Corazón de Ulises (43 page)

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Authors: Javier Reverte

BOOK: Corazón de Ulises
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Por la tarde comenzó a llover a mares. Me pasé horas encerrado en el hotel, releyendo pasajes de la
Odisea
. Cené unos bocadillos en el bar mientras la tormenta resonaba con furor sobre las calles de la ciudad. Cuando la macilenta luz del día comenzaba a morir, resonó en los cielos de Patras el toque de corneta de arriar banderas desde un cercano cuartel. Imaginé a todos los ciudadanos en posición de firmes, imperturbables bajo la enfurecida lluvia.

Me despertó el clamor de la trompeta exigiendo izar banderas. Al otro lado de la ventana, la mañana asomaba con el cielo cargado de nubarrones oscuros. Pero, por fortuna, no llovía. Volví a acordarme del vendedor de paraguas y maldije mi desconfianza en los oráculos de carretera.

El autobús de Missolonghi tenía su salida no muy lejos del hotel. Viajaba hasta el puerto de Río, en el lado del Peloponeso, y allí soltaba a los pasajeros junto al transbordador que habría de cruzarnos a Andirio, en la otra orilla del estrecho de Corinto, para desde allí, de nuevo en autobús, seguir ruta hacia el oeste durante unos treinta y cinco kilómetros, hasta alcanzar la ciudad donde murió Byron. En total, un viaje de hora y media para cubrir una distancia de poco más de treinta kilómetros a tiro de piedra, con un brazo de mar en medio. Pero entre Patras y Missolonghi, cosa inexplicable, no hay transbordador.

«Príncipe de la carretera», nada menos que se llamaba el autobús que nos llevaba hacia Río. Era, en todo caso, un príncipe con aire de canalla, ya que una raja cruzaba, como una cicatriz, el ancho parabrisas del vehículo, de lado a lado. Lo mismo que en todos los autobuses de Grecia, a los pasajeros nos estaba prohibido fumar, pero el conductor no cesaba de encender un cigarrillo detrás de otro. Y la lluvia comenzaba a derramarse por los cristales de las ventanillas, en espesos goterones que bajaban sin tregua desde las negras nubes.

Me acordé de aquello que escribió en cierta ocasión lord Byron: «Es mi destino arruinarlo todo allá donde me acerco».

No deben ser esos parajes un buen lugar para escritores. Allá, en Missolonghi, Byron perdió la vida, y en el golfo de Lepanto, cerca del estrecho donde cruza el transbordador, Cervantes fue herido en un brazo y quedó manco. Aunque mi talla de escritor no alcance la de ellos, me temí lo peor.

Al llegar a Río, la tormenta se abalanzó sobre la tierra y el mar con rencor y coraje, como un animal herido ansioso de venganza. El autobús se detuvo en la explanada del puerto, a medio centenar de metros de la popa abierta del transbordador. No sé de dónde demonios salieron tantos paraguas e impermeables, pero el caso es que los pasajeros del vehículo bajaron pertrechados contra la tormenta mientras yo me encontraba corriendo y encogido bajo un chaparrón del fin del mundo. La fuerza de la lluvia me golpeaba los hombros, el pecho y la cabeza cual granizada de perdigones. Para colmo, el puente de pasajeros se encontraba en proa, y había que correr por una estrecha borda desde la cubierta de popa, donde se acomodaban los coches, hasta alcanzarlo. Llegué empapado. Pensé que Byron tenía razón en su sospecha de que arruinaba todo cuanto tocaba: quizá aquel lord poeta era algo gafe.

