Dos velas para el diablo (43 page)

Read Dos velas para el diablo Online

Authors: Laura Gallego García

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil

BOOK: Dos velas para el diablo
3.63Mb size Format: txt, pdf, ePub

Y esa ha sido la guerra, una guerra entre ambos grupos, para la cual nosotros hemos sido utilizados como peones.

Nebiros y Uriel conocían la identidad de uno de sus líderes, Gabriel, pero no la de su compañero; por su parte, Astaroth descubrió el Proyecto Apocalipsis gracias a nosotros, que le condujimos directamente hasta Nebiros, pero sospechaba, y no sin razón, que había alguien más detrás, aunque aún no sabe que se trata de Uriel. Probablemente, quien desvele antes los secretos del otro vencerá en esta guerra.

Unos pelean por salvar el planeta con una acción salvaje y desesperada que borre del mapa a toda la humanidad de golpe; otros luchan por salvar a la humanidad, por hacerla retornar a unos orígenes puros, más amables, que nos acerquen al mundo que estamos haciendo desaparecer. Es un plan que llevará mucho tiempo y esfuerzo, y que no garantiza la supervivencia de nuestro planeta. Salvar el planeta o salvar a la humanidad. Ese es el dilema, la encrucijada en la que se encuentran unos y otros.

Y me cuesta asimilar que el resultado final dependa, muy probablemente, de lo que les contemos a Nebiros y a Uriel esta noche… y de si Astaroth viene a rescatarnos, como espera Angelo, o prefiere seguir en la sombra y sacrificarnos junto a Gabriel y a su hijo.

Todavía en estado de shock, vuelvo a prestar atención a los dos arcángeles. Gabriel le ha dicho algo a Uriel que no he llegado a escuchar. Él se ríe, con una risa pura y fría, y contesta:

—¿Traidor, yo? ¿Y qué hay de ti? ¿Niegas acaso que esperas el hijo de un demonio?

Gabriel no responde. Le mira, serena y desafiante. Uriel sacude la cabeza.

—Pobre, pobre Gabriel. Te has esforzando tanto… En tiempos pasados condenaste la acción de Azazel y Samael, luchaste junto a Miguel contra todos los demonios que se te ponían por delante… pero después te enamoraste de la humanidad, ¿verdad? Volviste tus bellos ojos hacia estas indignas criaturas y descubriste en ellos algo hermoso… quién sabe qué. Te esforzaste por redimirlos; hablaste con ellos, anunciaste el nacimiento de niños extraordinarios, les comunicaste, infatigable, mensajes de paz y armonía. Pero los humanos no escucharon, ¿no es cierto?

Gabriel sigue sin responder, pero me parece detectar un brillo de dolor en su mirada.

—No, los humanos nunca escuchan —prosigue Uriel alzando la voz—. Lo dije entonces, cuando debatíamos qué hacer con la nueva especie. Propuse exterminarlos a todos antes de que terminaran con el equilibrio de la creación. Lo dije entonces, pero mis hermanos, igual que los humanos, no me escucharon. ¿Has mirado a tu alrededor, Gabriel? ¿Has visto lo que han hecho tus protegidos con el hermoso jardín que debíamos cuidar? ¿Alguna vez has dirigido tu mirada hacia un bosque que has estado contemplando durante milenios y has descubierto que, de pronto, ya no estaba allí, que había sido arrasado por completo? ¿Nunca has echado de menos una especie que tardó millones de años en evolucionar, y has averiguado que esa especie ya no existe, que los humanos… siempre ellos… la exterminaron en apenas unas décadas? ¿Alguna vez te has parado a contemplar la agonía de las criaturas bajo su infinita crueldad, que va más allá de la de cualquier demonio? Tú, tan buena, tan noble, tan compasiva… ¿no has llorado nunca al escuchar sus gritos de dolor? Pensé que tú… Gabriel… me comprenderías mejor que ningún otro.

—Los humanos… también forman parte del mundo. Igual que los demonios —murmura ella.

Uriel entorna los ojos.

