Corazón de Ulises (38 page)

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Authors: Javier Reverte

BOOK: Corazón de Ulises
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Era tal el calor de aquel mediodía ateniense que renuncié a quedarme en el barrio de Plaka y busqué el alivio del aire acondicionado en el hotel Grande Bretagne. Es un precioso edificio que cierra uno de los esquinazos de la plaza Syntagma, cerca del Palacio Real, un lujoso establecimiento cargado de historia. Como dice, en su libro
Hotel Nirvana
, mi amigo y colega de escritura Manu Leguineche, el Grande Bretagne es «algo más que un hotel».

Yo había estado antes allí, como periodista, para escribir sobre las elecciones de 1981, que ganaron los socialistas del PASOK de Papandreu. Recuerdo la noche de la victoria de la izquierda, las avenidas repletas de gente jubilosa, las banderas, los cantos de alegría, chicos y chicas que bailaban
sirtaki
en las plazuelas, champán en las tabernas de Plaka, Atenas entera echada a la calle y la plaza Syntagma convertida en un oleaje de multitudes eufóricas. Tras enviar la crónica, un grupo de periodistas españoles nos reunimos en el cálido bar del Grande Bretagne, rodeados de mármoles marfileños, jarrones
art déco
, tresillos azules, vidrieras en los balcones y sobrias maderas oscuras cubriendo las paredes.

Bebimos algunas copas del «cóctel Grande Bretagne», preparado a base de angostura, ginebra, aguardiente de albaricoque y unas gotas de limón. En uno de los sofás del bar se sentaba una pareja a la que llevábamos viendo desde días atrás en los salones del hotel. Tendrían cerca de sesenta años y él era un hombre de aire enfermizo, con grandes bolsas bajo los ojos y pelo agonizante, un retrato vivo, casi, del poeta Rilke. Ella, pese a la edad, era una mujer bellísima y elegante, de pelo rojizo, ojos grandes y negros, busto prominente y en su sitio, delgada la cintura, las caderas redondas y unas piernas como siempre deberían ser unas piernas femeninas. El grupo de periodistas, mucho más jóvenes que ella, estábamos prendados de la mujer y la llamábamos la Duquesa. Ella comprendía bien lo que pensábamos, tal vez porque estaba acostumbrada a despertar el asombro masculino, y en ocasiones volvía el rostro hacia nosotros, para recoger nuestras bobas miradas, y nos devolvía sonrisas complacientes.

Aquella noche electoral, la Duquesa lloraba, secando sus mejillas con un pañuelo casi transparente, y el marido, a su lado, mostraba un rostro aún más abatido que de costumbre. Luego, supimos por el camarero que el hombre era un alto cargo en el gobierno de la derecha que acababa de perder el poder. Nuestro joven corazón, el de los cinco periodistas que le dábamos su merecido al cóctel, sufrió con la bella dama, aunque habíamos brindado por el triunfo de la izquierda, en la confianza de que, en España, sucedería lo mismo muy pronto, como así fue en el 82.

Ahora, casi veinte años más tarde, después de comer en el restaurante del Grande Bretagne un delicioso menú que me costó un buen pico, volví al bar. No había ningún cliente a esa hora y el viejo camarero, detrás del mostrador, sonrió cuando le pedí el cóctel especialidad de la casa.

—Es raro, casi nadie lo pide ya —me dijo mientras agitaba la coctelera—. ¿Ha estado aquí antes?

—Vine cuando ganó Papandreu las elecciones, en el 81. Yo era periodista. Y me gustó la bebida.

—Entonces le atendería yo, llevo casi cuarenta años en este bar.

—Tal vez. ¿Puedo preguntarle una cosa? Recuerdo a una mujer muy hermosa que venía al bar todos los días. Su marido era un tipo delgado, con aire de enfermo. Tendrían unos sesenta años y ella lloraba aquella noche de elecciones.

—Claro —sonrió—, a todos nos gustaba aquella mujer. El hombre era un diplomático importante, Costas M. Y ella se llamaba Atenea, como la diosa.

—¿Vive aún la diosa?

—Las diosas viven siempre… Pero no sé, después de aquello se fueron a vivir a París. Tenían dinero.

Me quedé un par de horas en el bar, sentado en un sofá y leyendo los periódicos españoles que había encontrado en un quiosco de Syntagma. Eché al cuerpo otro cóctel y regresé a la calle, cuando ya la tarde y el calor comenzaban a caer. Crucé el populoso barrio de Plaka, repleto de turistas en bermudas. Y ascendí de nuevo las escalinatas de la Acrópolis.

Atenea, la diosa protectora de Atenas, es la figura más civilizada, sabia y culta dentro del universo religioso de los griegos, donde abundaban las deidades familiarizadas con el crimen y escaseaban aquellas que alentaban el progreso del espíritu. Nació de la cabeza de Zeus, a quien le abrió el cráneo, según algunos, Prometeo, y según otros, el dios Hefesto. Los ojos de la diosa eran grandes y brillantes como los de una lechuza. Era la única deidad del Olimpo, al parecer, que reflexionaba antes de obrar, lo que suponía no poco mérito entre aquella tribu de salvajes incontinentes que poblaban el Olimpo.

