—Alcemos cruces, hermanos, contra la mina de la compañía, para que vean que no somos pobres indios ignorantes que nos vendemos por unas monedas. Lo que está en juego es nuestra vida. ¿Acaso no pedimos hoy por ella a Futachao? ¿Nos va a escuchar si nosotros mismos no sabemos lo que queremos? ¡Alcemos cruces de muerte frente al invasor
winka,
que una vez más nos quiere eliminar de la tierra!
A esta altura, el discurso de Mario Necul había adquirido el fervor fanático de una campaña política y las posiciones de los concurrentes a la ceremonia eran encontradas: unos defendían la propuesta mientras que otros, impregnados de un fatalismo aprendido a través de las generaciones, se mantenían impávidos. Ñanquileo estaba disgustado por el cariz que había tomado la reunión y porque Mario Necul había invadido su protagonismo como "dueño de la palabra". Se había dejado engañar por un joven impetuoso y se sentía frustrado.
Newen observaba tenso la situación. Los reclamos de Necul eran verdaderos y Medina los conocía. La administración de Parques también exigía de las autoridades mayor control de las concesiones y de las ventas de tierras, pero había que proceder con cautela para evitar represalias de quienes estaban deseando la oportunidad de achacar al indio todos los males de la región. Necul era imprudente al azuzar a la gente de ese modo. Había otros caminos para reclamar y él lo sabía.
—Votemos —dijo en voz altisonante— cuando este
camaruco
termine. Ñanquileo puede convocar a la asamblea si lo desea, pero dejemos que la ceremonia prosiga.
Las palabras del puelche encendieron chispas de ira en Mario Necul. Se dirigió al guardaparque con la mirada extraviada, como si viese en él la encarnación de algún demonio.
—¡Miren quién habla! —exclamó, despreciativo—. ¡La voz de la autoridad! El hombre que reniega de su sangre para unirse al ejército
winka.
¿Cuánto te han pagado para hacer tu oferta, Cayuki?
El insulto caló hondo en Newen, pues en ningún momento de su vida se avergonzó de su sangre india. Mantuvo el control de sus reacciones, sin embargo, para no verse arrastrado en el torrente de resentimiento del joven.
—Me pagan mi sueldo por el trabajo que hago, ni un peso más. Y vengo a esta ceremonia porque soy parte de la comunidad.
—¡Mentira! Vienes aquí como espía y también como forastero, pues no tienes ni gota de sangre mapuche, tú mismo lo dijiste más de una vez. Eres de otra comunidad, una que ya no pisa la tierra como antes.
—Todos somos hijos de la tierra —aseveró Newen, todavía conteniéndose.
—No todos. Algunos son dueños de ella. Y los que les sirven son esclavos, indignos de participar en un
Nguillatún.
Ñanquileo se irguió frente a Necul y elevó una mano frente a él.
—Hablas con odio y Cayuki no merece eso.
Por toda respuesta, Necul escupió en el suelo, cerca de los pies del guardaparque.
—Merece eso y más, porque no sólo trabaja para el blanco sino que también se revuelca con la mujer blanca, renegando de su piel y de su sangre. Por algo es de la estirpe de los
Kirke,
los que mudan de piel varias veces.
Newen ni siquiera escuchó el rumor de espanto que siguió a esas palabras. Sólo el rugido ensordecedor de su propia furia batiendo en sus oídos y el hervor de la sangre palpitando en sus sienes. La mención de Cordelia, aunque fuese de soslayo, en boca de aquel rufián y el insulto a su linaje, del que tanto se enorgullecía, lo privaron del escaso control que le quedaba. Con un salto digno de un puma, se arrojó sobre Mario Necul, tumbándolo en el suelo sagrado del
Nguillatún.
Su cuerpo, más poderoso que el del otro, lo aplastó sin conmiseración al tiempo que sus puños encontraban mil lugares donde estrellarse. Los caballos, asustados, empezaron a tironear de las riendas sujetas al palenque, los niños gritaban y las mujeres corrían a recogerlos, temerosas tal vez de que aquella trifulca terminase con un disparo o una cuchillada. Los hombres se veían impresionados por la furia desatada del guardaparque, al que pocas veces tenían ocasión de tratar y siempre habían considerado inmutable.
En medio de la brutal paliza, la voz de Ñanquileo se alzó con disgusto:
—Están deshonrando el
NguiHatún.
Esas sencillas palabras devolvieron la cordura a Newen.
Si había un culpable era él, que representaba la autoridad en el Parque y que una y otra vez se dejaba dominar por el Walichu. Aturdido, se levantó y ayudó a levantar a Mario, que se sentía como si una aplanadora le hubiese pasado por encima. No hubo palabras de disculpa de ninguno de los dos, pero la mano firme de Newen sostuvo al muchacho hasta que éste recobró el equilibrio y recordó dónde estaba. Luego, el guardaparque se dirigió al
lonko
Ñanquileo.
