Corazón de Ulises (37 page)

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Authors: Javier Reverte

BOOK: Corazón de Ulises
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La democracia griega, en todo caso, desde los días de Dracón hasta Pericles, alumbró una idea esencial: que nadie está por encima de la ley. Como señala W. G. Forrest, el sistema se apoyaba en dos principios: «En el absoluto acatamiento de las leyes, y en la creencia de que cualquiera que fuera admitido en la sociedad gobernada por estas leyes tenía los mismos derechos y casi la misma obligación de administrarla y conservarla». El triunfo de la democracia ateniense supuso además, en cierto sentido, la derrota de los viejos ideales aristocráticos cantados por Homero, donde los «mejores», los nobles héroes y guerreros, eran los únicos capacitados para hablar en el consejo. Atenas, no obstante, no hizo que esos ideales se perdieran, sino que se convirtieron ya en los ideales de todos, no sólo de unos pocos. La
areté
, la apropiación de la belleza, estaba ya al alcance de quien hiciera méritos para lograrla, fuese en el campo de batalla, en la política, en el pensamiento o en el arte.

La ley por encima de todo. Esa regla, que hace posible que la criatura humana sea en ocasiones un ser noble, se la debemos a Atenas.

Pericles fue testigo, de niño, del incendio de su ciudad a manos del rey persa Jerjes; celebró con sus mayores la victoria de Salamina y luchó luego como soldado en victoriosas batallas que afirmaron el imperio de Atenas en el mar. Pero no sólo se labró una educación de hombre de acción, sino que se ocupó también de enriquecer su espíritu y su mente. Se abrió a las corrientes intelectuales que llegaban desde Sicilia y el Asia Menor, y entre sus maestros se contaron los filósofos Zenón de Elea, discípulo de Parménides, y Anaxágoras de Clazomene, formado en la escuela filosófica de Mileto. Estudió música con Pitóclides y era amigo personal del escultor y pintor Fidias. Fue un asiduo espectador de las tragedias que se representaban en primavera, con motivo de las fiestas en honor de Dioniso, y cultivó la amistad de Sófocles. Al tiempo, había crecido en el seno de una familia acostumbrada a vivir intensamente la política, siguiendo a su padre, Jantipo, un ardoroso partidario de los demócratas radicales. De modo que, en el joven hombre de treinta años que alcanzó el poder en el 460 a.C. se fundían el soldado, el intelectual, el demócrata y el hombre de Estado. Y dedicó todos sus esfuerzos desde entonces a engrandecer el nombre de la ciudad donde había nacido.

Dominaba la elocuencia, aprendida con Zenón, y pocos oradores podían enfrentarse a su discurso con garantías de éxito. Era enérgico y, al tiempo, reflexivo. Demócrata hasta los tuétanos, tenía clara conciencia de que el pueblo debe ser conducido por un solo hombre, lúcido y valiente. Y ése era su papel. Gobernó Atenas con determinación, pero siempre apoyado sobre la voluntad democrática de su pueblo. Y el pueblo ateniense le hizo suyo.

Reformó las leyes para ampliar la democracia y fue el primero en otorgar un sueldo a los jueces y otros cargos públicos. Estableció también que los atenienses muertos en combate fuesen enterrados a cargo del tesoro público. Construyó los «Largos Muros», que unían la ciudad con el puerto de El Pireo, para defender mejor Atenas. Y ordenó, poniéndose en manos de los mejores artistas de su tiempo, la reconstrucción de la Acrópolis, cuyas ruinas son las que en nuestros días podemos aún admirar.

