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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Aventuras

El mito de Júpiter (32 page)

BOOK: El mito de Júpiter
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—¡Vamos, te crees que soy tonta! Si llevas a Piro y a Ensambles a los tribunales, sí, declararé. Cuando esté a salvo en mi pequeña bodega, lejos, en el sur, entonces te diré quién es el pez gordo.

Logré no perder los estribos. Me preguntaba si entregarle aquella bruja suficiente a Amico. Pero yo era de Roma; sabía lo fuertes que podían llegar a ser las mujeres. Ella era de las que se convertirían en la primera víctima que no responde y nos desbarataría los planes.

—Eres muy prudente —le dije con admiración—. Sin embargo, deja que te advierta. Piro está muerto. Murió anoche; al parecer esta banda tiene mucho poder y llegaron hasta él incluso en la residencia oficial. —Puso cara de preocupación—. Si ahora le ocurre algo a Ensambles, o si confiesa voluntariamente cuando lo torturen, te vas a quedar sin nada que negociar.

—Ahora parecía más preocupada—. Al rey Togidubno no le hará falta mostrar su gratitud; no habrá bodega en el sur. Si yo estuviera en tus zapatos… —Bajé la vista y sí, los atrebates le habían comprado a esa tipa maloliente un estampado calzado nuevo en el que embutir sus deformes pezuñas— cooperaría enseguida.

Flavia Fronta me estaba observando pensativamente.

—Daremos con ese hombre de todos modos —fanfarroneé. Quizás hasta fuese cierto—. Pero lo que importa es la rapidez. Ahí es donde tu ayuda podría ser inestimable. —Ella siguió sin decir nada. Me encogí de hombros—. Por supuesto, la decisión es tuya.

Nunca subestiméis el atractivo que una decisión ejerce sobre aquellos cuyas vidas han carecido, hasta entonces, de toda oportunidad de decidir. Flavia Fronta se tapó la boca a medias con una mano nerviosa. Entonces susurró:

—Se llama Florio.

XXXIX

¡Florio! De modo que se trataba de la banda de Balbino otra vez.

Florio debía de ser el segundo hombre que buscaba Petronio, aquel al que ya había perseguido durante mucho tiempo. Casi parecía una cuestión personal: bueno, sin duda él y Florio tenían motivos para estar enemistados. Petro había dormido con la esposa de Florio, lo cual desembocó en la ruptura no del matrimonio de este último, sino del suyo propio.

Me devané los sesos para recordar cuanto sabía. Yo había conocido a Florio en aquellos tiempos en los que ejercía de adlátere despreciable e inofensivo. Su boda con la hija de un malhechor fue algo extraño; Florio, un tipo desgarbado, débil y desaliñado, que se pasaba la vida en las carreras, dio la impresión de haber sido escogido como el novio de Balbina Milvia sólo porque era un blandengue al que la familia podía mangonear. Todo parecía una estratagema para proteger el dinero del padre de ella. Si arrestaban a su progenitor, sus propiedades serían confiscadas, pero la ley romana observaba un gran respeto por el matrimonio; si los arcones con la dote de Milvia estaban etiquetados como «sábanas y cobertores para la novia y sus futuros hijos» probablemente serían sacrosantos.

Petronio y yo seguimos el rastro de Balbino, cuyas sanguinarias bandas habían estado aterrorizando a toda Roma. Lo eliminamos, provocando con ello el odio de su viuda. Entonces Petro lo complicó todo cuando decidió acostarse con la queridita Milvia. Ella era diez años más joven que él y creyó que iba en serio; incluso hablaba de casarse. Florio no se lo podía haber tomado muy bien si es que lo sabía, que probablemente sí, porque Milvia era lo bastante corta de luces como para contárselo todo. Si ella no lo hizo, lo habría hecho su rencorosa madre. Yo me había enterado de que entonces la madre hizo que la pareja de casados no se separara (para proteger el dinero), pero la vida en su casa debió de ser muy tirante desde entonces.

Si en realidad Florio no hubiera sido más que un estúpido bobalicón, no hubiese habido ningún problema. Pero me acordaba de haber visto cómo se enmendó tras la muerte de su suegro. Había llegado su momento. Inmediatamente Florio empezó a conspirar para hacerse con el poder. Los restos de la organización de Balbino, aunque debilitados, aún existían. Florio sería bienvenido. A los miembros de los bajos fondos les encantan los parientes de los señores del crimen; poseen un gran sentido histórico. Su suegra, Fláccida, esperaba revitalizar el imperio familiar y cuando Petronio Longo rechazó a la preciosa Milvia, incluso ella misma pudo haber apoyado entonces la nueva carrera de Florio. Estar casada con el matón principal le convenía. Siempre había afirmado ignorar la ocupación de su difunto padre… pero le gustaba muchísimo el dinero.

Florio se metió de lleno en el crimen organizado. Su fallecido suegro le había enseñado cómo hacerlo. Su ascenso debió de ser rápido. La descripción de aquel tercer hombre ordenando a Piro y a Ensambles la desaparición de Verovolco mientras él se quedaba esperando cruelmente mostraba un personaje distinto por completo al despistado zoquete absorto en sus vales de apuestas que yo había conocido. Ahora Florio era un perfecto maleante.

