Authors: Javier Reverte
Esquilo, nacido alrededor del 525 a.C. y muerto en el 456 a.C, fue el primero de los tres grandes. Parece que no sólo combatió en Maratón, sino también en Salamina y Platea. Es el representante más genuino, en el drama, de la Atenas victoriosa sobre los bárbaros.
Logró más de trece victorias en las competiciones anuales, la primera en el 484 a.C. y la última dos años antes de su muerte, y escribió más de ochenta obras, de las que sólo se conservan siete; entre ellas, la trilogía de la
Orestíada
, donde narra la tragedia y destrucción de la familia de Agamenón.
Era grandioso en su poesía, pero no grandilocuente, pues sus giros coloquiales rompían su tendencia a la pomposidad. Se considera que, en el uso de la metáfora, sólo es comparable a Píndaro. Sus temas escarbaron en el mundo misterioso de las supersticiones y los terrores del universo arcaico. Habló del crimen y de la venganza como pocos han sabido hacerlo antes de Shakespeare y fue el primero de los trágicos en dirigir su pluma a indagar en los problemas fundamentales de la condición humana.
La esencia de su filosofía puede encontrarse en estos versos del coro de su
Agamenón encadenado
, primera obra de una trilogía de la que se han perdido las dos restantes: «Zeus ha abierto el camino del conocimiento a los mortales mediante esta ley: por el dolor a la sabiduría. En lugar del sueño, brota del corazón la pena que recuerda la culpa. Contra su voluntad, sobreviene así el espíritu de salvación. Sólo así alcanzamos el favor de los dioses que gobiernan con violencia desde su santo trono».
A partir de Esquilo, culpa y conocimiento serían los dos ejes sustanciales sobre los que girarían los dramas trágicos.
Sófocles vivió noventa años y disfrutó del aprecio de sus contemporáneos como ningún otro trágico. Su obra
Edipo rey
fue considerada por Aristóteles, en su
Poética
, como la tragedia por antonomasia. Así definía el filósofo el arte dramático creado en Atenas en aquel siglo luminoso: «La tragedia es la representación imitadora de una acción seria, concreta, de cierta grandeza, representada y no narrada por actores, con lenguaje elegante, empleando un estilo diferente para cada una de las partes, y que, por medio de la compasión y del horror, provoca el desencadenamiento liberador de tales efectos».
Nació Sófocles en el 496 a.C, poco antes de la victoria de Maratón, y murió en el 406, cuando Atenas estaba a punto de ser derrotada estrepitosamente en la guerra del Peloponeso. De modo que vivió la gloria, el ascenso y la caída de su patria. Si Esquilo fue la expresión de la victoriosa Atenas, Sófocles representó su momento de apogeo. Fue el representante del idealismo irreductible de su patria. Él mismo decía, y Aristóteles recogió la idea, que sus personajes retrataban al hombre tal y como debía ser. Su ideal, como el de Fidias y el de los artistas que diseñaron el Partenón, no era reflejar la realidad, sino dotar a la realidad de un sentido de perfección.
Escribió noventa y dos tragedias, de las que sólo nos han llegado trece. Sus triunfos en las fiestas dionisiacas superaron de largo la veintena. «El Homero trágico», le nombró Aristóteles, quizá por el equilibrio con que concibió su obras. Y como Homero, dibujó a sus héroes empeñados en rescatar, frente a las fuerzas ciegas e irracionales de la divinidad y el caos, dignidad y coraje. Así era su Edipo, un tipo magnífico que padeció como nadie la violencia de lo incomprensible.
El dibujo que hace Sófocles del hombre es más que patético: un ser atrapado por circunstancias que escapan a su entendimiento, que no sabe qué puede depararle el futuro, dispuesto a destruir siempre y a autodestruirse a toda hora. Pero es esforzado en el empeño por conocer la verdad, un titán que sólo aspira a saber, a cambio, incluso, de que le destruyan. Los hombres y mujeres de Sófocles anteponen a cualquier otra cosa el ansia de comprender, que es en el fondo un ansia de ser.
Sófocles ha sido siempre considerado como el dramaturgo más completo de la Antigüedad y es, entre los trágicos, el más contemporáneo. Era exacto en el equilibrio de la acción, el ritmo de la historia y la medida de la palabra. La falta de mesura, según afirman los cantos de sus coros, era la raíz de todo mal. Llevó a su punto de perfección más alto la estructura clásica de la obra dramática, en la técnica de planteamiento, nudo y desenlace. Hollywood sigue fielmente ese canon.