—Soy indigno de esta ceremonia y me retiro. Quiero que se sepa que comparto los temores de mis hermanos y estoy con ellos en sus reclamos. Sin embargo, quisiera que fuesen de otro modo, que la ley que nos protege nos ampare también en la protesta. La arenga de Mario no traerá sino dolor al pueblo mapuche. Que se haga la asamblea, pero que la autoridad de algún antiguo la presida. Lo someto a tu consideración.
Ñanquileo asintió en silencio.
Newen se sacudió el polvo y se encaminó hacia el este, donde se encontraba el cerro que lo albergaba y del que no debería haber bajado nunca.
Atrás quedaba el grupo de hermanos mapuche mirándolo partir, con la extraña sensación de que aquel hombre había conservado en los huesos todo el vigor y el coraje de la antigua estirpe, cuando la tierra temblaba bajo el paso de los malones y el aire se congelaba en el alarido de las huestes pampa.
—¿Vacaciones? Nunca habías pedido vacaciones.
—Por eso. Creo que ya es tiempo. No serán muchos días.
El comisario de Parques miraba a Newen como tratando de descifrar un enigma.
El guardaparque se había presentado ante él esa mañana, muy temprano, con su ropa de viaje y su bolso, solicitando una corta licencia. El asunto era tan insólito que Lemos había dejado de teclear en la máquina para no perderse detalle de la conversación. Y ahí estaba ante ellos Newen Cayuki en toda su imponente figura, con unos vaqueros azules que realzaban los músculos de las piernas, su cinturón de cuero con hebilla de plata, una camisa a cuadros y su infaltable campera marrón. Llevaba, como era habitual en él, el cabello recogido en una coleta; y como para que nadie olvidara sus orígenes al verlo con ropa deportiva, había ceñido su frente con una vincha tejida en blanco y negro. Las botas de cuero completaban su atuendo.
Medina contempló el rostro pétreo de aquel hombre al que conocía desde hacía tanto tiempo y del que, sin embargo, sabía tan poco. No era propio de él averiguar intimidades de sus empleados, pero se imponía preguntar, en el caso, el motivo de tan imprevistas vacaciones.
—¿Y adonde irías? Necesito saberlo —agregó— por si hace falta localizarte. Comprenderás que esto me obliga a buscar un reemplazante ya mismo.
Newen pareció ligeramente turbado ante la situación que había creado, pero enseguida repuso:
—Si desea despedirme por esto, no voy a quejarme.
Medina suspiró.
—Es la segunda vez que me ofreces despedirte, Cayuki. Voy a pensar que de verdad quieres irte de aquí y estás buscando motivos.
Lemos comenzó a teclear furiosamente, como dando una respuesta a ese pedido. El comisario miró de reojo hacia el rincón de su secretario y prosiguió, armándose de paciencia:
—Pero no voy a darte el gusto, Cayuki. Eres un buen empleado y si necesitas unos días de vacaciones, me parece justo. Sólo quisiera saber cuántos y dónde vas a pasarlos.
Newen titubeó. No había previsto la necesidad del comisario de mantener contacto con él durante esos días. Sólo pensó en su propia necesidad de huir de allí en busca de respuestas.
—Voy a pasar primero por las sierras de Pailemán, donde está el centro de liberación de cóndores.
—Aja. ¿Y por qué ir hasta allí? ¿No está más cerca la plataforma de Villa Llanquir?
—Sí, pero me interesa mucho este último proyecto de liberar cóndores en la costa. Usted sabe que en tiempos antiguos el cóndor volaba desde la cordillera hasta el mar.
—Sí, lo sé. Y sé que la gente de Pailemán está haciendo un trabajo extraordinario al poblar de cóndores nuevamente la costa patagónica. ¿Cuántos ejemplares están ya liberados?
—Cinco, criados en el Zoológico de Buenos Aires. Creo que hace días vi a tres de ellos.
—¿Hasta aquí? —se sorprendió Medina.
—Ya están crecidos —sonrió Newen—. Pueden hacerlo.
—En fin, no puedo oponerme a que cumplas con la misión que te has impuesto. ¿Cuántos días necesitas para ir y volver?
Newen guardó silencio. Si decía que precisaba poco tiempo, Medina pensaría que poco y nada podía hacer allá en la meseta. Y si pedía días en exceso, sospecharía que había algo más, aparte de la visita al centro de la Reserva.
—¿Entonces? —lo apremió el comisario, ante la mirada insidiosa de Lemos, que fingía escribir cuando no hacía más que escuchar con mucha atención.
—Déme diez días. Creo que bastarán.
—Está bien. Temía que pidieras más. Volverás justo cuando la temporada de otoño esté en su apogeo. Haré los papeles de la licencia y los firmarás. ¿Puedes esperar?
La pregunta llevaba cierta intención burlona, ya que Newen se había presentado a solicitar los días momentos antes de partir. Nada de preámbulos para el Solitario del Cerro, no, señor...
Medina se encogió de hombros y se sentó frente a su escritorio, atiborrado de carpetas y hojas sueltas, para llenar el formulario. De repente, dejó la lapicera y preguntó algo que acababa de ocurrírsele:
—¿Y tu perro? ¿Lo dejas allá arriba?
