El manuscrito carmesí (14 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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En la actualidad me resisto a emplear tal recurso. Porque, piense en lo que piense, y cualquiera que sea el principio de la táctica utilizada para dormir, acabo soñando con la misma cosa. Sea una mesa con dos insignificantes y vulgares comensales, o una floresta donde dos amantes pasean y se detienen para acariciarse, o una elevada torre desde la que un espectador domina un panorama sin grandes perspectivas... Da lo mismo: acabo por ver, entre paños blancos y bolas de alcanfor, dentro de un arca que unas manos entreabren, sobre una bandeja cubierta con un lino que levantan unas manos de hombre o de mujer, o encima de un almohadón entre hermosas flores perfumadas, o en medio de dos hachones que han sido encendidos con prisa por una figura de espaldas, siempre, siempre, acabo por ver la cabeza, separada del cuerpo, de mi hermano Yusuf. Y oigo alzarse y arreciar el llanto de las mujeres por el otro Yusuf, el del Corán, y veo cómo ante su belleza se cortan las manos, y todo el sueño es ya un puro alarido del que quiero despertar y no puedo, un puro charco de sangre que, al incorporarme de un salto, me obliga a mirarme y a mirar alrededor, tan seguro estoy de que voy a encontrarme empapado de ella.

En la fiesta del Mawlid correspondiente a mis once años, a la vez que celebraba el nacimiento del Profeta, celebré, sin preverlo, mi entrada en la adolescencia; en ese laberinto confuso en que el muchacho, solitario, no sabe a quién busca, y se extravía hasta que, frente a un ignoto espejo, se da de manos a boca consigo mismo.

Las doctrinas de Malik que nos enseñan en la madraza, los libros de la justicia y la religión misma consideran los bailes y las canciones como licenciosos y proclives a la inmoralidad. De las casas donde hay esa clase de festejos acostumbran ausentarse los alfaquíes. Incluso mi padre, no muy cumplidor de las normas, cuando sale al frente de una algara, no permite tañer los instrumentos hasta atravesar la Puerta de Elvira.

Sin embargo, Granada ha hecho siempre oídos sordos a cualquier predicación contra la música. En ese día del Mawlid del que hablo no había ni un rincón sin ella.

Toda la ciudad era una resonancia vivaz y jolgoriosa. Por dondequiera se oían los cantos andaluces que, desde que tengo noticia de mí, me enfervorizan: unos cantos que se levantan como varas de nardo, como afiladas lanzas y, de pronto, se desploman igual que las rapaces después de cernerse; se desploman quejándose y riéndose al mismo tiempo. No sé si esos cantos los encauzó Ziryab el bagdadí, al que en Córdoba llamaron “el Pájaro Negro”, pero siempre he creído que brotan de esta tierra como brotan las flores: de su clima, de su luz, de su conciencia de la muerte mezclada con el gozo de la vida.

Igual que brotaban en mi alma, a la expectativa de lo desconocido, aquella tarde.

En la Alhambra, el sultán celebraba una gran fiesta para los mayores, en todos los sentidos, del Reino. A nosotros, no sólo a Yusuf y a mí, sino a algunos de nuestros hermanastros, nos permitieron asistir a otra, que ofrecía en su casa el hijo de un ministro.

Su nombre es Husayn, y no lo conocíamos porque había pasado los últimos años en Almería con unos familiares suyos dedicados al comercio por mar. Si me traslado a aquel atardecer que hoy veo tan distante, todavía me estremece su frío. Mientras atravesábamos la Alhambra para llegar a casa de Husayn, no lejos de la de los abencerrajes, yo hacía un gesto con el que levantaba en torno mío una barrera invisible: consistía en apretar por sus junturas las mandíbulas, hasta producirme dentro de los oídos un zumbido que multiplicaba mi sensación de frío y de abandono. Aislado por el ruido interior, que distanciaba todos los otros, veía con mayor precisión las hojas secas que el viento arrastraba y arremolinaba. Los jardines se habían convertido en una ruina hermosa y desolada; los amarillos, los ocres, los rojizos, se entreveraban y se desprendían; caía una lluvia menuda, impávida y glacial, que levantaba de las enramadas un incipiente olor a corrupción.