Eurípides fue el más escéptico, el más humano y el menos valorado en su tiempo. No le quisieron demasiado sus contemporáneos, quizá porque desconfiaba de los dioses y porque se mantenía firme en sus convicciones libertarias en tiempos de decadencia democrática. Nacido unos diez años después que Sófocles, en el seno de una familia no emparentada con la nobleza, murió en el 406 a.C. Escribió noventa y dos obras, de las que nos han llegado dieciocho. Sólo logró cuatro triunfos a lo largo de su carrera, y tal vez su frustración le convirtió en un tipo amargado, que vivió alejado de la vida social de su tiempo.
Introdujo la locura humana en el drama, habló del hombre, según consideró el propio Sófocles, no como debía de ser, «sino como es», y fue, para Aristóteles, «el más trágico de los poetas». Apostó por el hombre de una manera diferente a Esquilo y Sófocles. Su Hipólito dice: «Mi lengua ha hecho un juramento, pero mi mente es libre». Sus personajes, hombres o mujeres, son seres contradictorios en numerosas ocasiones. Y eran tan terribles sus escritos que, en la representación de sus obras, llevaba al público a sufrir el drama más allá de lo soportable.
Si fue ateo, cosa probable, no pudo expresarlo en tiempos donde era imposible rebelarse contra los dioses invencibles, so pena de ser acusado de impío y sufrir el destierro o la muerte. Pero los combatió a su modo. «Los dioses deberían ser más sabios que los mortales en sus pasiones», dice en una obra. Tejía sus retratos humanos teñidos de una suave melancolía. Eurípides enseñó a la literatura a retratar las almas, fue el inventor de la psicología literaria.
Escribió cuando Atenas comenzaba a perder su hegemonía. Y abrió la puerta a los perdedores de todos los tiempos. O sea: en cierto sentido, inició el camino de un tema tan repetido y fecundo como es la derrota de los sueños.
Con la desaparición de la tragedia, la literatura griega ya no alcanzó a levantar un nuevo macizo montañoso, que diría Jaeger. Quizá un género grande necesitaba de una patria grande y por eso se apagó con la decadencia de Atenas. La comedia, que fue contemporánea de los últimos trágicos, nunca alcanzó la majestuosidad del primero de los géneros dramáticos. Aristófanes, un poeta conservador, aunque lleno de talento escénico, resulta un dramaturgo menor al lado de Esquilo, Sófocles y Eurípides. Quizá por ello, consciente de que no lograba su altura, zahirió en sus obras a sus rivales, en especial a Eurípides, el que más cerca le quedaba en el tiempo. Era mordaz, obsceno y a menudo escatológico, hasta el punto de que algunas de sus comedias, chabacanas y groseras, aún nos sonrojan. Venía en cierto modo a representar el espíritu de una Atenas que entraba en su imparable cuesta abajo.
Sin embargo, al apogeo y caída de la tragedia siguió el momento más alto de la filosofía. También aconteció en Atenas, y sus más insignes figuras se llamaron Sócrates, Platón y Aristóteles.
En el 405 a.C, ochenta y cinco años después de Maratón, la armada ateniense sufrió, en la batalla de Egospótamos, su definitivo desastre ante los espartanos. Al año siguiente caía Atenas. Todo se perdió.
El poeta griego Yanis Ritsos escribió estos versos en los años treinta del siglo XX: «Poco después de nuestra total derrota en Egospótamos se acabaron ya nuestras conversaciones libres, el Águila de Pericles y el florecimiento de las artes, los Gimnasios, los Simposios de nuestros sabios. Ahora, silencio profundo, tristeza en el Ágora […]. Nuestros papeles y nuestros libros han sido arrojados a las llamas. La honra de la patria en la basura».
Tantos siglos después, sigue doliendo la pérdida de la luminosa Atenas, el sagrado escenario de la victoria del hombre.
Cuando los imperios comienzan a desfallecer y el poder atesorado se esfuma entre sus dedos, tienden a mirarse el ombligo. Eso es lo que hizo Atenas cuando el proyecto de Pericles inició su decadencia. Pero era tal el talento de aquellos griegos, tanta su fuerza optimista, que frenaron el carro cuando iba cuesta abajo y levantaron de nuevo la esperanza. Ello se le debe, sobre todo, a los filósofos, y más que a ninguno de ellos, a Sócrates. Que se sepa, no escribió una sola línea en su vida. Viajó por las calles de su sagrada ciudad hablando con los hombres, buscando con la palabra la verdad íntima de las cosas, la razón de ser de lo humano. Reconstruyó la
areté
, el siempre nuevo y siempre eterno modelo de virtud, entre las cenizas de un mundo destruido por la guerra y teñido de desconfianza.