Yo me reservé el meterme con los señores del crimen para ocasiones especiales, para aquellos días en los que quisiera juguetear con el suicidio. Pero supongo que Petronio Longo no perdió de vista la reorganización de la banda. Quería terminar lo que ambos habíamos empezado. Tenía planeado hacerlos desaparecer. Probablemente ellos conocían sus intenciones.

Yo temía por él en Britania. Allí, Petronio se encontraba solo. Al menos en Roma, con las siete cohortes de vigiles respaldándole, habría tenido alguna posibilidad. Su mejor apoyo disponible en Londinium era yo. Y yo acababa de enterarme del aprieto. Tratándose de la vieja banda de Balbino, bastaba tan sólo una hora para que saltaran sobre una víctima y la destrozaran.

De manera que Florio estaba allí. Eso significaba que Petronio Longo estaba prácticamente ante las puertas del Hades, listo para entrar tras el guía con la antorcha boca abajo.

¿Qué debía hacer? Encontrarlo. Decirle que Florio estaba en Britania.

Lo suponía al corriente. Esperaba que sí. Tal vez ése fuera el motivo de que lo hubieran mandado a él. Así, pues, encontrarlo y proporcionarle algo de protección… pero ¿dónde se habría metido?

Consideré todas nuestras pistas. Al esbirro, Ensambles, se lo habían llevado para ponerlo bajo custodia entre las tropas mientras aguardaba al torturador. Los principales sospechosos, Norbano y Popilio, estaban siendo vigilados por los hombres del gobernador. Florio sería la prioridad de Petro. Atravesé la ciudad y me dirigí hacia los muelles. Me imaginé que Petro estaría en el almacén donde habían asesinado al panadero. Pero no se encontraba allí. Me encontré a Firmo, el aduanero, que me mostró de buen grado el que Petro y él creían que había sido el lugar del asesinato. Me condujo a uno de los muchos almacenes enormes que bordeaban la costa. Perfectamente camuflado entre la cerrada hilera de edificios idénticos, comprendí por qué la banda lo había escogido. Era de construcción sólida y resistente, muy seguro para el dinero o el contrabando. Era de fácil acceso, por vía fluvial o incluso por carretera. Pero también frecuentaban los muelles toda clase de personajes. Hasta los delincuentes habituales de Roma (que suelen observar unas costumbres y un estilo característicos) confluirían. Allí abajo, junto al río, a nadie le llamaría la atención el frecuente movimiento de entradas y salidas. Y cuando mataran a alguien, nadie oiría los gritos.

—Petronio vino al clarear el día —dijo Firmo—. Quería hablar con el barquero, pero está enfermo.

—¿Qué tiene? —pregunté, sabiendo ya la respuesta.

—Miedo.

—¿Petronio no ha tratado de localizarlo?

—Creo que sí. Pero no hubo suerte. Después de eso Petro ha desaparecido.

Lo miré fijamente.

—¿Entonces cómo vas a contactar con él si ocurre algo aquí en el almacén?

—Éste no es mi trabajo —objetó Firmo—. Tan sólo estamos montando guardia como un favor personal a Petronio.

—¡Su famoso encanto!

—Es un buen tipo —dijo Firmo. Bueno, eso ya lo sabía—. Está haciendo un buen trabajo que a ninguno de nosotros nos gustaría abordar. Tal vez sea un estúpido, pero se nota que es de los que piensan que alguien debería hacer lo que él hace y que si no es él acabará no siendo nadie.

—Cierto. —Rehusé entender su lógica, pero sus sentimientos estaban claros.

—El servicio de aduanas no cuenta con personal para esta operación —insistió Firmo—. Ni con ningún apoyo de los de arriba. —El simpático, bronceado y regordete oficial pareció estar resentido—. Nos ven como a meros empleaduchos que no hacen más que entregar las tasas. Sabemos lo que ocurre. Se lo decimos a los que mandan. Ellos se limitan a no hacernos caso y ni siquiera nos proporcionan las armas básicas. Le explicamos al gobernador que aquí se está desarrollando una operación a gran escala, Falco. Ese pobre diablo de panadero fue asesinado en mi territorio. Pero ya he dejado de sacar la cabeza por encima del parapeto de la fortaleza.

Le lancé una mirada.

Firmo no se arrepintió.

—No me pagan ningún plus de peligrosidad —dijo lisa y llanamente.

—¿No tenéis apoyo militar?

—¡Bromeas! Así, pues, ¡por qué tenemos que jodernos mis hombres y yo mientras que los soldados no hacen otra cosa que corretear por ahí y aceptar sobornos de todo el mundo?

¿Incluso de los criminales?

Firmo explotó.

—¡Particularmente de los criminales!

Dejé que despotricara. Si me contaba algo más era probable que yo también me pusiera nervioso.

—Si veo a Petronio le comunicaré que has venido —transigió Firmo.

Yo asentí con la cabeza.

