La tía Jose era bonita y dulce. La vida al servicio de los demás, sin pedir nada para ella, la había despojado de toda coquetería. Llevaba el cabello castaño siempre recogido en prácticas trenzas enrolladas o sobrios rodetes bajos y nunca usaba maquillaje. Pese a ello, dedicaba casi todas las horas del día a fabricar cremas y lociones para embellecer el cutis, el cabello y las manos. Tal vez los vapores de las preparaciones la alcanzasen, porque lo cierto era que tampoco parecía necesitar tales cosméticos. Su piel era lozana, el pelo largo y sano y alrededor de los ojos, verdes y almendrados, apenas se dibujaban arruguitas de expresión. Oh, ella hubiese querido ser esbelta como lo había sido el abuelo, o menuda y graciosa como su madre, pero la naturaleza la había dotado de un cuerpo voluptuoso que no podía disimular.
Emilio y Cordelia eran los hijos que ya no tendría, por eso vivía para ellos. Desde que murió su querido hermano Jacques, Josephine Ducroix se había consagrado en cuerpo y alma a los mellizos, especialmente a Emilio, en cuya debilidad veía el tan temido estigma de Jacques.
—Traje la sopa que tanto te gusta, querido. Ya sé —dijo enseguida, deteniendo las protestas de Emilio con un gesto de su mano regordeta y blanca—. Ya sé que no tienes hambre, que es tarde y que has comido ya. Pero nada como una sopa caliente a última hora para conciliar el sueño. Aquieta el estómago y templa el alma. Y después —añadió en tono de complicidad— mi
coup de grâce.
Y sacó de entre las ropas que llevaba dobladas una almohadilla eléctrica.
—Los médicos dicen que los fomentos están pasados de moda, pero yo creo firmemente en ellos. Ablandan las flemas y suavizan la congestión,
n'est-ce pas?
Cordelia, hija mía, para ti, leche tibia endulzada con miel. Me pareció verte nerviosa cuando llegaste. Tan largo viaje sin detenerse ni unas horas. Lo que hicieron fue una locura.
Ninguno de los hermanos quiso decepcionar a tía Jose y aceptaron sus inocentes caprichos. En silencio, mientras bebían sus respectivos refrigerios, dejaron que la locuacidad cariñosa de la mujer llenara los momentos que siguieron.
Apenas llegó al claro, Newen supo que tenía compañía.
Aceptó con resignación la visita de Medina esa tarde. Últimamente, su cabaña parecía haberse convertido en el lugar más concurrido de Los Notros.
El comisario de Parques lo aguardaba más impaciente de lo acostumbrado en él, que solía ser medido en sus reacciones. Se encontraba apoyado en la baranda del porche y a cada rato se largaba a caminar en redondo o en línea recta hacia la bomba de agua, volviendo una y otra vez, hasta marcar un sendero en la tierra.
Newen se fue acercando y observó que llevaba una carpeta bajo el brazo.
—Cayuki —exclamó Medina ni bien lo vio.
—¿Algún problema?
Medina le lanzó una mirada socarrona.
—Por una vez, agradezco que seas tan directo, pues lo que tengo para decirte no resiste formalidades previas.
Algo inquieto, Newen hizo un gesto en dirección a la cabaña, ofreciendo su hospitalidad.
Medina entró, se quitó el sombrero y se sentó junto a la mesa de herramientas, dispuesto a mostrar lo que contenía la carpeta, todo en un solo movimiento.
Entretanto, Newen se dirigió a la cocinita, a calentar el café. Arrojó lejos de sí el molesto pensamiento de que, en los últimos tiempos, había encontrado café caliente al regresar de su ronda.
Al volverse hacia Medina con las tazas llenas en la mano, lo encontró ensimismado contemplando la cabaña como si la viese por primera vez.
—¿Pasa algo?
—No, es decir... Se ve distinto el lugar ahora.
Medina carraspeó. Se daba perfecta cuenta de que había cometido una imprudencia. Tanto si Cayuki lamentaba la partida de la muchacha como si la celebraba, el comentario de que la vivienda se veía diferente sin ella no sería bienvenido.
—Pero he venido por otra cosa. Muy importante.
Newen se sentó frente al comisario y aguardó. Él también podía ser medido y enigmático si se lo proponía. No soltaría prenda sobre sus sentimientos.
—Se trata del atentado que sufrió la señorita Ducroix —continuó Medina.
Newen se erizó. Aquello todavía le escocía. Cordelia había sufrido el destino que, por alguna extraña y desconocida razón, le tenían reservado a él.
—Hasta que ella misma nos hizo su declaración, no teníamos idea de lo que podía estar sucediendo. Nos habló de tres personas, dos hombres y una mujer que, según nos dijo, no conocía de antes ni tampoco sabía qué pretendían, aunque debo decir que se la veía muy perturbada. Claro que tiene sus razones. Lo único que repitió con insistencia ante la policía fue que te tuviéramos bien vigilado.
Esa parte del relato despertó sensaciones sucesivas en Newen: sorpresa, gratitud, temor.
Temor.
