—¿Qué pasa, Gayo?
—¡No lo sé, de verdad! —Hilaris tenía el ceño fruncido y parecía estar ligeramente molesto. Había dedicado toda su vida laboral a Britania y esperaba que lo mantuvieran informado—. Pensé que tú lo sabías, Falco.
—Pues mira, no lo sé.
—Alguien ha muerto, Marco — interrumpió Elia Camila, como para imponernos a todos un poco de sensatez. Así que su marido había quedado lo bastante perturbado como para discutir con ella el contenido de la carta.
—No sabía que Petronio tuviera mucha familia. —Helena me dirigió una rápida mirada. El tenía algunos parientes algo torpes en el campo a los que apenas veía. Una tía en Roma. Mantenía el contacto con ella, pero ¿quién recibe cartas de esposas separadas enviadas con urgencia a través de medio mundo… sobre una tía? Su tiíta Sedina era una anciana con exceso de peso, no sería ninguna sorpresa si fallecía.
Helena debió de leer en mi cara un reflejo de sus propios temores.
—¡Oh, no, una de sus hijas no! —soltó de repente.
Elia Camila estaba alterada.
—Me temo que es peor que eso…, son dos de ellas.
Todo el mundo quedó horrorizado. El mensaje del tribuno no era más que cortante burocracia: L. Petronio Longo tenía que ser informado con pesar de que dos de sus hijas habían sucumbido a la varicela.
—¿Qué dos? —inquirió Helena.
—No lo dice… —Hilaris se vio de inmediato ante una descarga de ira femenina.
—Has de enviar un comunicado urgente —le ordenó su mujer—. ¡Tenemos que poder decirle a ese pobre hombre cuál de sus hijas ha sobrevivido!
—¿Todas son hijas?
—Sí, tiene tres hijas; habla de ellas con mucho cariño. Gayo, no puede ser que nunca te haya hablado de ellas.
Maya, mi hermana, había permanecido en silencio, pero su mirada atónita se cruzó con la mía. Sabíamos que el mismo Petronio había tenido que guardar cama a causa de la varicela, que sin duda le contagiaron sus hijas cuando venía hacia aquí a través de la Galia. Toda la prole de Maya la había pasado al mismo tiempo. Cualquiera de ellos podría haber muerto. De haber sido Petro el que hubiera sucumbido, los cuatro jóvenes Didios hubieran quedado abandonados a su suerte. Maya los habría perdido a todos. Vi que cerraba los ojos y sacudía ligeramente la cabeza. Ése fue el único comentario que pudo hacer.
Me di cuenta de que sus mayores, Mario y Cloelia, nos miraban con los ojos abiertos de par en par. Nosotros, los adultos, evitamos mirarlos a ellos, como si hablar entre nosotros nos confiriera algún tipo de intimidad.
Al pensar en las tres chicas de Petronio, aquellos de nosotros que las conocíamos nos quedamos afligidos. Las tres habían sido siempre encantadoras. Petro siempre fue un padre serio y responsable, que retozaba con ellas cuando estaba en casa pero que insistía en una constante disciplina. Ellas eran su alegría: Petronila, la sensible mayor, una hija de su padre que se había tomado la separación de sus progenitores peor que el resto; la dulce y pulcra Silvana; la adorable Taclia, de cara redonda, que apenas tenía edad de ir al colegio.
Éramos realistas. Traer tres hijos al mundo era el ideal romano, mantenerlos con vida era poco común. El nacimiento en sí mismo ya entrañaba un riesgo. Un susurro podía llevarse a un niño. Eran más los niños que morían con menos de dos años de edad que los que llegaban a celebrar formalmente la salida de la infancia a los siete años. Muchos fallecían antes de cumplir los diez y no llegaban a la pubertad. El Imperio estaba lleno de lápidas diminutas grabadas con retratos en miniatura de niños pequeños con sus sonajeros y sus palomas domésticas, cuyos monumentos aparecían colmados de exquisitos elogios de esas queridísimas criaturas que se merecían lo mejor y que les habían sido arrebatadas a sus dolientes progenitores y mecenas tras una vida demasiado breve. Y daba igual lo que dijeran los malditos juristas: los romanos no hacían distinciones entre chicos y chicas.
