Dos velas para el diablo (18 page)

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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil

BOOK: Dos velas para el diablo
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Pero él continúa viendo la tele, el mismo canal, con anuncios y todo, durante toda la noche, casi sin variar de posición. Sin embargo, no da la sensación de estar prestando realmente atención a la pantalla. Sus ojos rojizos están perdidos en el infinito, como si estuviese meditando sobre alguna cuestión trascendental, lo cual resulta bastante difícil teniendo en cuenta que debe de ser casi imposible concentrarse con esta música.

Y amanece en el piso de Angelo sin que se haya molestado en cenar ni en echar una cabezada, pese a que he visto que tiene un dormitorio bien equipado. Sé por mi padre que las noches pueden resultar muy largas para un ángel transubstanciado que no tiene necesidad de dormir. Pero nunca pensé que para los demonios fuese igual. Suponía que la noche tendría mucho que ofrecerles, que lo último que harían sería quedarse en casa. Claro que, si me detengo a pensarlo, lo cierto es que, después de haber vivido tantos miles de años, será difícil que la civilización humana pueda sorprenderlos con algo interesante.

Bien, pues para mí también ha resultado una noche eterna. He flotado un poco por los alrededores, he seguido probando mis nuevas habilidades y, sobre todo, he pensado mucho, pero nada de eso me ha librado del tedio.

Las horas también pasan muy lentamente cuando eres un fantasma.

Por fin, Angelo alza la cabeza, como si despertara de un largo trance, y apaga la tele.

—Buenos días —murmura.

«Vaya, por fin te dignas hablarme».

—No pretenderás que esté dándote conversación las veinticuatro horas del día, ¿no? —replica él levantándose y desperezándose.

«Hombre, pues sería todo un detalle por tu parte, teniendo en cuenta que no puedo hablar con nadie más y…». Me detengo, dudosa; he tenido una larga noche para reflexionar y acostumbrarme a la idea de que estoy muerta, y me he dado cuenta de que hay multitud de pequeños detalles que he dejado sin solucionar. «Y tampoco puedo decirles a mis amigos lo que me ha pasado», añado, y me quedo mirándole.

Angelo se frota un ojo y me mira desde el otro, apenas un destello rojizo que asoma por detrás de su flequillo negro y desgreñado.

—¿Pretendes que les llame para darles el pésame?

«No es tan complicado. Creo que solo hay una persona que me echará de menos».

Desde luego, no es como para enorgullecerse. Dieciséis años y solo tengo un amigo.

Angelo se encoge de hombros.

—Olvídalo.

«Oye, que no te he pedido que me montes un funeral. Solo que hagas una llamada. Además… llevaba cosas suyas en mi bolsa», añado recordando la tarjeta y el móvil de Jotapé. «Si investigan mi muerte, le llamarán…».

—Pues entonces ya no necesitas que le avise nadie más —corta Angelo mientras se abotona la camisa; sus alas afloran tras su espalda, atravesando la tela como si fuesen de humo—. Ya se enterará por la policía.

Si tuviera estómago, se encogería de angustia.

«Bueno, pues yo no quiero que se entere así».

—Haberlo pensado antes de morirte.

«Oye, tío, eres un borde», le echo en cara, molesta.

—Soy un demonio —me recuerda.

«¿Y por eso le tienes alergia al teléfono?».

Me mira un momento; es una mirada amenazadora, y a la vez llena de disgusto.

—Eres el fantasma más pesado con el que he tratado nunca.

«Será porque ya te conocía cuando estaba viva. Y bien, ¿vas a hacer esa llamada, sí o no?».

—La haré; pero quiero que desaparezcas de mi vista hasta la puesta de sol. ¿Me has entendido?

«¿Y eso por qué?».

Se pone serio de pronto. Sus ojos lanzan destellos de amenaza que sé captar ahora mucho mejor que cuando estaba viva.

—Porque al atardecer he quedado con alguien que me puede dar alguna pista más sobre el demonio que te mató.