Sobre la vida personal de Pericles sabemos que se divorció de su legítima esposa cuando se enamoró de la hetaira Aspasia, una bellísima y cultivada mujer originaria de Mileto, la patria de la filosofía. Las hetairas, en una sociedad machista como la griega, donde la mujer quedaba reducida a cumplir el papel de madre y a permanecer con la pata quebrada y en casa, eran las únicas mujeres que podrían considerarse libres. Prostitutas de lujo, con tarifas que sólo podían permitirse los hombres muy notables, su papel en la Atenas de aquellos días podría parecerse en algo al de las
geishas
en Japón, las únicas mujeres libres en una sociedad, la nipona, también hondamente machista. Sabían bailar, recitar, hablar como los mejores oradores y tenían acceso a las reuniones de los hombres, con los que discutían de política y de filosofía. Hubo muchas famosas: Friné, que fue amante del escultor Praxiteles, quien la utilizó como modelo para sus estatuas de Afrodita; o Timandra, que compartió lecho con Alcibíades. La institución se perpetuaría en el tiempo, ya que Alejandro Magno disfrutó también de la sabiduría sexual e intelectual de una hermosa hetaira llamada Thais.

Aspasia, la amante de Pericles, no sólo era todo lo hermosa que requería su oficio, sino particularmente inteligente. Sócrates, según cuenta Platón, admiraba sus dotes retóricas, y el filósofo Esquines escribió en su honor la obra
Aspasia
. Puede suponerse que, desde la cama, esta culta y bella cortesana ejerció no poca influencia sobre los asuntos públicos. Pericles la hubiera desposado con gusto, pero tuvo que contentarse tan sólo con vivir con ella, ya que las leyes de Atenas prohibían a sus ciudadanos casarse con extranjeros.

Tuvo Pericles dos hijos de su fracasado matrimonio y siempre llevó una vida ascética y ordenada. Desdeñaba los bienes materiales, tenía un aire de caballero romántico según las réplicas de uno de sus bustos labrado por los artistas de aquel tiempo. Era lacónico y elegante en su verbo y, en las relaciones con otros estados, un gran diplomático. Se ocupó de que todo gran talento extranjero que llegase a Atenas lograse la carta de ciudadanía, con lo que pudo convertir su ciudad en el gran centro intelectual del mundo antiguo. Y guardaba, tanto en los asuntos públicos como privados, una estricta moralidad: nadie pudo jamás acusarle de corrupto. Su gran pasión, su diosa, por encima de Aspasia incluso, era Atenas, una patria a la que sirvió con el único propósito de engrandecerla, y no sólo políticamente, sino con la belleza del arte de una generación incomparable de artistas.

En el año 431, durante la primera guerra del Peloponeso, correspondió a Pericles el privilegio de pronunciar el discurso fúnebre en honor de los atenienses muertos en combate. Sus palabras fueron recogidas por el historiador Tucídides y han llegado hasta nosotros. Pericles, en el cementerio Cerámico, elogió la democracia ateniense y proclamó la ciudad como modelo de toda la Hélade. «Tenemos», dijo aquel día, «un sistema de gobierno que no envidia las leyes de otras ciudades, sino que más somos ejemplo para otros que imitadores de los demás. Su nombre es democracia, por no depender el gobierno de pocos, sino de un número mayor. Según nuestras leyes, cada cual está en situación de igualdad de derechos en las disensiones privadas, mientras que según el renombre de cada uno, a juicio de la estimación pública, es honrado de la vida pública; y no tanto por la clase social a la que pertenece como por su mérito, ni tampoco, en caso de pobreza, si uno puede hacer cualquier beneficio a la ciudad, se le impide por la oscuridad de su fama». Más adelante añadió: «Amamos la belleza con poco gasto y la sabiduría sin relajación». Y concluyó su discurso: «Afirmo que la ciudad entera es la escuela de Grecia… Fue una ciudad así por la que murieron quienes aquí yacen, y por la que todos los que quedamos estamos dispuestos a sufrir cualquier penalidad».

