—Lucio Petronio Longo. Yo no. —Podía interpretarse como una grosería, o simplemente como un comentario gracioso. Norbano optó por sonreír.
Petronio, al parecer aburrido, se fue a buscar un plato de comida.
La compañía había mermado. Ya casi sólo quedábamos los de la familia, aunque Norbano había decidido incluirse. Popilio aún seguía allí también, enfrascado en una conversación con el gobernador junto a la alberca ornamental. Tal vez antes fui injusto con él. Quizás aquella noche había venido con la intención de defender a sus dos clientes.
Me di cuenta de que Elia Camila miraba hacia Petro con preocupación. Habló con Gayo en voz baja; él asintió con la cabeza. En aquel momento Petronio estaba masticando, un poco apartado de los demás. Elia Camila esperó hasta que hubo terminado y luego fue a sentarse a su lado. La conversación se había convertido en un murmullo y logré oír lo que decían.
—Lamento muchísimo tu pérdida. Quizás éste no sea el mejor momento, pero no sé si vas a quedarte con nosotros esta noche… Hemos tratado de averiguar cuál de tus hijas ha sobrevivido para decírtelo. Sólo quería que lo supieras, querido. Petronila está viva y a salvo.
Petronio dijo algo, muy breve. Elia Camila se levantó silenciosamente y lo dejó solo. Me crucé con la mirada de Helena. Las lágrimas brotaron y ella me agarró la mano. Incluso Maya parecía estar al tanto de la situación a pesar de coquetear con Norbano, tal vez para distraerle.
Petronio se puso en pie. Para entrar en la casa hubiera tenido que pasar muy cerca de demasiadas personas. Se alejó caminando hasta un banco donde podía sentarse de espaldas a nosotros. Se dejó caer en él con la cabeza entre las manos. Todos sabíamos que no había podido contenerse. Hice ademán de dirigirme hacia él. Elia Camila movió la cabeza, sugiriendo que le dejara a solas.
Casi todos estábamos en silencio cuando Frontino y Popilio se acercaron tras haber dado una vuelta completa al jardín. Petronio, algo repuesto, acababa de levantar la cabeza y miraba fijamente la alberca. Popilio advirtió su presencia.
—¿Es ése el hombre que me mostró el cadáver esta tarde? —me preguntó el abogado. Yo estaba dispuesto a pararle los pies de un puntapié si trataba de acercarse a Petronio; era preferible a que fuera el mismo Petro quien arremetiera contra él.
—Es un amigo mío. Los cadáveres son su pasión. —Mi tono fue brusco.
—Creí que trabajaba en los muelles… ¿Cuál es su función oficial? —En esta ocasión Popilio se dirigió al gobernador.
—Testigo presencial —respondió Frontino con rudeza—. Vio cómo sacaban el cadáver del río.
Popilio no se lo tragó.
—¿Trabaja para ti, señor?
Frontino respondió con suavidad.
—Tiene excelentes referencias, pero pertenece a otro grupo de gente.
—¿Gente de Roma?
—No es ningún secreto. —O bien Frontino había bebido demasiado aquella noche, o estaba más enojado de lo que habíamos creído porque hubieran enviado allí a un oficial sin la debida autorización. Antes de que pudiera detenerlo, lo soltó—: Es un miembro de los vigiles.
—¡Entonces —replicó el abogado, como si hubiera descubierto algo genial— se halla fuera de su jurisdicción!
—Cierto —asintió Frontino a la vez que separaba los mejores pasteles de almendra que quedaban y los ponía en una fuente. Estaba tranquilo y dijo, casi satíricamente—: Me indigna encontrármelo trabajando en mi provincia. Si descubre cualquier asunto sucio, confiscaré las pruebas, y si incrimina a alguien reclamaré todo el mérito. —Con su prominente barbilla por delante, se inclinó en e asiento en el que se había dejado caer. Antes de meterse un pastelillo de almendras en la boca, le dijo a Popilio con un tono de voz mucho más duro—: Cualquier persona, cualquiera, que me permita atacar con fuerza a los miembros del crimen organizado es bienvenida a Londinium.