Me pongo tan nerviosa que, cuando quiero darme cuenta, estoy flotando casi pegada al techo. Angelo sigue serio. Entiendo que no ha terminado de hablar, y le presto toda mi atención.

—Pero hasta entonces —prosigue—, no puedo hacer nada más al respecto, y me niego a tenerte todo el día revoloteando y parloteando a mi alrededor.

Me callo, ofendida. Cuando te mueres, esperas que la gente te compadezca, que intente animarte, que te trate con cierto cariño. A Angelo, sin embargo, no parece enternecerle lo más mínimo mi nuevo estado. Es normal; es un demonio, y la muerte de una chica de dieciséis años no tiene por qué impresionarlo. Después de todo, no hace más que actuar conforme a su naturaleza. Pero es tan frustrante esto de morirse y poder hablar solo con alguien a quien no le importas en absoluto…

Angelo coge su teléfono móvil, lo abre y se me queda mirando. Vuelvo a la realidad.

«Se llama Juan Pedro», le digo, y me siento muy triste de pronto; si todavía tuviera cuerpo, estoy segura de que no podría evitar echarme a llorar. «Es un sacerdote católico», añado.

Angelo entorna los ojos y sonríe con guasa. Comprendo que resulta irónico que sea un demonio quien le informe de mi muerte a Jotapé.

«Sabe quién soy», le explico. «Sabe que estaba buscando información sobre la muerte de mi padre. Pero no le dije… no llegué a hablarle de ti. Solo le conté que alguien me estaba ayudando. Me parece que pensó…».

—Entiendo —asiente Angelo, y comprendo que no será necesario dar más explicaciones.

Le digo el número. Él lo marca y espera a que contesten al otro lado. Me acerco hasta él y aguardo, preocupada.

Alguien descuelga el teléfono al otro lado.

—¿Sí? ¿Dígame? —se oye la voz de Jotapé.

Me siento fatal por él. Me vuelvo hacia Angelo, que no ha contestado todavía. Se toma unos segundos antes de decir, con calma:

—¿Juan Pedro?

Casi puedo palpar el desconcierto de mi amigo al otro lado.

—Me llamo Angelo —prosigue él—. Llamo desde Berlín.

—¿Es a causa de Cat? —pregunta Jotapé enseguida, y me siento todavía peor.

—Sí, es por ella —dice Angelo—. Siento informarle de que Cat ha fallecido. Fue arrollada ayer por un metro en la parada de Kurfürstendamm.

Jotapé no dice nada. Mientras trata de asimilarlo, Angelo prosigue:

—No fue un accidente. Un demonio la empujó a la vía.

—Debes… debes de estar de broma… —balbucea el pobre Jotapé; le tiembla la voz—. Cat no…

—Supongo que la policía berlinesa se pondrá en contacto con usted —prosigue Angelo con el mismo tono de voz, suave y sereno—, porque ella llevaba encima todas sus cosas y…

—¿Tú eres el que debía cuidar de ella? —corta de pronto Jotapé.

Angelo se queda sin habla un momento; parece que la pregunta le ha cogido por sorpresa.

—En cierto modo —responde.

—¿Y cómo has dejado que suceda esto?

La voz de mi amigo transmite tantas cosas… dolor, incredulidad, rabia, impotencia…

De nuevo, Angelo tarda un poco en responder:

—No es fácil engañar a los demonios; y, por supuesto, es muy peligroso provocarlos. Cat era valiente, pero… caminó por las sombras de un mundo que nunca fue recomendable para los seres humanos.

Jotapé no responde.

—Lo siento —añade Angelo y, sin esperar respuesta, cuelga el teléfono.

Permanecemos en silencio unos momentos que a mí se me hacen eternos. Finalmente, floto un poco por encima de él y murmuro:

«Gracias».

Y salgo de la habitación en silencio, atravesando la ventana.