Íbamos abrigados con mantos de lana listada de colores; es decir, teníamos el aspecto de lo que éramos: unos niños a los que, por primera vez, se autorizaba a asistir a una fiesta fuera de su casa, al caer el día, en otoño. Qué ajeno estaba yo a que mi infancia se me rompería entre las manos esa noche con el minúsculo estruendo con que se rompe una alcancía de cerámica.

Al entrar vimos que la fiesta estaba mejor organizada de lo previsto; pero peor, según los principios coránicos. Numerosos cantores que no actuaban en la Alhambra —y alguno de los que irían luego allí— nos aguardaban. Los cantores granadinos, famosos no sólo en la península, sino fuera de ella —al Norte de los Pirineos y en el Magreb—, son con mucha diferencia los más cotizados. Había esclavas que nos convidaron con mosto y jugos de bonitos colores.

En un salón se preparaba una leila con dulzainas, chirimías y ajabebas; pero, bajo el son de las bandolinas, las guzlas y los laúdes, ya se revelaba triunfante el ritmo de adufes, panderos y sonajas, no bien considerados entre la aristocracia. Se respiraba un ambiente de zambra que, por ser demasiado popular, nos estaba vedado. Yusuf, enrojecido en parte por el frío y en parte por la excitación, me daba codazos de impaciencia y de confabulación.

Me acompañaba “Din”, mi perro, que vive todavía, achacoso ya y lleno de toses. Al salir de casa, me fue imposible conseguir que se quedara. Era todavía un cachorro —como yo, pero rubio y blanco— rechonchete, desvergonzado, gracioso y sin educar, por lo que me habían prohibido llevarlo conmigo a ningún sitio. Pero estaba de Dios que, en aquella noche, todo fuese infracción.

Se inició el canto, y las letras de las canciones indicaban el cariz de la zambra, para nosotros aún incomprensible. Una mujer cantaba:

“Dicen que soy tu montura.

Si de ti salgo al campo montada, a tu poder me acomodo: como una flecha corro cuando metes tu espuela, y me detengo cuanto tú te detienes”.

Husayn, el anfitrión, me murmuró al oído:

—Es un zéjel de un viejo e impúdico poeta cordobés. Me ha dicho la cantora que, en el original, habla un hombre de otro hombre.

No entendí lo que me decía, y volví la cara para pedirle una aclaración. Estaba tan inclinado sobre mí que nuestras caras se juntaron. La cantora continuaba:

“‘Dueño mío —me dice mi amigo—, cambia, hijito, de amor.’

‘¿Cómo hacerlo, si tú eres mi mundo y mi tiempo de flores?

¿Por qué dices que yo soy tu dueño?

Esa palabra sobra.

Dime sólo cariños y arrullos; hazme sólo arrumacos.

Lo que quieras quitar de respeto, me lo añades de amor.

Aún con leche en los labios, no tengas en el pecho alquitrán’“.

Difusamente pensé que Husayn no separaba con la debida rapidez su cara de la mía, y noté que estaba arrebolado y ardiendo. Pretendí separarme yo dando un paso hacia adelante, pero no lo di a pesar de intentarlo. Un instante después, Husayn se sentó y tiró levemente de mi chilaba para que yo lo imitase. Lo complací, y me senté. En ese momento, “Din”, encantado con la nueva postura, que le permitía alternar conmigo con más comodidad, se puso a retozar a mi alrededor. Le reñí, y hasta le sacudí con mi cíngulo, cosa insólita —yo lo mimaba mucho—, que hizo que Yusuf, desde lejos, me mirase con extrañeza. Pero yo quería que todos me dejaran en paz. Estaba alterado sin saber por qué; temía parecer demasiado pueril al muchacho de la casa, que, por otra parte, no me llevaba más de un año o dos.

