Authors: Javier Reverte
Antes de subirme al coche y retomar el camino de Delfos, me agaché y froté en el suelo mis dos bolígrafos de usar y tirar, y el cuadernillo de notas. Lo hice por si acaso lograba conmover a Calíope, alada diosecilla de la poesía heroica, feliz protectora de Homero, y ella accedía a concederme la inspiración necesaria para este libro de rendido amor a Grecia.
Descendí por las quebradas del calcáreo y hosco murallón del Parnaso. Y allí, flanqueado en un lado por las rocas Fedriades, las «resplandecientes», como los antiguos las llamaron a causa del brillo cegador que desprendían cuando golpeaba sobre ellas el sol, y por el otro lado asomado a los hondos precipicios del desfiladero de Pleistos, se alzaba el escenario de los templos de Delfos, prendido en las alturas de una naturaleza «grandiosamente salvaje», como describe Curtius el lugar. Nadie que acuda a Delfos puede resistir la fuerza que emanan aquellos santuarios, tan desolados como altivos en el seno de un paisaje violento. Delfos comunica una fuerza indomable, allá al pie del pétreo Parnaso, cercado de afilados picachos y en difícil equilibrio sobre barrancadas que bien pudieran conducir a los infiernos. Los cipreses de Delfos parecen figuras escultóricas, tallados como verdes picas, y el canto de las cigarras suena como la salmodia de un rezo interpretado por un coro de beatas.
Más que religiosidad, este sagrado lugar de los griegos, el Vaticano del paganismo, transmite brío y energía. Es como una garra que se abre con valor retando a un mundo inhóspito. No convoca a la mística, sino al orgullo. Y la armonía de las columnatas de sus templos, mordidos por la ruina del tiempo y el furor de los terremotos, parece un grito de dignidad contra la Naturaleza incomprensible y la crueldad de los dioses. El dios en cuyo honor se alzó el principal de los santuarios délficos, el bello Apolo, fue protector de artes y de hombres, un dios en buena medida capaz de alentar piedad hacia los frágiles humanos y la más mesurada de todas las desmesuradas deidades griegas.
Las Musas, princesas de las cumbres del Parnaso, serían una especie de diosas menores, y eran guapas, pacíficas y en absoluto enemigas de los hombres. Es curioso observar la cantidad de grupos de mujeres que pinta la mitología griega: Erinas y Parcas, pandillas de féminas asesinas y rencorosas; las Bacantes, putones verbeneros en busca de falos inconmensurables; la Medusa, destructora de almas y de vidas, con cabellos tejidos por serpientes; las Sirenas, mitad mujer y mitad pájaro, que encandilaban a los marinos con sus bellos cantos, para atraerlos y devorarlos; y las Ninfas y Musas, sensibles, favorecedoras de las artes, protectoras de los hombres, dulces y volátiles.
Se llamaron así: Calíope, que se ocupaba de proteger e inspirar la poesía épica; Clío, mentora de la Historia; Melpómene, ocupada de la tragedia; Talía, diosecilla de la comedia; Euterpe, protectora de la música; Terpsícore, que amaba la danza; Erato, princesa invisible de la poesía lírica; Polimnia, amable hermana del canto y la elocuencia, y en fin, Urania, que se había enamorado de los cielos y, en consecuencia, reinaba sobre la astronomía.
Todas ellas fueron coleguillas de Apolo, dios del equilibrio y de las leyes. Compartieron con él las moradas del Parnaso. Lo que hacían allí arriba, en las noches oscuras, el dios y las dulces musas, tan sensuales todos, está sin escribir y es tan enigmático como los misterios de Eleusis. Un secreto más en la mitología de la Grecia de antaño. Pero es seguro que hay dioses que tienen más suerte que otros, como fue el caso de Apolo. Nacer guapo siempre ayuda con las chicas.
