En alas de la seducción (23 page)

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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Romántico

BOOK: En alas de la seducción
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Otro bulto de tela, pero esta vez de ropas, se presentó ante sus pies. Se veía desarreglada y sucia, como si... Era la ropa que vestía Newen Cayuki cuando se apareció ese mediodía para interrumpir su conversación con el ayudante Lemos con su grosería acostumbrada. ¿Dónde estaría él? Con cautela, Cordelia miró hacia el altillo, el único rincón de la cabaña que permanecía oculto al visitante. No provenían ruidos de ahí arriba. Con paso suave, se acercó a la puertita del cuarto de baño. Era tan pequeño que un vistazo de reojo bastaba para comprobar que ahí tampoco había nadie. ¿Dónde se habría metido aquel hombre odioso? ¿Y por qué le importaba tanto saberlo?

Fastidiada consigo, Cordelia se apresuró a revolver entre sus cosas, amontonadas en un rincón de la reducida sala, y se dispuso a partir, cuando un sonido incongruente le llamó la atención. Alguien reía. No era una risa discreta sino una carcajada estentórea, la de alguien que no temía ser escuchado ni le importaba lo que se pensara de su falta de mesura. Todavía de puntillas, Cordelia se acercó a la otra ventana de la habitación, una que miraba hacia el este, de espaldas a la cordillera. El ángulo que abarcaba era más luminoso. Se veía un gran retazo de cielo, un lejano bosquecillo de alerces y, al aproximarse más, el borde de un espejo de agua que centelleaba. La cabaña se hallaba justo en el borde de dos pendientes, y la del este conducía a un curso de agua del que apenas se veía una parte. Desde ahí se dejaba oír el suave rumor sobre las piedras. Cordelia se empinó sobre la ventanita, procurando alcanzar algo más de aquel panorama, cuando a sus ojos se presentó inesperadamente la silueta robusta de un hombre... ¡Desnudo! Newen Cayuki, que regresaba de darse un baño en ese preciso momento, sin otra vestimenta que su negro cabello lacio sobre los hombros, rozando su piel lustrosa, también morena y lisa, como las piedras lavadas por el río. A su lado, trotaba el enorme perro lobo, tan mojado como su amo, si bien la pelambre espesa, de color gris plateado, disimulaba lo que el hombre no podía disimular: una espléndida figura torneada, musculosa y tan fuerte como ágil, ya que subía la pendiente a grandes zancadas, sin esfuerzo. Cordelia sintió enrojecer sus mejillas, pero no pudo apartar la mirada de aquella visión hasta que estuvieron tan cerca de la ventana que sus cuerpos hicieron sombra sobre ella. Entonces, hizo lo que jamás había hecho Cordelia Ducroix en toda su vida: huyó. Veloz como una liebre de la Patagonia, Cordelia giró sobre sus talones y echó a correr a través de la alfombra de lana que tapizaba la entrada de la cabaña, el porche sembrado de troncos recién cortados y herramientas desperdigadas, las matas que le salieron al encuentro al inicio del sendero y luego más allá, mucho más allá, hasta que su aliento se le atascó en el pecho de tanto correr y tuvo que detenerse, casi a mitad de camino del sendero que conducía a la choza de Damiana.

* * *

La anciana mujer presintió la llegada de Cordelia. Sin sorprenderse, siguió cardando su lana al calcinante sol de la tarde, la espalda corva apoyada en la pared blanqueada de su casita de adobe. Su piel, curtida como cuero viejo, ya no sufría los lanzazos del sol ardiente. Sus manos se movían con ritmo cansino, al igual que su cuerpo gastado, que se balanceaba acompañando el vaivén de la rueca. Era una estampa polvorienta en medio de las piedras y dos o tres ovejas que pastaban con desgano. El rancho mismo era un desparramo de trastos, a primera vista inútiles. Parecía que, por no caber en la mísera cabañita, su dueña había preferido que sus cosas anduviesen desperdigadas en los alrededores. La luz del día acusaba despiadada la pobreza de aquel hogar, que en la noche las tinieblas habían ocultado.