—Si no molesta. Déjalo. Es muy lindo —dijo mientras acariciaba a “Din”.

Su mano, sacudida por los movimientos de simpatía del perro, rozaba de cuando en cuando mi muslo, aunque con discreción se retiraba. O con una recalcada discreción. Yo no sabía ni qué quería yo, ni si había que querer algo.

Sólo sabía lo que quería “Din”: jugar con cualquiera; y lo que quería Yusuf, que me hacía señas de que lo siguiese fuera del salón.

Pero me hice el distraído, y permanecí inmóvil. Sentí que mis mejillas se habían ruborizado y que mi cuerpo despedía calor. La música sonaba cada vez con mayor alborozo. El tiempo se detuvo, o quizá corría más de prisa. Porque ahora cantaba un muchachito, con no más de nueve años.

—Es hijo de un herrero —me comentó Husayn, en voz tan baja que me tocaba la oreja con los labios—. Ya verás qué bien canta.

“Quiero sorberle el labio a una copa, ya que no me dejas sorberte a ti los labios.

No es un refresco el beso, sino una brasa al rojo.

Ay, nadie es tonto hasta que se enamora”.

Husayn, con cortesía, tomó la copa de mi mano y bebió, mirándome, un sorbo de ella. Luego me la devolvió, y yo, sin darme cuenta apenas, bebí también. Dentro de mi corazón revoloteaban mariposas; tan fuertes eran sus latidos que me asombraba de que la música continuara oyéndose. Husayn me cogió la mano con la que yo sostenía la copa, y la atrajo hacia él. Creí que iba a beber de nuevo, pero no: acercó su boca y me besó la mano.

Luego susurró:

—Porque he besado tu mano, los reyes me besarán la mano.

Y clavó sus ojos en los míos.

Yo escuchaba la risa de Yusuf, que se había refugiado con otros muchachos en un salón cercano. Y pensé que él no entendería lo que me estaba sucediendo, sencillamente porque no lo entendía yo, ni sabría explicárselo.

“Mi corazón” —cantaba— “a pesar del invierno, con el amor y el vinillo palpita.

No he de atrancar la puerta de mi casa por si quien yo me sé viene esta noche”.

—¿Es que las copas tienen vino? —pregunté a Husayn vuelto hacia él.

Eso hubiese justificado mi malestar y mi bienestar. Vi su cara de frente: era agraciado, con ojos chispeantes; los dientes le asomaban entre unos labios frescos.

—No —contestó, y añadió sonriendo—: las copas, no. Hay vino en todo lo demás. Tu hermano es cautivador y más audaz que tú.

¿Sabes lo que hace? Fuma hachís ahí dentro. ¿Te atreves tú a fumar?

—Prefiero quedarme aquí —musité; pero Husayn no me oyó.

—¿Qué has dicho? —preguntó acercándose aún más.

—Que prefiero quedarme aquí.

—Yo también —insinuó. Y puso su mano sobre la mía—. Aunque estaríamos mejor en otro sitio.

—¿Dónde? —le pregunté.

—Ven.

Me llevó, sin soltarme la mano, a un aposento pequeño y retirado.

“Din”, que nos acompañó, saltaba alrededor, feliz con el cambio.

Volví a recriminarme no haberlo atado en casa. Husayn con una mano acariciaba mi cara, y, con la otra, mi cintura. Yo, ignorando qué hacer con mis manos, dudaba, hasta que las coloqué, como si no fueran mías —o acaso ellas se colocaron solas—, sobre sus caderas. Había bajado los ojos, y me oí suspirar.

Husayn me levantó la barbilla y nos miramos: todo el mundo eran sus ojos. Tanto, que tuve que cerrar los míos. Luego me besó en la boca. Sentía las patas y los gañidos de “Din”, que reclamaba mi atención, depositada entera en otro sitio. Se escuchaba una voz:

“Por la boca entra el licor que me embriaga y entra el humo venturoso del hachís.

