Corazón de Ulises (40 page)

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Authors: Javier Reverte

BOOK: Corazón de Ulises
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Era una ética, la de estos hombres, que ni inventada para políticos hambrientos de poder, pues nada crece tanto como la ambición del pícaro en los territorios de la duda.

Aquello era una bomba y, tras la apariencia de un movimiento revolucionario dispuesto a desbaratar el orden antiguo, a acabar con la tradición en nombre de la modernidad, la sofística no era otra cosa, como señala Fernández-Galiano, que una «moral de señores frente a una moral de esclavos».

Los sofistas, de prevalecer, hubieran destrozado el espíritu democrático de Atenas, habrían matado la filosofía y asesinado todo aliento ético. Pero una vez más, el genio griego supo alzarse desde el desaliento y reconstruir un pensamiento esperanzador.

Esa hazaña se la debemos, sobre todo, a Sócrates, el más grande de los filósofos en su actitud moral, el que tuvo la bravura de combatir la sofística en tiempos de desánimo. A él le corresponde también el mérito de haber abierto la puerta a dos de los más grandes pensadores de todas las edades: Platón y Aristóteles. Con los tres, Atenas recuperó la grandeza de su espíritu, y aunque nunca alcanzó la hegemonía política e intelectual de los días de Pericles, volvió a ser un faro de la fuerza creadora del alma griega.

Las guerras del Peloponeso, según las nombran unos historiadores, o guerra del Peloponeso, según otros, cuya historia conocemos en detalle gracias a Tucídides, el sucesor literario de Herodoto, duraron veintisiete años, con breves periodos de paz entre ellos. En el conflicto intervinieron varías ciudades-Estado de la Hélade, pero los dos principales contendientes fueron Esparta, el poder hegemónico del Peloponeso, y la imperial Atenas. La guerra se inició en el año 431 y concluyó con la derrota ateniense en el 404, cuando el general espartano Lisandro destruyó la escuadra de los sucesores de Pericles en Egospótamos y puso luego cercó a su ciudad, a la que rindió por hambre. Lisandro derribó los muros de Atenas, pero se opuso al deseo de sus aliados de quemar sus viviendas y sus templos, recordando el heroísmo ateniense en Maratón y Salamina. Gracias también a este general, los derrotados ciudadanos de Atenas no fueron vendidos como esclavos, como era habitual en la época. Tucídides atribuye a Lisandro estas palabras: «No tenemos derecho a esclavizar a un pueblo que ha salvado a la Hélade en momentos de peligro».

Esparta impuso un régimen de dictadura en la ciudad conquistada, conocido como el de los Treinta tiranos. Pese a que la democracia ateniense logró restablecerse al año siguiente y Atenas recuperó su independencia, e incluso reconstruyó sus muros defensivos en el 393, nunca volvería a ser lo que fue en los días de Pericles, ni como imperio, ni como sistema ejemplar de gobierno. Le quedó, eso sí, la gloria de su filosofía. «Pero los hombres del pueblo», canta Hölderlin, «los nietos de los héroes acometen de nuevo con más clara visión; los amados de los dioses piensan en la gloria que les está destinada, y ya los hijos de Atenas no refrenan su genio, que desprecia la muerte».

Las décadas que siguieron a la guerra del Peloponeso fueron un periodo turbulento para toda la Hélade. Los conflictos se hicieron innumerables entre las pequeñas ciudades-Estado de toda Grecia, como si el furor de los dioses malignos se hubiera desatado sobre sus territorios. A ello pondría fin Filipo II de Macedonia, que en la segunda mitad del siglo IV se hizo con el poder absoluto de la Hélade, con la salvedad de Esparta.

Atenas, durante los casi dos siglos que siguieron a la muerte de Alejandro y a la fragmentación de su imperio, pudo ser de nuevo libre y alternó gobiernos de tiranos con periodos de libertad política. Los atenienses no olvidaban su antigua democracia y, una y otra vez, volvían con vigor renovado al empeño de restablecerla. Todo terminó en el año 146 a.C, cuando el Imperio de Roma incorporó los territorios de la Hélade a sus dominios.

Roma conquistó Grecia, sí; pero Grecia, y en especial Atenas, conquistó el corazón de Roma. Y Grecia entera, a través de una Roma enamorada, conquistó el nuestro.

Si Herodoto fue el reportero que nos narró la época gloriosa de Atenas, los días de Maratón y Salamina durante las guerras médicas, Tucídides se ocupó de reportear los tiempos de desánimo, la guerra del Peloponeso. Entre los dos inventaron el género literario de la Historia, son los grandes cronistas de aquellos luminosos y trágicos años.