En un Imperio entregado al ejército, al comercio de gran alcance y a la administración de tierras en el extranjero, más de un padre, además, perdía a su hijo durante su ausencia. Ser uno de tantos no lo hacía más fácil. Petronio se culparía a sí mismo y sufriría más aún por enterarse de aquella noticia a casi dos mil kilómetros de distancia. Fueran cuales fuesen los problemas que Petro y Arria Silvia hubieran tenido en el pasado, él hubiese querido darle su apoyo y consolar y tranquilizar a la hija que le quedaba. Para él hubiera sido importante presidir los funerales de las dos que había perdido.
Lo peor de todo era estar enterado de aquello y saber que él no lo sabía.
Fue demasiado para mí. Abandoné la estancia en silencio y por instinto encontré el camino hacia la habitación de los niños. Allí me senté en el suelo entre las sillas en miniatura y los tacatacas, y abracé con fuerza a mis dos cariñosos pequeños tesoros. Mi humor debió de afectarlas; Julia y Favorna adoptaron un aire contenido y dejaron que las abrazara para consolarme.
Entró Maya. Sólo uno de sus hijos estaba en el cuarto de los niños. Mario y Cloelia habían desaparecido; los mayores tenían permiso para salir si prometían tener cuidado. Anco, una criatura extravagante, había decidido que estaba cansado y se acostó en la cama para dormir la siesta. Allí sólo estaba Rea, que daba vueltas a gatas sobre una alfombra, divirtiéndose con algún interminable juego épico formado por animales de granja de cerámica. Maya no tocó a su hija más pequeña, se limitó a sentarse en una silla rodeando su propio cuerpo con los brazos, observando.
Al cabo de un buen rato, mi hermana me preguntó:
—¿Crees que lo sabe?
—¿Qué?
Se explicó pacientemente.
—¿Crees que alguna otra persona se lo ha dicho y él ha vuelto a casa sin informarnos?
Yo ya sabía por qué lo preguntaba. Eso sería típico de él. Hablar sobre su pérdida sería demasiado doloroso y el alboroto lo sacaría de sus casillas. La histeria de algunas personas, agitando e incrementando su angustia, no harían otra cosa que espolear sus deseos de irse cuanto antes.
Pero también sabía cómo hubiese hecho las cosas Petronio. Habría saldado todas las deudas. Luego haría el equipaje de manera rápida y escrupulosa. Con todas las correas de las botas, túnicas y recuerdos bien colocados en su rollo portaequipajes. Sí, tal vez se había marchado, pero en ese caso sería evidente que habría empaquetado y se habría ido a casa.
—Todavía no lo sabe. Sigue aquí, en alguna parte. Estoy seguro.
—¿Por qué? —preguntó Maya.
—Todas sus cosas están en su habitación.
Bueno, todas excepto las que le harían falta si andaba metido en algo peligroso.
Maya inspiró con fuerza.
—Entonces has de encontrarlo, Marco.
Eso ya lo sabía. El único problema era que no tenía ni idea de por dónde empezar a buscarlo.
¿Cómo podía trabajar?
El día anterior había sido duro. Aquél había empezado bien, pero después de la comida, con sus terribles noticias, todo se vino abajo. Lo único que quería todo el mundo era hacer corrillos y comentar aquella conmoción. La única persona que dijo algo sensato, en unos términos que reconocí, fue Helena.
—Petronio puede estar en cualquier parte de la ciudad o puede que se haya marchado. No malgastes energía, Marco. Ya aparecerá cuando esté preparado. Mientras tanto, ¿qué se pierde?
