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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Aventuras

El mito de Júpiter (31 page)

BOOK: El mito de Júpiter
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El personal de la cocina había estado trabajando a toda máquina la noche anterior. Los invitados iban y venían. Aparte de farfullar varias veces «¡Es esa puerta de ahí, señor!», los empleados no les habían hecho ni caso.

Elia Camila tenía fe ciega en la probidad de su cocinero. Éste era un trinovante grandote de espeso bigote que tenía más aspecto de marinero que de jefe de cocina, aunque alguien lo había preparado bien. No podía haber conocido el tradicional conejo generosamente relleno de sesos de ternera y pollo, ni la sencilla crema romana o los dátiles asados de Alejandría. Imagino que la misma Elia Camila le había enseñado; ciertamente se volvió contra su marido cuando el severo interrogatorio de Hilaris hizo llorar al cocinero grandote.

Apareció el gobernador, furioso, naturalmente. Frontino dio órdenes de que trasladaran a Ensambles al fuerte para mayor seguridad. Se olvidaba de un hecho importante: Londinium no poseía un fuerte seguro. Lo hice notar. Mandaron a Ensambles con los militares de todas formas.

No había nada más que saber. Fui a buscar a Petronio. Tenía que saber que Piro había sido eliminado, presumiblemente por un cómplice de la banda. Yo necesitaba hablar de las repercusiones de todo aquello.

Llamé a la puerta de su dormitorio con la intención de quedarme en el pasillo para evitar una situación embarazosa.

Desde nuestra época en el ejército, el hermético Petronio sabía cómo guardarse las mujeres.

Al no recibir respuesta, me obligué a abrir la puerta. Tal como ya había imaginado entonces, la habitación estaba vacía y la cama pulcramente hecha con la almohada y las mantas bien alisadas. Ya se había ido a montar guardia de nuevo.

Inquieto, decidí que me prepararía algo para desayunar; era probable que fuera un día atareado. Pero había olvidado que el cocinero estaba histérico. De momento sólo encontré un par de panes mal cortados y unos cuantos huevos correosos que debían de haber estado en la cacerola hirviendo algo más de una hora. Y lo que me dio aún más rabia: mi hermana se unió a mí mientras tomaba la penosa comida.

Siempre espero lo peor de las mujeres, pero, en contraste con nuestras otras hermanas (que eran un manojo de frescas), yo siempre había creído que Maya era una colegiala virginal, una joven decente y una esposa casta. Aunque Famia la había dejado embarazada, ella se casó con él. Y habían seguido casados.

Ahora la había visto embarcándose en una noche de salvaje desenfreno… aunque a la mañana siguiente apareció con el mismo aspecto que de costumbre. Dejó escapar un gruñido al verme y poco después estaba zampándose un desayuno ligero con su habitual silencio malhumorado. Eso me pareció problemático. ¿Qué sentido tenía que un hombre se desgastara haciendo el amor ardientemente en brazos de una mujer a la que había estado mirando durante anos con anhelo, si la experiencia sólo la dejaba escarbándose los dientes con irritación para sacarse las migas de pan duro?

Aquello suscitaba otra duda. Petronio y yo creíamos en esa vieja frase en la que creen todos los chicos malos: «Siempre se notan.» Por supuesto, no era cierto.

—¿Qué estás mirando? —preguntó Maya.

—Ese huevo está un poco negro… Encontré a tu arpista merodeando por un pasillo ayer por la noche, muy tarde ya. Deshazte de él, hermanita. Está espiando.

—Es ciego.

—No su lazarillo.

Maya guardó silencio. Podía imaginarme qué pensaba. El arpista iba a regresar a su casa, no había la menor duda. Sin embargo, cuando le pregunté con educación qué planes tenía para ese día, me dejó atónito.

—Bueno, creo que aceptaré la oferta de Norbano para ir río abajo hasta su casa en el campo.

¡Y a mí que me gustaba pensar que jugar con sus amantes era algo exclusivo de los hombres!

—Harías mejor en emplear un poco de tiempo con tus hijos —le dije con cierta afectación en la voz. Mi hermana me lanzó una mirada feroz, otra más.

Quería salir cuanto antes a buscar a Petro para darle la noticia sobre Piro. Pero entonces se unió a nuestro desayuno otro madrugador invitado de la casa: el rey Togidubno.

—¡Esto sí que es una primicia! —bromeé con cortesía.

—Sí. Normalmente ya hace rato que os habéis ido cuando yo llego…, un privilegio de los ancianos. Pero hoy he oído el alboroto.

—Lamento que eso te haya molestado, señor. Para ser sinceros, puesto que no te había visto últimamente supuse que habías regresado a Noviomago.

—Tengo cosas que hacer —replicó el rey al tiempo que ponía mala cara ante las exiguas provisiones que había en el aparador—. ¿Acaso la muerte de este prisionero significa que estás perdiendo tu caso, Falco? ¿Qué hay de mi encargo de averiguar quién mató a mi hombre?

—Estoy haciendo progresos. —Bueno, sabía cómo mentir.

—Oí que el sospechoso estaba siendo torturado. ¿Murió bajo el tormento?