Tucídides nació en Atenas y narró la historia de la guerra desde el punto de vista de su ciudad natal. Era sin duda un patriota, aunque se impuso el deber de ser objetivo. Pudo nacer alrededor del 450 a.C. Fue soldado además de escritor, y llegó a alcanzar el grado de general. Pero no debía ser un genial estratega, ya que hubo de pagar con el exilio una infame campaña dirigida por él en el 424. Probablemente regresó a Atenas antes de morir, y se afirma que fue enterrado en el cementerio de la ciudad en el año 399. Su participación en la guerra del Peloponeso le hizo conocer muy de cerca un buen número de acontecimientos, y aunque dejó su obra sin terminar —el relato del largo conflicto lo concluiría Jenofonte en su
Hellenica
—, su
Historia
es capital para entender el alcance y el sentido de aquella guerra. Criticó veladamente algunas inexactitudes en la obra de su predecesor, Herodoto, pero en muchos aspectos fue un continuador de su trabajo y, además, arrancó su relato de la historia de Atenas justo en el punto donde la había dejado Herodoto. Así que, gracias a los dos y a la última aportación de Jenofonte, la historia de la ciudad durante el siglo v ha llegado íntegra hasta nosotros.

Los estudiosos, por lo general, consideran a Tucídides mucho más fiable que Herodoto y algunos creen ver en él más a un ensayista político que a un mero historiador. Exaltó el valor de los hombres en el combate y a él le debemos la crónica de la famosa oración fúnebre del gran dirigente ateniense, donde Pericles nos muestra la hondura y nobleza de los ideales de Atenas. Merced a Tucídides, imaginamos menos y sabemos más.

El ascenso, después de la derrota, no ofrecía otro camino que el del espíritu. Atenas necesitaba de un hombre como Sócrates. Y Sócrates no decepcionó a la ciudad que le vio nacer. A través de la palabra hablada, usando de la metodología pedagógica de los sofistas, de un método que llamó «mayéutica», alumbró las verdades contenidas en el alma de los hombres. Para él, la tarea del filósofo era sacar a la luz esa verdad.

Debió venir Sócrates al mundo entre los años 460 y 470 a.C. Hijo de un escultor y de una comadrona, luchó como un valiente hoplita en varias campañas de la guerra del Peloponeso. Era feo y desgarbado, pero sus dones de persuasión y su simpatía le hicieron muy popular entre los jóvenes en la Atenas de su tiempo. Se le puede considerar como el fundador de la dialéctica y, sobre todo, de la ética.

Frente a los sofistas, Sócrates creía en la verdad absoluta, cuyo conocimiento sólo era posible alcanzar a través de la razón. El saber real era, pues, para el filósofo, el saber conceptual.

El arte de la dialéctica desarrollado por Sócrates consistía en alumbrar la verdad a través del diálogo, con el uso en muchas ocasiones de la ironía. Y la meta de su indagación en el alma no era otra que la moralidad, la construcción de una ética. El hombre que sigue el
logos
, la razón, practica la virtud, ésa era su norma. La
areté
socrática descansa en el saber, en el camino directo al conocimiento que propone la inteligencia. Y al hombre justo sólo puede hacerle daño la pérdida del saber, que es el fundamento de toda virtud. Su pensamiento era una especulación optimista y el hombre bueno, pensaba, ha de ser, por fuerza, un hombre feliz. En armonía con lo que somos, debemos obrar, ésa fue su gran norma, la ley moral que Sócrates creó.

Casi todo cuanto sabemos de Sócrates nos ha llegado a través de los escritos de Platón y Jenofonte. Ellos nos han contado cómo fue acusado de sofista cuando no lo era y de corromper a la juventud con sus enseñanzas, mientras que lo que hacía era dotar a sus discípulos de una ética que la sofística negaba. Durante el juicio que se siguió contra él, en el que Platón hizo una defensa apasionada de su maestro, Sócrates aguantó impertérrito las injustas acusaciones de sus enemigos y se negó a defenderse. Condenado a morir, no aceptó salvar la vida cuando sus amigos sobornaron al carcelero para que pudiera escapar de la prisión. Se dice que, incluso, su fuga hubiera supuesto un alivio para los jueces que le habían condenado. Bebió sin que le temblara el pulso el vaso de cicuta, rodeado de sus discípulos, y murió sin una queja. Era el año 399 a.C.

Si la ciudad, dotada de leyes que estaban por encima de los ciudadanos, había acordado su muerte, Sócrates pensaba que debía morir, y no escapar al castigo. Su lección final era la aceptación de la ley. Así demostraría a quienes creían en él y a la ciudad entera que el hombre debe obrar de acuerdo con lo que cree y lo que es. Nunca la
areté
griega, el ideal de los artistas, los guerreros y los pensadores alcanzó, ni antes ni después de Sócrates, tal rango ético y estético.

Después de Sócrates, Atenas podía respirar aliviada: sus discípulos tenían abierto el camino para reflexionar sobre cómo reconstruir el Estado y devolverle a la vida un sentido moral. El primero de ellos, Platón, llamaba a la puerta de la Historia y traía bajo el brazo la propuesta de una República ideal que, por fortuna, nadie intentó poner en marcha.

Platón nació en Atenas en el 427 a.C., en una familia aristocrática, y vivió su juventud en una ciudad envuelta por el torbellino de la guerra del Peloponeso. Vio desangrarse a su patria y derrumbarse la dorada época de Pericles, y sufrió en su propia carne los días del escepticismo. El momento más importante de su vida fue el encuentro con Sócrates, a cuyo círculo de discípulos perteneció durante diez años. Y decidió seguir la obra de su admirado maestro.