—Desde ese punto de vista, nada —admití con gravedad.
—Silvia y la pobre niña que ha sobrevivido no esperarán saber nada de él todavía. En cuanto lo sepa volverá a casa con ellas enseguida.
—De acuerdo. Será mejor que le dejemos terminar aquello que esté haciendo. —Le haría falta una mente tranquila para enfrentar su tarea. Si se había largado con alguna mujer, sería un mal momento para enterarse de la mala noticia: se iba a sentir culpable para siempre. Si estaba bebiendo, era mejor dejar que se le pasara la borrachera.
—¿Y, a todo esto, en qué puede andar metido aquí en Britania? —preguntó explícitamente Helena.
—No tengo ni idea. —Ella me fulminó con la mirada—. En serio, cariño. De verdad que no tengo ni idea.
Ambos nos sumimos en un ensueño. Al cabo de un largo rato, Helena dijo: —Hace tan sólo un día que se fue.
Un día y una noche. No sé por qué, pero no esperaba verlo de vuelta en un futuro inmediato.
Tenía que hacer algo. El no iba a darme las gracias, pero lo hice de todas formas. Redacté una lista de personas desaparecidas que Frontino pudiera entregar a los legionarios. «L. Petronio Longo, romano de treinta y cuatro años, nacido libre; muy alto, corpulento, cabello castaño, ojos castaños. En caso de ver a dicho sujeto, observad y comunicadlo a la oficina del gobernador. No os acerquéis ni arrestéis al sujeto. No insultéis, golpeéis ni maltratéis de ninguna manera al individuo. Si os veis obligados a revelar vuestra presencia, instad al sujeto para que contacte inmediatamente con la oficina del gobernador y retiraos.»
No informéis al sujeto de que pronto se le va a romper el corazón, muchachos. Dejad que lo haga el viejo tópico, los ámbitos adecuados. Esta repulsiva tarea está destinada a su mejor amigo.
Salí a buscarlo, sí. Deambulé por ahí casi toda la tarde. A los únicos que encontré fueron a Mario y a su perro, atisbando tímidamente el interior de los bares. Me los llevé a casa. De camino nos encontramos con Maya y Cloelia. Afirmaron haber salido de compras. También me las llevé a casa.
Cuando llegamos a la mansión del procurador, un remolino de jinetes y un carruaje se acercaban traqueteando a su majestuoso pórtico. Era lo único que me faltaba: el rey Togidubno no había perdido el tiempo y ya había llegado. Como aún no tenía información ni explicaciones sobre quién había ahogado a su desacreditado súbdito, lo más probable era que la mayor parte de la porquería que el rey arrojara cayera sobre mí… más todo cuanto añadiera Julio Frontino, sin duda con la esperanza de que pareciera que cualquier falta de progresos en el caso no era culpa suya.
Había una parte de mí a la que no le importaba. Un avezado asesino había sido asesinado a su vez, y si con aquello se iniciaba una guerra, pues bien, en aquel momento me apetecía muchísimo una buena contienda con cualquiera.
En los edificios oficiales se crea una atmósfera especial cuando estalla una crisis política.
En ciertos estratos todo continuó con normalidad. Elia Camila llevaba su casa en silencio, demostrando con un leve fruncimiento del ceño que preveía que iba a tener dificultades en cumplir adecuadamente las horas de las comidas. El gobernador, el procurador, varios funcionarios y el agitado rey se hallaban reunidos y encerrados a cal y canto. Los eficientes esclavos iban y venían, llevando rollos de pergamino o bandejas con refrigerios. Estaban nerviosos ante tal alboroto; daba la sensación de que los asuntos rutinarios quedarían anulados. La agenda se vio alterada por completo: reuniones que se habían fijado hacía semanas se cancelaron o se cambiaron de fecha apresuradamente. Se dispusieron jinetes correo y expertos en señales para que estuvieran listos en cualquier momento. A los mensajeros que llegaban los conducían a una habitación lateral y se les advertía claramente: tendrían que esperar por culpa de aquel lío. Oficiales y funcionarios locales fueron citados a toda prisa, conducidos hasta allí para luego marcharse otra vez volando; la mayoría de ellos se mostraba como si de alguna manera los hubieran pillado.