Atenea era virgen —«la eterna doncella», le llamaban—, y aunque muchos dioses la pretendieron, ella no aceptó nunca yacer con ninguno. Pese a que se la asocia con la guerra y a menudo la vemos armada con casco, lanza y escudo, no sentía especial pasión por la pelea y procuraba dirimir las disputas por medio de la negociación. Cuando luchaba al fin, siempre porque no le quedaba otro remedio, nadie era capaz de derrotarla, pues era mejor estratega que ningún dios o general. Su fuerza, pues, residía en su inteligencia y no en su valor. Diosa de las artes y de las ciencias, inventó cosas útiles y hermosas, como la olla, el arado, el carro, el barco, la flauta y la trompeta. También fue ella quien plantó el primer olivo.

Poseidón, el temible y promiscuo señor del mar, la pretendió sin éxito, y quizá por ello le tendió una vergonzosa trampa. Convenció a Hefesto, el dios herrero, de que Atenea deseaba que le hiciese el amor con violencia. Cuando la diosa entró en la fragua para encargar a Hefesto que le fabricase unas armas, éste la asaltó e intentó violarla. Atenea se retiró y Hefesto eyaculó en su muslo. Con asco, la diosa se limpió con un trozo de lana y lo arrojó luego al suelo. Y el semen del herrero fecundó la Madre Tierra. Y así nació el único hijo de la deidad de la inteligencia. Lo llamó Erictonio, una criatura con la parte inferior de su cuerpo en forma de cola de serpiente.

Misericordiosa, amiga de los hombres, Atenea fue el mejor símbolo de la luminosa ciudad a la que le debemos tantas cosas.

Junto al recinto de la Acrópolis, prendido en la falda de la áspera colina, se abre en semicírculo el antiguo teatro de Atenas. El silencio pesa sobre las pardas gradas y el escenario, un silencio que se hace más hondo en un lugar donde tan hermosas palabras se pronunciaron, donde el verbo solemne de Esquilo, la mesura de los versos de Sófocles y el calor humano de los cantos de Eurípides emocionaron a tantas generaciones de corazones griegos. ¿Acaso no siguen emocionándonos? Aquellos trágicos, aquellos enormes escritores de la fecunda Atenas, cantaron las desdichas de los héroes de antaño, convirtieron los mitos en ejemplo de las tribulaciones humanas y de nuestro empeño por construir una vida más noble, y alzaron, pese a todo y desde su pesimismo, una leve voz de confianza en el hombre.

Me acodé en la baranda que dominaba el vacío teatro y traté de escuchar algo entre el silencio, recoger algún eco perdido de otro tiempo. Y vinieron a mis labios unos versos del
Agamenón
de Esquilo que susurré a los aires: «Zeus ha abierto el camino del conocimiento a los mortales mediante esta ley: por el dolor a la sabiduría».

LOS HIJOS DEL MITO

En la historia humana, la tragedia griega, el arte dramático del Ática, ha cumplido un papel liberador, porque dando crónica de la barbarie, intentó humanizar el horror, dotarle de forma y de sentido. Abriéndonos los ojos al lado oscuro de la existencia, a la fuerza de lo irracional, a los amargos designios del destino, a la violenta certeza de la muerte, los poetas trágicos ensancharon el campo del alma racional y de la lucha contra lo que no es comprensible, y por ello, el campo de la libertad del hombre. Antígona, en su discurso final de la obra del mismo nombre, de Eurípides, podía proclamar: «En cuanto suceda ahora y cuanto acontecerá en el futuro, lo mismo que para lo que sucedió anteriormente, esta ley prevalecerá: que nada extraordinario ocurre en la vida de los mortales separado de la desdicha». Tan desesperado canto nos ofrecía, sin embargo, un fondo consolador: el conocimiento es una conquista humana, y la dignidad del hombre se logra en la asunción valerosa de la verdad de su fragilidad.

Esquilo, Sófocles y Eurípides, los tres grandes trágicos, vivieron y escribieron en ese siglo V en que la Atenas victoriosa de los persas creció, alcanzó su apogeo político y cultural y entró después en su definitiva decadencia tras el desastre de las guerras del Peloponeso. Los tres crearon la forma y la estructura de un género artístico que ha sobrevivido veinticinco siglos: el teatro. Shakespeare no hubiera sido posible sin aquella genial invención.

La tragedia tiene su origen en los himnos corales compuestos en honor de Dioniso, los ditirambos, que cantaban y bailaban coros de hombres y mujeres, disfrazados y con máscaras. No se saben las fechas en que pudieron ser creados, pero sí que, alrededor del último tercio del siglo VI, un autor y actor ateniense, llamado Tespis, incorporó discursos recitados entre los cantos y los bailes. Antes del estreno de
Los persas
de Esquilo, datada en el 472 a.C, otros autores escribieron versos para ser recitados en las fiestas en honor de Dioniso, como Arión, Quérilo, Prátinas, Menécrates y Fliunte. Pero nada de sus obras nos ha llegado, aunque sabemos que ninguno de ellos alcanzó la fama y prestigio de los tres grandes trágicos. El género dramático tuvo, pues, un origen religioso, y aunque ese carácter no lo perdió nunca, ya que las tragedias siguieron representándose con motivo de las fiestas dionisiacas, la religiosidad fue diluyéndose y ganando el valor artístico de las obras.

