El manuscrito carmesí (35 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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El verano del 62 se abrió con alguna ventaja para los castellanos; pero mi padre triunfó pronto en la batalla del Madroño, no lejos de Estepa, sobre Ponce de León, el hijo del conde de Arcos que luego sería marqués de Cádiz, y sobre Luis Pernía, gobernador de Osuna. El condestable del Santo Reino, Miguel Lucas de Iranzo, atacó el castillo de Arenas y fue derrotado; pero en julio puso a sangre y fuego Aldeyra y Lacalahorra, y regresó a Jaén cargado de prisioneros y riquezas, no sin antes tener un duro encuentro con el que más tarde sería mi suegro, a quien le unía bastante amistad y un respeto recíproco. [En esa expedición iba Millán de Azuaga, el pintor, supongo que orgulloso de sí mismo y de su amante, que a su vez avanzaba ligero hacia una mala muerte. Todo hombre edifica su casa, sin saberlo, al borde de un derrumbadero.

Como prueba bastaría decir que en aquel mismo año nací yo.] El duque de Medina Sidonia y el conde de Arcos, mediante la traición de un renegado, se apoderaron de Gibraltar, y don Pedro Girón, maestre de Calatrava, de Archidona. Tales pérdidas significaron un grave revés moral. Decepcionados y exasperados, los abencerrajes [que ya habían destronado a los dos primeros maridos de mi madre] trataron de sacar a la luz otro de sus pasmosos pretendientes. Mi abuelo Sad, en Granada, tomó las medidas oportunas para librarse de su férula: ejecutó a los dos miembros más relevantes de la familia, uno de ellos Mufarrag, su visir. Los destacados abencerrajes que habitaban en la Alhambra huyeron a Málaga y se rebelaron allí; sin tiempo para improvisar otro aspirante al trono, se proclamaron súbditos de Yusuf V, que había sido sultán por unos meses cinco años atrás, y al que Castilla abonó de nuevo como en el tiempo del condestable Luna. Se apoderaron de Málaga, de Granada y de la zona oriental del Reino con arterías, sobornos y extorsiones. La posición de mi abuelo empeoraba por momentos; se vio obligado a firmar una costosa tregua, de noviembre a mayo, con Enrique Iv, para zanjar el peligro interior. En noviembre de 1463, por fin, fueron sangrientamente expulsados los abencerrajes de Granada. Y en diciembre, para confirmación de mi abuelo, falleció Yusuf V.

Su sexta entrada la hizo Enrique IV en febrero de 1464. Se acercó con el frío desde Écija, buscando imponer nuevas cargas y negociaciones que mejorasen su tesorería. En Jaén firmó con mi abuelo Sad una tregua de un año en la que se respetaba la libertad de comercio; pero en agosto mi padre se alió con los abencerrajes —indignados por las concesiones de mi abuelo a los cristianos, o fingiéndose indignados— e intentó revivir gloriosas épocas que quizá siempre estuvieron muertas. Destronó a mi abuelo, y lo envió cautivo a Salobreña. [O quizá a la fortaleza de Moclín, nunca lo he sabido de cierto.] Los abencerrajes se opusieron en seguida a mi padre, y levantaron la bandera de mi tío, del que no solicitaron ni su consentimiento; era su táctica probada. Hoy me pregunto si, en realidad, no habrán estado de continuo en los últimos años sólo de parte de los cristianos, suscitando o fomentando las banderías que nos desustanciaban, y aspirando a su propio proyecto, sinuoso y desconocido para el Reino, en el que los demás o hemos obrado como dóciles piezas, o hemos sido eliminados.

Mi abuelo no tardó en morir.

Respetuoso póstumamente con la realeza, mi padre hizo que su cadáver fuese trasladado a Granada.

