El manuscrito carmesí (34 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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Empleé muchas horas —tardes y mañanas enteras— en redactar la Historia de la Dinastía. Consulté con meticulosidad los documentos enviados desde Granada; confronté unos con otros; agregué lo que en mi adolescencia había escuchado, lo que mi razón me sugería y lo que mi corta experiencia me apuntaba; pregunté incluso al alcaide, bastante versado en los dos siglos últimos, a pesar de que tiende, como cada cristiano, a erigirse en su eje. Llegué a soñar, tan embebido estaba, con los Mohamed, los Yusuf y los ismail que me antecedieron. A veces con tal intensidad me puse en su lugar que conseguí explicar sus reacciones más inexplicables para los cronistas: algunos de ellos supieron esperar tanto que los resultados de algún acto, en apariencia ilógico, no se produjeron hasta años más tarde, acaso cuando ellos no estaban ya en el trono. El trabajo ocupó muchos de los queridos papeles carmesíes, que son aquí una frágil presencia de la Alhambra...

Los he quemado hoy. Sobre las brasas lanzaban llamaradas azules.

Me ha parecido que con ellos quemaba muchas cosas, y, viéndolos arder, ni a mí mismo hubiese podido decirme si sentía satisfacción o pesadumbre. Antes de empezar a escribirlos, yo reflexionaba:

’¿Quién avala a los cronistas?

Uno de ellos quizá eligió, hace mucho, un chivo emisario a quien cargar de culpas, y los demás se transmiten el error de uno en otro como quien transmite una herencia opulenta. La Historia lo acepta casi siempre, porque es lo más sencillo no contradecirse y no alterar el desordenado orden que alguien estableció, muy probablemente para zafarse de una acusación o aumentar su provecho.’ Pero después de concluir mi relato, al releer lo escrito, comprendí que yo me había convertido en un cronista más, en uno que delata para liberarse de una recriminación o compartirla, y que se me habría podido hacer idénticos reproches que a los otros.

La historia que contaba —nuestra y de los cristianos— es un cúmulo demasiado grande de traiciones, de deslealtades, de abusos de confianza, de palabras quebradas, que todos sus personajes ya infieren ya padecen; una monótona sarta de guerras interrumpida apenas por una monótona sarta de paces, indecisas las unas y las otras como jugadas de una extraña partida cuyo final se hubiese convenido aplazar de antemano... ¿Qué iban a aprender mis hijos de semejante atestado? ¿Para qué describir los caracteres y los reinados de los efímeros sultanes, que no duraron sino pocos días; ni los de aquellos que, por el contrario, volvieron a reinar, después de destronados, dos y hasta cuatro veces? ¿Para qué insistir en el insensato ejercicio veraniego que cada año nos movía, a los cristianos y a los andaluces, a conquistar o perder o recuperar o volver a perder aldeas, puertos, torres y ciudades? ¿Introducía yo algún elemento, sacaba yo alguna conclusión que de veras cambiara el curso de los sucesos, o que los blanqueara y los santificara? El recurso de las guerras santas, a que tan aficionados hemos sido los del Norte y los del Sur de esta Península, ¿fue algo más que una desesperada búsqueda de alianzas?

Mis antecesores, todos —eso quedaba claro—, supieron que de África nunca cruzó nada a Andalucía que le trajera buenas consecuencias: ¿quién designó jamás a un lobo custodio de un rebaño? Siempre que recurrieron al Magreb, revivieron antes o después el pavor de los dos errores históricos —la petición de auxilio a los almorávides y luego a los almohades— en que los andaluces fuimos por lana y volvimos trasquilados. (Sin embargo me divirtió distinguir, caso por caso, cuándo el sultán de turno se asustó, como el niño que primero invoca al fantasma y después grita, o hizo ver que se asustaba, como quien bebe vino para excusar lo que sabe que hará una vez beodo.) De este lado del Estrecho se hallaron a lo largo de los siglos, y aún se hallan, nuestro corazón y nuestra fuerza. De ahí —y esto no es fácil reconocerlo, y aún menos confesarlo ahora— que sea mayor nuestra afinidad con los cristianos de la Península que con los musulmanes africanos: la convivencia, aún la más agria y violenta, siempre da un aire de familia.

