Authors: Javier Reverte
En un rincón de una de las pequeñas salas se cobija el busto de un hombre viejo y feo. Escrito en la base puede leerse que se trata de un desconocido, pero se añade que es probable que sea un filósofo. Ignoro qué tendrán los arqueólogos contra la filosofía, pero el caso es que casi siempre que en Grecia encuentras en un museo un mármol que representa a un hombre feo dice el cartel: «Probablemente un filósofo». ¿Por qué han de ser poco agraciados los pensadores? Yo, al contrario que los arqueólogos, siempre los imagino semejantes a Apolo.
Si los filósofos, como todos los artistas griegos —en Grecia los más grandes filósofos fueron, en cierto modo, pensadores de la estética— buscaron la esencia bella del hombre, como hicieron los poetas, los escultores y los arquitectos, ¿por qué tenían que ser feos? Su obligación moral era ser guapos.
De regreso a Atenas, invadido por los perfumes de las guerras antiguas, vi a un pope ortodoxo haciendo autoestop al lado del camino. Era un tipo gordo y de mediana edad, tocado con uno de esos ridículos sombreros de la Iglesia bizantina que parecen chistera sin lustre y sin prestancia. Cuando alquilo coches por los caminos del mundo suelo parar ante cualquiera que me pide plaza en las carreteras y lo subo a bordo, por aquello de que puedes enrollarte y toparte con asuntos imprevistos que más tarde dan sentido a un viaje.
Pero el cura no hablaba una sola palabra de inglés ni de francés. Y además de eso, arrojaba desde sus axilas un tufo secular y un punto ecuménico. Viajé hasta Atenas con la ventanilla bajada, sentado al lado de un sacerdote que lucía una larga barba, madriguera probable de una tribu de piojos. La caspa caía desde debajo del sombrero hasta los hombros, convirtiendo su chaleco en algo parecido a la piel moteada de un felino. Me recordaba a los curas españoles de mi infancia, que olían a alerón trentino de posguerra. El glorioso perfume de la épica que yo quería respirar, saliendo de Maratón, se transformaba, dentro del automóvil, en un hedor de zahúrdas polifémicas y cochiqueras saturninas, bendecida por dioses cristianos.
Pero no es justa la afirmación: no huelen tan mal las pocilgas como los sobacos de clérigos poco amigos del agua de la ducha, sean ortodoxos, católicos o mahometanos. Muchas veces tengo la impresión de que el gran enemigo de las religiones no es el diablo, sino la falta de jabón.
Maratón transformó al espíritu de Atenas. Los habitantes de la ciudad consideraron el triunfo como un hecho histórico trascendental. Y lo era, sin duda. La democracia ateniense, en el universo griego, iba convirtiéndose desde decenios anteriores en un ambicioso proyecto para la capital de la región del Ática, y los atenienses se sentían orgullosos de su sistema de gobierno, un régimen superior en libertades a todos los que imperaban en las otras ciudades rivales. La victoria de Maratón les dio el impulso necesario para alardear de su gran hazaña política. Fue el ejemplo que precisaban para colocar en los altares de la Historia el éxito de su manera de concebir el mundo y de su forma de organizarse políticamente, altaneros ante la barbarie y la tiranía de otros estados.
Además, repitieron la jugada. Casi diez años después de la victoria de Maratón, el hijo del rey persa Darío, el nuevo emperador Jerjes, decidió de nuevo conquistar todos los territorios de Grecia y anexionarlos al imperio. Esta vez iba en serio, mucho más en serio que su padre. Un ejército compuesto de doscientos mil hombres cruzó el Helesponto en el año 480 a.C. Para pasar sus tropas desde Asia a las tierras de Tracia, Jerjes organizó un puente con centenares de naves, sobre el que los soldados, la caballería, armas, carros e intendencia cruzaron al lado europeo en el punto más angosto del estrecho del Helesponto. Luego, el imponente contingente militar siguió descendiendo la línea de la costa, camino de Atenas. Nadie podía poner freno al más temible ejército desplegado en la Antigüedad. Y por segunda vez en su historia, atenienses y espartanos acordaron unir sus fuerzas frente al agresor asiático.