En el año 387 fundó la Academia, llamada así por encontrarse en los jardines de un lugar consagrado al antiguo héroe Academo. Era una institución donde sus integrantes estudiaban, investigaban e impartían enseñanzas. Platón la dirigió hasta su muerte, en el año 347.

Quiso ser un reformador político, cosa que no logró, pero dirigió la mayor parte de sus esfuerzos a reflexionar sobre el Estado y sobre la ética individual y colectiva. Su obra adoptó la forma del diálogo y, en cierto sentido, puede decirse que fue un precedente de la novela. Para él, la tarea superior del Estado era la educación moral de los ciudadanos. Se le considera, con razón, el fundador del idealismo filosófico.

En sus concepciones filosóficas, en su famosa teoría de las Ideas, consideraba una misma cosa el Ser y el Pensar, aspecto en el que seguía las enseñanzas de Parménides. Distinguió entre la percepción, que se dirige al mundo de las cosas visibles, de las apariencias, y el conocimiento, que nos lleva a la verdad, hacia lo que es permanente, eterno e inmutable.

El alma humana, que es eterna para este filósofo, conoció en una existencia anterior conceptos y verdades superiores, las Ideas, como el Bien, la Belleza y la Justicia, que quedaron impresos en ella. Por eso, todo conocimiento es el recuerdo de lo que el hombre ha olvidado y que conoció en su existencia anterior, antes de su vida terrenal. El saber late en nosotros y el hombre puede llegar a su total comprensión por medio del pensamiento, de la razón. Es, pues, un camino de ascensión, casi un recorrido místico, y no es de extrañar que Platón encandilara tanto a muchos teólogos cristianos siglos después. El pensamiento puro, liberado de las cadenas de lo sensorial, es el único que puede acercarse al mundo de las Ideas a través de una especie de «locura divina». ¿No recuerda esa demencia el misticismo de santa Teresa?

Para completar su obra, Platón diseñó el Estado ideal en su famosa obra
La República
. Es una imponente construcción del pensamiento y de la imaginación, una gigantesca utopía que, de haberse hecho en alguna ocasión realidad, habría vuelto loco al más sensato.

Porque su República, además de incompatible con cualquier naturaleza humana, es una negación de raíz de la democracia y una construcción que hubiera puesto a temblar a Aldous Huxley y a George Orwell, los autores de
Un mundo feliz
y
1984
, respectivamente. A Hitler y a Mussolini, creo yo, les hubiera gustado.

Platón, en su ciudad ideal, dividía a los ciudadanos en tres clases. La primera, la más baja, la constituían los hombres comunes, llamados por él «demiurgos»: los campesinos, los artesanos, los comerciantes, los obreros… Su función era aportar servicios y cubrir las necesidades de la sociedad. La segunda clase eran los «guardianes», encargados de proteger a la ciudad de los enemigos exteriores y garantizar la paz interna, conteniendo las agitaciones sociales si éstas se producían. Estos guardianes serían escogidos entre los niños mejor dotados, que a su vez serían el fruto de las uniones «sagradas» entre los mejores hombres y las mejores mujeres. O sea: que se trataba de crear una raza superior.

Los «guardianes», ya crecidos, no tendrían derecho a la propiedad privada, como forma de evitar la corrupción. Su educación intelectual se orientaría a lograr que no fuesen unos brutos, en tanto que el deporte en los gimnasios impediría que fuesen unos afeminados.

Platón era feminista, ya que consideraba que las mujeres tenían los mismos deberes y derechos que los hombres en esa ciudad ideal, y que podían alcanzar el rango de guardianes y el primero de la escala social, del que hablaré ahora. Las jóvenes podrían acudir a los gimnasios junto a los hombres y ejercitarse junto a ellos, todos desnudos. Uno puede imaginar lo que, caso de realizarse aquellas insensatas ideas del filósofo, habría sucedido en los vestuarios e, incluso, en las colchonetas destinadas a la gimnasia. Tal vez el hecho, según se dice, de que no conociese mujer en toda su vida, hizo a Platón incapaz de comprender la atracción entre los sexos.

El más alto escalafón lo habrían de ocupar los filósofos-gobernantes, que saldrían de las filas de los guardianes y, formando consejo, tendrían poderes ilimitados, sin derecho tampoco a la propiedad privada. Serían sabios, fuertes y valerosos, prudentes y deseosos de conocer, y por lo general, ancianos. Así escribía en su Carta número 7 el pensador ateniense: «De la filosofía depende el obtener una visión perfecta y total de lo que es justo, tanto en el terreno político como en el privado, y el saber que no cesará en sus males el género humano hasta que los que son recta y verdaderamente filósofos ocupen los cargos públicos, o bien que los que ejercen el poder en los Estados lleguen, por especial favor divino, a ser filósofos en el auténtico sentido de la palabra».

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