Paso el resto del día flotando de aquí para allá, sumida en sombríos pensamientos. Veo a más fantasmas como yo; apenas jirones de sombras que me miran con desconcierto, con miedo o con una infinita tristeza. Ninguno tiene ganas de hablar.

Lo intento, de todos modos, y me acerco a uno de ellos, el espíritu de un hombre pálido y muy delgado.

«Hola», saludo. «Me llamo Cat, y me mataron ayer».

Me mira sin comprender, como si no me entendiera, o no me escuchara, o directamente no me viera.

«Hola», insisto, «soy…».

«Ma-aaa-ri-eee…», aulla de pronto el fantasma, revolviendo sus ojos espectrales como un loco. «Dón-deeee… tooo-doos… ¡Maa-ri-eeeee!».

Me alejo un poco, asustada, pero el fantasma se abalanza sobre mí, y su rostro, repleto de un sufrimiento tan intenso que ni siquiera acierto a imaginarlo, se contorsiona en una mueca de agonía.

«¿Maaa-aaaa… ?», consigue articular su mente torturada.

«No», respondo, conmovida, «yo no soy Marie. ¿Quién…?».

«Maaaa…», gime, destrozado por el dolor, y se vuelve hacia todas partes, perdido, como si fuera el último ser humano sobre el planeta. «…sss-toooo-yyy», grita. «¿Maa-aaaa-riiii…?».

Y se aleja de mí, aún llamando, entre las brumas de su dolor y de su soledad, a la persona que le falta, quizá su esposa, o su novia, o tal vez una hija. Me estremezco de horror y compasión. ¿Cuánto tiempo llevará vagando entre tinieblas ese pobre fantasma? Por su aspecto, medio siglo, por lo menos. ¿Qué le sucedió? ¿Por qué no se fue por el túnel de luz? ¿Seré… seré yo igual que él dentro de unos años?

La idea es tan inquietante que intento no volver a pensar en ello. Desde luego, no trato de entablar conversación con ningún otro fantasma. Parecen todos tan desesperados como ese pobre diablo que buscaba a Marie, y me pregunto si saben lo que les sucede, si son conscientes de que están muertos. Me pregunto dónde estarán sus enlaces humanos; quizá no tienen, o quizá murieron también, y se fueron por el túnel de luz, dejándolos a ellos atrás.

Me pregunto si es posible volver a encontrarlo, una vez que lo has perdido. Y si estará mi padre esperándome al otro lado. Quizá también esté mi madre. Tal vez pueda conocerla por fin. Aunque tampoco es que me importe mucho. No la he echado nunca de menos, porque soy incapaz de recordarla.

Pienso también en Jotapé. Trato de imaginar la cara que habrá puesto al escuchar las noticias de Angelo. Sé que fue brusco, pero es mejor así. Ahora, Jotapé podrá dedicarse a su parroquia, y no volverá a estar mezclado en asuntos angélicos. Está a salvo.

Sé que estará rezando por mí. No sé si Dios puede o no escucharle, pero eso es lo que menos importa. Lo que cuenta es que alguien reza por mí en alguna parte.

Al caer el sol entro de nuevo en el piso de Angelo. Por alguna razón, no he sido capaz de alejarme demasiado de allí. Lo encuentro preparándose ya para salir, y me planto frente a él.

«He visto a otros fantasmas», le digo sin rodeos. «Fantasmas que parecen llevar décadas vagando por aquí».

Pero Angelo se encoge de hombros.

—También existen fantasmas centenarios, y hasta milenarios. ¿Y qué?

«¿Qué les ha pasado? ¿Por qué no resuelven su asunto pendiente y se marchan de una vez?».

El demonio suspira.

—¿No te lo he contado? Un fantasma no puede resolver su asunto pendiente por sí solo. No puede interactuar con los vivos, de modo que depende por completo de su enlace para solucionar sus problemas y marcharse por el túnel de luz. Pero, si el fantasma no tiene un enlace que pueda actuar por él, o si este muere, entonces se convierte en un espíritu errante… para siempre.

