Read El manuscrito carmesí Online
Authors: Antonio Gala
Yo sabía que era retórica, que era ruin hojarasca cuanto estaba diciendo; pero nunca como cuando se es ajeno a él se dominan los pormenores de un discurso, las eficaces inflexiones de la voz, la emoción simulada. Yo deseaba insultarlos; pretendía demostrarles que ya eran incapaces de sostener la patria, de nutrirla y de sentise suyos. Su patria era su ambición, y yo no iba a tolerar que le dieran la vuelta al argumento, y justificaran su defección con el sacrificado amor a su pueblo y con sus conmiseraciones. Pero ni siquiera me admitirían que se lo escupiera a la cara: todos juntos —y estaban todos juntos— podían más que yo.
Vi que los ojos de Farax, los únicos que sostenían los míos, brillaban llenos de una devoción absoluta. Concluí:
—¿Estáis conformes con lo que vuestro portavoz ha declarado?
Todas las cabezas, como apesadumbradas, se inclinaron aún más.
Dejé que el silencio se enseñorease, contundente y pesado, del salón. Me volví a Aben Comisa; luego, a El Maleh. Uno con los labios y otro con las cejas, me transmitieron un recado que me negué a entender.
—Yo, no. Mi portavoz no es ése. —Era mi madre, con el tono grave y bien modulado de sus mejores intervenciones—. Yo soy mi propio portavoz, y mi voz es mi sangre. Por voluntad de Dios, los nazaríes hemos sido depositarios de la fe. A nosotros se nos ha encomendado, desde hace cientos de años, traspasar a nuestros herederos esta gran mezquita de Dios que es Granada, para que ellos a su vez la traspasen a los suyos.
Eso se lo había oído yo decir en Córdoba, de ellos mismos, a los reyes cristianos. Todos los gobernantes que no se erigen en dioses se vinculan, antes o después, a la Divinidad: es su manera de perpetuarse y de vanagloriarse. De tejas para arriba es más fácil conciliar a los hombres, con promesas que no son exigibles de inmediato, con intimidaciones que otros poderes impalpables se encargarán o no de cumplir. Seguía mi madre:
—¿Es que no os avergüenza que seamos nosotros quienes rompamos las ligaduras que nos atan a Dios?
Qué queréis decir cuando afirmáis que la situación es insostenible?
A lo largo de mi vida yo no he atravesado sino situaciones insostenibles; la vida misma es una de ellas: de ahí que nos muramos.
Qué clase de granadinos sois, que alardeáis de que los cristianos viven mejor que vosotros? ¿Es que vivir mejor es lo que importa ahora? Si decís que ellos tiene víveres y armas, ¿por qué no añadís la hora en que hemos de arrebatárselos? ¿Aspiráis a imitar al traidor y vendedor del Reino, Abu Abdalá, al que tantos entre nosotros aclamaron como “el Valiente”? ¿Qué es lo que os proponéis?
Yo no os entiendo. Quizá soy vieja ya. Quizá mis muertos, emires en su mayor parte, tiran ya de mis miembros hacia abajo. Quizá no me queda otra cosa que defender sino mi honra y la honra de mi Reino; un reino que pertenece a mi familia por derecho de conquista: recordadlo. ¡Recordadlo! Pero, mientras haya en él hombres con sangre en las venas, yo seré su portavoz, porque me ensordezco a otra voz que la de esa sangre.
Creí que, después de purgas lancinantes, de tantas amputaciones de miembros gangrenados, Granada, al fin, se había quedado con los hijos cabales, con los apiñados. Creí que, después de tantas aflicciones, de tantos sinsabores; después de haber luchado como un hombre de una ciudad en otra cuando mi hijo el sultán padeció cautiverio, vosotros tendríais por mi la veneración que se merece una enseña. ¿No es así?