Popilio mal podía reprender a Julio Frontino, legado de Augusto, por querer dirigir una ciudad limpia. El abogado agradeció a Elia Camila su cena y luego se marchó a su casa.
Norbano había estado observando, divertido.
—¿Un problema de jurisdicción? —inquirió.
Frontino sintió la necesidad de completar su anterior afirmación:
—Conozco a Petronio Longo. Yo lo traería aquí en comisión permanente, pero el prefecto de las cohortes urbanas no lo cederá; ¡es demasiado bueno!
—¡Vaya, de modo que se dedica a eso! —exclamó Norbano en tono melifluo. Yo me inquieté, pero él se volvió de nuevo hacia Maya.
Petronio se puso en pie. Regresó a donde estábamos nosotros y pasó de largo junto a Maya sin mirarla. Elia Camila se levantó de un salto, fue a su encuentro y le dio un breve abrazo. Se lo pasó a Helena, que todavía estaba llorando por él, de modo que también lo abrazó rápidamente y me lo pasó a mí. Tenía el rostro demacrado y sólo pude notar que sus mejillas estaban húmedas. Él aceptó nuestras condolencias pero estaba en otra parte, sumido en el sufrimiento; tenía puntos de referencia distintos y prioridades diferentes.
Siguió andando hacia la casa.
—Quédate aquí con nosotros, al menos por esta noche —le rogó Elia Camila mientras él se alejaba. Petro miró hacia atrás y asintió con un solo movimiento de la cabeza, luego entró adentro solo.
Norbano debía de haber observado aquella corta escena con más curiosidad aún. Oí que Maya se lo explicaba.
—Un amigo íntimo de la familia que ha sufrido una gran pérdida. Todos lo queremos mucho.
—Pobre hombre. —No podíamos esperar de Norbano que mostrara verdadera compasión. Para empezar, debía de estar preguntándose lo íntimo amigo de Maya que podría haber sido aquel amigo al que ella quería tanto. Estaba claro que un buen invitado se hubiera despedido en un momento tan triste como aquél, de manera que Norbano lo hizo. Maya tuvo la gentileza de acompañarlo hasta la puerta.
En cuanto se alejaron lo suficiente como para no oírnos, le sugerí a Hilaris que hiciéramos seguir a Norbano. Todavía lo consideraba sospechoso. Era imposible que regresara a su villa río abajo después de haber anochecido; sería un peligro coger una embarcación. De modo que yo quería descubrir dónde se alojaba en la ciudad. Un discreto observador salió tras la silla de manos de Norbano cuando éste pidió que se la trajeran; por suerte se entretuvo en la puerta conversando con Maya, así que nuestro hombre se hallaba bien situado cuando Norbano abandonó la residencia.
Fui a tomar una copa de medianoche con Hilaris en su estudio, mientras comparábamos notas y nos relajábamos en privado. Siempre nos habíamos llevado bien. Estuvimos hablando mucho más tiempo del que percibí. Cuando lo dejé para reunirme con Helena en nuestra habitación todos los pasillos se hallaban sumidos en silencio, débilmente iluminados por lámparas de aceite de barro sobre mesas auxiliares o espaciadas a intervalos a lo largo del suelo. Los esclavos se habían retirado hacía ya rato.
Cansinamente me dirigí hacia las habitaciones en las que se alojaban los invitados de la casa. Para indignación mía, todavía, a esas alturas de la noche, me topé con el maldito arpista que merodeaba por allí con su lazarillo lleno de granos. Les dije que se largaran, con la promesa de hacer que Maya se los devolviera a Norbano al día siguiente. Podía hacerlo con educación, pero ya tendríamos que habernos librado de ese par de entrometidos.