Navegamos sobre un mar ceñudo, y no tan bronco como uno podía sospechar viendo las nubes. En el puente de proa, destinado a los pasajeros, había un cutre café que ofrecía bocadillos de salami y jamón de Parma, rancio el pan, seco el embutido y el sabor perdido en el olvido de los meses. El cielo era tan negro como la panza de un grajo, volcado sobre el mar, un cielo hosco y en apariencia decidido a devorar las aguas del estrecho. Las olas, no obstante, llegaban suaves a tocar el casco del buque, como si lo besaran. Era una tormenta que no surgía del océano, sino del cielo. Y el mar parecía humillado ante tal osadía. Dentro del puente de pasajeros, un chico tocaba el acordeón y un anciano entonaba una balada que hablaba del amor. Del griego moderno apenas reconozco algunas palabras, entre ellas
agapi
, que pertenece al verbo amar. Y en la canción del anciano aparecía con frecuencia. Cuando concluyó la serenata, el chaval pasó un platillo y todo el mundo echó monedas. Yo hice lo mismo, en tanto que me acordaba, nuevamente, del tipo que vendía paraguas en Egión. Es parte de nuestra cultura no escrita desconfiar de los vendedores ambulantes, tomándolos por timadores. Pero son muchas las ocasiones en que te equivocas.

Veinte minutos después, atracaba el transbordador en la orilla norte del estrecho. La tormenta arreciaba. Y como sucediera en el otro lado, el autobús nos esperaba a unos cincuenta metros de la boca del barco. De modo que me calé todos los huesos que me quedaban secos, golpeado por los implacables dardos de la lluvia.

El autobús siguió camino hacia Missolonghi, entre colinas verdosas, con el chaparrón crepitando sobre el techo. Una media hora después, el conductor anunció que habíamos llegado y los otros pasajeros descendieron en cosa de segundos, desapareciendo por las calles laterales, en tanto que yo, protegiéndome de la lluvia bajo un zaguán y con las ropas empapadas, buscaba puntos de referencia. Vi un bar en la lejanía que se anunciaba como Café Byron. No era mal presagio. Y eché a correr, arrimado a los soportales, en busca de un lugar amable. Tomé un café con leche después de secarme en el baño cuanto pude a base de papel higiénico. Luego, delante del café humeante, pregunté al camarero por la iglesia de San Spiridione, el templo en que se conserva, según dicen las guías viajeras, el corazón de Byron. El chaval no tenía ni idea sobre quién era Byron ni de dónde estaba la iglesia, y eso que vivía de su nombre. Así que salí poco después, busqué una tienda de paraguas sin éxito y confundí un par de veces el camino. Ahora caía menos agua, por fortuna, una especie de lánguido calabobos, y nunca mejor dicho. Al fin, chapoteando sobre los charcos y el barro de las calles de Missolonghi, alcancé a encontrar San Spiridione.

Para los poetas románticos ingleses del pasado siglo, la Grecia clásica fue la gran referencia, el paisaje de un tiempo ideal donde animar el fuego de su ardorosa pasión. Vieron en los mitos griegos, y especialmente en el de Prometeo, el dibujo del hombre al que ellos querían cantar. Los tres, el lírico Percy Bysshe Shelley, el frágil John Keats y aquel huracán que fuera George Gordon Byron, cantaron a su Hélade soñada hasta quedarse roncos. Keats, en sus odas, puso a «Una urna griega» como pretexto para parir aquel famoso verso: «La belleza es verdad y la verdad belleza: nada más es preciso saber en la tierra». Shelley, en los conjuros que atribuía a su «Prometeo Liberado», proponía «desafiar el Poder absoluto, amar y soportar; esperanzarse hasta que la Esperanza cree, desde su propia ruina, todo cuanto ella se propone», en tanto que Byron veía a su particular Prometeo como «triunfante cuando se atreve a su desafío, y haciendo de la muerte una victoria».