Yo recuerdo que mi hermano Yusuf, aún en brazos de una nodriza, y yo, de la mano de Subh, asistimos a su entierro en la rauda de la Alhambra. Declinaba la luz, y yo sé que temblaba, no sé si por el frío o por la circunstancia. La ceremonia fue muy breve y se verificó sin pompa alguna. Estaban sólo el sultán y unos cuantos príncipes de la sangre, entre ellos el espigado y hermoso Abu Abdalá; pero el gordo Yusuf había excusado su asistencia. Acercaron el cadáver sobre unas parihuelas recién hechas, de las que emanaba el olor de la madera y el del aceite de algalia con que estaban untadas. El muecín había llamado antes, desde la puerta de la mezquita, al duelo con voz poco estentórea, y fue el cadí el que excepcionalmente recitó la oración ritual de las grandes exequias. Luego el alfaquí mayor sahumó el cuerpo y las angarillas con un perfumador, cuyo aroma se unió al de la algalia y la madera nueva. Me acuerdo, sobre todo, de esa mezcla de olores. Mi madre, que acaso fue la única que quiso a mi abuelo, porque la reincorporó al poder efectivo de la Dinastía, tampoco asistió. O al menos yo no la recuerdo en aquella sombría tarde. No es extraño, sin embargo, que aunque asistiese no la recuerde yo; a pesar de la esencial importancia que mi madre ha tenido en mi historia —no sólo dándome la vida, sino poniéndola al servicio de la suya— la recuerdo siempre con una extraordinaria confusión. Como si mi memoria, por un instinto de defensa, se negase a albergarla ante mi imposibilidad de convertirla en una madre diferente.

Estaba claro que el alcaide Alarcón no encontraba el modo de decírmelo. En realidad nunca acierta a decirme nada con sencillez, y carece del menor sentido de la oportunidad. Empieza las conversaciones, y las acaba, hablando de sus hazañas contra “la morisma”.

Equivoca fechas, nombres de conmilitones y de pueblos. No sé cómo se las arregla para terminar por ser él el héroe de todas las batallas. Aunque tiene una predilecta, la de Estepa, que riñó, según relata, contra mi tío, en inferioridad de condiciones, en medio de una tormenta, bajo rayos y truenos, y de la que salió lleno de gloria.

Lo cierto es que yo nunca he oído hablar de esa batalla a nadie más que a él. Con todo, le tolero que se explaye y me pongo a pensar en otra cosa; su apenas inteligible árabe colabora conmigo. Y no es que me parezca un embustero, sencillamente me parece aburrido; porque además el tono de su voz, mientras abre y cierra y entrecruza sus manos, me provoca una irresistible somnolencia, aumentada por este calor que en el mes de julio está haciendo en Porcuna.

En la ocasión a que me refiero tuve yo que empujarle para que concluyera de una vez y me dejara en paz. Era la intempestiva hora de la siesta. Comenzó por hablarme de su sobrina Mencía: una muchacha bonita, pero que ve muy mal; hasta el punto de que casi chocó conmigo cuando la trajeron para que la conociera. El alcaide afirma que ella siente por mí una gran simpatía, y probablemente sea verdad; también yo la siento por ella, o por lo menos una gran compasión: está aquí sola, con su fastidioso tío Martín, dedicada al orden del castillo, sin jóvenes de su edad, ni otra compañía que la del capellán —al que le suenan las espuelas más que a nadie—, en una edad en que las muchachas todavía juegan con sus trenzas, pero ya ese juego ha empezado a dejar de divertirles y sueñan con otros menos castos.

El alcaide habló a continuación de sus antepasados, de Cuenca, del castillo roquero de Alarcón, de su investidura como maestre, y de la consabida Estepa como era de esperar. Yo daba inevitables cabezadas. Luego, de pronto, aferradas una a otra las primorosas manos, rompió por fin a exponer aquello a lo que había venido:

—El rey Fernando os tiene un profundo cariño.

—Imagino que sí; como yo a él.

Por fortuna no percibió, ni por asomo, la ironía.

—Me ha mandado un mensaje para que os pida... O mejor dicho, ha mandado a un pintor. Quiere que os haga un retrato. Ya que no le fue posible conoceros en Córdoba...

—En casa del obispo tuve la impresión de ser espiado a través de una celosía —dije, pero no me escuchó.

—Su alteza desea tener un retrato de vos. Yo sé de sobra que vuestros preceptos religiosos prohíben cualquier figuración humana —declaró sonriendo con una pedantería que, si no me hubiese apenado, me habría hecho reír.