—Se las arregla. Y conoce el camino hacia lo de Damiana.
—Si tú lo dices...
Una vez firmados los papeles, Medina estrechó la mano de Newen en un firme apretón y le deseó buen viaje. No quiso preguntar cómo se trasladaría, porque era evidente que el guardaparque no estaba muy locuaz con respecto a sus vacaciones, lo que no le sorprendía en absoluto.
Después de que la puerta se cerró tras él, Lemos escupió lo que se moría por decir:
—¿Usted cree que regresará?
Medina se volvió hacia el muchacho, mirándolo como si le hubiese salido un cuerno en medio de la frente.
—¿Y por qué no? ¿Acaso te ha dicho algo que yo no sé?
Lemos se mostró confuso.
—No es eso, es que este tipo es tan extraño... Uno nunca sabe lo que está pensando.
—Es cierto, pero eso no lo convierte en un mentiroso. Si dijo que tardará diez días, tardará diez días.
El comisario regresó a su trabajo sin más comentarios, y al cabo de un momento dijo, como al pasar:
—Dime una cosa, Lemos.
—¿Sí?
—¿Sabes lo que estoy pensando?
—No, señor.
—Que bien podría enviarte a ti al cerro estos días, para suplantar a Cayuki.
El rápido tecleo de la máquina de Lemos hizo sonreír maliciosamente a Medina.
* * *
Newen no había tenido claro su itinerario hasta que el comisario le preguntó. La necesidad de responder lo obligó a fijarse una ruta: primero pasaría, como había dicho, por el centro de la Reserva en Pailemán y después, cumplido ese objetivo, se dirigiría hacia la verdadera meta: Buenos Aires.
Recordaba bien la dirección que figuraba en la planilla donde el hermano de Cordelia había solicitado el trabajo de ayudante. No en vano le atribuían vista de lince. Podía ver a la distancia hasta el casquillo de una bala en la hojarasca. Eso, sin contar con su don de ver en la oscuridad. Él y Dashe no precisaban de la luna para vagar por el bosque.
Recordó, sin querer, la noche en que llevó a Cordelia a los tropezones hasta la casa de Damiana la primera vez. La muchacha no veía absolutamente nada y casi no podía seguirlo. En aquel momento se sentía furioso con ella y gozaba de esas molestias que podía causarle.
En esos momentos, era un recuerdo agridulce que le empañaba el espíritu.
Damiana se había mostrado dura con él cuando la visitó el día anterior. "Ayinray se ha ido", le había dicho como saludo. Y parecía culparlo de eso.
Pero Newen no era culpable de la huida de Pirepillan, sino de algo mucho peor, algo que lo había convertido en un hombre que huye de sí mismo, un alma en pena.
Por eso necesitaba salir de su morada en el cerro, de su trabajo y del sitio que tanto le había costado encontrar para iniciar una nueva vida. Comprendía que no hay lugar donde un hombre pueda ocultarse de sus propios demonios, y necesitaba ayuda para liberarse, o bien condenarse definitivamente.
Si la suerte no le era esquiva, tal vez se topara en su ruta con el
Tayta Ullpu,
el chamán quechua que solía presidir las ceremonias que acompañaban a la liberación de los cóndores. Tal vez los dioses le permitieran encontrarlo. Tal vez no se ensañaran con él en esa ocasión.
* * *
—Padre.
Josephine Ducroix le hablaba a la nuca obstinada del abuelo, que seguía inclinada sobre su periódico en medio de una nube de humo.
Trataba de que su voz no sonara temblorosa y apenas si lo había conseguido. No era fácil encarar al imponente señor Ducroix, ni siquiera cuando se trataba de asuntos cotidianos. Mucho menos en casos como aquel.
Josephine temblaba, no de miedo esta vez, sino de furia. La dulce, comprensiva y generosa Josephine casi ni se reconocía a sí misma. Se había transformado en una leona capaz de enfrentar a quien fuese para defender a sus cachorros. De un modo difuso, se extrañaba al ver en ella los rasgos volcánicos de los Ducroix, algo que jamás hubiese sospechado tener.
—Padre, ¿qué ha hecho?
El señor Ducroix levantó la vista y giró un poco la cabeza donde todavía se ondulaba un cabello blanco. Su hija se hallaba de pie como un granadero, tomándose ambas manos por delante, como si estuviera conteniéndose. ¿Para no huir? ¿Para no estallar? Sólo Dios sabía qué pasaba por la cabeza de aquella mujer silenciosa que su esposa había parido una noche de luna llena. Saber que tenía una hija lo había desilusionado. Era el primer hijo de ambos y él esperaba el varón. Su esposa, aquella mujercita menuda y hermosa que le había quitado la cordura tantas veces, estaba encantada con el nacimiento. Él, entonces, se había resignado. Siempre podía llegar el tan ansiado varón, aunque no fuese primogénito. Pero luego llegó Jacques...