—No, aún no lo habían tocado.

—¿De modo que no conseguiste su declaración? —observó el rey agriamente.

—Lo conseguiremos… Tal vez pida ayuda a mi sobrino y a mis cuñados. En cualquier caso supongo que te alegrarás de que abandonen sus correrías por tu zona, ¿no? —Lario, mi sobrino de Estabias y los dos hermanos pequeños de Helena se estaban tomando unos días libres en Noviomago … y andaban metidos en toda clase de aventuras juveniles. Se suponía que los Camilos me hacían de ayudantes, aunque no tenían formación y probablemente no era seguro valerse de ellos en un caso que involucraba a delincuentes profesionales.

—Nos las arreglamos para sobrevivir a su presencia –dijo el rey con una tolerancia digna de elogio. Los muchachos eran unos furibundos atacantes de locales nocturnos. Si había problemas a su alrededor, encontraban la manera de meterse directamente en ellos—. Quiero que Lario se quede y pinte para mí. —Mi sobrino era un artista de frescos de gran distinción. Lo habían llevado a Britania para trabajar en el palacio del rey. Quizás el hecho de pensar en el proyecto, del cual Verovolco había sido su oficial d e enlace, volviera a recordarle a Togidubno la estancada investigación—. Mis hombres han estado haciendo averiguaciones, igual que tú, Falco.

—¿Han tenido suerte?

Sólo era una pregunta educada, pero el rey me sorprendió una vez más. El día se estaba volviendo agobiante.

Todo aquel tiempo, los atrebates habían estado compitiendo seriamente con Petro y conmigo… y habían logrado dar un golpe maestro. El rey dijo, vanagloriándose amistosamente:

—¡Creo que quedarás impresionado, Falco! Hemos convencido a la camarera de La Lluvia de Oro para que nos cuente todo cuanto sabe.

Me atraganté con mi taza de leche de cabra.

—¿Ah, sí?

—La tenemos en un piso franco —me dijo Togi con brillo en sus ojos—. Después de lo que le ha ocurrido a tu propio testigo, creo que será mejor que deje el nuestro a vuestra disposición, ¿no te parece?

XXXVIII

Los atrebates se las arreglaron para no sonreír con suficiencia. Había cuatro de los criados del rey, unos guerreros ágiles de cabello rojo y suelto. Con el calor del verano habían desechado sus coloridas túnicas de manga larga e iban con el torso desnudo (y quemado por el sol). Todos lucían brazaletes y cadenas de oro en el cuello. Había un puñado de lanzas apoyadas contra una pared mientras sus propietarios holgazaneaban en un patio. Ocultaban su trofeo en una granja situada al nordeste de la ciudad. Cuando me llevaron a verla se les animó un poco el aburrido día.

—Es evidente que tenemos que protegerla —me había dicho el rey—. En cuanto haya prestado declaración y colaborado a conseguir una condena, la instalaremos en una bodega de su propiedad en mi capital tribal, lejos de aquí. Tal vez no apruebes la manera en que la hemos tratado —sugirió Togidubno con mucho recelo.

Sonreí.

—Cuando lidias con gente que se dedica a comerciar con el vicio y la extorsión, parece justo responder con el soborno.

Él torció el gesto.

—¡No le estoy pagando para que mienta! ¿Sabes?

—Claro que no, señor. —Aunque lo estuviera haciendo, siempre que ella hablara con atrevimiento y se ciñera a su historia con la debida diligencia mi conciencia podría soportarlo. Ella seguía siendo demasiado corpulenta, demasiado fea y demasiado dura de mollera para mí. Seguía midiendo un metro veinte de altura. Pero le habían proporcionado ropa nueva, de manera que presentaba el aspecto de una propietaria de negocio de clase media: un papel que, con la promesa del rey sobre la nueva bodega en Noviomago, tenía intención de lograr.

La antigua camarera ya había asumido una expresión de gran respetabilidad. Me recordaba a mi madre cuando dejaba a un lado su ropa de trabajo para alguna festividad, se peinaba con un estilo elaborado (que no le quedaba bien) y de repente se convertía en una extraña. Mamá solía beber demasiado y ser indiscreta sobre los vecinos en tales ocasiones. De momento aquélla estaba sobria y sin duda quería parecer educada.

Cuando los guerreros atrebates, con una ligera expresión de pocos amigos en la cara, me llevaron allí adonde estaba, ella no me ofreció precisamente pan de canela y té de borraja, sino que se sentó con las rodillas juntas y las manos firmemente agarradas en su regazo con la intención de impresionarme con su nueva posición. Por lo visto tenía muchas ganas de llevar una vida en la que ya no tuviera que acostarse con los clientes; o como mínimo, dijo ella, no a menos que quisiera hacerlo. Casi daba la impresión de que algún abogado astuto hubiese estado hablando con ella sobre los derechos legales de las dueñas de tabernas. Como tal, yo creía que iba a ser terrible. Parecía estar sumamente entusiasmada con la idea de que estaría al mando. Claro que muchos subordinados creen que pueden llevar los negocios mucho mejor que el jefe. (Esto desde luego era cierto en el caso de la legendaria
caupona
de Flora, una taberna regentada por mi hermana Junia, la cual poseía las mismas aptitudes que una cría de diez años en cuanto al servicio de comidas al público.)