Milcíades había muerto, desacreditado ante sus conciudadanos después de una fracasada expedición militar. Y Temístocles, su rival de antaño, era en ese momento el hombre que regía los destinos de Atenas. Son divertidas las veleidades de la Historia: Milcíades había derrotado en Maratón, combatiendo en tierra, a un ejército que vino por mar, mientras que Temístocles iba a derrotar, luchando en el mar, a un ejército cuya fuerza principal venía por tierra.
En Grecia, es importante anotarlo, la democracia fue salvada por los militares, puesto que todos sus principales dirigentes, los «estrategas», habían hecho su carrera en el ejército, e incluso muchos hombres de letras, artistas y filósofos habían servido como hoplitas. Ser soldado valiente era un mérito social. Y fueron sus soldados, en su mayoría hombres ilustrados y amantes de las artes, quienes defendieron los valores de la libertad política de Atenas.
Cuando Esquilo, el primero de los grandes trágicos, murió en Sicilia, redactó un epitafio en el que no citaba sus méritos literarios. Simplemente quiso ser recordado como un hoplita que luchó en Maratón. «Esta tumba», rezaba su lápida, «cubre el cadáver de Esquilo de Atenas; el túmulo de Maratón habla de su valor y también lo hacen los persas de largos cabellos que bien le conocieron». Bastantes siglos después, un escritor español, Miguel de Cervantes, recordaría, dejando a un lado su sobrado talento de escritor, su empleo de soldado en la batalla de Lepanto.
Muchos escritores, de viejos, aman más que nada el valor que mostraron en sus jóvenes batallas. «Entre las armas del sangriento Marte», cantaría Garcilaso en su última obra, no mucho tiempo antes de morir combatiendo, «do apenas hay quien su furor contraste, / hurté del tiempo aquesta breve suma, / tomando ora la espada, ora la pluma».
Los espartanos, como Milcíades diez años antes, querían oponerse por tierra a los persas, y Temístocles cedió. No obstante, convenció a sus ciudadanos para que se destinase un gran presupuesto, con dinero conseguido de unas ricas minas de plata, a la construcción de una flota. Mientras los persas avanzaban desde el norte y los espartanos llegaban desde el sur a unirse a los atenienses, los astilleros del Pireo trabajaban sin descanso.
Los aliados griegos, para enfrentarse a los persas de Jerjes, escogieron el desfiladero de las Termópilas, un estrecho paso que formaba el monte Eto en un acantilado sobre el mar, no lejos de la península de Eubea, y por donde no podían marchar los carros de guerra más que de uno en uno. Era un lugar muy bien pensado, desde un punto de vista estratégico.
Mientras el gran ejército de Jerjes, una vez cruzado el Helesponto, descendía hacia Atenas, atravesando sin oposición los territorios de Tracia y Tesalia, su flota navegaba el Egeo rumbo a las costas del Ática.
Leónidas, el general espartano, situó seis mil hombres en la salida del desfiladero y envió otros mil para cerrar un paso de montaña que podría permitir a los persas rodear a las fuerzas griegas y atacar por la retaguardia. Cuando Jerjes y su ejército llegaron a las Termópilas, el emperador persa no podía creer que aquel pequeño número de hombres fuese a presentar batalla. Así que decidió no atacar, en espera de la retirada de los griegos.
Pero Leónidas estaba decidido a resistir. Esparta era un estado militar y sus hoplitas eran los mejor entrenados de Grecia. O vencían o morían combatiendo. Se cuenta que la madre de un soldado espartano, al partir éste a la guerra, le dijo: «Vuelve con el escudo o sobre él». Perder el escudo en la batalla era un signo de cobardía y acarreaba la deshonra. Jerjes no sabía con certeza qué tipo de hombres tenía enfrente.