Nadie decía lo que estaba ocurriendo. Aquél era un secreto de primer grado, con triple sello de cera.
A mí tampoco me llamaron en ningún momento. Me vino bien. Y lo comprendí: el gobernador trataba de apaciguar al rey antes de que admitiéramos lo poco que habíamos avanzado.
En el vértice entre la tarde y la noche, Flavio Hilaris apareció durante breves momentos.
—¿Cómo va?
Esbozó una sonrisa irónica.
—Podría ir peor.
—¿Podría ser mejor?
Asintió con la cabeza, con aspecto cansado.
—Esta noche Frontino y yo cenaremos con el rey en privado. Por respeto hacia su dolor. —Y para mantenerlo incomunicado durante más tiempo, sin duda—. Ha visto el cadáver… —No me había dado cuenta de que hubiese salido nadie para ir de visita a la funeraria. Me pregunté si habrían traído el cuerpo—. El gobernador ha concertado que mañana tenga lugar la incineración; muy discreta, dadas las circunstancias. Yo asistiré, como amigo y vecino del rey. Se ha descartado toda representación oficial, habida cuenta de la deshonra sufrida por Verovolco. Sólo acudirán britanos de su región natal.
—¿Quieres que asista?
—Frontino dice que no. —Por fortuna nunca creí en el mito según el cual los asesinos se presentan de nuevo para observar el momento en que a sus víctimas las mandan al Hades. Hay pocos asesinos que sean tan estúpidos.
—¿Será un funeral al estilo romano? —pregunté.
—Pira y urna —confirmó Gayo—. El rey está totalmente romanizado. —Vio la cara que puse—. Sí, ya sé que no es su funeral. ¡Pero es lo bastante romano para hacerse cargo de todo! —Me gustaba el tranquilo e imperturbable humor de aquel hombre.
Me pregunté qué ceremonia hubiese escogido Verovolco para sí. ¿Se veía tan en sintonía con Roma? Yo tenía mis dudas.
¿Realmente hubiera optado por ser incinerado entre una nube de aceites aromáticos, o hubiese querido que lo enterraran con la cabeza cortada entre las rodillas, con sus armas y sus ricos objetos sepulcrales alrededor?
—¿Y qué clase de dolor muestra el rey, Cayo?
—Conocía a Verovolco desde que era un niño. De manera que, a pesar de lo que sea que haya ocurrido, Togidubno está deprimido. Amenaza con enviar a sus propios hombres a recabar información.
—No hay nada de malo en ello —dije—. Yo he realizado todas las pesquisas iniciales posibles en busca de testigos. Que los britanos vuelvan a revisarlo todo si quieren. Puede que remuevan algo… En caso contrario, Togidubno podrá comprobar entonces que nosotros hicimos cuanto pudimos.
Un anciano administrativo vino a hablar con él. Gayo tenía prisa. Se detuvo tan sólo para avisarme de que a la mañana siguiente tendría una reunión formal con el rey. (Imaginé que también me convocarían a una reunión previa con Gayo y el gobernador al despuntar el día, puesto que se mostraban preocupados por lo que yo pudiera decir.) Entonces me preguntó si Helena y yo podríamos ayudar a su esposa a entretener a los invitados de la comunidad local que iban a cenar allí aquella noche. Más importadores concienzudos: no me apasionaba la idea, pero cancelar su invitación provocaría demasiadas preguntas, y alguien tenía que hacer el papel de anfitrión. Le dije al cansado procurador que podía contar con nosotros.