Los griegos pensaban que los dioses daban a conocer su voluntad por medio de presagios, los llamados oráculos, y hubo algunos templos famosos en la Antigüedad dedicados a escrutar los signos que indicaban los caprichosos designios de las divinidades. Era importante, por ejemplo, el que se alzaba en honor de Zeus, en Epiro; pero el que acabó logrando la primacía sobre todos los otros fue el de Delfos, consagrado a Apolo, y en el que también se adoró a Dioniso. Delfos llegó a convertirse en lo que se ha calificado como «el Vaticano de Grecia» y, al paso del tiempo, vino a ser algo así como la esencia de la Hélade, la «casa común» de los griegos, fuese cual fuese el lugar donde habían nacido. Tanto dorios como jonios, lo mismo espartanos que atenienses, o tebanos o corintios, todos adoraban a Apolo con la misma reverencia, y aquí, en su santuario, se sentían antes que nada griegos. Los sacerdotes de Delfos alentaban esa idea de sentimiento nacional, venerando una lengua, una literatura, una religión y unos mitos que a todo heleno pertenecían. En ese sentido, el dios profeta que fue Apolo era al fin el dios que unificaba a los griegos, la divinidad que lograba en su santuario algo que la historia de esta civilización consiguió muy pocas veces, por no decir que casi ninguna. Sus sacerdotes exigían normas severas a quienes acudían en busca de presagios: entre otras, la prohibición de consultar al oráculo con intenciones hostiles hacia otro estado. Afirmaban, también, que un griego no podía ser en ningún caso esclavo de otro griego. Y en ocasiones daban cobijo a los exiliados y perseguidos.
Según la leyenda, cuando Zeus decidió establecer el lugar donde se hallaba el centro del mundo, echó a volar dos de sus águilas desde los confines de la Tierra, una en el este y otra en el oeste. Las dos aves, al encontrarse, dejaron caer desde la altura una piedra en forma de medio huevo. Y allí donde fue a parar esa piedra, llamada
ónfalos
, que quiere decir ombligo, Zeus estableció que ese lugar era el centro del mundo. Cayó exactamente aquí, en el agreste paisaje de Delfos. Y los hombres alzaron en el sitio un altar en honor de Apolo.
Tal evento nunca ha sido fechado, aunque se piensa que el culto del dios comenzó en épocas previas a la invasión doria de la Hélade. Desde luego era anterior a la generación de aqueos que luchó en Troya, ya que Edipo vino a consultar al oráculo antes de emprender su nefasto exilio a Tebas. El caso es que, desde que la piedra quedó en tierra, la fama de Delfos comenzó a extenderse por todo el mundo griego.
A Delfos acudían, para solicitar presagios del oráculo, tanto particulares como delegaciones de las ciudades-Estado de cualquier geografía de la Hélade. Se consultaba todo: desde problemas amorosos hasta negocios, y los delegados de las ciudades inquirían sobre asuntos políticos y militares. Delfos recibía verdaderas fortunas por sus consejos, en forma de donativos. Incluso se erigían templos para guardar los tesoros donados por una determinada ciudad, como fue el caso del enviado por Atenas tras el triunfo de Maratón sobre los persas.
Los peregrinos llegaban al santuario y tomaban un baño en la fuente Castalia, de la que se decía que, en ocasiones, podía regalar la eterna juventud a quien bebía sus aguas. Luego, leían en el frontispicio del templo las máximas grabadas con letras de oro, algunas de las cuales nos han llegado: «Conócete a ti mismo», la más famosa; o «Guarda en todo la mesura», o «Líbrate de la exageración».
Dentro, los sacerdotes conducían a los peregrinos hasta el lugar donde se encontraba la pitonisa, una especie de sacerdotisa que se sentaba sobre un trípode, cerca de una honda grieta abierta en la tierra. La mujer entraba en trance y comenzaba a pronunciar frases sin sentido, escuchando las voces que le llegaban desde el abismo. El papel de los sacerdotes era interpretar aquella retahila de sinrazones y ofrecer respuesta a quien demandaba consejo. El nombre de Pitonisa le venía a la vidente de la serpiente Pitón, el gigantesco reptil al que, según la mitología, había dado muerte Apolo cuando llegó a Delfos en tiempos remotos.