"Vigilado", había dicho la bruja blanca. La bruma de confusión se fue disipando, a medida que entendía lo que estaba sucediendo. Casi lo engañó la primera sensación: agradecimiento por la preocupación de Cordelia al querer protegerlo. En su debilidad, equivocó la verdadera razón. No se trataba de protegerlo sino de mantenerlo vigilado, no por temor a que le sucediese algo, sino para que no escapase. Ahora recordaba las palabras de Cordelia cuando descubrió su verdadera identidad: ella conocía un secreto de su pasado y había amenazado con develarlo si él la denunciaba ante Medina.
La furia se empezó a concentrar en su pecho primero, luego le abrasó la garganta, hasta que fue imposible no delatarla con una mueca en su rostro que, por supuesto, Medina captó de inmediato. El muy zorro siempre captaba todo.
—¿Sabes algo que pueda ayudarnos?
Newen sorbió café bien caliente para ablandar el nudo de terror y rabia.
—Nada.
—Sin embargo, la chica parecía muy decidida a que no te dejáramos solo en ningún momento. Vaya a saber por qué. Casi lamento que el hermano haya venido a llevársela tan pronto. Tal vez pasado cierto tiempo, ella hubiera recordado más detalles. En fin... El asunto es que no se trataba de un fallido ataque contra Mario Necul, sino que iba dirigido hacia ti, sin duda. Eso nos coloca en la situación de preguntarte si tienes enemigos que puedas reconocer. Y también de designar a alguien más para que te acompañe en tu trabajo.
—¡No!
—¿No? Pero si tú mismo lo solicitaste antes de...
—Ya lo sé, ahora veo que no era necesario.
Medina se rascó la barbilla y meditó un momento antes de decir lo que venía pensando desde hacía tiempo:
—No me gusta entrometerme, Cayuki, si bien tu trabajo es responsabilidad mía también. Si hay algún motivo que impide que ese trabajo se haga correctamente, es mi deber solucionarlo. Sé que la llegada de tu ayudante no fue nada ortodoxa. Superada esa confusión, sin embargo, esperaba que el hermano de la señorita Cordelia ocupase su lugar, aunque su comportamiento dejó bastante que desear al permitir la burla. Ahora que tampoco él ocupa el puesto, mi opinión es que, existiendo cierto peligro, es necesario contar con otro hombre en esta zona. Y conste que he dicho "hombre" —agregó con intención el comisario de Parques.
Newen apoyó la taza enlozada con excesiva fuerza y el resto de café salpicó la madera y también la carpeta de Medina, que lo observaba atentamente.
—Si no puedo arreglármelas solo, es que no sirvo para el trabajo. Me iré entonces.
Decidido, se puso de pie y enfrentó a Medina, que lo calibraba desde su asiento.
—Siéntate, Cayuki. No hace falta ponerse melodramático. Hablemos.
Newen dudó, y acabó sentándose. Medina volvió a carraspear.
—No puedo negarte que hay cosas tuyas que me desconciertan. Pero he sido franco contigo siempre y creo que me has correspondido. En todo este asunto —y el hombre rubio hizo un gesto que abarcó la cabaña entera, como si en ella fuese comprendida Cordelia— hubo algo turbio que no llegué a comprender y lo dejé pasar, porque eres un buen hombre y un eficiente empleado. No me pidas más. Si hay algo que yo deba saber sobre esto o cualquier otra cosa que comprometa tu gestión, dilo ahora, Cayuki.
Newen miró obstinado la pared de enfrente, con una mirada capaz de atravesarla.
—Lamentaría tener que retirarte del servicio, Cayuki. Sé que, además del trabajo, aprecias mucho el voluntariado en el proyecto de conservación del cóndor. De más está decir que cualquier irregularidad te sacaría de esa misión.
El silencio de Newen era tan denso que los sonidos habituales en la cabaña parecían amplificarse. Él mismo los sentía adentro de su cabeza, retumbando, machacando.
Medina no insistió. Sabía que el guardaparque había comprendido su punto de vista. Nada de lo que agregara cambiaría eso. Se levantó con la parsimonia habitual y guardó los papeles en la carpeta con cuidado.
Newen no había visto nada más que unos nombres garabateados, y como no había querido demostrar excesiva atención, estaba como al principio, a merced de los acontecimientos.
Después de la partida de Medina, permaneció largo rato mirando hacia afuera, viendo cómo las sombras azules del atardecer se tragaban el paisaje. Dashe había salido en procura de alimento y él todavía no había encendido el fuego. La cabaña estaba fría y desapacible. Tan distinta al tiempo en que...
Lanzó un puñetazo con furia contra los troncos de la pared, rasgándose los nudillos.
"Maldita", "maldita", "mil veces maldita"...
La realidad de su vida se le vino encima como una losa. Era un perseguido, un refugiado, un asesino que seguramente tenía un precio. Alguien lo estaba persiguiendo, alguien que, después de tanto tiempo, había dado con él y había estado en un tris de atraparlo. Cordelia fue la víctima ocasional, pero también el señuelo. Por ella había salido al desierto a exponerse. Por ella habría dado su libertad, sin sospechar que también ella podía ser parte de la trama.