Pericles murió dos años después, con su ciudad implicada en una dura guerra contra Esparta que, veinticuatro años más tarde, supondría su derrota total y el fin de su hegemonía. La democracia, a pesar de atravesar periodos oscuros de tiranía, siguió sobreviviendo en Atenas, con altibajos y periodos de tiranías, hasta que toda Grecia, en el 146 a.C, fue convertida en provincia del Imperio romano. Tal era el amor que los atenienses alentaban por su gran creación política. El tiempo de Pericles nos dejó, además, dos tesoros inmensos a los hombres: el Partenón de la Acrópolis y el apogeo de la tragedia, un género literario imperecedero.

Cuando agonizaba, los amigos que le acompañaban en la última hora, creyendo que ya no podía escucharles, comenzaron a llorar y a ensalzar sus obras. Pero Pericles les interrumpió para decir: «Me alabáis por cosas que sólo dependen del destino y olvidáis el mejor acto que he realizado en mi vida: que ningún ateniense hubo de vestir de luto por mi culpa».

Desde la altiva colina de la Acrópolis, Atenas parece un poblachón humilde y feo que baja hasta las orillas del mar cercano, donde se perfilan azuladas las siluetas de las islas Egina y Salamina. A sus espaldas, otro cerro rivaliza en prestancia con la Acrópolis: el monte Licabeto, que no es otra cosa, si hacemos caso de la mitología, que un enorme peñasco que arrojó allí la diosa Palas Atenea en un ataque de rabia. Los cipreses del Licabeto apuntan hacia el cielo con temblor místico, al arrimo de un blanco templete ortodoxo.

Aquella mañana calurosa de septiembre subía por cuarta o quinta vez en mi vida, desde mi primer viaje a Atenas en 1971, las fatigosas escaleras que llevan a las ruinas del esplendoroso recinto. Riadas de turistas entraban y salían de los antiguos lugares sagrados. Pero, ya digo, la presencia de aquella multitud de gentes armadas con toda clase de ingenios fotográficos no lograba alterar la firme solidez de los Propileos, la belleza sutil de las cariátides del Erecteo, la delicadeza del pequeño templo de Atenea Nike y, sobre todo, la grave serenidad del Partenón. Si alzaba los ojos hacia su alto frontispicio era capaz de creer que pronto podría estar solo en el lugar, que las otras gentes se esfumarían al momento como tragadas por el aire y que las voces no tardarían mucho en desvanecerse.

Paseé un buen rato entre las ruinas bajo el furioso sol, admirando otra vez la hermosura de aquellas obras más que humanas e invadido por la misma tenue emoción que me acomete siempre que me encuentro en la explanada de la Acrópolis. Entré luego en el pequeño museo de la parte trasera del recinto y miré una vez más en los ojos vacíos del busto de Alejandro, crucé sonrisas pícaras con las esfinges, me pregunté de nuevo qué estaría pensando Atenea en ese relieve donde la diosa baja su vista al suelo mientras apoya su frente en el extremo de la lanza, con el casco de guerra retirado de su rostro, y me enamoró de nuevo la bellísima «Chotissa», una de las
kores
(estatuas femeninas del periodo preclásico) que se exhiben en las salas de la galería.

De regreso hacia la salida me senté un rato a la sombra, al lado de los Propileos. Una mujer delgada, morena, de tez muy pálida, casi nacarada, y enormes ojos verdes, descansaba cerca de mí. Nos rodeaban grupos de turistas que escuchaban el parloteo de sus guías en inglés, italiano, japonés y alemán. Entre el guirigay de voces se dirigió a mí, preguntándome la nacionalidad. Cuando respondí que era español, pareció alegrarse y dijo algunas palabras en mi idioma. Era norteamericana, de Nuevo México, y había venido con su marido, que en esos momentos andaba por arriba husmeando entre cascotes.

—Yo estoy enferma y me fatiga mucho subir. Pero Mike estaba empeñado en visitar este lugar, es una obsesión que tiene desde niño, cuando leyó que, después del Coliseo de Washington, éste es el más hermoso monumento que ha construido el hombre. ¿Conoce usted el Coliseo de Washington?