Los sacerdotes délficos eran hombres muy sabios, cultos e inteligentes, y sobre todo muy bien informados. Guardaban en tablillas de madera todas las consultas de los visitantes, así como las respuestas de la vidente, y poseían, en consecuencia, un enorme archivo sobre Grecia toda y sobre miles de sus hombres más notables. Ya se sabe que la información es poder y, además de eso, las respuestas que daban a quienes acudían a escuchar la voz de la pitonisa eran siempre ambiguas y podían ser interpretadas de distintas maneras. De modo que, si fallaban en algunas de sus predicciones, siempre les era posible aducir que no habían sido entendidas. Fue famoso el caso de un rey del Asia Menor, que consultó al oráculo antes de entrar en guerra contra un estado vecino. La respuesta de Delfos fue que, si emprendía la guerra, caería un imperio. El confiado monarca atacó y perdió la batalla. Su reino fue conquistado por los enemigos. Los de Delfos explicaron que el sentido del oráculo estaba cumplido, pues cierto era que, tras la guerra, cayó un imperio, aunque ellos no habían dicho cuál.
Fueron los sacerdotes de Delfos los mejores jugadores a dos barajas de toda la Hélade. En ocasiones, incluso tuvieron suerte, como el día que predijeron que la guerra del Peloponeso duraría veintisiete años. Su norma era estar siempre en armonía con el más fuerte, de modo que no dudaron en situarse del lado de Esparta en la larga guerra que esta ciudad-Estado militarista mantuvo con la culta Atenas. Pero hacían política de forma muy diplomática y sutil, procurando que nadie pudiera reprocharles nada. Después de perder la guerra, Atenas siguió consultando a los sacerdotes de Delfos, en tanto que Esparta les enriqueció más todavía.
Durante muchos siglos, los santuarios de Delfos fueron venerados por todos los griegos, en la conciencia de que era su patria común. Los romanos, al conquistar Grecia y aun reconociendo el carácter sagrado del lugar, saquearon los templos y se llevaron muchas de sus riquezas. Más tarde, los cristianos cargaron con todo lo que quedaba en «el altar del paganismo». Y en fin, los terremotos se ocuparon de completar el desastre.
Delfos, no obstante, fue algo más que un centro religioso. Allí se predicaba la virtud del equilibrio, la
sophrosyne
, que dictaba al hombre normas de conducta y una forma de ser de raíz casi filosófica: la observancia de la mesura para todas las cosas, la armonía, el rechazo de toda presunción. «La medida», escribe Curtius, «he aquí la virtud helénica por excelencia. En Delfos imperaba como soberana esa doctrina moral, y la prueba es que, al lado de la sentencia
conócete a ti mismo
, se leía como máxima complementaria esta otra expresión:
guarda en todo la mesura
».
La música, el arte supremo del que Apolo era el indiscutible rey, se enseñaba y practicaba en los santuarios, con festivales que exaltaban el culto al dios y a las artes. Delfos no fue la patria de la filosofía, pero sí el lugar donde el dios de las leyes, del cultivo de las artes, de la civilización y de la templanza, tuvo su trono. La música griega, de la que no nos ha llegado nada, tuvo una capital importancia en el mundo heleno, y Delfos fue un centro dedicado, en especial, a la expresión musical.
En la soledad de este lugar agreste, cierras los ojos y Apolo canta. Las cítaras suenan melancólicas en los dedos de las musas. Y Dioniso, que es casi un intruso en estas montañas ariscas, se ríe y danza. Cualquiera que no perciba todo esto, en las soledades de Delfos, no es capaz de comprender Grecia.