No quise desengañarlo. Para qué iba a decirle que, entre nosotros, no están prohibidas las formas, puesto que Dios es el dador de ellas para nuestro recreo y nuestro aprendizaje; que son los maliquíes quienes lo han exagerado todo en su rigidez, y que, para nosotros, los maliquíes equivalen a la Inquisición para los cristianos y es muy probable que también al alcaide Alarcón. Para qué iba a decirle que, hace ya cinco siglos, cuando ellos se contentaban con un arte tosco y retorcido, la amante del califa, a las puertas de Medina Azahara, había sido esculpida de cuerpo entero. Para qué iba a decirle que, en nuestros baños, se admiran las más bellas estatuas de quienes visitaron con anterioridad Andalucía. Para qué iba a decirle que la Alhambra está llena de pinturas de sultanes, de nobles y de adalides.

—El rey Fernando os obsequia este retrato suyo para corresponder por adelantado al que os solicita.

Me tendió una miniatura, en la que se ve una cara llena, de mejillas redondas y labios curvados por la sorna, encuadrada por una melena lisa y corta. Le di las gracias.

—El deseo del rey es para mí un mandato. Cuando gustéis, traedme a ese pintor.

Debía de estar al otro lado de la puerta, porque el alcaide salió, y volvió con él al instante. Al verlo, me quedé perplejo.

Se llama Millán de Azuaga.

No he logrado saber si es de La Rioja o de Extremadura, porque alude a las dos con igual falta de cariño. Es de pequeña estatura, a punto de ser mínima; de manos menudas, que parecen más de dos porque gesticula con ellas sin cesar; de ojos hundidos y adormilados.

—Me dicen que tengo ojos de árabe: ¿cree su alteza que es cierto? —me preguntó el primer día.

—Una persona, hace tiempo, afirmaba que mis ojos son ojos de odalisca —dijo el segundo día, mientras me observaba con ansiedad.

No cuenta con muchos años, pero sí con muy poco pelo, y administra el que tiene artificiosamente: al ser muy largo, se lo enrosca para cubrir el lugar despejado por el que ya no tiene.

—Así, señor —me había sugerido, como para compensarme, el alcaide—, distraeréis vuestros ocios.

Aunque estoy informado de que leéis y escribís y meditáis —agregó con un tono, entre cómplice y advertido, de fiel custodio al que nada se le escapa.

Y efectivamente el pintor distrae mis ocios. No para de parlotear ni un sólo instante. Tiene gracia, y hablarme en árabe —lo pronuncia con admirable suficiencia— no le corta un pelo (quizá si se lo cortase no hablaría). Su conversación hay que seguirla como se sigue un pájaro; no un pájaro que canta y al que se oye, sino uno que revolotea, brinca, bate las alas, se posa en un punto, echa a volar de nuevo, y cesa y vuelve al aire y vuelve a detenerse. Acaba por marear un poco; pero, si se posee bastante entereza como para seleccionar las voladas, resulta hasta instructivo. Yo, al menos, me divierto con él. Aunque el pintor, como el alcaide, también tiene un tema de conversación predilecto.

Temo que es lo que a todos nos ocurre.

—Yo era pintor de cámara del condestable Miguel Lucas de Iranzo.

Al principio pensé que se excedía en lo de cámara; ahora creo, más bien, que se quedaba corto.

—Luego, cuando pasó lo que pasó, me coloqué al servicio de varios señores de la frontera.

(Que, digan lo que digan, se siguen llevando como perros y gatos.) Hasta que me quedé de asiento en Córdoba. Una ciudad que a mí me gusta. Más seria y menos liviana que Sevilla, eso sí; pero dónde va a parar en señorío... Porque su alteza sabe lo que pasó. Lo sabe todo el mundo. Al condestable, me refiero. Y es que a él, que organizaba personalmente en Jaén tanta fiesta, y teatros, y sortijas, y procesiones, y mimos, y carnavaladas; a él, aunque parezca mentira, no lo podía ver la gente ni en pintura, y mirad que un pintor es quien lo dice. Atragantado como un hueso lo tenían. Porque no hacía distingos entre moros, judíos ni cristianos. Y eso, ya lo habrá notado su alteza, eso aquí no está bien visto, ni muchísimo menos.