Digiero como puedo la nueva información.

«¿Para… siempre?».

—Eso he dicho. Vamos, no pongas esa cara. Podría ser peor.

«¿Peor? ¿Qué puede ser peor que estar muerta y enlazada a un demonio?», pregunto, desolada.

—Podrías haber quedado vinculada a un lugar, y no a una persona —me explica—. Y eso sí que no tiene remedio, a no ser que casualmente pasase por allí un médium excepcionalmente hábil y dispuesto a echar una mano. La mayoría de los fantasmas perdidos se quedan en su propia casa, o en el sitio en el que pasaron su niñez, o en el cementerio donde reposan sus cuerpos, o en el lugar en el que fueron violentamente asesinados… y eso es un error, porque ningún lugar, por maravilloso que sea, o por mucho apego que le tengas, va a poder hacer nada por ayudarte.

«Es decir, que hasta he tenido suerte de no tener donde caerme muerta. Por decirlo de algún modo. Bueno, la verdad es que, pensándolo bien, no está tan mal tener a un demonio como enlace. Porque, a no ser que te maten, eres inmortal; así que eso me da bastante tiempo para solucionar lo que sea y marcharme de una vez, ¿no?», interrogo. Pero Angelo no contesta, y eso no me inspira buenas vibraciones. «¿Angelo?», insisto.

—Es tarde —dice eludiendo la pregunta—. Tenemos que marcharnos ya.

Se pone la chaqueta y se cuelga en la espalda la vaina de la espada. No sigo preguntándole porque acabo de darme cuenta de que hay algo raro en esa espada. Es una sensación extraña: la miro y tengo la impresión de que no está en el lugar correcto.

La inspecciono con más atención. Eh, pero ¡si es la mía!

«¿Has vuelto a robarme la espada?», protesto.

—Está mejor en mis manos que en las de la policía, ¿no crees? —responde él encogiéndose de hombros.

Sale del piso y cierra la puerta tras de sí. Le sigo, atravesándola como si fuese de aire.

«No, no lo creo. Esa es la espada de un ángel y no debería estar en manos de un demonio».

—Oh, vamos, Cat, las espadas cambian de dueño constantemente. ¿No lo sabías?

Me detengo un momento, desconcertada. Sé que, desde el inicio de los tiempos, desde que se crearon las espadas angélicas, nadie ha sido capaz de forjar más. Es decir, que todas las espadas que existen ya existían hace cientos de miles de años. Y que, cuando muere un ángel o un demonio a manos de su enemigo, es posible que este se quede con su espada. ¿Quiere decir eso que lo que cuenta es la naturaleza del que la empuña?

—Las espadas modifican su esencia en función de cada uno de sus dueños —me aclara Angelo—. Por ejemplo, si un ángel se quedara con la mía y la usara a menudo, esta pasaría a ser una espada angélica. Y al contrario. A ese fenómeno lo llamamos «inversión».

Entonces, la espada de un enemigo sí puede ser un buen trofeo. Comprendo que tuve mucha suerte de poder recuperar la de mi padre, de que sus asesinos la dejaran junto a él. Por lo que Angelo insinúa, parece que robar armas ajenas es más habitual de lo que parece.

—Antes, cuando los ángeles estaban en pleno apogeo —prosigue—, las espadas angélicas eran un bien muy preciado. Por cada ángel había una espada. Eso significaba que si acumulabas muchas espadas de ángeles derrotados en Combate, no solo te asegurabas un buen arsenal por si perdías la tuya, sino que, además, estabas contribuyendo a desarmar al enemigo.

»Pero ahora las espadas angélicas están muy devaluadas. Desde que la Plaga los está exterminando, hay muchas más espadas que ángeles, así que da igual que acumules tres o trescientas. A los ángeles que siguen combatiendo les sobran armas para hacerlo, porque lo que les falta son soldados.

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