Tenía muchísimas ganas de estar con Helena, pero primero fui a ver cómo estaba Petronio. Él y yo ya llevábamos quince años ayudándonos mutuamente a sobrellevar los problemas; Helena quería que yo le ofreciera consuelo. Eso significaba que, si estaba bebiendo, o me uniría a él o lo detendría. Si deseaba hablar yo escucharía. ¡Por el Hades, si el pobre muchacho estuviera durmiendo hasta lo arroparía y todo!
Pero Petro disponía ya de otro tipo de consuelo: descubrí a Maya tomándome la delantera. Cuando me acerqué a la puerta de Petro, vi que ella llamaba rápidamente y entraba. Para llegar a mi propia habitación tenía que pasar por delante. Maya, imprudente, se había dejado la puerta entreabierta. Tal vez pensó que la rechazaría. En cualquier caso, no podía seguir adelante sin que me vieran; una vez más me veía en la situación de escuchar a mi hermana como si fuera un espía.
—Petronio. —Maya lo llamó por su nombre. Más que nada se trataba de hacerle saber que estaba allí.
Una tenue luz procedente de una lámpara de aceite parecía estar situada en alto junto a su cama. Vi a Petro: se había desvestido y se había quedado con los pies descalzos y una túnica interior de tela cruda; se hallaba de pie frente a una ventana, apoyado en el alféizar, dejando que el aire de la noche cayera sobre él. No se dio la vuelta.
—Esto no sirve de nada —le aconsejó Maya—. Duerme. Necesitas descansar.
—No puedo.
—¿Entonces qué vas a hacer?
—Nada. —Ahora sí se dio la vuelta. Le mostró unas manos vacías. Pero lo desbordaba la emoción—. Nada en absoluto. Recordar a Silvana y Tadia. Esperar que cese el dolor.
—Espero que pase pronto —dijo mi hermana.
Petronio maldijo de forma soez.
—¡Bueno, eso pone fin a la parte agradable de la noche, y con buen estilo masculino! —bromeó Maya.
—No quiero que la gente se muestre condenadamente amable…, me afecta. —Entonces dio un paso hacia Maya, de forma que en aquella pequeña habitación quedaron muy cerca el uno del otro—. No quiero que me compadezcan ni que me atosiguen … y tampoco necesito tu crítico ingenio. ¡O te vas, Maya… o te quedas, maldita sea!
—¿Tú qué prefieres? —preguntó Maya, pero era una pregunta retórica, porque ya habían caído el uno en brazos del otro.
Cuando se besaron no fue como un joven amor que florecía ni como un arraigado cariño que se reafirmara. Aquello era algo mucho más sombrío. Ambos eran infelices y estaban desesperados. La manera en la que se habían reunido era deliberada y carnal; me dio la impresión de que nada bueno saldría de ello para ninguno de los dos.
Liberado por su propio ensimismamiento pasé por delante sin que me vieran. Hasta me las arreglé para cerrar la puerta con el gancho. Me dirigí a mi habitación, cabizbajo y deprimido.
Helena se pegó a mí cuando me metí en la cama y dejó caer la cabeza sobre mi hombro en el lugar acostumbrado. Yo la abracé cariñosamente y me quedé quieto, hasta que se durmió. No le dije lo que acababa de ver.
Apenas clareaba el día cuando me despertaron unos golpes frenéticos. Fuera, en el pasillo, se oían pasos apresurados. Hubo gritos de alarma; entonces escuché una breve orden y cesaron todos los ruidos.
Tratando de despertarme, abrí de golpe la puerta del dormitorio. Detrás de mí, Helena murmuró medio dormida cuando la luz de las lámparas del pasillo entró en la habitación. Un asustado esclavo estaba allí, esperando. Me explicó muy nervioso que los soldados que vigilaban a nuestros prisioneros creían que algo había ido mal.