Así que un día del Corpus Christi (el Corpus es el día en que se celebra..., mejor será no entrar en teologías, no vayamos a terminar escaldados), un Corpus, en la catedral, en la misa mayor, que habíamos estado hablando en la sacristía de que yo tenía que pintar un descendimiento de la cruz, y a la media hora, válgame Dios...

Primero fue una piedra... (Voy a darle un poquito de movimiento a su alteza, que la luz ha cambiado.) Una piedra, primero; después, otra, y después ya diez mil quinientas quince. Lo lapidaron, lo machacaron, lo molieron. Le saltaron los sesos delante mismo del altar mayor. Qué atrocidad.

Yo lo sueño todavía, no os digo más. Porque es que a mí me quería mucho. Y yo a él. Allí se quedó despachurrado. Y la condesa, como muerta, sin poder apartar los ojos de aquel barullo de sangre y ropa.

Muerta también. Bueno, ella no, pero tan blanca y tan quieta como si lo estuviera. Qué falta de respeto al Santo Sacramento... Y todo porque son como los bárbaros.

La gente del Norte, ya se sabe.

Ni Castilla la Vieja, ni Castilla la Nueva: iguales. En los pueblos, todos iguales. Por eso yo me vine de rapaz a Andalucía, donde las cosas son distintas. Mi condestable, que era un ángel, lo repetía a cada instante: ‘La gente baja desde Burgos y Palencia como a bodas de rey. Aunque sólo sea para sacudirse el frío y el hambre.

Esto es el Paraíso terrenal.’

Eso decía el pobre: anda que...

Era un ángel del cielo. Su alteza ya sabrá lo que son los ángeles, porque en su religión también los hay, ¿no? Las religiones, en el fondo, son todas semejantes. Como las personas. Como las personas, no, porque algunas son muchísimo peores... ¡Un ángel! ¿Puede creer su alteza que durmió, sin tocarla, muchísimas noches con su esposa hasta que los velaron? Como él decía: ‘Ya, ya habrá tiempo de velar, y sobrará.’ Y es que en Castilla todo se vuelve hablar de bujarrones. Que no entienden a alguien, o que alguien es más delicado o más artista, bujarrón; que alguien se sitúa más arriba y lo quieren apear, bujarrón. Ya me aclarará su alteza, si es que puede, a qué viene todo ese rebumbio... La nuestra es, cómo decirlo, una época irritable; igual que una mujer encinta. Están pasando cosas que no habían pasado nunca.

Hay ansias y palpitaciones por los aires... A don Juan II, el padre del rey Enrique Iv y de doña Isabel, ya le motejaron de “amador de toda gentileza”. Yo no digo que no fuese el amante de don Álvaro de Luna, pero tampoco digo que lo fuese. Desde luego, a gritos lo cantaron las “Coplas del Provincial” y de “Mingo Revulgo”.

Claro que cantaron todo de todos, porque hay que ver... Y siendo el rey Enrique adolescente, el marqués de Villena se lo acostaba consigo. ¿No era su ayo? Cosa más natural... Las costumbres árabes (que su alteza me sepa disculpar, que yo estoy muy de acuerdo) estaban imbricadas (¿o no se dice así?) en la corte, entre la gente alta sobre todo. Y no era escandaloso... No sé yo si las costumbres ésas serían costumbres árabes: eso se dice siempre que no se quiere dar la cara, o siempre que se quiere dar otra cosa... El resultado es que ahora, por lo que uno oye, todo está lleno de hijos ilegítimos, y de maridos impotentes, y de bujarrones. ¿A qué vendrá tanta simulación y tanta hipocresía? ¿No han cambiado la gente y las costumbres? Pues más van a cambiar, como decía el condestable. Eso lo he visto yo entre los señores de la frontera, que hay que ponerse las manos delante de los ojos para no ver lo que hacen. ¿Para qué tantas muecas y visajes, en lugar de aceptar con alegría las cosas como son? Porque las cosas son todas naturales. Por eso yo, Andalucía.

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