Al cuarto día de espera, el emperador perdió la paciencia. Y ordenó el ataque. La batalla duró todo el día y los persas no lograron pasar. Incluso, Jerjes hizo entrar en combate a su tropa de élite, los Diez mil inmortales, pero ni aun así consiguieron desalojar a Leónidas y los suyos del desfiladero. Herodoto relata en su crónica de las guerras médicas (así se llamó a las dos guerras contra los persas), cómo la retaguardia persa daba latigazos en las espaldas de los hombres de su vanguardia para que los soldados siguieran avanzando. Leónidas empleó todo tipo de trucos, como fingir retiradas, desarticular así la formación de ataque de los enemigos y luego volverse a combatir en forma ordenada. «Al verlos huir», cuenta Herodoto, «los bárbaros daban tras ellos con mucho alboroto y alegría; pero al irles ya a los alcances, volvíanse los griegos de repente y, haciéndoles frente bien ordenados, es increíble cuánto enemigo persa derribaban». El segundo día de la batalla se repitió la historia: los persas no podían pasar ante las lanzas espartanas y sufrían numerosas bajas.
Un traidor griego, un tal Efialtes, cambió el curso de la batalla al avisar al rey Jerjes sobre la existencia del paso montañoso detrás de las Termópilas. El monarca persa envió tropas y los mil hombres destacados allí por Leónidas hubieron de refugiarse en las alturas montañosas, al no poder resistir la lluvia de flechas que cayó sobre ellos. Advertido el general espartano de la maniobra enemiga, ordenó la retirada de sus hombres y él se quedó con trescientos hoplitas para defender el paso. Los persas atacaron por la vanguardia y retaguardia espartanas, y Leónidas y sus trescientos fueron rodeados. Todos perecieron, pero causaron muchas muertes en las filas contrarias y, entre otras, las de dos hermanos de Jerjes. Cuando la guerra concluyó, los griegos colocaron una estela en el lugar con una inscripción que decía: «Extranjero, ve y di a los espartanos que aquí yacemos obedientes a su mandato».
El camino hacia Atenas quedaba abierto para el ejército de Jerjes. Y su fuerza aumentó, pues varias ciudades griegas se unieron a su causa, dejando solos a espartanos y atenienes. Temístocles ordenó entonces evacuar Atenas y su flota trasladó a los ciudadanos a las cercanas islas de Salamina, Trozen y Egina. La batalla decisiva se daría en el mar, en la bahía de Salamina.
Fue el propio Temístocles, un gran estratega, quien escogió el lugar por su estrechez, pensando que un espacio pequeño de mar permitiría a las ligeras naves griegas maniobrar mejor que a los pesados barcos persas. Era un cara o cruz muy arriesgado, pues si la flota griega perdía la batalla, no habría retirada posible. La fuerza naval de los asiáticos era mucho más numerosa que la de los europeos, quienes apenas contaban con trescientos navíos.
Jerjes entró en Atenas y quemó la ciudad y todos sus santuarios. «¡Oh dolor!, cae la espléndida Atenas», canta Hölderlin en «El archipiélago»; «ancianos fugitivos vuelven sus ojos lastimeros hacia las viviendas y los templos humeantes».
«Pero en las orillas de Salamina», sigue el poeta romántico alemán, «¡oh día!, en las orillas de Salamina están los atenienses esperando el fin […] Incitando a nuevas hazañas, resuena en la noche, a lo lejos, la ola del dios del mar».
Temístocles esperaba en las aguas de la bahía con su flota y Jerjes picó el anzuelo. Ordenó el ataque y sus naves se dirigieron rumbo a Salamina: eran como atunes yendo derechos hacia una almadraba.
Se combatió desde el amanecer a la caída de la tarde. Los ágiles trirremes griegos mantenían una ordenada formación, rodeaban a los buques persas, los hacían chocar entre ellos, impidiéndoles la maniobra. Cuando un barco persa se hundía, casi todos los tripulantes se ahogaban, pues la mayoría no sabían nadar. Los griegos, en cambio, buenos nadadores, podían ganar la costa de Salamina.