—¡Nos volvemos a encontrar! —la desafié—. Supongo que no te acordarás de mí; soy Falco. Me gusta pensar que las mujeres me encuentran una persona imposible de olvidar, pero la modestia es una excelente virtud romana.

Ella soltó una risita. Ése era un rasgo nuevo y decididamente desagradable.

Ahora la llamaban Flavia Fronta. Una de las armas del arsenal del gobernador era extender la ciudadanía romana a los bárbaros favorecidos. A cambio, éste esperaba poblar su provincia con leales amiguitos del emperador que, de modo excesivamente obsequioso, fueran bautizados con su nombre. Tenía el don de funcionar. Y no costaba dinero.

—¡Así que Flavia Fronta! —Trataba con todas mis fuerzas de no recordarla como la mugrienta proveedora de sexo y mal genio que había visto dos veces en La Lluvia de Oro. Los atrebates me observaban. Únicamente habían concedido el acceso a su testigo con la condición de que ellos estarían presentes para comprobar que no le sacara nuevas pistas de modo injusto. Cosa que sometía mis métodos a un examen más riguroso de lo que a mí me gustaba—. Tengo entendido que ahora vas a prestar declaración sobre la muerte de Verovolco, ¿no?

—Sí, señor, eso fue terrible. —Casi me muero de risa ante su cambio de actitud. Ahora era una persona tranquila, respetable y consciente de sus deberes. La verdad, pensé que estaba mintiendo descaradamente.

—Cuéntamelo, por favor.

La civilización tenía mucha culpa. Ella había ideado un nuevo y pésimo acento al hablar. Con aquellas vocales afectadas, recitó la declaración como
si
le hubieran dado clases.

—Un britano que no había visto nunca vino a nuestro bar aquella noche y se sentó con Ensambles y Piro.

—¿Oíste de qué hablaban?

—Sí, señor. El britano quería participar en su negocio, que es bastante desagradable, como probablemente ya sabes. Ellos no quisieron dejarle entrar en el asunto.

—¿De modo que no eran todos amigos?

—No. Se habían reunido con él para recriminarle su interés. Se ofreció a trabajar con ellos, pero se rieron de él. Él dijo que era de esa provincia y que haría lo que quisiera en Londinium. No tardaron en demostrarle lo equivocado que estaba. Ya sabes lo que ocurrió. Le dieron la vuelta y lo empujaron al pozo.

—¿Ninguno de vosotros trató de impedírselo?

—Yo estaba demasiado asustada. El propietario no iba a entrometerse.

—¿Pagaba a Piro y Ensambles a cambio de protección?

—Oh, sí. Lo tenían aterrorizado.

—¿Piro y Ensambles son muy conocidos en tu bar? ?Los consideras violentos?

—Sí, señor. Muy violentos.

—¿Y qué me dices del tercer hombre, su compañero?

—Viene algunas veces.

—¿Qué opinión te merece?

—Alguien al que hay que evitar cuidadosamente.

—¿Y quién es?

—Sólo sé que es de Roma, señor.

—¿Crees que es un cabecilla de la banda?

—Oh, sí. Todo el mundo sabe que lo es; fue él quien trajo a Piro, a Ensambles y a otras personas a Britania. Siempre han trabajado para él. Lo dirige todo.

—Vamos a asegurarnos del todo… ¿Fue él el que dio las órdenes la noche que asesinaron a Verovolco? ¿Tú oíste que lo hiciera?

—Sí. Dijo: ¡Hacedlo, muchachos! Y lo hicieron.

—¿Salió al patio donde estaba el pozo?

—No. Se quedó sentado en la mesa como si tal cosa. Y sonreía —se estremeció Flavia Fronta—. Fue horrible…

—Lamento tener que pedirte que lo recuerdes. Ahora dime, cuando este individuo les dio la orden, ¿Piro y Ensambles sabían exactamente lo que tenían que hacer? ¿Debían de haberlo acordado de antemano?

—Sí. El hombre no podía creer que aquello le estuviera pasando a él. Nunca olvidaré su mirada… —Su expresión de lástima por Verovolco parecía auténtica. Los atrebates se miraron unos a otros, nerviosos a causa de la escalofriante y deliberada violencia que ella describía. Todos habían conocido a Verovolco, supongo.

Fruncí la boca.

—Este cabecilla es un sujeto diabólico. Nos hace muchísima falta saber quién es. Es una pena que no tengas ni idea de cómo se llama.

—¿Ah no? —preguntó la mujer, divirtiéndose.

Hice una pausa.

—Me dijiste que todo lo que sabes es que procede de Roma.

—Cierto —dijo Flavia Fronta—. Pero sí sé cómo se llama.

Por un momento creí que iba a decírmelo. Pero no iba a tener tanta suerte. Al trabajar en un bar del centro de la ciudad la dama había aprendido a sobrevivir. Compuso una enigmática sonrisa.

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