Authors: Javier Reverte
Suele sucederle también al extranjero que el taxista le cobra la carrera entera, mientras que los pasajeros locales saben ya qué precio tiene su recorrido y sueltan el dinero sin preguntar. Son las novatadas que uno debe pagar en los largos viajes y yo siempre llevo presupuesto para estos pequeños choriceos con que te topas en todos los rincones del mundo. No hay que enfadarse mucho, de todos modos, pues son inevitables y te amargarían el ánimo.
De modo que hube de esperar una buena media hora hasta que un taxista se dignó, con cara de hacerme un favor que no merecía, a llevarme a la plaza de Omonia, en el centro de la ciudad. El tráfico inundaba todas las calles y el cabreo de las bocinas atenienses atronaba en los aires.
Di con un hotel barato y limpio, atendido por un personal muy simpático, no muy lejos de la plaza. Luego de comer un insípido pescado y beberme un café abominable, me di un garbeo por Omonia y compré algunos periódicos españoles. Los inmigrantes albaneses se afanaban en venderme una amplia gama de chucherías e, incluso, uno de ellos me susurró «hachís» al oído. Los había por decenas, gentes muy pobres, sin oficio ni casi beneficio, saliendo adelante a duras penas con ventas de chicle, golosinas, pañuelos, bolígrafos, cigarrillos… Más tarde supe que los atenienses, por esos días, llamaban a Omonia la plaza de Tirana, igual que la capital albanesa.
Después me fui al Museo Arqueológico. Es un peaje que pago en Atenas siempre que voy. Y la visita me reconcilia con la ciudad, pues se trata de un magnífico lugar y, aunque pequeño, guarda tesoros que muchos museos del mundo envidiarían.
Allí seguían, su belleza indemne al paso de los siglos, el bronce del Jockey de Artemisa, el fatigado rostro del niño cabalgando el brioso caballo, sus ropas al viento, el ardor de la carrera; y la temible fiereza de la estatua que representa al Minotauro cretense; y el Joven de Antikythera, un Paris broncíneo que luce el cuerpo masculino más bello de la Tierra; y las delicadas máscaras de oro de Micenas que desenterró el loco Schliemann; y sobre todos, la perfección de la figura de Poseidón, tallado en el momento en que se prepara a lanzar su tridente contra un enemigo invisible, el brazo tenso, los músculos largos de un atleta, los rizados cabellos, las poderosas nalgas y el gesto determinado de un dios seguro de su poder. Qué gran estatua, quizá la más selecta de las que se conservan de aquel gran siglo de Pericles, cuando las artes alcanzaron su momento más elevado, en el empeño griego de «apropiarse de la belleza», como proclamaba Aristóteles.
Porque es más que nada en la escultura donde se nos muestra la pasión griega por la estética, su concepción de lo bello como un rasgo casi ético. Fidias o Praxiteles no retrataron al hombre tal y como es, sino tal y como debería ser. Su arte tiene una raíz ética, pues representa una idea de perfección y serenidad, y su proporción «áurea» del cuerpo humano es pura
areté
, mera virtud.
Es en sus estatuas donde podemos ver cara a cara, en mármol, terracota o bronce, el esfuerzo por cincelar la dignidad humana emprendido por los griegos, su optimismo irreductible, la fortaleza de sus ideas, la valentía con que se enfrentaron a una vida desesperanzada, su afán casi patológico por lograr un arte a la medida del hombre. Quisieron apear a los dioses de sus tronos y sentarse en su lugar. El Poseidón del museo de Atenas es un hombre magnífico, no un dios temible.
Volví a la calle y ahora Atenas me parecía incluso hermosa.
Fue un siglo imponente. ¿Qué ciudad puede presumir, en toda la historia humana, de una generación de contemporáneos como Pericles, Fidias, Esquilo, Sófocles, los jóvenes Eurípides y Sócrates, Herodoto y Tucídides, y a la que visitaba con frecuencia Píndaro, fervoroso admirador de Atenas? Aquel luminoso instante se inició, puede decirse, en el 490 a.C, con la victoria sobre los persas en el campo de Maratón, y se cerró dramáticamente en el 404 a.C, al concluir la última guerra del Peloponeso, con la derrota de Atenas a manos de Esparta, que liquidó la democracia ateniense e impuso en la ciudad un régimen de tiranía.
Para empezar por el principio, a la siguiente mañana alquilé un coche y viajé hasta Maratón, el escenario de un combate en el que se ganó mucho más que una batalla: se salvó una democracia que ha sido modelo de todas las nuestras. Sin Maratón, no seríamos los mismos, «Todo está en juego», escribió en
Los persas
, años después, el gran trágico Esquilo, que participó en la batalla. Maratón es como un santuario al que, por lo menos una vez en su vida, debe acudir todo hombre libre para rendir homenaje a quienes allí cayeron hace veinticinco siglos.
