Authors: Javier Reverte
Su corazón fue enterrado en una urna en la iglesia de San Spiridione y su cuerpo, embalsamado, viajó a Londres. El 16 de julio de 1824, cuarenta y siete carrozas formaron el cortejo fúnebre que le acompañó al cementerio familiar del condado de Nottinghamshire. Los poetas y pensadores románticos de Europa lloraron su muerte. Y hoy todavía hay calles, en muchas ciudades de Grecia, que llevan el nombre de «Odos Byronos», calle de Byron. Es probable, como él quiso, que muriese «haciendo de la muerte una victoria».
Pero bajo el chirimiri, aquella mañana, yo me acordaba una vez más de otras palabras suyas: «Es mi destino arruinarlo todo allá donde me acerco». En el interior de la iglesia de San Spiridione nadie tenía idea de dónde andaba el corazón de Byron. Desde luego que allí no estaba, a pesar de la insistencia de las guías de viaje. Y es que a los escritores de guías viajeras les pagan tan mal que unos a otros se copian y repiten los mismos errores. El de Spiridione es uno de tantos.
Me eché a la calle en busca del corazón del poeta. Continuaba el calabobos cayendo sobre mi cabeza, que es donde me merecía que cayera. En una taberna, un mozo me explicó vagamente dónde podía encontrarse la que fuera casa del escritor el pasado siglo. Y allá que fui. Y en fin, al menos, en el jardín abrumado por la mojadura, se alzaba una estela donde aparecía cincelado el perfil del poeta. La casa, si es que fue la suya, no parecía tan fastuosa como cuentan sus biógrafos: sólo una sencilla construcción de una planta, escondida tras el pequeño jardín.
En la vivienda de al lado, una mujer arreglaba las flores de unas macetas bajo el cobertizo. La abordé: hablaba inglés y sabía bien quién había sido su ilustre vecino. Me informó de que, unos años antes, habían trasladado el corazón del poeta al cementerio nuevo, en las afueras de la ciudad, donde habían alzado un monumento en su honor.
—Puede ir si quiere —dijo—, pero se va a mojar.
Mi pasión por Byron había tocado fondo. Regresé al centro de Missolonghi, tomé otro café bien caliente y esperé el autobús de Patras. Cuando llegamos a la explanada del puerto, otra vez ladraron los cielos y de nuevo arrojaron baldes de agua sobre los sufridos habitantes de la Tierra. El calabobos se transformó en un empapatontos y gané la cabina del transbordador chorreando agua por todos mis costados.
Cabeceaba el barco cruzando el estrecho, abriéndose paso con esfuerzo entre los cortinones de la lluvia. A babor, dormida bajo la bruma, se tendía la costa que llevaba a Lepanto. Me acordé del otro escritor, nuestro Cervantes, que allí perdió el uso de uno de sus brazos cuando servía a las órdenes de don Juan de Austria, en guerra contra el turco. Y convine en que aquella zona de Grecia no era un buen lugar para escritores y que debía largarme cuanto antes de allí.
«Perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo», escribió el creador de
Don Quijote
, trazando una pincelada autobiográfica, en el prefacio a sus
Novelas ejemplares
, «herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa, por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos ni esperan ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la guerra, Cario Quinto, de felice memoria».
La historia de la vida de Miguel de Cervantes nos ha llegado envuelta en brumas, pero sí que sabemos, con certeza, que se alistó como soldado en los ejércitos de Felipe II alrededor de 1570, cuando contaba casi veintitrés años. Su hermano Rodrigo le acompañó en su decisión de tomar el oficio de las armas y, juntos, partieron a Italia, en donde el Imperio español mantenía varias posesiones.
El sucesor de Solimán el Magnífico, a la cabeza del poderoso Imperio otomano, era por entonces el sultán Selim II, que iniciaba una nueva etapa de conquistas en el Mediterráneo oriental, rindiendo las plazas que poseía el reino de Venecia en el Egeo. Chipre estaba asediada por los turcos en 1570 y las naves de Selim comenzaban a realizar incursiones por el mar Jónico, acercándose cada vez más a los territorios de los reinos cristianos. Acosada, Venecia pidió ayuda al papa Pío V, quien a su vez reclamó el apoyo de la muy poderosa España. El 20 de mayo de 1571 se fundó la Santa Liga y se inició la botadura de una poderosa escuadra, cuyo mando quedó encomendado a don Juan de Austria, y un militar de enorme prestigio en su tiempo. Su misión era detener al turco.
En España, que era entonces adelantada y casi ariete del orbe católico, resucitó por aquellos días el espíritu de las cruzadas. El mundo cristiano miraba con admiración la empresa que lideraba el imperio hispano. Se alistaron, incluso, intelectuales voluntarios, entre ellos algunos escritores que frecuentaban las tertulias madrileñas de aquel tiempo. En cierta medida, podría decirse que fueron algo parecido a los brigadistas que vinieron a España para defender la II República en 1936, aunque las ideas que defendían unos y otros, obviamente, nada tenían que ver. En todo caso, aquellos entusiastas artistas, poetas y dramaturgos, defendían un mundo de ideales intransigentes frente a un mundo de intransigencia. Tal para cual: eran dos religiones frente a frente, dos fanatismos dispuestos a librar la gran contienda. En todo caso, sin la batalla de Lepanto, es probable que nuestros hijos se llamaran hoy Alí en lugar de José.