Es probable que estos tres grandes románticos y enormes poetas fueran los culpables de que, con frecuencia, muchos ingleses sientan que los griegos de verdad son ellos y que los antiguos helenos no son más que unos impostores. No les importan sus raros apellidos ni tampoco saber que, sin los trágicos, Shakespeare no hubiera podido existir, ni que sin Pericles, la democracia inglesa habría carecido de puntos de referencia. Cierto es que Inglaterra ha dado mucho al mundo, desde un punto de vista literario, pero no tanto como se creen algunos profesores de Cambridge y algunos generales ilustrados de la altiva Albión. No sé de ningún soldado inglés que alcanzara a transformarse en un Esquilo o un Sócrates, salvo Byron, que quiso hacer la carrera de soldado-poeta pero del revés. Eso sí: hay montones de especialistas paliduchos con cabellos de zanahoria nacidos en condados ingleses que, hablando en griego, inventan cada día su propia Grecia. El norteamericano Henry Miller, en
El coloso de Marussi
, les tomó el pelo hasta cansarse, con la bendición de su querido Lawrence Durrell, que era un estupendo novelista inglés rendido a los pies de Grecia y que sabía bien de qué iba esto de la gran literatura. «El inglés es linfático», escribe Miller a propósito de los ingleses que conoció en Atenas durante su viaje griego, «está hecho para acomodarse en un sillón, sentarse junto al fuego o en una taberna sucia, la jaula de la ardilla didáctica […]. Nadie los odiaba del todo [a los ingleses de Atenas]; eran simplemente imposibles».

Aquellos tres grandes románticos ingleses emigraron al sur, en busca de sus mitos y, quién sabe, tal vez en busca de su corazón. Keats, el más frágil, murió en Roma, aquejado de tuberculosis. Shelley se ahogó en el mar Mediterráneo, llevando en los bolsillos un libro de Keats. Y Byron, que era un poeta menos dotado que sus dos amigos y el más apasionado de todos ellos, se echó en brazos de la causa de la independencia griega, arriesgando perecer como un héroe y, eso sí, siempre ante los ojos de un mundo que le veneraba. Logró una muerte soberbia, a pesar de que, probablemente, lo matase una enfermedad tan común en la Europa meridional de entonces como era la malaria, cuando estaba a punto de marchar, al frente de una tropa mercenaria, a la conquista de un castillo turco que dominaba el golfo de Lepanto «Las montañas miran sobre Maratón», escribió en el Canto III de su
Don Juan
, en 1822, «y Maratón contempla el mar; y meditando allí, solo, durante una hora, soñé que Grecia todavía podía ser libre».

Byron siempre buscó una causa grande que se acomodase a la sed de gloria de su alma. Sus pasiones eran montar a caballo, nadar, el sexo, la poesía y el viaje. Como era rico, galopar no le resultaba difícil: siempre hay un caballo a mano para un lord. Por la misma razón, podía viajar cuando le apeteciera, echarse al agua en las playas de Italia y versificar todo el tiempo libre que le permitía su ocio permanente. En el sexo no se contenía cuando le entraban ganas: contaban de él que, al entrar en las posadas y hospedajes, se abalanzaba directo sobre las sirvientas, si eran guapas, y él mismo alardeó de haber mantenido relaciones con más de doscientas mujeres distintas en el margen de unos pocos años. En los meses finales de su vida probó con muchachos, siguiendo su imparable sendero del exceso.

Le faltaba luchar, y vencer o morir, por una causa que alcanzase la altura de su ego. «Yo no dormito», escribió: «la espina está en mi lecho; cada día una trompeta suena en mis oídos; es el eco de mi corazón». Y la encontró en la lucha de Grecia por su independencia.

Dejó Inglaterra muy joven, cuando ya era un conocido poeta en los círculos literarios de Londres y un trueno en amoríos múltiples, reputado como tal en el estrecho mundo de los salones que frecuentaba la apolillada aristocracia inglesa. Su destino, al dejar la rancia Inglaterra, fue Italia, y en particular Venecia, donde se encontró con su amigo Shelley. Escribía mientras viajaba, o quizá al contrario. Paseó su porte y sus escándalos por varios lugares de Italia, un país al que atribuyó la posesión de «el don fatal de la belleza». Hizo amistad con los revolucionarios europeos, sobre todo con el noble Pietro Gamba, un «carbonario» que apoyaba la caída de los Borbones y que conspiró para provocar la revolución en Nápoles. El poeta incluso pensó en largarse a América y unirse a la causa de Bolívar. Desistió, aunque bautizó con el nombre del rebelde general suramericano a uno de sus barcos de recreo. Mientras viajaba por Italia, radicalizó sus ideas y se convirtió en un antimonárquico furibundo. De haber nacido y vivido unos años más tarde, habría comulgado con el socialismo. Eso sí: con la apostura de un lord. «¡Qué poco sabemos de lo que somos! ¡Y cuánto menos de lo que seremos!», clamó en un verso. No es de extrañar que, a su muerte, el abad de Westminster le negara un nicho en el santuario donde reposan los grandes hombres de la Inglaterra imperial y conservadora.

