Corazón de Ulises (41 page)

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Authors: Javier Reverte

BOOK: Corazón de Ulises
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Pienso que a muchos no nos gustaría vivir en una ciudad así. ¿Estarían prohibidas las tabernas? Una de las cosas que Platón pregonaba era que, en las enseñanzas a los jóvenes, se eliminaran todas las obras escritas que pudieran atentar contra la virtud y la religiosidad, o que alentasen las dudas en el pensamiento. De modo que inventó la censura. Tal vez habría aplaudido la quema de libros que organizaron en Berlín los camisas pardas de Hitler.

¡Dios nos libre de los filósofos idealistas metidos a políticos!

El nombre de Aristóteles suena a pedrusco de sabiduría lanzado contra nuestras cabezas de chorlito. Siempre, hasta nuestra era, ha sido considerado el sabio entre los sabios, el que lo supo casi todo y el que sobre casi todo se preguntó. Sócrates es una referencia obligada para toda moral, Platón para cualquier locura de la razón, Aristóteles para quienquiera que tenga el valor de pronunciar la palabra ciencia. Socrático es lo que enseña, platónico lo que idealiza, aristotélico lo que sabe. El tercero de los grandes filósofos atenienses fue el menos poético de los pensadores, el que menos concesiones hizo a la imaginación, el más alejado del fanatismo. Era un filósofo prosaico y lúcido, que valoró la experiencia como forma de conocimiento, por encima de lo ideal. Se atrevió a investigar, reflexionar y escribir, en su osadía infinita, sobre todo lo que se ponía delante de su curiosidad sin límites: física, lógica, ética, poesía, política, biología… Fue un tipo que ordenó la realidad y le hizo frente al caos con un coraje inédito. Y es que apostó, al fin, por una hazaña insólita, la gran hazaña griega: «Apropiarse de la belleza».

Aristóteles se crió a los pechos de Platón, pero el alumno le salió rana al maestro. En el curso de los veinte años que pasó educándose en las aulas de la Academia debió de mosquearse un poco. Y tiró para el lado contrario de su mentor, fundando lo que se conoce, desde entonces, como la filosofía del empirismo, la filosofía de la experiencia.

Nació en Estagira, en el norte de Grecia, el año 384 a.C, y era hijo del médico Nicómaco. Ese hecho, venir al mundo en familia de médicos, probablemente pintó su carácter de hombre tendente al respeto de la experiencia. Hipócrates, un médico venido a Atenas desde la isla egea de Cos, contemporáneo de Sócrates y del joven Platón, había dicho a sus discípulos: «Edificad sobre la experiencia». Y el padre de Aristóteles es probable que siguiese a pies juntillas las enseñanzas de aquel médico jonio que defendía los poderes de la naturaleza para curar las enfermedades y que desconfiaba de la magia.

Cuando abandonó la academia platónica, Aristóteles se trasladó al Asia Menor, donde permaneció tres años, hasta que fue llamado por Filipo II en el 343 a.C. para que se encargara de la educación del príncipe Alejandro. Durante siete años, más o menos, fue tutor del muchacho en Macedonia. Nunca un sabio tan imponente, en la historia del mundo, ha educado a un soldado tan grande.

Regresó a Atenas en el 335 y fundó su propia escuela en el Liceo, una institución dedicada más a la investigación científica que a la filosofía. Allí instaló una biblioteca que llegó a ser una de las más importantes del mundo antiguo. Y en este nuevo periodo de su vida alumbró la esencia de su pensamiento, trabajó con una fecundidad incomparable, brillando su Liceo por encima de todas las otras escuelas que entonces existían en Atenas. Los últimos años de su vida los pasó en el exilio, después de ser juzgado por impiedad, la misma acusación que supuso la condena de Sócrates. Aristóteles abandonó Atenas para «evitar a los atenienses un segundo crimen contra la filosofía». Murió en el destierro el año 322.

En su juventud apoyó la teoría de las Ideas creada por su maestro, pero más adelante la reprobó en su obra
De la filosofía
, que escribió durante sus tres años de estancia en Asia Menor. No ve Aristóteles prueba alguna que demuestre la existencia de las Ideas, y las califica como poco más que una metáfora poética. Afirma, por el contrario, que el Ser es lo que no se ve, la sustancia de las cosas y de los seres vivos. Y distingue dos componentes en ese Ser: la materia y la forma, unidos indisolublemente. El Ser es una totalidad, pues, en la que forma y materia jamás se separan. Lo que hace posible que la materia y la forma se integren es el «devenir».