Cordelia se compuso, esperando que su conmoción de un rato antes no se notase, y se acercó contoneándose con gracia a aquella viejecita arrugada y silenciosa. Que la había oído no cabía duda. ¡Si no había otro ruido que el de la rueca en varios kilómetros a la redonda! Cordelia ignoraba el protocolo, pero recordaba que Newen se había limitado a pronunciar el nombre de la mujer al llegar de improviso, así que hizo lo que todo forastero debiera hacer: imitar a los lugareños. Sólo que le pareció excesiva confianza llamar a la mujer por su nombre y decidió aplicarle el tratamiento que había oído varias veces desde que llegó a la región.

—Doña Damiana, buenos días.

El silencio era tan absoluto que el mínimo chirriar de la rueca sonaba como si Cordelia lo tuviese adentro de su cabeza. Pensó que la buena mujer estaría un poco sorda, así que elevó la voz un tanto.

—Cómo está usted, Doña Damiana. ¿Se acuerda de mí? Soy...

Iba y venía la lanzadera, en un compás hipnótico que estaba poniendo a prueba los nervios de Cordelia. En un intento desesperado por hacerse oír, la muchacha se acuclilló frente a la viejecita. No recordaba que fuese dura de oído en la visita de la noche anterior. De repente, como si la mujer pudiese verla con sus cuencas hundidas, Damiana dirigió su rostro al de Cordelia.

—Sí que la oigo, "Ayinray".

—¿Cómo dice?

La anciana emitió un ronroneo, como si le satisficiera la perplejidad de la joven, pero no dijo nada.

—Doña Damiana, he venido a saludarla, pero también a ofrecer mis servicios.

La rueca susurraba, monótona, y la mujer hilandera no parecía ni sorprendida ni interesada. Cordelia se armó de valor y prosiguió con sus verdades a medias:

—A usted le debe parecer raro ver... quiero decir, que yo esté aquí, en este... lugar tan aislado, supongo. Pero tengo una buena razón para venir.

La rueca se detuvo.

—Así ha de ser.

La mujer levantó hacia el cielo de implacable azul su rostro apergaminado y hasta arrugó más las cuencas, como si todavía el sol tuviese el poder de dañarlas. Con una de sus manos ajadas señaló hacia arriba.

—El que todo lo ve sabe por qué.

Algo confundida, Cordelia continuó.


Bon,
el caso es que mi tía y yo somos... eh... especialistas en cremas de belleza y otras lociones curativas. Y nos gustaría establecer un pequeño negocio acá, en el pueblo. Pero necesitaría algo de propaganda, usted sabe, alguien que hablara bien de nuestros productos. ¿No se ofende si le pido que use una de mis cremas y me dé su parecer, después de varios días?

Cordelia creyó que la viejecita se hallaba perdida en una maraña de pensamientos remotos pero, de improviso, con una fuerza desmedida para su físico enclenque, la mujer apretó su brazo y le susurró muy cerca, tanto, que el aliento seco movía el cabello suelto sobre el rostro de Cordelia:

—¿Curar? ¿Esas cremas curan?

La joven asintió, envalentonada por la aceptación inmediata.


¡Bien
sûr
! Son buenísimas! Las usamos tanto mi tía como yo, y después de muchos experimentos hemos encontrado la fórmula.

—¿Curan el espíritu?

El discurso de Cordelia se cortó en seco. ¿Qué había entendido aquella mujer? ¿Es que no vivía más que para las cosas del espíritu? Por cierto, sabía que era algo así como una hechicera, no obstante...

—El espíritu, Ayinray, el que Cayuki perdió allá en los llanos. Ése, ¿lo curan?

—Eh... sólo son lociones y cremas, señora.
Pardonnez-moi, mais
¿no es usted la que cura el espíritu?

La anciana soltó el brazo de Cordelia con la misma brusquedad con que lo había tomado y volvió a hilar, abstraída.

