Corazón de Ulises (18 page)

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Authors: Javier Reverte

BOOK: Corazón de Ulises
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Parménides nació en Elea, en la costa calabresa de Italia, hijo de una familia de nobles emigrantes originarios de la región griega de Beocia. Su nacimiento puede situarse alrededor del 540 a.C. y la tradición señala que vivió casi noventa años. Era hombre de leyes y dejó el oficio de legislador por la filosofía. De sus criterios políticos tan sólo sabemos que era contrario a la democracia. En la última etapa de su vida viajó a Atenas, donde fue recibido como un personaje de excepción y donde se encontró con el joven Sócrates.

Para transmitir sus ideas escogió la poesía, tal vez porque la poesía era entonces el mejor instrumento literario para acercarse al público griego. Escribió un solo poema, «Sobre la Naturaleza», del que nos han llegado el proemio y largos fragmentos de las partes primera y segunda.

El proemio relata cómo, subido en un carro tirado por yeguas y siguiendo la dirección que le marcan las «doncellas solares», el poeta alcanza la morada de una diosa, que le recibe hospitalaria y le dice: «Preciso es que conozcas la inconmovible entraña de la Verdad, bellamente circular». Es una tradición epopéyica a la que también se acoge Parménides, pues tanto Homero como Hesiodo inician sus obras con una advocación a una diosa o musa. La Verdad, en la primera parte del poema, se ofrece como una especie de revelación, en tanto que la segunda parte la dedica el filósofo a explicar las opiniones erróneas de los hombres. Es en la primera parte del poema donde su filosofía queda expuesta. Y su exposición supone una verdadera revolución en la historia del pensamiento.

La idea esencial de Parménides queda ya formulada en los inicios de la obra: «El Ser es y el No-ser no es». Cualquiera que leyera algo así por vez primera podría echarse a reír ante lo que parece una soberana perogrullada. Y de hecho es lo que hicieron algunos de los ciudadanos de Elea contemporáneos del filósofo.

Parménides continúa su poema desarrollando esa primera afirmación. Y dice que el Ser lo llena todo y que el No-ser es un espacio vacío. El Ser —sigue— es indestructible y, por tanto, eterno, y no puede ser alterado. Es indivisible y existe en un continuo presente. Es siempre el mismo y nada puede cambiarlo ni moverlo. Es una clase de sustancia que permanece en quietud eterna e inalterable. Sólo la mente alcanza a comprenderlo, mientras que los sentidos nos presentan una realidad de apariencias que pertenecen al mundo del No-ser. Todo lo que el hombre ve y oye es pura ilusión, mientras que el pensar equivale al existir, pues sólo el pensamiento nos libra de las apariencias y nos muestra la realidad del Ser.

A grandes rasgos, ésa es la esencia de su filosofía. Pero quizá es mejor oírle a él en unas cuantas de sus sentencias: «Las únicas sendas investigables para el pensar son que el Ser es, y que no hay forma de que el Ser no sea […]. Que son una misma cosa el pensar y el Ser […]. Que el Ser es increado e imperecedero, es inmóvil y no conoce fin. No fue jamás ni será, ya que es ahora, en toda su integridad, uno y continuo […]. Por tanto, o ha de existir absolutamente, o no ser del todo […]. Nada hay ni habrá fuera del Ser, ya que el Destino lo encadenó a una totalidad inmóvil […]. Lo que manifiesta superioridad, eso es el pensamiento».

Toda esta sucesión de afirmaciones suponen una imponente transformación en la historia del pensamiento humano. No sólo porque signifiquen la primera apuesta metafísica en los derroteros de la especulación humana, sino porque abren un camino nuevo al establecer con rotundidad la diferencia entre la percepción sensorial y el conocimiento racional. Mil años tardarían los hombres, después de Parménides, en devolver a los sentidos una cierta credibilidad, y en buscar en los datos de la experiencia la certidumbre de sus hipótesis, o viceversa.

Platón era un enamorado del filósofo de Elea, y su teoría sobre el mundo de la Verdad y el mundo de las sombras tiene muy en cuenta las propuestas de Parménides. «Es el primero», escribe Olof Gigon, uno de los mejores estudiosos de la filosofía presocrática y casi un «hincha» del bando de Parménides, «que ha dado al lenguaje filosófico el concepto de Ser y la palabra Ser». Y añade: «Alcanza el punto más elevado de la filosofía anterior a Sócrates».

Parménides es el rey del pensamiento puro, el filósofo por excelencia, un supremo iluminado en su fe sin límites en la razón, hasta el punto de que, en su filosofía —dice Werner Jaeger—, «se desvanece toda existencia particular y, por tanto, también el hombre».

Buscaba el sabio de Elea, a fin de cuentas, una expresión de forma bella para contarnos su idea armónica del Ser del mundo. Armonía, poesía, estética y pasión por explicar y organizar el caos: eso es Grecia. Y Parménides, con todo merecimiento, es uno de los constructores de ese empeño. Los hijos del pensamiento libre le debemos unas copas.