Cervantes no era un intelectual voluntario, sino un soldado, esto es: un guerrero asalariado. No había encontrado mejor oficio para poder comer, en tanto que sus hermanas, en Madrid, se ganaban la vida casi como prostitutas. Un paje de su
Don Quijote
diría años después de la batalla: «A la guerra me lleva mi necesidad; si tuviera dineros, no fuera, en verdad». ¿Era lo que pensaba entonces aquel joven a quien el destino reservaba ser uno de los mejores escritores de todos los tiempos? Tal vez. Pero su participación en la batalla de Lepanto fue siempre para él, en años posteriores, un motivo de orgullo.
Enrolado a las órdenes de Diego de Urbina, el muchacho Cervantes fue asignado como arcabucero para combatir en el esquife de popa de la nave
La Marquesa
, una de las galeras que integraban aquella flota de más de trescientos navíos puesta al mando de don Juan de Austria. La armada cristiana contaba con ochenta mil hombres; entre ellos, veintiséis mil combatientes.
La Marquesa
era un barco ligero de unos cuarenta metros de eslora y cinco de manga, en la que viajaban doscientos remeros o galeotes, treinta marinos y doscientos soldados.
El 16 de septiembre de 1571 la escuadra abandonó Sicilia, hizo escala en Corfú y el 6 de octubre se asomaba al canal de Corinto, a la altura de la actual Patras. Un poco más hacia el este, en el golfo de Lepanto, aguardaba escondida la flota de Alí Bajá, que contaba con doscientos cincuenta navíos y noventa mil hombres, entre los que se encontraban numerosos esclavos cristianos que servían como remeros. Para esas fechas, aquejado de malaria, Cervantes sufría en su litera las fiebres y no estaba para batallas.
El 7 de octubre, las dos armadas se enfrentaron en Lepanto. Cervantes, según afirman los cronistas, se levantó y se presentó al capitán, dispuesto a combatir. Nadie pone hoy en duda su valor en aquella sangrienta liza que duró casi todo el día y que se saldó, gracias a la mayor potencia de su artillería, con la victoria cristiana. Los turcos perdieron toda su flota y sufrieron treinta mil bajas, en tanto que doce mil cristianos cayeron en el combate.
La Marquesa
estuvo en el centro de los más feroces enfrentamientos, y a bordo murieron cuarenta hombres, entre ellos el capitán, mientras que ciento cincuenta fueron heridos. A Cervantes le alcanzaron tres disparos de arcabuz, los dos primeros en el pecho y el tercero en la mano izquierda, que quedó desde entonces inutilizada. Por fortuna para las letras, no murió, y pudo ser hospitalizado en Sicilia el 31 de octubre, donde se recuperó de sus heridas. Tuvo mejor suerte que la que tendría Byron un par de siglos y medio más tarde.
Y siempre, como Esquilo muchos cientos de años antes, Cervantes puso su valor en la batalla por encima de sus méritos literarios. Lepanto siguió haciendo arder el corazón del escritor hasta la vejez, más aún que su éxito con
Don Quijote
. «Que si ahora me propusieran», escribió cercano ya el final de sus días, «y me facilitaran un imposible, quisiera antes haberme hallado en aquella facción prodigiosa que sano ahora de mis heridas sin haberme hallado en ella».
En todo caso, en el transbordador y con la vista perdida en dirección a Lepanto, escondí la pluma y el cuaderno de notas en el fondo del bolsillo. Por si acaso.
De nuevo me empapé en la orilla del Peloponeso. Pero ya estaba hecho a la idea de que me había ganado tamaño escarmiento por acercarme a un lugar tan penoso para escritores. Cuando el autobús llegó a Patras, corrí al hotel y me cambié de ropa. Tuve suerte: sólo agarré un leve constipado en lugar del feroz resfriado que merecía.
Tenía hambre. Así que descendí de nuevo a la calle y, protegiéndome de la lluvia bajo los soportales, me metí en la primera taberna que encontré. En los restaurantes griegos es común asomarse a las cocinas y husmear entre los platos que ofrecen ese día. Así lo hice. Las
moussakas
, los
dolmades
, las ensaladas de berenjena y las pastas cocinadas a base de pescado batido con yogur ofrecían un aire cadavérico en los expositores de cristal. Iba a darme la vuelta y buscar otro lugar, pero el restaurador no estaba dispuesto a perder un turista, tan escasos en Patras, y me sujetó por el brazo.
—¿Qué es lo que quiere comer? —preguntó anhelante.