—Ese es un argumento falso, Gabriel. Podría habértelo pasado por alto hace un tiempo, pero no ahora. Perteneces a esa abominable secta de la Recreación. Conoces, por tanto, el origen de los humanos. Sabes que fue antinatural… como lo que estás haciendo ahora. Todos nuestros hermanos… todos, salvo yo… olvidaron de dónde había nacido la especie humana. Incluso tú. Pero ahora lo sabes. ¿Cómo has conseguido recordarlo? ¿Quién te lo dijo? ¿Qué clase de demonio te contaría que los humanos nacieron de una unión impura y antinatural, sin mencionarte la Tercera Ley de la Compensación?

Gabriel no responde, y nosotros tampoco, a pesar de que conocemos la respuesta. Fue Astaroth quien le refrescó la memoria. Y lo hizo porque, casualmente o no, encontró a Metatrón encerrado en las profundidades de una pirámide.

Uriel suspira, como si gravitase sobre sus hombros una pesada carga. Alarga la mano hacia Gabriel y recorre su mejilla con la yema de su dedo índice, un dedo largo, delicado, perfecto.

—Por qué tú, Gabriel… —murmura, y hay verdadero dolor en sus palabras—. Cómo pudiste traicionar de esta manera al mundo. Tú… que ya lo sobrevolabas, ligera y radiante, hace millones de años, que sabes que nunca fue tan rico, tan hermoso y tan magnífico como antes de que los humanos lo corrompieran con su presencia.

»Tú… que asististe a la primera gran extinción, al auge de los demonios, hace millones de años… cuando casi toda la vida del planeta desapareció. Tú… que tiempo después lloraste, como yo, como todos los ángeles, ante la desaparición de los grandes saurios y del mundo que los había visto evolucionar. Tú… que juraste, como todos los ángeles, que no permitiríamos que volviese a pasar, que los demonios no volverían a ganar la partida… ¿por qué ahora reniegas de aquella promesa?

—Sigo siendo fiel a mi naturaleza —responde ella—. Al menos, yo he pactado con un demonio para traer vida al mundo. Tú solo vas a regalarle muerte y destrucción.

Uriel alza la cabeza, yergue las alas y replica, encolerizado:

—¡Una muerte que traerá más vida! ¿Sabes cuánto tardará el mundo en recuperarse de las acciones de los humanos? Con ellos todavía pervirtiéndolo… nunca. Sin ellos, en apenas unos cuantos siglos, los bosques volverán a crecer; unos milenios después, el mar y el aire quedarán limpios de su veneno, las especies se recuperarán… en algunos miles de años. Gabriel, ¿no deseas contemplarlo? ¿No lo echas de menos?

En la mirada de Gabriel descubro un anhelante destello de añoranza. Me encojo de miedo. Somos demasiado pequeños, demasiado miserables, como para recordar cómo era el mundo hace cientos de miles de años. Pero los ángeles lo vieron, y muchos lo recuerdan y, sí, lo echan de menos. Como Uriel. Como mi padre.

Sin embargo, Gabriel no responde. Uriel suspira de nuevo y se vuelve hacia Nebiros, que contempla la escena con interés.

—No pasará de esta noche —afirma.

—Cada vez estoy más convencido de ello —responde él—. Pero no por Gabriel.

Uriel nos dirige una larga mirada pensativa.

—Puede que tengas razón —comenta solamente—. ¿Me permites?

Nebiros le devuelve una sonrisa socarrona.

—Por favor —lo invita—. Verte en acción resulta de lo más estimulante.

Uriel le responde con una mirada repleta de fría indiferencia. Después, en un gesto raudo y elegante, desenvaina su espada y la planta ante Angelo.

—A ti, joven demonio, te da igual —le dice—. Cuando los humanos desaparezcan, tú seguirás aquí. También te da lo mismo servir a un señor que a otro. Fiel a tu naturaleza, a lo largo de tu existencia debes de haber obedecido a distintos amos. Puede que, incluso, alguno de esos amos fuera, antes o después, tu propio sirviente. Así que no perderás nada delatando a aquel que te ha enviado.

—Puede —responde Angelo cautelosamente—. Pero tampoco gano nada. Voy a morir de todas formas.

—Pero puedes elegir el modo —hace una pausa y lo contempla, pensativo—. Me han dicho que te haces llamar Angelo. ¿Es cierto?