En pro de esta opinión, he comprobado como arriba y abajo de la oscilante frontera, en toda la duración de la Dinastía, se reflejaron los mismos avatares igual que en un espejo. Si entraban los cristianos en épocas desmayadas, también nosotros; si en disidencias internas, nosotros también. Cuando, a principios de este infausto siglo, los castellanos se aferraron a la guerra como a un ideal caballeresco, nos equiparamos a ellos con la confirmación, paralela y vistosa, de la familia de los abencerrajes. (Durante los últimos reinados, éstos han sido un puente entre Castilla, con quien mantuvieron y mantienen relaciones al margen de la oficialidad, y nosotros; de ahí su habilidad para sacarse de la manga, cuando nadie lo espera, un aspirante al trono cuya educación es mucho más castellana que andaluza.) ¿No han proliferado, en Granada como en Castilla, durante la paz, las sublevaciones y los descontentos, hasta el extremo de hacernos añorar las épocas de guerra? Y, cuando entre nosotros no ha sido necesaria la muerte para mudar de sultán (no hablo de la natural, por descontado, aunque la provocada llegó a ser entre nosotros la verdaderamente natural), es porque nuestra organización religiosa y social y familiar es menos apretada y coherente que la de ellos, y nuestras formas de sucesión más arbitrarias. Por eso a los reyes castellanos, que se suceden con estricta rigidez, les trae sin cuidado quién sea el sultán de Granada: ellos aspiran sólo a que nadie lo sea de modo inamovible, para, a través de familiares ambiciosos, alimentar desavenencias y urdir suplantaciones.

Pero mejor sería preguntarse si es que a los propios granadinos les importó qué sultán los gobernara.

Era bueno el que les otorgaba seguridad, aminoraba los impuestos y espaciaba las algaradas: más no querían saber. Salvo ciertos relumbros o ciertas rachas de suerte, mis predecesores se parecieron todos, y más desde más lejos.

Cuando, poco después de que los cristianos entronizaran la rama bastarda de los Trastamara, el primer Ismail inauguró la segunda rama de nuestra Dinastía, ¿qué fue lo nuevo? Se ha dicho —y ya es mucho decir— que a simple vista los sultanes de esa rama usaron un mayor rigor moral y religioso. Más cierto es, sin embargo, que los sultanes nazaríes no íbamos a ser ya ni poetas ni astrónomos: no nos quedaría tiempo; tendríamos que apoderarnos, a la cabeza de las tropas, de fortalezas y ciudades.

Pero, excepto para los reyes, ¿fue sustancial tal cambio? A pesar de lo que se ha escrito, ¿no continuaron siendo los pilares del Reino la unicidad de Dios y la espada de Dios, al menos de palabra? ¿No persistieron las dos constantes de esta contienda interminable: la pugna por el Estrecho, que puede favorecer o impedir los ambiguos socorros africanos, y que el único objeto de las treguas sea fortalecerse para las guerras próximas y cambiar de aliados? Los sultanes de la segunda rama ejercieron, como Dios les dio a entender, su oficio: continuar la lucha invariablemente, legislar lo más útil sobre los judíos, y procurar una mayor decencia en las costumbres: son los tres viejos anhelos de mis antepasados. No obstante, creo que nada de lo antedicho caracteriza de veras a la segunda rama, sino la forma de morir sus sultanes: contra los de la primera se usó el agua o el veneno; a partir de Ismail I ha habido sólo sangre, mucha sangre, continua y ardientemente derramada, salpicando pavimentos y zócalos, a ser posible por mano de los más íntimos miembros de la casa...