Cordelia carraspeó, algo incómoda. ¿La habría ofendido? ¿Cómo se hablaba con aquella gente, tan poco locuaz? Doña Damiana no tenía nada que envidiarle al señor Cayuki. ¡Con razón se entendían tan bien! No precisaban palabras.

El tiempo transcurría con lentitud y la anciana
machi
parecía una estampa de resignación y olvido. Con su balanceo suave, sus manos rugosas y ágiles, y los labios moviéndose en un interminable soliloquio apenas murmurado. Cordelia sintió que se estaba insolando. Poco acostumbrada a los rigores de ninguna clase, el sol, que caía en picada sobre su platinada cabeza, le estaba sorbiendo el cerebro. Sentía que sus propios pensamientos se volvían pesados y que le costaba despegar los ojos del hilado rústico. De nuevo le pareció sentirse hipnotizada. ¿Qué le ocurría en aquel sitio dejado de la mano de Dios? ¿Acaso era propensa a las alucinaciones? Como envueltas en una nube de algodón, le llegaron las palabras de la vieja hechicera.

—Ah, sí, Ayinray. Eres la que cura. No la medicina de los dioses, no. La de la tierra. Nguenechén te ha enviado. Mi hijo puede curarse.

¿"Su" hijo? Oh, no, la pobre mujer deliraba ahora. Tenía un hijo enfermo en algún lado y ella le había hecho concebir falsas esperanzas con su ofrecimiento. ¿Para qué habría hablado? ¡Qué enredo! Esperaba que el señor Cayuki jamás supiese...

—¿Qué hace aquí?

El mismo, como si lo hubiese atraído con el pensamiento. Y
furioso como era habitual, sólo que esta vez la furia de Newen se
combinaba con un atisbo de temor. Dirigía su negra mirada a una
y a otra, tratando de captar la magnitud del daño que la joven podría haber infligido

Cordelia se incorporó, sintiendo las rodillas flojas. Antes de que su mente tejiese otro argumento en su defensa, la
machi
acudió en su ayuda.

—Buenas, Cayuki. Ésta es tu casa.

—Perdón, Damiana. No sabía que esta mujer había venido.

—Vino, sí, a ofrecer su ayuda.

Cordelia miró a la anciana con ojos implorantes. Que no develara su secreto, ¡por favor! Que no le contara la mentira de las cremas para negociar en el pueblo, porque aquel monstruo de las cavernas sería capaz de arrastrarla de los cabellos hasta su roca y lapidarla allí mismo.

—¿Ayuda?

—Todos la necesitamos. Y yo también.

Cordelia cerró los ojos, sintiéndose perdida. Ahora la anciana diría que ella iba a curar a su hijo agonizante, y Newen sabría que era una mentirosa, además de cruel, ya que no se juega con los sentimientos de los demás. La llamaría "zorra", como antes, "bruja" y todo eso... Y la verdad es que esa vez sentía que lo merecía.

—Mira mis manos, Cayuki, ya que puedes ver. ¿Qué te dicen?

Atónito, Newen clavó los ojos en Cordelia, que no estaba menos sorprendida. Ambos miraron las manos cuarteadas de la
machi.

—No van a ser jóvenes de nuevo, porque nada vuelve atrás. Pero pueden ser más suaves, ¿no? Pueden no sufrir más.

Mudo, Newen interrogó con la mirada a Cordelia, que se encogió de hombros inocentemente.

—Sólo le dije que probara mi crema especial. Y que me dijera si le gustaba. Eso fue todo.

—Ayinray.

Newen giró la cabeza con tal rapidez que Cordelia se sintió mareada al verlo.

—¿Qué dijo?

—Ella es Ayinray, la flor favorita.

—¡No! No lo es.

—Mi cabeza me dice que sí.

—Esta vez se equivoca, Damiana. Ella tiene su propio poder y la confunde.

La anciana se irguió cuan larga era, que no era mucho, y enfrentó a Newen con un porte digno del general prusiano que parecía el abuelo de Cordelia.