—Pescado fresco —dije.
Me empujó hacia una mesa, con su manaza desesperada apretándome el brazo.
—Siéntese y tome un buen vino de parte de la casa —añadió, al tiempo que me echaba sobre la silla y daba un golpe rudo sobre mi hombro, como si quisiera clavarme en el asiento—; tendrá un pescado fresco en cinco minutos.
Subió a una motillo que se apoyaba en una farola, junto a la puerta del local, y echó calle adelante como alma llevada por el diablo, mientras que una oronda camarera me ponía delante una jarra de vino color dorado, sin darme tiempo a levantarme y coger rumbo hacia otra taberna de los alrededores.
Y cinco minutos después, el voluntarioso tabernero apareció con una bolsa de plástico y, abriéndola ante mis ojos, mostró una breca que casi coleaba de puro viva. Debo reconocer que la guisó con mimo y me supo a gloria.
Fue mi mejor momento en Patras. A la mañana siguiente, el cielo se había transformado en una limpia sábana de dulce azul y, al otro lado del estrecho, los montañones lucían nítidos sus perfiles sobre el mar Jónico. Era un día tan claro que podían percibirse las arrugas de las colinas lejanas como el rostro ajado de un anciano que nos mira a un par de palmos de distancia. Y las ondas del mar venían hacia tierra con la cadencia de una melosa melodía.
Un barco anunciaba, en el momento en que bajé a puerto, su salida inmediata hacia Venecia. Tuve la tentación de subir a bordo. Después de todo, en un libro que sigue las huellas de la cultura griega no queda fuera de sitio escribir sobre el platonismo que impregna ese gran libro que es
La muerte en Venecia
, de Thomas Mann. Pero hace años que me he propuesto no escribir nunca nada sobre Venecia, salvo como paisaje cuando se haga inevitable. ¿Qué puede decirse después de Mann? Las autoridades venecianas deberían poner un cartel en la entrada de la ciudad donde se leyera: «Prohibido escribir sobre Venecia». Sólo cabe decir lo que, en su
Gay saber
, anotaba Nietzsche: «He vuelto a oír las campanas de San Marcos». Y punto.
Embarqué una hora después en el
Cefalonia
, un mastodóntico transbordador que se tragaba coches, camiones y autobuses como un gigante que comiera pipas de girasol. Cuando bufó la sirena me acomodé en el puente superior, cerca de la cafetería, y al poco, un joven fotógrafo alemán, que se llamaba Bobby y que viajaba a Ítaca contratado por una revista de Hamburgo para hacer un reportaje fotográfico, trabó conversación conmigo. Mientras el barco se mecía con lentitud en busca de la bocana del puerto me dijo que los españoles éramos un poco chovinistas.
—¿Y por qué? —pregunté curioso.
—Consideran que su jamón es el mejor del mundo —sonrió—. Se ve que no han probado el jamón de Parma.
—El jamón de Parma es carne cruda, amigo —dije—. El ibérico de España es un bocado incomparable.
Rió seguro de sí.
—¿Y qué me dice del vino de Chianti? —añadió.
—No está mal. Pero…, ¿oyó hablar del Vega Sicilia?
—Ah, Sicilia…, de Italia, ¿no?
—De Valladolid, amigo, una región de España.
Rió con ganas.
—¿Lo ve? Chovinismo.
—No es chovinismo, muchacho —dije, acordándome de una frase de Indiana Jones—: son los kilómetros.
Al abandonar el puerto salí a cubierta y me acodé en la borda de babor, la más próxima al mar abierto, que se abría delante de mí como una promesa portentosa. Sin duda, el Jónico es el más hermoso de los mares que rodean la península y las islas griegas. Lo cubre un cielo acerado y uno tiene la sensación de navegar sobre horizontes más abiertos. No es un océano sensual, sino un mar exacto. Las más remotas islas, bajo la claridad del aire, se recortan primero como fantasmas, dibujando el perfil azulado en la lejanía, y al aproximarse a ellas muestran la desnudez de sus montañas y el verdor alegre de sus bosques de pinos y el más solemne verde de sus cipreses. Refulge el blanco de las capillas ortodoxas en las faldas de los cerros. Y las barquichuelas de pesca, pintadas de vivos colores, se arriman a las calas de aguas esmeraldas para echar sus trasmallos en los fondos de arena.
Es el mar de Ulises, el mar del primer hombre que acertó a convertirse en un personaje literario de verdadera entidad humana. Es el mar de los griegos echados a la aventura de lo desconocido, de aquel pueblo para el que que navegar resulta la mejor forma de vivir.
Mientras el transbordador ganaba velocidad y entrábamos en el anchuroso Jónico abrí la mano sobre mis cejas, para protegerme del sol radiante, y traté de distinguir en la lejanía la nave de Odiseo, el navío de aquel marino cuyo corazón se ha convertido en el nuestro.
«Antes de partir, brindemos por la muerte».
ROBERT L. STEVENSON