Él se encoge de hombros con despreocupación, pero no responde. Uriel sigue observándolo, tratando, tal vez, de leer en el interior de su mirada.

—Notable —comenta por fin—. Bien; si emulas a los ángeles en algo más que en el nombre, quizá logremos entendernos. Sabes que a nosotros, cuando hemos de castigar a alguien, nos basta con una corrección rápida, eficaz y sin dolor. No somos partidarios de torturas ni de suplicios. Si es necesario, sabemos ser despiadados, como ha de serlo a veces la justicia, pero nunca crueles. No nos regodeamos en el sufrimiento ajeno. De hecho, nuestro pequeño «experimento» —añade cruzando una mirada con Nebiros— proporcionará a la humanidad una muerte fulminante; sin tiempo para sufrir. He insistido especialmente en ello, y Nebiros ha tenido el detalle de complacerme, pese a que los demonios sí disfrutan con el dolor y la agonía de los demás. Por todo esto, me siento más inclinado que él a concederte una muerte rápida y digna. Y si eres capaz de valorar mi oferta como se merece, entonces sabrás que te conviene aceptarla. Porque en ciertas circunstancias, incluso los ángeles más compasivos son capaces de infligir dolor. Mucho dolor. Y existe un dicho entre nosotros: nunca sientas compasión por un demonio, por mucho que esté sufriendo. Porque seguro que se lo merece.

—No puedo negar que es cierto —añade Nebiros con una sonrisa.

Angelo suspira y cierra los ojos un momento. Yo sigo callada, intimidada, preocupada, flotando muy cerca de él. No hay nada que pueda hacer en estas circunstancias, y eso no contribuye precisamente a hacer que me sienta mejor.

—Les habéis hablado de esto a los otros ángeles, ¿no es así? —pregunta Uriel, muy serio.

—Se lo hemos contado a uno de ellos, sí —responde Angelo.

El arcángel alza las cejas.

—Eso ha sido una mala idea. Puedes compensarlo revelándonos el nombre de tu amo.

—Eso sí que sería una mala idea —contesta él, impasible—. Porque resulta que, a pesar de mi nombre, soy un demonio. Y, por tanto, soy cobarde y rastrero, y me aferró a la vida como una sanguijuela. Así que demoraré todo lo posible el momento de mi ejecución, aunque tenga que sufrir por el camino. Qué le vamos a hacer —añade encogiéndose de hombros—. Las muertes honorables no van conmigo.

El rostro de Uriel se ensombrece.

—Muy bien. Tú lo has querido.

Desliza la espada por debajo de la camiseta de Angelo y la rasga con un suave gesto, dejando su pecho al descubierto.

Él se estremece y retrocede un poco ante la cercanía del arma del arcángel. Sus pupilas se dilatan, su corazón se acelera y empieza a respirar con dificultad. Tiene miedo.

—¿El nombre de tu amo? —pregunta Uriel, casi cortésmente.

—Me matarás en cuanto te lo diga —murmura Angelo.

—Puede que te mate antes, si me haces perder la paciencia. Puede que me lo diga Gabriel.

—Ella no hablará. Lo sabes. Y yo tampoco… mientras pueda aguantar.

Uriel suspira.

—Bien; intentaremos que ese momento llegue lo antes posible.

Y coloca su espada con suavidad, casi con ternura, sobre el pecho desnudo de Angelo. La esencia angélica del arma corroe la piel de Angelo como si fuera ácido, arrancándole un alarido de dolor. Un repugnante humo envuelve la herida. Angelo grita otra vez, mientras Uriel desliza su espada por su piel, desfigurándola.

«¡Angelo!», grito, angustiada. Daría lo que fuera por poder ayudarle, por abrazarle, por apartar a Uriel de un empujón. Pero solo… solo soy un fantasma.

De todos modos, no puedo seguir manteniéndome al margen. Me coloco entre ambos y le ruego a Uriel:

«Basta, por favor».

El arcángel sonríe.

—Mira a quién tenemos aquí. ¿Suplicas por la vida de este demonio?