—Aguardó con habilidad unos momentos. Levantó el tono—. ¿No es así? ¿Decepcionaréis tanto a vuestra sultana que prefiera mil veces haber muerto antes que contemplar lo que contempla? Si nuestro pueblo está desesperado, es de tal desesperación de donde recabará su mayor ímpetu. Si nuestro pueblo está hambriento, es de su hambre de donde obtendrá la saciedad. Vayamos contra los cristianos; que llamen los pregoneros a los hombres. Yo permaneceré en Granada con las mujeres, y juntas la defenderemos. Id vosotros contra los enemigos de la fe; prended de nuevo fuego a su campamento.
Los que regresen encontrarán una ciudad prevenida para la felicidad y para la vida; quienes mueran resucitarán en el Paraíso. ¿O es que nuestros antepasados nos mintieron? ¿Será mentira todo aquello por lo que lidiamos y en lo que creíamos? ¿De pronto es ya mentira? Contestad. ¡Contestad!
A sus elocuentes interpelaciones no le contestó nadie. Fue como si el contundente y pesado silencio que precedió a su discurso lo hubiese rechazado. Como si sus palabras se hubieran desvanecido por el aire —”flatus vocis”— sin que nadie las escuchara. Es inútil repetir lo que está cansado de escuchar a alguien que ya ha desviado la vista en otra dirección, y al peligro, convertido en carne de su carne, lo ha sustituido por una intacta y peregrina perspectiva.
Acaso si no hubieran existido los cristianos, los musulmanes que estaban delante de nosotros se los hubiesen inventado. Lo que a muy pocos les parecía un suicidio, a la mayor parte le parecía un renacimiento. ‘Están hasta el turbante de nosotros, madre —pensé—. No malgastes tus centelleantes y baldíos recursos. Ya no hay nada que hacer.’ Farax miró a su alrededor; dio un paso al frente. Yo lo detuve con un gesto invisible para los demás. E interrumpí el silencio:
—Sé que estáis examinando vuestras conciencias. Sé que medís con tiento los pros y los contras.
—Por descontado, no era cierto—.
Si decidís resistir conmigo, reconstruiremos entre todos el Reino. Las potestades de Dios nos son desconocidas: ¿quién puede vaticinar lo que, después del invierno, nos aguarda? ¿No irrumpe siempre detrás de él la primavera?
El razonamiento era muy débil; no era un razonamiento. Ni siquiera cabía ser razonable en unas circunstancias como ésas. Cabía ser heroicos; pero la heroicidad usa un idioma que mi auditorio no entendía. Mis súbditos no habían oído hablar jamás de Numancia o de Sagunto, y se echarían a reír si alguien tuviese la audacia de relatarles semejantes historias. Los razonables eran ellos. Ellos se agruparían, pero para sobrevivir; se solidarizarían, pero para durar, no para inmolarse. Yo era su sultán; en teoría mandaba sobre ellos: una farsa más; para sobrevivir, como primera providencia, me destituirían; como segunda, me cortarían el cuello. Y sin ellos, yo no era sultán de nadie. Ni con ellos, tampoco: su silencio lo confirmaba a voces.
Dando unos breves pasos, se adelantó un hombre muy bajito. La barba le cubría todo el rostro.
Tenía ojos menudos y escudriñadores, y unas manos velludas, más grandes de lo proporcionado. Era un alfaquí que en las semanas últimas había adquirido un gran predicamento. Venía de Huenejar, o de Huájar, o qué sé yo de dónde.
Se llamaba, por supuesto, Mohamed el Pequení.
—Señor, señora: no confundáis la voluntad de Dios con la vuestra. Hay contingencias en que sus juicios son oscuros; pero hay otras en que revisten una inequívoca claridad. Si en el Libro de Dios está escrita la ruina de Granada, nada adelantaremos con oponernos al destino. Él sabe cuándo recompensa y cuándo castiga; cuándo se es digno y cuándo se es indigno de ser su paladín. No porfiéis en prolongar la agonía de nuestro pueblo; su agonía no lo conducirá a la salvación ni al triunfo. Por eso, si al enfermo lo alivia un cambio de postura, ayudémosle a cambiarla.