Estando en Italia, allá por 1822, el año de la muerte de su amigo Shelley, se unió al Comité Griego, fundado en Londres, desde donde se recababa fondos y voluntades para la lucha por la independencia helena. «Dedicaré todos los medios que consiga por mí mismo», escribió en mayo de ese año, «para el progreso de la gran causa». Y en julio de 1823 se embarcó en Génova, a bordo del
Hércules
, con un enorme equipaje de libros y trajes de guerra, y acompañado de sus siervos, sus caballos y sus perros. Iba a protagonizar su gran hazaña, a ser antes hombre de acción que hombre de letras. Tenía treinta y cinco años. Con él viajaba, también, su revolucionario amigo Pietro Gamba, así como un efebo griego que convenía a sus nuevas tendencias sexuales.

En agosto de ese año, el
Hércules
atracaba en Cefalonia, una isla griega del mar Jónico, y decidía quedarse allí un tiempo, para reflexionar sobre cuál habría de ser su papel en la lucha. Nadaba y montaba a caballo. Visitó la vecina isla de Ítaca, la patria de Ulises, donde los lugareños aún cuentan que enamoró a una joven muchacha y que el padre le echó de la isla a punta de escopeta. En enero de 1824 cruzó al continente, a Missolonghi, para unirse al príncipe rebelde Maurocordatos.

Fue un tiempo feliz para Byron. Aunque se lamentaba de las luchas internas que dividían a los revolucionarios griegos, ocupó todos sus esfuerzos en organizar una tropa de seiscientos mercenarios a los que debía armar y mantener a su costa. Maurocordatos le había encargado conquistar una fortaleza turca que dominaba el golfo de Lepanto, no muy lejos de Missolonghi, en la orilla norte del estrecho de Corinto, y Byron se aplicó a la tarea con todas sus energías y parte de su fortuna. Al fin iba a ser soldado por una causa justa. Algunos de los disparatados uniformes que él mismo se diseñó figuran en grabados de la época.

Pero en Missolonghi llovía con frecuencia aquel invierno y los pantanos estaban repletos de mosquitos. Byron contrajo fiebres a finales de enero. El 22 de ese mes, día en que cumplía treinta y seis años, el romántico lord escribió uno de sus últimos poemas. Tenía el aire de un epitafio: «¡La espada, la bandera y la campaña, veo a mi alrededor la Gloria y Grecia! […] La tierra de la muerte honrosa está aquí: ¡sube al campo y entrega tu aliento! Busca la tumba, a menudo buscada y no encontrada, de un soldado; para ti, la mejor. Luego, mira a tu alrededor, y elige el sitio, y entrégate al descanso».

Se repuso, a pesar de todo, y siguió organizando su tropa para tomar Lepanto. Le acometieron nuevas fiebres, pero el 9 de abril, bajo la lluvia, volvió a cabalgar. Y bajó del caballo a la cama para no levantarse nunca. Los médicos, contra su voluntad, le aplicaron sangrías con el uso de sanguijuelas. Se iba debilitando cada vez más. El 19 de abril, antes de entrar en coma, gritó: «¡Los doctores me han asesinado!». Al expirar, sonaron en Missolonghi salvas de artillería durante veinticuatro horas, y las campanas de muchos pueblos griegos tocaron a duelo… «Si añoras tu juventud, ¿por qué vivir?», había escrito unos meses antes.

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