Esta metafísica aristotélica se aplica a otros terrenos: por ejemplo, a la creación artística. Los hombres crean cuando actúan sobre la materia para darle la forma que ha de tener. La materia y la forma precisan la una de la otra, y lo eterno necesita del impulso del hombre, del acto de la creación, de la fuerza ética. La materia ética, por ejemplo, precisa de una belleza formal. Hay un cierto romanticismo metafísico en estos pensamientos del gran empírico que fue Aristóteles.

Sus aportaciones a la metodología del pensamiento fueron enormes, y puede considerársele el creador de la lógica. Aristóteles señaló que la filosofía la componían el conjunto de las «ciencias teóricas», o ciencias puras. Dentro de ese conjunto, distinguió las diversas ramas en función de los objetos de su estudio. La primera de todas sería la «sofía», o metafísica, dirigida al conocimiento del Ser, o del «Ente en cuanto que Ente».

A la lógica, que él llamó «analítica», le corresponde el papel de ser el instrumento que debe utilizarse para el estudio de todas las ciencias. Es la lógica la que debe penetrar con profundidad en todos los conceptos, analizándolos, y siempre bajo la luz de la experiencia. A partir de ahí, Aristóteles determina cuáles son las ciencias especializadas, y su clasificación ha llegado en buena parte, intacta, a nuestros días.

El método principal para la actuación de la lógica será el silogismo, una fórmula casi matemática de reflexión, en la que se incluyen una premisa mayor, una menor y la conclusión.

Aristóteles dio al pensamiento leyes y normas y un acusado pragmatismo. Ideó un modo de reflexionar, y eso es la lógica.

En su pensamiento político fue mucho menos fantasioso que Platón, pero imaginó un Estado de corte clasista y racista. Aristóteles pensaba que el verdadero fin del hombre es integrarse como miembro de una república, y que el Estado debe ocuparse del derecho y la moralidad colectiva, así como de la educación de los jóvenes.

Distinguió dos tipos de ciudadanos: los libres y los esclavos. Para el filósofo, la esclavitud es una ley natural, ya que hay hombres que, por naturaleza, nacen libres, en tanto que otros son esclavos natos. Los esclavos natos no saben gobernarse por sí mismos y deben ser gobernados por los libres, y su naturaleza sólo les ha capacitado para trabajos corporales. Los esclavos son, para Aristóteles, los hombres de los pueblos bárbaros.

Entre los ciudadanos libres, Aristóteles señala que hay tres clases que deben carecer de derechos civiles: los aldeanos (también pueden ser esclavos), los artesanos y los comerciantes.

También Aristóteles diferencia a los ciudadanos ricos y a los ciudadanos pobres, y de su discurso se infiere que son los ricos quienes deben gobernar, ya que tienen el tiempo necesario para hacerse virtuosos. No obstante, la república ideal de Aristóteles sería aquella que fuese gobernada por una clase media acomodada. En la cúpula del Estado se situarían hombres ancianos y virtuosos, a cuyas órdenes estarían los jóvenes mandos del ejército.

Si la república ideal de Platón era una suerte de Estado fascista-comunista, el de Aristóteles quedó en un sistema xenóbofo, paternalista y un punto liberal.

A pesar de que las ideas políticas de Aristóteles chocan con las democráticas de hoy, este pensador, que se educó y trabajó en Atenas durante la mayor parte de su vida, abrió caminos a la especulación y a la ciencia que todavía no se han cerrado. Muchas son las cosas que nombramos aún hoy como las nombró él. Y la educación que recibimos sigue en muchos aspectos las vías trazadas por Aristóteles.

Llenaba el tanque de gasolina de mi coche, en un recodo de la autopista, a la salida de Atenas, y miré hacia la chata y fea urbe que quedaba a mis espaldas. El Partenón, sobre la colina, brillaba ebúrneo y altanero. Tuve la impresión de que estaba colgado del cielo, y no acomodando sus cimientos sobre la áspera tierra. Tal vez, me dije, podría el templo echar a volar, como un carro marmóreo conducido por Pegasos alados. Desde luego tenía en esa hora algo de ingrávido. ¿Podría saltar a los aires y viajar hacia el pasado?

Si así fuera, me gustaría subir a bordo de esa nave. Como un Peter Pan rumbo al País de Nunca Jamás. Atenas:
The End
.

Capítulo XIX
Musas esquiadoras, jesuítas paganos y un poeta gafe

Un feo paisaje rodeaba la autopista camino de Delfos. Las afueras de muchas ciudades europeas son espacios sin gracia, abarrotados de naves industriales, gárrulos galpones, gasolineras desgarbadas y restaurantes de urgencia. Y Atenas no es una excepción. Costaba trabajo creer, aquella mañana, que recorría la misma ruta sagrada que llevaba a los piadosos atenienses camino de Eleusis, un lugar enigmático en los días antiguos donde los elegidos, sacerdotes y altos dignatarios, se iniciaban en los llamados «misterios».