—A mí puede confundirme. Pero a las fuerzas no. Y ellas me dicen que es la flor favorita. Que vino aquí a curar a un espíritu.

—¡No!

El grito reverberó en la montaña. Cordelia percibió un miedo atávico en medio de la furia, y temió que aquel energúmeno desatase su rabia sobre la frágil mujer, aunque algo le decía que no era tan frágil como parecía. La anciana continuó, como si el hombre no hubiese reaccionado con vehemencia.

—Ya consulté. Les hablé a los espíritus en la lengua de la tierra. Y ellos me escuchan. ¿Vas a desconfiar de la visión, Cayuki?

Newen se mostró avergonzado, a pesar suyo.

—No, no desconfío. Pero,..

—Ella es
winka,
sí, como decían nuestros abuelos y los abuelos de ellos. Pero todos somos parte de todo, una pequeña parte de lo que creó Futachao. Él dirigió sus pasos. Puede venir a verme cuando quiera.

Diciendo así, giró hacia Cordelia con el semblante transfigurado por una expresión tan amable que la muchacha extendió hacia la mujer ambas manos, sin pensar que no podía verla. Pero Damiana se las tomó con firmeza, oprimiéndolas, dándole valor, animándola a algo que Cordelia no comprendía, aunque intuía necesario.

—Tan linda. Lágrimas de la Luna en su pelo. Tienes que venir a verme seguido. Y ahora váyanse. Me siento cansada.

Newen sabía que las visiones agotaban a la
machi.
En dos zancadas estuvo junto a ella y la tomó de los hombros, empujándola con suavidad hacia la entrada oscura de la choza. Recién en ese momento Cordelia observó que la vivienda de la
machi
no se parecía en nada a la de Cayuki. No sólo estaba hecha enteramente de barro moldeado y maderas, sino que tenía forma circular y su techumbre era una maraña de paja trenzada.

Para salir de ella, Newen tuvo que inclinarse. Parecía un gigante al lado de una casa de muñecas. Y cuando se acercó a la temblorosa Cordelia, la joven lo vio más alto aún. Parecía acrecentarse a medida que la rabia se pintaba en su rostro oscuro.

Él no pronunció palabra. La tomó de un brazo y la arrastró sendero abajo. Avanzaban a tal velocidad que por momentos los pies de Cordelia no pisaban las piedras del camino. Era una ventaja, después de todo, ya que seguían lastimados. En breve tiempo llegaron a la cabaña del guardaparque, donde Newen no se detuvo, sino que continuó tirando de ella, de un modo que ya era habitual, hasta meterla adentro de la casa. Una bocanada de frescura revivió a la joven, que se sentía desmayar a causa del calor y la agitación. Giró hacia él, dispuesta a enfrentarlo por sus malos modales, pero la expresión del rostro del indio la paralizó. Un tinte más oscuro de lo habitual acentuaba sus pómulos. Los ojos oblicuos centelleaban y se estrechaban más aún, mientras que la boca, normalmente gruesa, parecía una línea torcida que curvaba su mejilla en un rictus de crueldad. El hombre permanecía de pie frente a ella, con la espalda inclinada hacia adelante, en la actitud de ataque de una fiera. Y, por suerte para ella, Cordelia no advirtió que cerraba los puños con fuerza, formando dos mazas capaces de matar con un solo golpe.

Newen estaba al borde del estalllido. Por respeto a la
machi,
no había zarandeado a la muchacha allí mismo, frente a la
ruka.
Pero ahora no había nadie que se lo impidiera. Podía sacudirla hasta que perdiera los dientes y los cabellos, hasta que él mismo perdiera el sentido y todo acabara de una buena vez. El tigre cebado vuelve a matar. Todos lo saben. Y él se sentía así en ese momento, anhelante de sangre, deseoso de saciarse en su presa joven e indefensa. Extendió los nudosos brazos hacia delante, capturándola, y la levantó sin ningún esfuerzo hasta quedar a un palmo de su cara.

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