Pero los restos del vino salen por una espita que no nombro y los restos del humo son sólo risas y humo”.

La boca de Husayn se demoraba sobre la mía. Para poder respirar, entreabrí los labios. Imaginé sus dientes algo grandes y sus labios, que había visto de cerca un poco antes. Pero me pregunté por qué tenía que imaginármelos si ahora estaban entre los míos.

“El vino y el hachís son las muletas en que me apoyo: de agradecer son ambas; pero la del vino me traba los pies y la del hachís me proporciona alas”.

Nuestros cuerpos, apoyados el uno contra el otro, se frotaban y se apretaban. Algo crecía en mí, se dilataba en mí con un insólito sufrimiento. Sufrí un vértigo, cerré los ojos en el vacío y eché las caderas de golpe hacia adelante. Husayn levantó el borde de mi falda, e introdujo su mano bajo ella. Me acarició allí donde algo nuevo se tramaba, al parecer en contra mía. Con la otra mano me empujó en el hombro hacia abajo, y nos recostamos sobre unos almohadones. Cogió mi mano y la puso entre sus piernas: entonces comprendí lo que se alzaba entre las mías. Alguien cantó, y me sonaba dentro:

“Ay, jilguero, ay, jilguero, pósate en la rama de mi cuerpo, brinca sobre ella y trina, balancéate y canta y haz tu nido en mi pecho, que ya no puede servir para otra cosa”.

“Din”, ofendido por nuestra indiferencia, se tumbó a nuestro lado, mirándonos con ojos de reproche, atentos y suplicantes. Husayn me acariciaba y yo lo acariciaba.

Con los ojos perdidos, llegó un momento en que creí que me estaba muriendo sobre los almohadones, y que se me escapaba la vida, y que nunca más podría ponerme de pie, ni ver, ni oír. Abrí los ojos porque “Din” me olfateaba el vientre, mojado de algo que no había visto nunca. Husayn yacía como desmayado al lado mío, con el pene erecto, protegiéndolo de “Din”, que a toda costa trataba de lamerlo.

—”Din” —grité, o no sé si grité—. ¡”Din”!

—Él sabe lo que hace —sonrió Husayn y, después de un instante en silencio, añadió—: Vamos con los demás.

A mí me parecía que llevábamos años apartados de ellos. Al volver al salón principal, todavía cantaba el hijo del herrero con su blanca y aguda voz de niño:

“Ay, jilguero, ay, jilguero, déjame besar tu cuello mientras te digo adiós”.

La mano de Husayn acarició mi cuello sin detenerse en él.

—Tienes —me dijo— el cachorro más bonito del mundo.

—Quédate con él. Quiero regalarte algo por el Mawlid y por tu fiesta.

—¿De verdad?

—Nada me gustaría tanto, siempre que me dejes visitarlo de cuando en cuando.

Sonrió, me hizo una reverencia de gratitud, y llamó a “Din”.

Como si comprendiese que había cambiado de dueño, “Din” corrió hacia él haciéndole zalemas, y meneando, no el rabo sólo, sino las ancas y casi el cuerpo entero.

Aquella noche yo no podía dormir. Estaba poseído de una agitada felicidad. O quizá no de felicidad, porque suponía que ése habría de ser un sentimiento menos torturador. Lo que no me dejaba dormir era una tensión que me representaba, detalle por detalle, lo sucedido; la necesidad de que la noche no pasara, y a la vez de que llegara el día siguiente para comprobar, a su luz, que todo había sido cierto, y que, a pesar de ello, yo seguía siendo el mismo.

Con los ojos abiertos en lo oscuro, percibía resonancias no percibidas hasta entonces en las noches de la Alhambra: los sonidos quebradizos y entrecortados del agua, los remotos chasquidos de las armas de la vigilancia, el aire insomne desordenando los jardines, el silencio armonioso que luego he escuchado tantas noches descender desde las estrellas. Me parecía que, por fin, había sabido quién era yo y para qué era yo...

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