Paré en el poblacho unos minutos y me asomé a las ruinas donde se celebraban aquellos ritos secretos. No hay nada que ver allí, salvo pedruscos y muros. Y como tampoco se sabe demasiado sobre lo que se cocía en el interior de los templos de Eleusis, por más que los investigadores se hayan esforzado lo suyo en lograrlo, basta con echar una ojeada y seguir camino. A Henry Miller, en su viaje griego, le acometió un furor casi místico cuando visitó el lugar. Tal vez era muy diferente, a finales de los años treinta, de lo que es ahora; puede que mostrase entonces dulces campos de olivos tendidos hacia el mar y sin la presencia en los alrededores de fábricas y cementerios de automóviles. Quizá. El caso es que ahora, en mi opinión, es muy difícil que despierte, en el visitante, alguna sensación distinta a la que proponen las guías de turismo y el libro de Miller.

Conocer los misterios era privilegio de las élites religiosas y políticas de la Hélade. Y no sólo de Grecia, pues los emperadores romanos, cuando añadieron a sus dominios todo el territorio griego, asistían también a los rituales secretos, iniciándose en ellos. Se dice que, con bastante probabilidad, la ascensión mística de Eleusis, el camino hacia el encuentro con los dioses y sus designios, implicaba el consumo de drogas. No es tampoco descartable que el sexo jugase su papel en los rituales. En Eleusis había espléndidas muchachas encargadas del cuidado de los santuarios. Entraban, al parecer, vírgenes, pero no se sabe cómo salían. Aunque podemos sospecharlo, vista la secular afición que reyes y altas jerarquías religiosas han tenido siempre por la carne joven.

Quienes se iniciaban en los misterios hacían solemne juramento de no revelar los secretos ceremoniales en que tenían el privilegio de participar. De modo que nadie contó casi nada y casi nada quedó escrito.

Seguí camino del santuario de Delfos, un lugar del que, al contrario que Eleusis, se sabe bastante.

Y ahora sí, ahora los campos exhalaban aromas de menta, mientras circulaba arropado por olivares, cipreses y viñedos, en pequeñas carreteras trazadas sobre los antiguos caminos sagrados. Pronto, la pista se empinó y las rudas gibas de los montes rascaban la panza del cielo azul. Era un día de sol feroz y el calor húmedo llegaba desde el cercano mar. Al salir del pueblo de Arakova, arrimado a las faldas del gran monte Parnaso, un cartel indicaba la carretera de subida a la cumbre. Y claro, la tomé sin dudarlo. El Parnaso, donde a veces acudía de visita el dios Dioniso con sus bacantes, fue el hogar del divino Apolo y de las Nueve Musas, las inspiradoras de las artes. Es imprescindible, para un escritor que pasa por allí, tirar para arriba, aunque se desvíe unos kilómetros del camino. Lo primero es lo primero.

La estrecha pista circula arrimada a las paredes peladas del monte sagrado y el aire, conforme asciendes, se acuchilla. Huele a aroma de pinos invisibles y las águilas de Zeus surcan los anchos espacios del cielo griego.

Como en el caso del Olimpo, el Parnaso no es un monte, sino una cadena de riscos. Me detuve en la explanada que se abría junto a la pista y, desde allí, pude contemplar las cimas más elevadas, los valles donde se mecen al viento las yerbas pardas de largos cabellos lacios que, como en todos los altos de montaña, se tienden al pie de las serranías; y observé también las estaciones de esquí y las líneas del teleférico. Porque el Parnaso es hoy una estación destinada a la práctica de los deportes de invierno, la más renombrada de la Grecia moderna.

Era verano y no había un alma por los alrededores, pero supuse que, como el Parnaso fue morada de un dios famoso, esquiar allí tenía por fuerza que resultar divino. No suena mal que alguien te diga: «Me voy a esquiar al Parnaso». Por mi parte, imaginé a las nueve Musas en pleno eslalon, o empeñadas en el vértigo de un descenso gigante. ¿O preferirían ir en grupo, y apretadas hombro con hombro y muslo con muslo, en uno de esos vehículos en forma de tubo que corren a toda velocidad por túneles excavados en la nieve y que llaman algo así como
bobsleigh
, o peor aún:
tobogganing?
Ya que aquellas chicas eran casi divinidades, es seguro que, de competir ahora, ganarían todas las especialidades del deporte alpino. Los altavoces clamarían: «
The winner is… Talía!
».

Estuve un rato allí, bajo la altiva montaña. Muy lejos, a mis espaldas, refulgía como un plato de oro el golfo de Itea, lamiendo las curvas sensuales de la azulada costa.

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