La llanura de Maratón, donde se enfrentaron griegos y persas, se encuentra a cuarenta y dos kilómetros de Atenas, siguiendo la carretera de la costa hacia el noreste. Al lado de la planicie donde se jugó la batalla hay un pueblecito pesquero y una plácida playa para jubilados amigos de nadar en aguas cálidas. Allí atracó la flota persa, seiscientos barcos que llevaban a bordo alrededor de veinte mil infantes, muchos de ellos mercenarios, y un fuerte contingente de caballería, que Arthur Ferrill, historiador americano dedicado al estudio de las guerras antiguas, calcula entre 800 y 1.000 hombres con sus correspondientes corceles. El almirante Datis mandaba la expedición, y con él viajaba como consejero el griego Hipias, hijo del tirano ateniense Pisístrato y a su vez antiguo tirano de la ciudad, a quien sus conciudadanos habían enviado al exilio por sus excesos despóticos. Hipias aconsejó a Datis el desembarco en Maratón, para iniciar desde allí la marcha sobre Atenas. En el mes de septiembre del 490 a.C, las naves de los persas —o medos, como les llamaban los griegos— llegaron a la costa griega.
Cinco años antes, los persas habían acabado con una rebelión importante en las colonias jonias del otro lado del mar, tras cuatro años de lucha, y dominaban la entrada del Helesponto, la costa tracia del norte del Egeo y todo el litoral griego del Asia Menor. La guerra concluyó cuando los persas conquistaron Mileto, enviando a todos los habitantes supervivientes al exilio en Mesopotamia, después de una sangrienta batalla en la que casi todos los combatientes milesios perdieron la vida. Atenas había ayudado con el envío de veinte barcos a los jonios rebeldes y, según cuenta el historiador Herodoto, el monarca persa Darío quería vengarse de los atenienses por esa razón. Para que su odio no decayera, encargó a uno de sus sirvientes que todos los días le recordase la afrenta de Atenas. No obstante, esta versión parece bastante más poética que real. Gómez Espelosín sostiene, con buen juicio, que la pretensión del rey era ampliar su área de influencia y seguridad al otro lado del Egeo, colocando en el poder a tiranos favorables a sus intereses. Esparta y Atenas, ciudades siempre rivales, hicieron en esta ocasión causa común para oponerse a los propósitos de Darío, y comenzaron sus preparativos de defensa.
En Atenas, dos hombres notables, Temístocles y Milcíades, proponían dos formas diferentes de presentar batalla. El primero quería hacerlo por mar y animaba a los atenienses a construir una poderosa flota. El segundo prefería combatir en tierra. Las tesis de Milcíades se impusieron al fin en la asamblea. El rey Darío, enterado del asunto, decidió enviar una flota que viajase tranquilamente por mar, renunciando a que sus tropas descendieran por el litoral griego desde las costas de la sometida Tracia.
Cuando los barcos persas se aproximaban a las playas de Maratón, los atenienses enviaron al corredor Filípides a Esparta para recabar ayuda militar. Pero los espartanos celebraban una fiesta religiosa y respondieron que tardarían seis días en estar listos para el combate. Atenas estaba sola. Y Milcíades, al mando de unos diez mil hoplitas, marchó a Maratón a presentar batalla. Entre aquellos soldados iba un hombre que se haría famoso en los años siguientes: el dramaturgo Esquilo.
Los persas concentraron su infantería en la planicie de Maratón, en tanto que la caballería permaneció alejada de las tropas de a pie. Quizá pensaban que los griegos adoptarían una posición defensiva. La estrategia persa se basaba en la destreza de sus arqueros. Los atenienses, por su parte, iban armados de largas lanzas y duras corazas. Un kilómetro y medio de distancia separaba las líneas de los dos ejércitos.
Algunos jefes griegos convinieron en que era preferible esperar el ataque persa. Pero Milcíades, viendo a sus enemigos todavía organizando sus formaciones de batalla, tomó la decisión de atacar. Y los griegos, a la carrera, divididos en tres formaciones, cargaron sobre sus enemigos. Algunos historiadores sostienen que los hoplitas recorrieron a paso ligero los mil quinientos metros con sus pesadas armaduras y escudos, mientras otros afirman que marcharon andando hasta que llegaron a la distancia donde podían ser alcanzados por las flechas de los persas, unos ciento cincuenta metros. Sea como fuere, el caso es que los griegos atacaron a la carrera. Los estudiosos de la guerra no son capaces, todavía, de explicarse su victoria.
En cualquier caso, al encontrarse los ejércitos cuerpo a cuerpo, la superioridad de las lanzas griegas sobre las espadas persas se hizo manifiesta en poco tiempo. Los arcos no servían ya para nada. El bloque central del ejército ateniense fue rechazado, pero las dos alas rompieron las defensas enemigas por la izquierda y la derecha. Después, en una maniobra envolvente de las fuerzas de Milcíades, los persas quedaron cercados. Su poderosa caballería, o bien no llegó a tiempo o bien hubo de mantenerse al margen, pues todos los combatientes estaban mezclados en un ardoroso combate. Al fin, los persas emprendieron la huida y los atenienses los persiguieron hasta los barcos, apoderándose de siete navíos. La victoria de Milcíades fue total. El almirante Datis logró embarcar una buena parte de su ejército y a toda la caballería, mientras los hoplitas se dedicaban a degollar a los enemigos del cuerpo de ejército al que habían vencido.