¿Como no alegrarme de que el fuego consumiera tan feroces evocaciones que sólo la ferocidad de los cristianos —mayor aún que la nuestra—, y su hambre, y su fingido y despreciable fanatismo, y su ansia de rapiña, lograron empalidecer? De los datos que aportaba yo en la Historia se deducía que la heroicidad fue siempre menos productiva que los saqueos de pueblos y cosechas, que el rescate de los prisioneros, y que el comercio (que casi siempre permaneció intangible, pues de él se beneficiaba el enemigo tanto como nosotros). Porque, si lo que el enemigo llama reconquista fue una incansable continuidad de luchas religiosas —ni por su parte ni por la nuestra—, que se me vede a mí la entrada al Paraíso. Bien quemados están, pues, los papeles que tales pruebas aportaba.

Hoy resumo a vuelapluma lo referente a los treinta últimos años de la Dinastía, que es lo que más me afecta.

Aludiré en primer lugar a un suceso significativo. En 1452 mi abuelo materno Mohamed IX “el Zurdo” mandó a Abdalbar, jefe de los mercenarios, al reino de Murcia con no más de doscientos caballeros y seiscientos infantes.

Triunfaron en Murcia y Orihuela; pero a la vuelta, en Lorca, tropezaron con Pedro Fajardo, hijo del famoso Yáñez, que los venció en la batalla de los Alporchones.

Fue una derrota sin pena ni gloria; pero los trovadores cristianos se la apropiaron y la exaltaron hasta la epopeya. En esta época, que es ya la mía, nadie como los poetas para inmortalizar bien una victoria bien una derrota: depende de lo que se les pague; o quizá de algo más, no estoy seguro, aunque temo que tendré ocasión de comprobarlo.

Juan II otorgó a Mohamed una tregua de cinco años. Pero no los disfrutó quien los había ganado a pulso: a principios del año 1454 murió “el Zurdo” de muerte natural: sólo ella podía acabar con él, tan contrastado en las resurrecciones, ya que fue destronado tres veces y entronizado cuatro. Mohamed XI “el Chiquito”, segundo marido de mi madre, sucedió a su suegro. Pero los abencerrajes no lo querían; de nuevo opusieron otro candidato, educado también por destierro en la corte de Juan II.

Era Abu Nazar Sad, pariente de Yusuf Iv, llamado Sidi Sad, o Ciriza, por los castellanos. Es decir, mi abuelo paterno.

Para entonces, Álvaro de Luna ya había sido ejecutado en Valladolid: no éramos nosotros los únicos que, desde lo más alto, echábamos a lo más bajo las cabezas.

El turno de la insensatamente llamada reconquista le correspondía a Enrique Iv. Antes de que muriera su padre, Juan II, mi abuelo Sad le había enviado emisarios solicitándole su intervención en las peleas granadinas por el trono. Al frente de ellos, Abul Hasán Alí, mi padre, fue retenido en Segovia como rehén no se sabe de qué. Lo acompañaba una lucida escolta de ciento cuarenta caballeros y treinta infantes, a la que se agregaron por el camino otros adictos a mi abuelo: trescientos hombres en total, que fueron instalados en Arévalo, probablemente para impedir que defendieran los derechos de nadie.

Porque, en la primavera de 1455, hubo en el Reino nazarí tres reyes compartiendo el poder (mi situación, por tanto, no es nueva bajo el sol): el rey “Chiquito” (al que seguían Granada, Málaga, Almería y Guadix); Mohamed “el Cojo” (que se negaba a retirarse, y tenía Illora y Moclín con sus castillos, y también Gibraltar); y mi abuelo (que residía en Archidona, gobernaba en Ronda —cuya guarnición africana le era fiel—, y contaba en Almería con algunos dignatarios). [Mi madre fue esposa de dos de ellos y nuera del tercero.] Usufructuario del descabalo, Enrique Iv se lanzó a la cruzada granadina.

En su primera entrada de cuatro días quemó las tierras de Moclín e Illora, y prohibió la guerra de escaramuzas, porque, audaz y ostentosamente, para deslumbrar a sus cortesanos, quiso concentrarse en ataques a las fuerzas vitales. En la segunda entrada, que duró dos semanas, taló Alora y Archidona, en el camino hacia Málaga, donde resistían Abdalbar y Aben Comisa; en sus alrededores se entrevistó con mi padre, con el que se entendía bien, y se comprometió a no robar cosechas ni asaltar las plazas favorables a mi abuelo. En la tercera entrada abordó la Vega por Alcalá la Real; durante tres semanas entregó al pillaje las granjas y los pueblos de trayecto pero, en contra de lo que se había propuesto al principio, se resistió a comprometerse en una gran batalla.