Mirad, señor, señora, en la hondura de vuestro corazón: quizá no sea Granada, ni la fe, ni el Islam, lo que esté en juego, sino sólo vuestra Dinastía. Permitidme advertiros que este pueblo nuestro, tan sufrido, nos inspira más respeto y más compasión que ella.
Entre la desaparición del uno o de la otra, no nos puede caber la menor duda al elegir.
El Pequení, que era casi un enano, había enunciado a la perfección lo que pensaban todos; también yo. Me levanté de golpe. Con un suspiro de liberación, se levantaron todos dando por concluida la asamblea. Pero yo, sonriendo por dentro, alcé las manos para detenerlos.
—¿Eso es lo que opináis? ¿Estáis de acuerdo? De este salón no saldrá nadie sin decirlo.
Quería comprometerlos. Quería acorralarlos. Desde antes de iniciarse sabía el resultado de la reunión; pero ahora necesitaba oírselo decir en alta voz a cada uno.
No me bastaban ya las compungidas actitudes, las generosidades embaucadoras, los gestos histriónicos de encogerse de hombros y resignar su póstuma opinión en el ‘estaba escrito’. Me dirigí primero al alguacil mayor:
—Tú. Dilo tú.
—Sí —respondió Aben Comisa después de un titubeo.
Me planté frente al visir:
—Tú.
—Sí —respondió El Maleh.
Luego pasé de uno a otro, sin prisa. La cólera me hacía levantar la cabeza, erguir el cuerpo; acaso nunca he ostentado tanta majestad.
De uno en uno, sin prisa, fui escuchando sus síes. Mi cólera, de todas formas, era relativa: no me la originaban sus respuestas, sino sus semblantes, sus asquerosos egoísmos que procuraba desenmascarar. A medida que interrogaba a más, los síes eran más resonantes y robustos. No me detuve frente a Farax: habría dicho que no. Al encararme con la última fila, me había acercado a las puertas del salón. Fuera caía o se levantaba una noche plácida y tibia. Venía de los jardines un olor a jazmín.
Oí el ligero deslizarse del agua en los extremos del estanque. En algún sitio cantó un pájaro.
—Sí —contestó el último.
—Os agradezco que me hayáis hecho partícipe de vuestro dictamen.
Ellos y yo sabíamos que las negociaciones habían empezado hacía ya tiempo. Probablemente cada uno de ellos había recibido una remuneración ya o una promesa. Se escuchaba el piar del pájaro, agrandado por el silencio.
—¿Vienes, madre? —Estaba pálida, desencajada, casi invisible bajo su decepción—. ¿Vienes, madre? —repetí.
Su voz fue como un chorro de agua hirviendo:
—No. Me quedo. Me quedo aquí. Y no saldré de aquí. Déjame sola. Bien pensado, creo que estuve sola siempre.
Cuando regresamos al Palacio de Yusuf III, Farax me dijo:
—Ellos no te merecen. Eres el mejor sultán que ha tenido Granada. Has estado admirable.
—No lo soy; pero, aunque lo fuese. Como has podido ver, ser el mejor sultán en el peor momento no sirve para nada.
Quise entrar en la alcoba de Yusuf para tocar algo limpio.
Moraima me sonrió con un dedo sobre los labios:
—El perro y el niño están durmiendo juntos. Han venido agotados los dos.
—También yo he venido agotado.
Creo que definitivamente —dije, y le pasé un brazo por los hombros.
—No es hora de recriminaciones —les advertí a Aben Comisa y a El Maleh cuando los tuve delante un día después.
Y, al ver que se miraban de soslayo, les previne:
—Tampoco es hora para que os culpéis el uno al otro: sois culpables los dos. Es hora de actuar.