Más de doscientos buques persas se fueron al fondo de las aguas de la bahía y los griegos capturaron un número aún superior de naves enemigas. Su flota perdió cuarenta navíos. En aquel verano del 480 a.C, Grecia se salvaba por segunda vez, y también por los pelos.
Jerjes volvió grupas. Perdida su flota, no podía permanecer mucho tiempo en Atenas con tan gran ejército terrestre. No obstante, dejó en Tesalia un contingente de cincuenta mil hombres de infantería y diez mil de caballería, al mando del general Mardonio. No renunciaba el emperador asiático a conquistar Grecia. En su retirada hacia Asia, perdió numerosos hombres, abatidos por el hambre, las enfermedades y la crudeza del invierno.
Y en el campo de Platea, en Tesalia, cuarenta mil hoplitas atenienes y espartanos, al mando de Pausanias, hijo de Esparta, atacaron a Mardonio en el año 479 a.C. Fue una dura batalla que se decidió cuando, en pleno ardor de la pelea, Mardonio cayó de su carro, alcanzado por una pedrada de un hoplita, y perdió la vida. Los persas huyeron despavoridos, dejando en el campo de Platea más de diez mil cadáveres.
Ya nunca más, hasta el nacimiento del Imperio otomano y su ansia expansionista, volverían los ejércitos asiáticos a cruzar el Egeo y atacar Occidente. La democracia ateniense era libre para desarrollar todo el caudal de genio que atesoraba.
Herodoto fue el cantor de aquellas gestas, pero no al modo de los poetas, sino usando de un nuevo género literario: la historiografía, preludio del género de la Historia tal y como hoy lo conocemos. Herodoto, que en muchos puntos de su relato fabuló sin continencia e inventó hechos a manos llenas, dejó, sin embargo, un caudal de datos imprescindible para el conocimiento de aquella época gloriosa. Cierto es que también los vencedores atenienses de las dos guerras médicas exageraron su gesta y usaron Maratón y Salamina como instrumentos de propaganda para iniciar un periodo de expansión imperialista, alentando el patriotismo de los ciudadanos. La guerra hizo crecer su prestigio a alturas que nunca había logrado antes. No obstante, algunos historiadores y estudiosos ponen en cuestión, y con poderosos argumentos, la magnitud y trascendencia de sus victorias, entre ellos el español Gómez Espelosín. Pero en todo caso es cierto que, si los atenienses hubieran sido derrotados en Salamina, no habrían sido posibles ni Pericles ni el genial grupo de artistas y pensadores que encontraron en la Atenas del periodo clásico las condiciones idóneas para que su talento estallara.
Herodoto ayudó lo suyo en la exaltación del patriotismo ateniense. Pero tampoco desdeñó el heroísmo y las cualidades intelectuales de los «bárbaros» persas (la palabra bárbaro significaba entonces tan sólo extranjero). Él mismo lo expresó, al comienzo de sus
Historias
, que escribía el recuento de aquellas guerras para «impedir que las hazañas grandes y magníficas de los griegos y de los bárbaros no tengan su justo premio de gloria».
Herodoto nació en Halicarnaso, una colonia griega de Asia Menor, en el 485 a.C, entre las victorias de Maratón y Salamina. Fue un gran viajero, un viajero literario que se interesaba por la navegación costera de litorales poco conocidos, la historia de otros pueblos y las costumbres de las etnias distantes. Visitó Persia, Egipto, el mar Negro, Italia y casi toda Grecia. La mayor parte de su vida transcurrió en Atenas, donde trabó gran amistad con Sófocles. Como muchos otros escritores de su tiempo —Esquilo o Tucídides, por ejemplo—, parece ser que en su juventud participó en algunas batallas, lo que, como sucedió a los otros, marcó su carácter con un orgullo heroico. Su obra es considerada como fundadora del género literario de la historia, aunque la manera de entender esta ciencia, en nuestros días, es muy diferente a la suya. Sus
Historias
relatan las guerras médicas, entre el 490 y el 480. Parece que pudieron ser publicadas entre el 440 y el 420.