Apareció Hilaris. Con el pelo alborotado, y ataviado con una bata de manga larga como si fuera un primitivo potentado oriental, confirmó lo peor: habían encontrado muerto a Piro.
Tras una hora de frenética actividad pudimos comprender algo de lo que había pasado. Tras un minucioso examen del cuerpo supimos más allá de toda duda que la muerte no se produjo por causas naturales. Piro era el matón con pelo en la barbilla, de complexión no muy robusta pero aun así musculoso, un espécimen de aspecto fuerte. Tendría unos treinta y cinco o cuarenta años, edad en la que muere mucha gente, pero había estado bien alimentado durante toda su vida y no padecía ninguna enfermedad evidente. No le habían dicho que el torturador iba a trabajar con él, pero aunque se lo hubiera imaginado, ninguno de nosotros creía que aquel animal hubiese muerto de miedo o se hubiera suicidado.
Los labios y la boca mostraban leves indicios de corrosión: veneno. Los soldados admitieron que lo habían encontrado desplomado, aunque aún estaba vivo en ese punto. Cuando trataron de reanimarlo le dio un ataque. Era incapaz de hablar y parecía estar paralizado. Por temor a ser castigados por no haberle vigilado más de cerca, ellos mismos se ocuparon de él… bueno, los soldados siempre creen saber más que los médicos. Murió. Entonces malgastaron lo que debieron haber sido un par más de horas debatiendo qué hacer.
Aquél era un domicilio privado. La única razón por la que los prisioneros habían sido retenidos en la residencia era para que estuvieran más cerca del gobernador cuando éste los sometiera a su interrogatorio de magistrado. Los habían encerrado en unas habitaciones sin ventanas que normalmente eran bodegas. Los soldados fueron alojados en un improvisado cuarto de guardia en el mismo pasillo, pero reconocieron haber cerrado la puerta, probablemente porque así podían recrearse con ilícitos juegos de mesa sin ser vistos. Dicho pasillo estaba clausurado de manera informal con una cuerda, pero estaba ubicado en el área de servicio de la casa. Eso lo situaba cerca de la cocina, fundamentalmente un ala pública. Contiguos a la cocina, al igual que en muchas otras casas, había unos servicios.
Los miembros del círculo privado en casa del gobernador utilizaban sobre todo las otras instalaciones que había en el complejo de los baños, pero las visitas buscaban automáticamente la cocina sabiendo que sin duda había un retrete donde asentar las posaderas al lado. Fue lo que ocurrió la pasada noche. De hecho había utilizado aquel baño toda clase de gente, incluyendo a los soldados y a un transportista que había hecho entrega a última hora de un pedido de comida para la cena. Cualquiera de esas personas pudo haberse dado cuenta de que el cocinero había preparado unas bandejas con viandas sencillas para todos los prisioneros y de que dos de esas bandejas se habían quedado en una mesa auxiliar después de haberse pasado el aviso de que Piro y Ensambles tenían que ser privados de comida y de sueño por orden del torturador.
Aquellas dos bandejas permanecieron allí varias horas, justo a la entrada de la cocina. Luego alguien se las llevó. El cocinero, concentrado en servir el banquete, no le dio ninguna importancia a su desaparición. Los soldados nos dijeron que se encontraron las bandejas en el pasillo de los prisioneros; supusieron que Amico había cambiado sus instrucciones, de modo que repartieron la comida. Piro se comió la suya.
Los camareros y el barbero, a los que les habían dado de comer más temprano, se encontraban bien. Ensambles se había negado a comer: tenía miedo de que el gobernador hiciera que lo envenenaran…, lo cual no quiere decir que el resto de nosotros culpáramos a Frontino de lo que le había sucedido a Piro. Pero gracias a sus temores, Ensambles siguió vivo. Se llevaron entonces su cuenco de comida para probarlo con algún animal callejero. Iba a morir; no me hacía falta esperar a ver el resultado.