Según Herodoto, ciento noventa y dos atenienses perecieron en la batalla, entre ellos dos de sus generales, Calimarco y Estesileos, y un hermano del dramaturgo Esquilo, llamado Cynegeiros. Del otro lado perecieron seis mil cuatrocientos persas. El combate duró una hora, muy poco tiempo si se tiene en cuenta que, en Waterloo, por ejemplo, se luchó entre las once de la mañana y las ocho y media de la tarde. Así que, echando el cálculo sobre los datos de Herodoto, debieron caer ciento seis persas por minuto. Son varios los historiadores posteriores que consideran esas cifras un tanto exageradas.
Milcíades envió al atleta Filípides a comunicar la noticia de la victoria al pueblo de Atenas y éste corrió sin detenerse los cuarenta y dos kilómetros que separan el campo de batalla de la ciudad. Al llegar, exclamó: «¡Alegría para todos, hemos vencido!». Y murió en el acto, se supone que de un ataque al corazón tras el esfuerzo. En su honor se estableció una nueva competición para los juegos, una carrera que, desde entonces hasta hoy, lleva el nombre de maratón, y que cubre cuarenta y dos kilómetros de distancia.
La flota persa se dirigió a Atenas, para intentar un nuevo desembarco en Falerón, pero Milcíades y sus hombres regresaron a toda prisa a la ciudad, y el almirante Datis, escaldado y temeroso, desistió y puso rumbo a las costas de Asia Menor.
Miles de atenienses se desplazaron los siguientes días hasta el campo de batalla de Maratón para honrar a sus muertos, que fueron enterrados en la planicie donde tuvo lugar el combate. Sobre la tumba colectiva se alzó un túmulo. Y a su lado se levantó una columna conmemorativa de la victoria. Con parte del rico botín conquistado en la batalla, Atenas costeó la construcción de un templo en el santuario de Delfos, llamado «Tesoro de los Atenienses», en honor de los héroes que vencieron en Maratón.
La playa de Maratón parece hoy un balneario, es una recoleta cala donde hay tabernas y hoteles en abundancia. La verdad es que es un lugar estupendo para pasar unos días relajados. Hay un pequeño museo algo alejado del mar y, en el centro de una explanada cercada por una valla metálica, se alza el túmulo que cubre los restos de los atenienses caídos en Maratón. El enterramiento forma una especie de pequeño cerro de arena oscura, con una altura de nueve metros, un perímetro de ciento ochenta y cinco metros y un diámetro de cincuenta. Tenía mayor estatura en la Antigüedad, pero se ha empequeñecido a causa de la erosión del terreno. Hace unos decenios, los arqueólogos excavaron parte de su interior, merced a muy complicadas técnicas, pues la tierra es difícil de sostener cuando se abren túneles en su base. Se encontraron huesos, restos de ánforas y algunos exvotos. Y luego volvió a cerrarse la galería. ¿Para qué remover las cenizas de los héroes? Los muertos de Maratón deben permanecer donde cayeron.
Cerca del túmulo hay una estela con una inscripción en homenaje a cuantos lucharon con desesperado valor contra los invasores asiáticos. Bajo la estela, aquel día en que visité el lugar, había ramos de flores lozanas. Durante dieciséis generaciones, según cuenta Pausanias, un historiador muy posterior (no confundir con el rey espartano vencedor en Platea), los habitantes de Maratón creían escuchar cada noche los gritos de guerra de los hoplitas de Milcíades, las voces de ataque de los héroes, los aullidos de agonía de los persas. No sé si hoy sucederá algo parecido, pero hay rosas y claveles al pie de la estela gloriosa de Maratón, veinticinco siglos después de la batalla. Los griegos no olvidan que Asia fue detenida en esa batalla justo en el momento histórico en que nacía la democracia como forma de gobierno, y todos los europeos deberíamos participar de tal alegría. La capital de la Unión Europea tendría que estar en Maratón, en lugar de alzar su sede en la sosa Bruselas, una ciudad que ha realizado pocas hazañas importantes en su historia, salvo guisar de cien maneras diferentes los mejillones y fermentar cada año millones de litros de cerveza cabezona.
Me acerqué al pequeño museo, en donde hay unas cuantas esculturas romanas y restos de la columna de la Victoria alzada en recuerdo del gran combate. Pueden verse allí un par de cascos de los guerreros de Maratón, encontrados en el campo de batalla, y poco más. Pero hay una magnífica escultura en bronce, encontrada en el mar próximo, y que se fecha en el 340 a.C: es un efebo, un muchacho casi tan bello como el Paris del museo de Atenas. Unos pescadores lo sacaron del mar pillado en sus redes. Su gracilidad y su armonía merecen un museo tan sólo para él.