Medina decía que había declarado sobre dos hombres y una mujer. Entonces, ella sabía quiénes lo buscaban. Tal vez no conociera los nombres, pero sí sus caras. Y sus intenciones. Durante su cautiverio, debió haber escuchado conversaciones o visto cosas que le alertaran acerca de quién era realmente Newen Cayuki y qué había hecho. ¡Con razón había huido al día siguiente! En su debilidad, siempre su debilidad, él había querido creer que el hermano de Cordelia la presionaba para volver, y ahora veía con claridad que la muchacha quería escapar de allí. No deseaba seguir en compañía de un asesino. Le pareció, sin embargo, que había discutido con el hermano al principio, que deseaba quedarse... Claro, tenía que disimular. No podía demostrar tan abiertamente que quería irse de allí cuanto antes. Por eso no le costó mucho al hermano convencerla. Ella estaba convencida desde el comienzo.
Newen se irguió en toda su estatura y, recuperando el dominio de su temperamento, tomó una decisión.
* * *
—¿Te besó?
—¡Shhh...! ¡Julieta! No levantes la voz.
Ambas jóvenes miraron hacia atrás, temerosas de que sus cuchicheos hubiesen subido de tono y llamado la atención del jardinero, que se ocupaba de dar forma al cerco de ligustro.
—Perdona, es que... ¡es tan emocionante! No me contaste eso en tu carta.
—Tenía miedo de que alguien la leyera.
—¡Cordelia! Sabes bien que soy cuidadosa con las confidencias, sean escritas o de palabra.
—Una nunca sabe. No desconfío de ti, amiga, sino de las circunstancias.
Julieta rió con una risa suave y melodiosa al ver la cara compungida de su adorada compañera.
—Soy toda oídos —agregó, picara.
Cordelia se aproximó más, de modo que las cabezas quedaron muy juntas, tocándose, una platinada y la otra contrastando con un cobrizo que refulgía al sol.
—Es... muy difícil de describir. Primero, te pones tensa. Luego, a medida que la lengua entra en tu boca...
Una exclamación ahogó el comentario de Cordelia. La pequeña Julieta la contemplaba ruborizada.
—Vamos, Julieta, sabes que eso pasa.
—Sí, pero dicho así...
—¿Quieres saber o no?
—Sí, sí. Sigue, por favor.
La menuda Julieta entrelazó sus manos, como conteniéndose, y compuso una expresión seria, escuchando la experiencia de su amiga. Sólo lo blanco de los nudillos delataba su nerviosismo.
—...y es como si las piernas se deshicieran. A mí se me aflojaron las rodillas, te juro. Menos mal que él me sostenía. Y no me besó una sola vez, no, sino varias, y cada una distinta de la otra. Yo creía que había una técnica para besar, pero no.
—¿No la hay?
—No. Existen infinidad de besos posibles. Y no creo que hayamos probado ni la décima parte
con
el señor Cayuki. ¿De qué te estás riendo?
—De que lo sigas llamando "el señor Cayuki" después de que metió su lengua en tu boca. Ay, si te oyeras...
El hecho resultó gracioso hasta para Cordelia, que acompañó las risas de su amiga. A pesar de la amistad que las unía, Cordelia no se atrevió a confiar a Julieta toda la verdad de su relación con Newen. La noche de pasión, su descubrimiento de la vida sensual, eran secretos que intuía incompletos, como si al contarlos rompiese un vínculo invisible, muy frágil, que aguardaba su oportunidad para afianzarse. La idea le resultó esperanzadora, pero luego Cordelia recobró su melancolía.
—No sé qué me sucede, amiga. Extraño todo aquello. Y ni siquiera lo conocía antes. Vivía sin saber que podía haber un lugar así, alejado del mundo. ¡Figúrate que no sabía nada del cóndor de los Andes! —exclamó, sintiéndose en el colmo de la ignorancia.
—Bueno, en la escuela no estudiábamos mucho sobre América. A las monjitas les encantaba la historia de Europa, sobre todo las vidas de los santos y los mártires —agregó con picardía—. Ay, pero no sé cómo te atreviste, Cordelia. Ir allá sola, sin conocer nada, fingiéndote un muchacho... Eres capaz de cualquier cosa y eso me asusta.
Cordelia sonrió con tristeza. Sí, bien sabía ella que por su amado hermano era capaz de todo. Sin embargo, no había sido capaz de enfrentarlo para quedarse, por lo menos, el tiempo suficiente como para comprender qué le sucedía a su corazón. Su valentía se reducía a las aventuras.
—¿Qué crees que estará pensando él sobre mí, Julieta?
—No lo sé. No lo conocí y no me imagino cómo puede ser un hombre que casi no habla y vive solo en compañía de un lobo.
La descripción de Newen en labios de su amiga provocó otra sonrisa en Cordelia. Visto así, el señor Cayuki resultaba de lo más pintoresco. Y eso que Julieta no conocía la parte más peligrosa del hombre: su secreto, ese pasado oscuro que ella había percibido y que, estaba segura, moldeaba su carácter.