La fogosa nobleza castellana murmuró y se quejaba, aunque yo creo que de dientes para fuera, frente a la nueva táctica de su rey, consistente en extenuarnos con acechanzas y agresiones menudas en una campaña pertinaz y sin gloria. Al retirarse, dejó al gobernador de Alcalá la misión de firmar una tregua con Mohamed XI “el Chiquito”, representado por Abdalbar; las condiciones fueron tan onerosas y fuera de lugar que parecían propuestas para publicarse en Castilla: reconocimiento de vasallaje a través de pesados tributos, libertad de dos mil cristianos en cuatro años, cesión de lo conquistado desde la muerte de Juan II, y obligación de un servicio militar a Castilla. Ante tal política de jactancia y bravuconería, las cosas se dejaron como estaban.

Mi abuelo entró en Granada secundado por los del interior de la ciudad; dentro ya, prosiguió las negociaciones con el mariscal Diego Fernández de Córdoba, conde de Cabra. [Padre del que luego se apropió de las banderas en la batalla de Lucena.] Era un buen amigo suyo y, en ocasiones, compañero de armas; el hecho era habitual todavía en aquel momento, en el que se peleaba como una cansina costumbre secular, y en el que, como todo lo inevitable, el estado de guerra se había incorporado a nosotros y a toda nuestra vida.

Pero las tensiones de la situación —más las interiores que las exteriores— preocupaban a mi abuelo Sad. Un nutrido grupo de partidarios de “el Chiquito”, ya anciano, lo llamó para introducirlo en Granada. Él se puso en marcha a través de la sierra; mi padre, advertido, le tendió una emboscada, lo condujo a la Alhambra, lo convidó a cenar en el Palacio de los Leones, y lo degolló con su propia espada. Al mismo tiempo mandó asfixiar a todos sus hijos con las servilletas de la cena. No tardaría mucho en tomar por esposa a su mujer, en quien me tuvo a mí.

Entonces se verificó la cuarta entrada de Enrique Iv. Pretextó para ello que mi abuelo había roto la tregua tácita, como si tal figura existiese cuando hasta las expresas y bien ratificadas se rompían. Tomó el castillo de Solera, conquistó Estepona, sembró la Vega de estropicios. Camino de Gibraltar, consiguió que los defensores de Fuengirola se refugiasen en el castillo, y los cercó.

Cerca ya de la Roca, salió a su encuentro Aben Comisa al frente de una tropilla, le rindió homenaje y —sorprendentemente: Aben Comisa siempre estuvo lleno de recursoslo invitó a cazar leones en África. (Parece que la caza era la única afición de ese rey, si se exceptúan los hombres.) Como era de esperar, las tribus del Rif, es probable que ni siquiera avisadas, lo recibieron tan mal que regresó a Tarifa y después a Sevilla.

Entretanto, mi abuelo, dedicado a las escaramuzas, había hecho un avance hasta Jaén. En agosto la Vega fue otra vez devastada, y en octubre, al volverse las tornas, mi abuelo se vio empujado a aceptar una tregua de cinco meses, mediante el pago de cinco mil doblones de oro y la libertad de seiscientos cautivos. (La llamada reconquista desaparecía como ideal político para convertirse en un negocio que podía resultar, según los casos y quien lo emprendiera, ruinoso o saneado.) En los primeros días de 1457, Enrique IV convirtió Jaén en una plaza de armas, e hizo su quinta entrada. Conquistó Illora, Huéscar y Loja; pero hubo de retirarse ante la abulia de sus tropas y la propia. Mientras, en Castilla, la oposición de los nobles trasladaba a un segundo plano la guerra de Granada; hasta Fajardo “el Bravo” se rebeló. Los granadinos llegaron de nuevo hasta las puertas de Jaén, y el rey delegó en el conde de Cabra la firma de una tregua hasta el 61.

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