También le debemos unas copas a Heráclito, quizá unas cuantas más. Yo le hubiese invitado a unas cañas de cerveza, de encontrarme con él, aquella mañana de sofocante calor en las ruinas de lo que fue su patria. Harto de piedras, bustos, capiteles, arbotantes y frisos, y cansado del agobio del gentío que llenaba Éfeso con la misma febril ansiedad que un supermercado madrileño en vísperas navideñas, regresé a la salida del recinto. Mustafá se sentaba en un banco, a la sombra de un enorme pino. Fumaba sin descanso, como era previsible, ajeno a la ansiedad de aquella batahola de turistas que se achicharraban bajo el sol, en su empeño por hacerse más cultos en el escaso margen de un par de horas.

Subimos al coche y corrimos a campo abierto, con las ventanillas bajadas. El aire era salobre, soplando desde el mar próximo.


River?
—preguntó el taxista, quizá guasón.


Söke
—respondí.

Ahora sólo pensaba en tomar una buena ducha en mi pensión.

La fecha del nacimiento de Heráclito pudo ser el 544 a.C, cuatro años después de Parménides. Nacido en Éfeso, descendía de una noble familia originaria de Atenas. La tradición dice que rechazó la corona de rey de la ciudad ofrecida por el pueblo y que traspasó tal honor a un hermano pequeño. Era contrario a la democracia y también a la tiranía. Su modelo de Estado se basaba en el gobierno de una élite. Así se expresa en una de sus máximas: «Los mejores prefieren una cosa sobre otras: en vez de lo perecedero, fama sempiterna. Mientras que los más se sacian como animales».

Fue un filósofo sin escuela, un autodidacto, y su opinión sobre otros pensadores y poetas no era muy alta. «La erudición en muchas cosas», escribió, «no enseña a entender ninguna. En caso contrario, hubiera enseñado a Hesíodo y a Pitágoras, a Jenófanes y a Hecateo». En otro aforismo señala: «Homero merece que se le expulse de los concursos, con buena cantidad de palos encima, y lo mismo merece Arquíloco». Y en un tercero: «Pitágoras, abuelo de la charlatanería». De los filósofos anteriores debió de respetar, tan sólo, a Anaximandro, de quien tomó algunas de sus ideas para construir su propio pensamiento.

Con sus conciudadanos no tuvo buenas relaciones; antes bien, los despreciaba. Dice uno de sus fragmentos: «Todos los efesios adultos deberían ahorcarse y dejar el gobierno de la ciudad a los jóvenes, pues aquéllos enviaron al exilio a Hermodoro, el mejor de sus hombres, diciendo:
No habrá nadie que sea el mejor entre nosotros; si tal existe, que esté en cualquier otra parte y entre otras personas
». En su vejez, según la leyenda, Heráclito se retiró al templo de Artemisa, donde vivió meditando hasta su muerte.

De su obra nos han llegado ciento veintiséis fragmentos. Hay otros trece que son considerados falsos o alterados, y en todo caso no aportan nada al conocimiento del pensamiento del de Éfeso. Heráclito se expresaba en aforismos, cultivaba la paradoja y gustaba de esconder sus ideas. Su pasión por el enigma le valió, desde antiguo, el calificativo de «el oscuro». Dispersaba, además, el discurso de sus reflexiones para ocultarlas más todavía. Uno de sus últimos aforismos parece casi una burla dirigida a sus lectores y, quizá, una manera de revelar el carácter de su propia obra: «El orden cósmico más bello es algo así como desperdicios tirados a voleo». Su obra puede ser parecida: pensamientos esparcidos sin orden ni concierto.

Parte Heráclito, en su discurso, de la idea de la guerra como creadora del orden del mundo, una guerra interminable que es madre de todos los seres y de todas las cosas. «Hay que saber que la guerra es común a todos y que la discordia hace justicia y que todas las cosas nacen de la discordia y la necesidad», escribe. Al mundo lo dirige el combate por el orden y la jerarquía naturales, y ese combate se expresa en la lucha de los contrastes. Hay puntos de vista distintos que son el mismo al final, o como dice el propio Heráclito: «El camino hacia arriba y el camino hacia abajo son uno y el mismo». El contraste impulsa la evolución de las cosas. «Vive el Fuego de la muerte de la Tierra», escribe, «y vive el Aire de la del fuego; vive el Agua de la muerte del Aire, y de la muerte del Agua vive la Tierra».

Todo fluye, viene a decirnos Heráclito, pero la realidad del Ser se afirma en ese fluir: el Ser es devenir, es dialéctica en estado puro. «Nos bañamos y no nos bañamos en los mismos ríos: somos y no somos», señala un aforismo. En otro, se desarrolla esta misma idea: «No es posible sumergirse dos veces en el mismo río. Las cosas se dispersan y se unen de nuevo, se acercan y se alejan». Y un tercer fragmento anterior a los otros señala: «Incluso los que se bañan en los mismos ríos se bañan en diferentes aguas. También las almas se evaporan de las aguas».