Y de actuar con arte, de modo que ganemos lo más posible; o de modo que perdamos lo menos posible, será mejor decir. En cuanto a ese arte, en vosotros y en el rey Fernando he tenido, hasta ahora creí que por desgracia, los más eximios maestros. Mostradme las cartas que el apoderado de los reyes os haya dirigido, y la copia de las que vosotros le dirigisteis por vuestra cuenta a él. No repliquéis —se aprestaban a hacerlo—, y mostradme las cartas.
Evidentemente me enseñaron las que les convenían, y las minutas de las suyas quizá rehechas. Al alguacil mayor, Hernando de Zafra le llamaba ‘honrado señor’; a El Maleh, a quien había escrito mucho más, ‘especial y grande amigo y como verdadero hermano’. De la lectura se desprendía que llevaban conspirando mucho más tiempo del que yo imaginaba. Cualquiera que lea estos papeles se preguntará por qué acepté que ambos continuaran representándome. Mi posición era tal que ni siquiera lo dudé.
Más tarde, al reflexionar, comprendí que estaba resuelto de antemano. En primer lugar —los hechos consumados tienen suficiente elocuencia—, ambos, por separado o unidos, tenían ya un camino hecho, lo que era sustancial en un trance en que yo no podía andarme con finuras de protocolo, y además, para encarecer su labor, ya habían insistido ante el contrario en lo difícil y costoso que resultaría convencerme. En segundo lugar, desconfiaba de los otros más aún que de ellos. Al fin y al cabo, ellos me asesoraban desde la primera época, y eran ya conocidos por los cristianos como representantes míos en otros tratos angustiosos; de lo que, por supuesto, también se habían aprovechado. En tercer lugar, según se deducía de las cartas, habían sido recompensados ya con mercedes y sobornos; y eso, si no colmado, sí habría atemperado su codicia, con lo que algo adelantábamos.
Y de cualquier manera, estaba solo; la responsabilidad final, en última instancia, iba a ser mía.
Sobre todo, en cuanto saliera mal.
Como de pasada, me pregunté a mí mismo qué era la lealtad, y quién era capaz de ella en los días que estábamos viviendo, en los que el ‘sálvese quien pueda’ era la consigna. Yo, desde que me conozco —y no sé si me conozco del todo—, he buscado leales. Cuando fui débil, o mejor, cuando fui niño, tuve unos pocos junto a mí y todos eran más débiles que yo. Ahora no podría exigir a nadie una fidelidad a ultranza; ésa, sólo el amor la otorga ácon sus a veces injustas exclusivas. Por el ansia de tener aunque sólo fuese una persona leal es por lo que ciegamente he incrustado mi corazón en mis asuntos, o mis asuntos en mi corazón. Farax ha sido tal persona; desde otra perspectiva, también Moraima. Son las dos lealtades únicas que poseo; aunque en cierta forma, porque más bien son como yo mismo. Pero una certeza semejante, a quienes nos ayudan a gobernar no es prudente pedírsela, y menos aún a quienes intentan sustituirnos. ¿Es que un rey sabe alguna vez —sobre todo si se plantea un dilema entre él y el reino— quién le es fiel? ¿Y no cabrá la eventualidad de que el infiel y desleal al rey sea, por ello mismo, fructuoso para el reino?
Por otro lado, la deslealtad conmigo que habían tenido —y tendrían— Aben Comisa y El Maleh se compensaba de una lamentable manera con su deslealtad recíproca.
Ésta era la que me pondría en guardia, por medio de sus delaciones y sus celos y envidias, si uno de ellos tramaba algo de veras peligroso. Y, al fin y al cabo —y con esto cerré la reflexión—, más desleales serían con los otros: con los cristianos y con el resto de los dignatarios granadinos. Aben Comisa y El Maleh barrerían para adentro, pero para su adentro nada más, y el tema era demasiado amplio como para detenerse en excesivos fililíes. Aunque no me sirviese de un gran consuelo, tenía la seguridad de que, entre los demás y yo, me elegirían a mí; aunque no era menor mi seguridad de que, entre ellos y yo, se elegirían ellos.