivir y los mayores invocan al espíritu que une al cóndor con la naturaleza y el cosmos, para que los proteja. Esto era así siempre, hasta que el lazo se rompió. Por culpa del hombre blanco, como podrás imaginar.
—Pero yo he visto un cóndor en Los Notros.
Luis Yañez pareció reflexionar. Su cabello rubio y fino se alborotaba con el viento helado que barría la meseta y el cuello se le había puesto rojo bajo la campera, pero él no se inmutaba. Lo que lo desvelaba lo mantenía en un estado de perpetuo entusiasmo.
—¿En Los Notros?... Ah, sí, cerca de lo de Newen Cayuki. ¿Lo conoces?
Escuchar el nombre del guardaparque pronunciado así, con tanta certeza, provocó en Cordelia un cosquilleo, pero el hombre al que llamaban "el
Tayta"
la salvó de responder.
—¡Claro que lo conoce! Si por él es que ha venido hasta aquí. ¿No es así, niña?
La joven sintió que se ruborizaba. ¿Hasta dónde habría llegado su historia accidentada en el pueblo de Los Notros? Balbuceó algo que nadie oyó pues, en ese instante, Luis Yañez agitó los brazos en dirección al norte, exclamando eufórico:
—¡Pero si es el mismo que viste y calza! ¡Eh, Newen, qué sorpresa, hombre!
Un trueno en pleno sol no habría causado mayor sobresalto a la pobre Cordelia, quien todavía no se reponía de la sorpresa de encontrar a los amigos del guardaparque en aquella zona. Giró la cabeza con rapidez, justo a tiempo de ver la silueta inconfundible de su indio, todo aplomo, que avanzaba hacia ellos a paso firme. La expresión que se dibujó en el rostro adusto de Cayuki al distinguir la figura de Cordelia vestida de amazona junto al integrante de la Fundación Bioandina y a los "mayores" era digna de verse.
Incredulidad... O tal vez... ¿un asomo de alegría?
Luis Yañez se apresuró a tenderle los brazos, camuflando así gran parte de su sorpresa inicial, pero Cordelia atisbó su gesto desconfiado dirigido sólo a ella.
—Hombre, no te esperaba esta vez. ¿Qué te decidió a venir?
Si el biólogo hubiese mirado tan sólo de reojo la expresión beatífica del
Tayta Ullpu,
esa duda habría quedado develada de inmediato. La muchacha rubia era la causa, cómo no. Pero estaba tan entusiasmado con la llegada imprevista del guardaparque que, al igual que con el viento rajante de la meseta, hizo caso omiso.