Pero miras alrededor, hacia las piedras ciclópeas desprendidas de las montañas, sospechando que en cualquier momento pueden caer unas cuantas sobre ti. Miras hacia las Rocas Resplandecientes y hacia los afilados picachos que rajan la panza del cielo. Miras hacia el barranco que se desploma en el desfiladero de Pleistos, con vértigo de infiernos. Y piensas en la historia dislocada del pueblo griego, y en su orgullo irreductible, y en ese temor de dios que se convirtió en un reto a los dioses. Piensas en su filosofía y en su literatura, en su intento por explicar el caos y por dotar de belleza a lo irracional y lo incomprensible. Miras y piensas qué pudo ser aquella aventura griega…
Y te dices: ¿dónde la mesura?
Pues todo fue exageración, todo fue exceso. Y sabes que eso es lo que nos enamora de Grecia: su empeño en una búsqueda del equilibrio imposible. Porque tal vez la mesura, la ley, la razón, la belleza absoluta y la armonía ideal sólo se alcanzan si uno exagera, si se vulneran los dictados de Dios y de la Naturaleza en nombre de la Libertad.
Conócete a ti mismo, sí, pero rompiendo la medida que te han impuesto y en busca de la tuya propia. Eso, imagino, sólo puede hacerse exagerando, caminando la senda del exceso, por el sendero de la pasión que nos hace libres. Ahí reside, creo, la valiente y humana contradicción del hombre griego.
Acaricié la piedra
ónfalos
, una ovalada roca de granito encontrada no hace muchos años en unas excavaciones a la entrada del templo de Apolo. Luego, descendí hacia la fuente Castalia y bebí un generoso trago de agua dulce, llegada desde las heladas cumbres del Parnaso. Quizá, pensé, tendría suerte, y el desmesurado dios de la mesura me otorgaría el don de la eterna juventud. Porque el don de la eterna libertad ya sé, desde hace tiempo, que es cosa de andarse con el ojo abierto y excediéndose de cuando en cuando.
Al entrar de regreso en Atenas, ya de noche, el Partenón seguía meciéndose en los brazos del aire, acunado por los focos de una violenta luz amarilla.
Había nubes en el cielo camino de Patras, y el calor húmedo ascendía desde las aguas del estrecho de Corinto. El autobús, después de cruzar sobre el angosto canal que separa el Ática del Peloponeso, corría paralelo al mar rizado, a veces junto a bosques devastados por los fuegos del estío anterior. Poco antes del mediodía, el sol se abrió paso entre las nubes, las expulsó del cielo, y pintó el mar de azul turquesa.
El autobús se detuvo en la estación de Egión, no muy lejos ya de Patras, y los pasajeros descendimos a estirar las piernas y tomar café o refrescos. Un tipo vendía paraguas. Cuando se acercó a mí alcé la vista hacia el cielo: lucía limpio y claro. «Lloverá de todas formas», dijo el hombre siguiendo mi mirada. «No creo», respondí. Insistió en que llovería en pocas horas, sobre todo en Patras, pero yo me negué a comprar. Se encogió de hombros, dijo «allá usted» y se alejó en busca de clientes menos incrédulos que yo.
Seguimos viaje y entrábamos en Patras poco antes de la una del mediodía. Tenía un aire de ciudad vigorosa y ruda. Regresaban las nubes, desde el mar Jónico, a cerrar el cielo, y me acordé del vendedor de Egión. Pero no llovía. Busqué un hotel cercano al puerto de los transbordadores, tomé un ligero almuerzo en los alrededores y me informé luego sobre los barcos que partían hacia Ítaca. Había uno diario, a las doce de la mañana, así que compré billete para el que partía dos días después. La cercanía de la isla de Ulises me emocionaba. Pero antes quería visitar Missolonghi, la ciudad donde murió lord Byron en su romántico empeño por tomar parte, como soldado, en la liberación de Grecia del yugo turco.