El mundo, para Heráclito, se originó en el fuego y terminará en el fuego. El fuego todo lo quema y del fuego nacen también las cosas. Dice el efesio: «Todas las cosas se cambian en fuego y el fuego se cambia en todas las cosas, como el oro por mercancías y las mercancías por oro». Y en otro momento señala: «Este mundo, el mismo para todos, no lo hizo ningún dios ni ningún hombre, sino que fue siempre fuego, lo es ahora y lo será siempre viviente, encendiéndose con mesura y con mesura apagándose». O de otra forma: «El sol es nuevo cada día».

Fue Heráclito uno de los primeros filósofos en afirmar una orgullosa subjetividad, en afirmar el yo. «En su poderoso espíritu se oculta un fondo de poeta», dice Wilhelm Capelle, que añade: «Precisamente es Heráclito quien ha descubierto al hombre». Por su parte, Olof Gigon, que llama «sermoneador» al filósofo de Éfeso, dice que «su pensamiento central es ético» y que «nadie [como Heráclito] ha manifestado más despiadadamente su desprecio por los hombres».

Pero es Werner Jaeger, inclinado a simpatizar con Heráclito, quien tal vez ha entendido mejor al filósofo de Éfeso: «El corazón humano constituye el núcleo fundamental y apasionado de su filosofía», escribe. Y sigue: «Heráclito funda en la norma del mundo la norma de vida del hombre filosófico y construye así la primera antropología filosófica».

El acaecer cósmico pasa en Heráclito a través de su alma, según Jaeger, y su melancólica fe en el hombre se expresa en fragmentos como éste: «En la mano de todo hombre está conocerse a sí mismo y ser sensato». O en el que a mí me parece el más hermoso de todos sus aforismos: «Por mucho que andes, y aunque paso a paso recorras todos los caminos, no hallarás los límites del alma».

Aquellos vigorosos pensamientos del hombre de Éfeso dejaron de resonar hace cerca de dos mil quinientos años en el ágora y los templos de su ciudad. Tal vez, pocos de sus conciudadanos hicieron caso a este poeta-filósofo que intentó una explicación racional del mundo y del Ser y que trató de dotar de un equilibrio al alma humana en su relación con el cosmos. Fue un nuevo loco, quizá el más apasionado de todos, en el empeño de lograr un conocimiento armónico del universo y del hombre. Escribió en otro aforismo: «El tiempo es un niño que juega con los dados». Unos dos mil quinientos años después, Albert Einstein escribía en una carta a Max Born: «Usted cree en un Dios que juega a los dados y yo en la ley y en el orden absolutos». En la década de los setenta, Joseph Ford, un célebre científico del Instituto de Geología de Georgia (EE.UU.), replicaba al padre de la teoría de la relatividad: «Dios juega a los dados con el universo, pero con dados cargados. Y el principal objetivo de la física actual es averiguar según qué reglas fueron cargados y cómo podremos utilizarlos para nuestros fines». De modo que el cubilete de Heráclito lleva dos milenios y medio sin cesar de agitarse sobre el tablero de la ciencia.

A pesar de que hubiera apaleado a Homero, Heráclito siguió esa línea honda iniciada por el autor de la
Ilíada
: la búsqueda de una forma de belleza basada en el equilibrio del alma humana con un cosmos que niegue el caos. Ya digo que, quizá, sus conciudadanos, a los que despreciaba, no alcanzaron a comprenderle. Y puede que fuese ésa la razón por la que, en una de sus últimas sentencias, escribiera estas palabras terribles: «Las almas huelen a infierno».

Le indiqué a Mustafá que parase en un cafetín del camino y descendimos a beber un refresco bajo la sombra de unos eucaliptos. Pedí cerveza y él un té frío. Mientras yo tomaba algunas notas en mi cuaderno, el taxista se alejó a dar un paseo, casi flotando en espesos nubarrones de humo. Regresó al poco, sonriente, y me indicó que le siguiera.

En la parte trasera del establecimiento, al fondo de una pequeña barrancada, discurría un arroyuelo de aguas sucias, oscuras, repleto de desechos, y maloliente.


River, river, guten river!
—clamaba Mustafá entre risotadas.

Sin duda me merecía una broma así. Y pensé que en aquel riachuelo no sólo era imposible bañarse dos veces, sino que más valía no hacerlo ni siquiera la primera.

Capítulo IX
Palabra de Safo

Izmir, la antigua Esmirna de los griegos de Asia Menor, es una ciudad encallada entre colinas, como un buque decrépito que se agarrase a la tierra en un último esfuerzo por sobrevivir. Mira con furor, desde la hondura de su bahía, hacia el Egeo. Porque ésa es la sensación que transmite esta urbe turca, la tercera del país en número de habitantes: un aliento invisible de ciudad dura, áspera, palpitando en un inextinguible rencor histórico. Y no es para menos, ya que es uno de los asentamientos humanos del Mediterráneo donde más sangre ha corrido a lo largo de los siglos.

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