La tragedia le debe mucho a la épica, no sólo porque le proporcionó los argumentos y los personajes sino porque, al tiempo, ofrecía una visión del mundo y del hombre que impregnaron la filosofía de los trágicos. En Homero está el origen del sentido trágico y los dramaturgos del Ática fueron, en cierta forma, sus sucesores. «La epopeya y la tragedia», cito a Jaeger, «son como dos enormes formaciones montañosas enlazadas por una serie ininterrumpida de pequeñas sierras».

Los mitos ofrecían un riquísimo caudal argumental para los dramaturgos, pero eran más que eso. «Mito es un relato tradicional», ha escrito Carlos García Gual, «que refiere la actuación memorable y ejemplar de unos personajes extraordinarios en un tiempo prestigioso y lejano». Es una definición afortunada que nos deja ver que el alcance de las viejas historias no se ceñía a un mero papel argumental; eran historias ejemplares protagonizadas por seres extraordinarios, «más que humanos», dice Gual. Y en ese sentido, como señala también el escritor, «los mitos explican el mundo, ofrecen las causas de las pautas de comportamiento y relatan por qué las cosas son de un modo determinado».

El carácter de las representaciones trágicas, los motivos de los autores y la actitud de los espectadores eran diferentes a los de hoy. Las historias narradas en la mayor parte de los dramas eran conocidas de todos, había poca intriga en ellas, se sabía el final. De modo que su intención, que en principio fue religiosa, se centró luego en el disfrute del arte del poeta y de la pasión que en la obra ponían los actores. Una tragedia se concebía por el autor casi como una pieza musical, en tanto que los espectadores acudían al teatro casi como los melómanos que asisten a escuchar una sinfonía cuyos compases conocen de memoria. Era la tragedia, en cierto sentido, algo parecido a un espectáculo mitad misa y mitad concierto.

Durante los días de esplendor del género acudían al teatro de Atenas alrededor de quince mil espectadores en cada jornada. La temporada teatral se celebraba en el mes de marzo, que los griegos llamaban Elafebolión, y muchos extranjeros venían de otras ciudades helenas a disfrutar del gran espectáculo. La entrada era gratuita para los pobres y el costo de la puesta en escena corría a cargo de los atenienses más ricos, que lograban así prestigio social. A diario, se representaban tres tragedias, seguidas de una obra satírica, todas ellas de un mismo autor. Al final de las fiestas, que duraban cinco días al principio y que fueron reducidas a cuatro durante las guerras del Peloponeso, un jurado elegía al dramaturgo vencedor de la competición anual, que era coronado de laurel. Se dice que fue Sófocles el trágico que más triunfos obtuvo a lo largo de su vida, y que algunos de ellos fueron póstumos.

Al teatro acudían hombres y mujeres y llevaban con ellos comida y vino, pues en honor de Dioniso los caldos corrían a raudales y todos los excesos eran posibles. Había algo de carnaval brasileño en el jolgorio con que Atenas vivía aquellas fiestas. Y el ambiente de una representación podía parecer el de un campo de fútbol de nuestros días, con los espectadores abucheando, pataleando, aplaudiendo frenéticos y llorando cuando lograban conmoverles los versos de los poetas. Era tal el guirigay que se organizaba en las representaciones que existía un servicio de orden armado de varas para contener el alboroto e incluso proteger a los actores, tanto si desagradaban al público como si provocaban tal entusiasmo que corrían el riesgo de morir abrazados por sus
fans
. Nunca la poesía ha despertado tanta pasión en un pueblo y puede decirse que en Atenas existían verdaderos
hooligans
de la cultura, o «grandes catadores y degustadores de palabras», como señala Gómez Espelosín. Algo parecido sucedió en el Madrid del Siglo de Oro, en las corralas donde se representaban las obras de autores tan admirados como Lope de Vega, Calderón y otros cuantos de menos fuste: los espectadores, si la obra no era de su agrado, llegaban incluso a arrojar al escenario pedazos de excrementos humanos.

Testis inventó la presencia de un actor recitador entre los coros, que eran los que llevaban el peso de la obra. Esquilo incorporó un segundo actor, y al final de su vida, junto con Sófocles, introdujo un tercero en escena. Cada uno de ellos podía representar varios papeles a lo largo de la obra, y no existían actrices, sino que los hombres, disfrazados, interpretaban los papeles femeninos. Al paso de los años, y en especial desde Esquilo, el protagonismo del coro, de los bailarines y cantores, fue perdiendo peso en favor del diálogo de los comediantes.

La tragedia fue más que un espectáculo: jamás la poesía en la historia humana ha logrado tal prestigio y nunca, ni antes ni después, se ha identificado tanto un pueblo con los valores éticos y estéticos proclamados por los grandes poetas. La
areté
ya no era patrimonio exclusivo de la aristocracia, de los «mejores», sino de la orgullosa democracia ateniense.

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