—Fui una vez a verlo, pero se me ha olvidado cómo es.

Me miró con ojos de pájaro asustado y yo me largué cuesta abajo, en busca de una fresca taberna del barrio de Plaka.

El Partenón pudo haber llegado hasta nosotros casi sin daño de no ser por los puñeteros venecianos, los no menos puñeteros turcos y, de remate, los más que puñeteros ingleses. Los monumentos antiguos que se alzaban en la Acrópolis antes del periodo clásico fueron destruidos por los persas de Jerjes, que incendiaron la ciudad de Atenas en el 480 a.C, poco antes de ser derrotados en Salamina por la escuadra de Temístocles. Cuando Pericles llegó al poder en el 460 a.C. se propuso edificar en el lugar los más hermosos templos del mundo griego, con el propósito de convertir su ciudad en el centro artístico de toda la Hélade. Y para lograr fondos que costeasen la magna obra, el dirigente ateniense no dudó en utilizar los recursos de la Liga de Delos, que encabezaba Atenas en alianza con otras ciudades. Así es que le debemos a una golfería de Pericles, que metió la mano en una caja cuyo dinero no era sólo suyo, una de las más hermosas obras humanas. Pero, en todo caso, hay que decir en su favor que mejor es gastar en arte los dineros que en la guerra.

El Partenón es, sin duda, el regio señor de todo el recinto de la Acrópolis. Los trabajos para su construcción se iniciaron en el 447 a.C, concluyéndose en el 438. Su función no era otra que albergar la más bella estatua que nunca se levantó en representación de la diosa Atena Parthenos (Atenea Virgen). Fidias se encargó de la tarea y modeló una estatua de madera, de doce metros de altura, revestida de oro y marfil. Atenea aparecía armada, y en su escudo y en el pedestal el artista cinceló escenas mitológicas que simbolizaban el triunfo de la civilización sobre la barbarie, de la razón sobre la sinrazón. Aunque la estatua fue robada y transportada a Constantinopla, y luego destruida por el fuego, nos han llegado algunas réplicas posteriores en tamaño menor y podemos hacernos una idea del carácter imponente de aquella obra de arte. Fidias también esculpió una gigantesca Atenea en bronce, que se alzó en el espacio que hay entre los Propileos y el Partenón. Llevada también a Constantinopla junto con la primera, se perdió durante el saqueo de la ciudad por los cruzados, en el año 1204 d.C. Es otro favor que le debemos al fanatismo religioso.

Hasta el siglo XVII, el Partenón sufrió pocos daños, pese a la ocupación romana y, más tarde, la turca. En el año 1687, una escuadra veneciana, comandada por Francesco Morosini, puso cerco a la Acrópolis, y los turcos destinaron el edificio del Partenón a polvorín. Una granada veneciana cayó durante el sitio en el centro del edificio y la tremenda explosión se llevó por delante una buena parte del templo, quedando destruidas la mayoría de las estatuas y relieves que lo adornaban.

La puntilla a este desastre la dieron los ingleses a comienzos del siglo XIX. El embajador lord Elgin consiguió del sultán otomano el permiso para retirar piezas de la Acrópolis y trasladarlas a Inglaterra. Y así, asesorado por un artista italiano, se hizo con todas las esculturas del Partenón que habían sobrevivido al bombazo veneciano. Incluso se llevó una cariátide del Erecteo. Luego, lord Elgin vendió la colección al Museo Británico, donde aún se exhiben con el nombre de «Mármoles de Elgin».

El robo, que es como hay que llamarlo, del ilustre noble inglés levantó un enorme escándalo en su tiempo, y el propio lord Byron alzó su voz, inútilmente, contra la tropelía. Aún hoy, las autoridades griegas continúan su presión diplomática sobre Londres para que el tesoro artístico de la Acrópolis sea devuelto al lugar donde debe estar. Pero Londres, en este asunto, padece de sordera.

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