«Soy la hija de un ángel», respondo. «Siempre he creído en vosotros. Siempre he deseado luchar a vuestro lado. Pero él me ha ayudado y me ha acompañado cuando nadie más lo hizo. Sí, suplico por su vida. Está aquí solo porque quiso ayudarme a averiguar quién estaba detrás de la muerte de mi padre. No se merece…».

—Pequeña humana —me corta Uriel—, los de tu especie estáis limitados por vuestras cortas vidas y hay muchas cosas que nunca sabréis. Entre ellas, que, aunque un demonio muestre signos de compasión o simpatía, ha vivido mucho, muchísimo tiempo… y ha causado mucho más daño y destrucción del que jamás podréis llegar a imaginar. Así que lamento contradecirte, pero… un demonio siempre se merece todo lo malo que pueda pasarle.

Me vuelvo hacia Angelo, que, entre las nieblas de su dolor, me dirige una sonrisa cansada, con un indudable punto socarrón.

«Yo no quiero verle sufrir», murmuro en voz baja.

—¿Y crees que el destino del mundo puede depender de tus caprichos? Ese es otro de los defectos de vuestra especie: vuestro enfermizo egocentrismo.

Antes de que pueda responder, Uriel vuelve a alzar la espada. Me atraviesa con ella, como si no fuese más que una cortina de humo, y vuelve a dejarla caer sobre la piel de Angelo, en esta ocasión sobre su cuello. De nuevo, él grita y se retuerce de dolor, y al hacerlo, las esposas que le ha puesto Valefar le queman las muñecas y le obligan a gritar otra vez.

—Duele, ¿verdad? —murmura Uriel—. Puede llegar a ser mucho peor… Está en tu mano ponerle fin.

—Solo hablaré si me garantizas que me dejarás vivo después —responde Angelo entre jadeos.

—¿Después de todos los problemas que nos has causado? —Uriel niega con la cabeza—. Me temo que eso no puedo concedértelo.

—Entonces, me temo que yo tampoco puedo concederte otra cosa que no sea mi silencio.

Uriel suspira.

—Lástima. —Se vuelve hacia Nebiros—. Lo siento, pero no voy a seguir con esto. No puedo soportar ver sufrir a esta criatura. Tendremos que averiguar el nombre de nuestro enemigo por otros medios.

—Como quieras —responde Nebiros—. Tampoco yo lo necesito vivo. Si está aquí es a causa del error de un incompetente.

—Me alegra que lo comprendas —sonríe Uriel, y alza la espada para descargar sobre Angelo un golpe mortal.

«¡No!», grito sin pensar. «¡Es Astaroth! ¡Estamos aquí por su culpa!».

De pronto, parece que el tiempo se congela. La espada de Uriel se detiene en el aire y todos me miran: Gabriel y Angelo, en un horrorizado silencio; los otros dos, con una sonrisa triunfal.

Entonces, Uriel baja la espada, mientras Nebiros estalla en estruendosas carcajadas.

—Cat, ¿qué has hecho? —murmura Angelo.

«Iba… ¡iba a matarte!», balbuceo.

—No, no iba a hacerlo —responde él con una sonrisa cansada—, pero ahora sí lo hará.

Uriel nos dirige una mirada de lástima.

—Otro de los innumerables defectos de tu especie —me dice— es que sois asombrosamente débiles y estúpidos.

Y entonces comprendo, aterrorizada, que toda esta pantomima estaba solo dirigida a mí. Que soy la única que se ha tragado eso de que Angelo era prescindible.

—De modo que Astaroth —comenta Nebiros con lentitud—. Es lo que sospechábamos desde el principio, ¿no es verdad? Llevamos tiempo siguiéndole la pista, pero sabe esconder muy bien sus huellas. Lo prepararé todo para su llegada —añade levantándose—. Ocúpate de ellos, Uriel. Yo me encargaré del visitante.

Other books

El profeta de Akhran by Margaret Weis y Tracy Hickman
The Last Days of Lorien by Pittacus Lore
Coronado Dreaming (The Silver Strand Series) by Brulte, G.B., Brulte, Greg, Brulte, Gregory
The School of Flirting by S. B. Sheeran
The Work and the Glory by Gerald N. Lund
Love Survives by Jennifer Foor