—Gracias. Y ahora dime una cosa, Firmo. Si la acción delictiva tiene lugar en los muelles, ¿por qué mi amigo Petronio Longo pasa el tiempo en esa casa de baños que hay varias calles colina arriba?

Firmo apretó los labios.

—Es una buena casa de baños… La manicura es excelente. Es rubia. Bueno, más o menos. —Lo confesó—. Está vigilando a alguien. Alguien que utiliza ese apestoso burdel que hay junto a los baños.

—¿Qué? ¿Como cliente?

—No, no. Trafica con los placeres de la carne. Ésa es su oficina local.

Entonces lo entendí.

—¿Y ese alguien ocupa un lugar importante en la banda?

Una mirada cautelosa nubló el rostro normalmente sincero del oficial de aduanas.

—Eso creo.

Me arriesgué.

—Sabemos quién es. Necesito encontrar a Petro para advertirle y para prestarle apoyo. Estamos buscando a un pez gordo llamado Florio.

—Pues me alegro por vosotros —comentó Firmo con voz serena. Ya lo sabía desde el principio. Me pregunté cuántas personas más también lo sabían y estaban demasiado asustadas para decirlo.

XL

Petronio no estaba en los baños. El encargado aceptó que yo era un amigo y me dijo que creía que Petro había regresado a la residencia. Allí, Helena me comunicó que se me había escapado.

—Puede que me equivoque, Marco, pero me pareció que estaba buscando a Maya. —Helena me observaba atentamente.

—¿La encontró? —pregunté en tono despreocupado.

—No, ya había salido.

Comprobé las habitaciones de ambos. La de Petro estaba tal y como yo la había visto aquella mañana, cuando quise contarle lo de la muerte de Piro. La de Maya presentaba el mismo aspecto que si un tropel de monos salvajes hubiese pasado por allí a todo correr; aunque eso era algo habitual en ella. Llevaba muy bien la casa, pero sus dependencias eran una pocilga. Había sido siempre igual desde que era una niña: ropa desparramada por todas partes, las tapas de las cajas abiertas y pinturas para el rostro secas, mezcladas en las conchas hacía semanas. En parte, eso era debido a que nunca pasaba mucho tiempo allí. Hasta que ese cabrón de Anácrites no hizo de ella una persona atormentada y de mal genio, era muy sociable, siempre entrando y saliendo.

En una mesa auxiliar había una planta en una maceta, un débil hierbajo britano, todo hojas.

—Me pregunto de dónde habrá salido. —Helena, con mirada de lince, se había dado cuenta. Había venido detrás de mí, curiosa por saber qué estaba pensando.

—¿Es nueva?

—¿Algún presente amoroso que Norbano le ha hecho a Maya? —especuló Helena.

—Así que ahora es la jardinería. ¿Tendrá más posibilidades con las plantas decorativas que con su siniestro arpista?

—Maya lo mandó de vuelta esta mañana —dijo Helena, como si pensara que yo podía tener algo que ver con aquello—. La planta puede que sea de otra persona…

—¿Y adónde ha ido? Espero que no esté practicando la vida campestre con Norbano en su villa.

—Lo dudo.

—Me dijo que iría.

Helena sonrió.

—Te dice un montón de tonterías. En cualquier caso, lo de esa villa parece bastante raro. Marco, el hombre que siguió el rastro de la silla de manos volvió esta mañana e informó al tío Gayo.

—¿Y dio la casualidad que tú estabas hablando con tu tío en el momento oportuno…? —esbocé una sonrisa burlona.

Helena volvió a sonreír, con serenidad.

—Norbano vive en la zona norte de la ciudad. Según sus vecinos se queda en Londinium cada día. Hasta se sorprendieron al enterarse de que tiene una villa en el río. Da la impresión de que nunca va por allí.

—¿Entonces por qué tiene tantas ganas de presumir de ella ante Maya? —¿Se trataba acaso de su nido de amor para las conquistas? Preferí no pensar en ello—. ¿Qué dicen de él esos vecinos?

—Que es un hombre normal y corriente.

—Los informantes saben que no hay ninguno que sea normal y corriente.

—Bueno, todos los hombres se creen especiales –replicó Helena.

Sonreí. Afortunadamente me gustaba que tuviera prejuicios.

—¿Y qué hay de éste?

—Norbano lleva una vida tranquila. Es agradable con la gente. Habla con frecuencia y con mucho cariño de su madre viuda. Acaricia a los perros. Come en un figón local. Es respetuoso con las mujeres del lugar y comunicativo con los hombres. En general es una persona apreciada, un buen vecino, dicen.

—Me gusta mucho ese detalle sobre la madre. –Entonces le expliqué a Helena que las personas tranquilas siempre albergan oscuros secretos. Cuando los asesinos o los campeones mundiales de la estafa son detenidos, sus vecinos siempre sueltan un grito de sorpresa. Primero niegan que una persona tan dulce pueda haber hecho algo terrible. Luego ellos mismos les sacan punta a sensacionales historias sobre cómo arrastró a tal adolescente por un callejón o que siempre tenía una mirada extraña… Helena comentó lo cínico que me mostraba aquel día.

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