Fue un pensador que supo morir, tras un juicio injusto, en nombre del dibujo que se había hecho de sí mismo ante sus contemporáneos, como Aquiles y Héctor lo hicieron siglos antes en nombre de su valentía y su fama. O sea: que fue un griego consecuente, en la más pura tradición homérica. Murió como lo hacen muchos héroes de la literatura: en nombre de una estética, para parecerse a lo que era y ser en la última hora tal y como parecía. Bien le hubieran valido a Sócrates aquellas palabras de Don Quijote: «Unos van por el ancho campo de la ambición soberbia; otros, por el de la ambición servil y baja; otros, por el de la hipocresía engañosa, y algunos por el de la verdadera religión; pero yo, inclinado de mi estrella, voy por la angosta senda de la caballería andante, por cuyo ejercicio desprecio la hacienda, pero no la honra».
A la postre filosofía y literatura se alimentan la una a la otra. El escritor Fernando Savater dice en su libro
Las preguntas de la vida:
«La filosofía siempre permanece consciente de que el conocimiento tiene necesariamente un sujeto, un protagonista humano […]. La filosofía se empeña en relacionarlo todo con todo lo demás, intentando enmarcar los saberes en un panorama teórico que sobrevuela la diversidad desde esa aventura unitaria que es pensar, o sea: ser humanos […]. La filosofía rescata la realidad humanamente vital de lo aparente». ¿Habla Savater sólo de filosofía?; ¿o está también recordando la poesía griega, y convocando al tiempo la eterna literatura?
Porque, en el mundo griego, «esa aventura unitaria» que señala el pensador español era un conjunto integrado. Los trágicos, a su manera, fueron filósofos, y los filósofos, creadores. Homero, Esquilo, Sófocles y Eurípides nos dejaron en su epopeya y su teatro una visión del hombre y del mundo. Y Sócrates, Platón y Aristóteles quisieron dibujar un retrato ideal del hombre aupándolo desde la poesía.
La filosofía entró en Atenas llegando desde las colonias griegas de Jonia (Asia Menor) y la Magna Grecia (Sicilia). Era una filosofía que se interesaba, en lo esencial, por los fenómenos visibles de la Naturaleza, una filosofía natural, aunque algunos pensadores como Heráclito ya habían abierto la puerta a la especulación sobre el hombre, y otros, como él mismo y Parménides, habían planteado en su desnudez la pregunta sobre el Ser: sobre cuanto se esconde detrás de la Naturaleza y conforma la esencia inalterable y común de la realidad visible.
En el último tercio del siglo V, cuando la luminosa Atenas veía oscurecerse su grandeza, irrumpieron en la ciudad una serie de pensadores extranjeros, como un vendaval que hizo temblar todos los criterios intelectuales sobre los que se había sustentado la hegemonía ateniense. Se les llamó sofistas, palabra que quiere decir «maestros de sabiduría». Eran una especie de retóricos, a medio camino entre filósofos y charlatanes, que enseñaban el arte de la persuasión, por medio de la palabra, a los jóvenes atenienses deseosos de éxito social y político. Cobraban altos honorarios por sus enseñanzas e incluían en su magisterio todas las materias, fuesen música, filosofía, biología, retórica o teología. Para ellos, como señaló Protágoras, el más señalado representante de esta corriente, «el hombre es la medida de todas las cosas». Todo era relativo en el pensamiento sofista, el subjetivismo impregnaba su discurso, las verdades absolutas eran combatidas por el arte de la retórica y el escepticismo total constituía la raíz de su reflexión. Eran los hombres exigidos en una época de desánimo.
En el prólogo que escribe Manuel Fernández Galiano para la
Defensa de Sócrates
, de Platón, queda muy claro lo que este huracán de pensamiento negativo significaba en un tiempo de decadencia: «Bastará con la habilidad dialéctica», escribe, «para legitimar cualquier tesis, para convertir el
argumento débil
en
argumento fuerte
[…]. Todo es lícito y honroso; el secreto del éxito radica únicamente en los conocimientos dialécticos del litigante […]. Pero ¿y la moral? Un mero prejuicio convencional, creado arbitrariamente por el hombre frente a la naturaleza soberana. ¿Y la ley? Un simple recurso defensivo del que se han valido los débiles para contener a los fuertes. ¿La tradición? Falsa o, al menos, despreciable. ¿Los dioses? Los dioses no existen. ¿La familia? Una traba para la libertad individual. ¿La ciudad? Un reducto particularista que hay que abolir para convertirse en
ciudadano del mundo
. ¿Qué queda entonces en pie? Tres elementos determinantes y poderosos: la naturaleza, el azar y la
tecné
(arte, ciencia, maña, habilidad). Quien sepa valerse de esta última triunfará en el mundo; el más inteligente aplastará al sencillo; el menos escrupuloso, al más timorato; el más fuerte, al más débil; el más escéptico al más creyente».