—No ocurrirá nada de eso.
—¿Cómo lo sabes? ¡La de discusiones que he tenido con esa pandilla de santurrones! ¡Cuentan su éxito por el número de almas que han salvado! Me dicen que no es suficiente con que cure a los africanos o les enseñe higiene y salud, ¡al mismo tiempo debo predicar el evangelio! ¡Se quedaron estupefactos cuando les dije que me niego a denunciar al dios de los kikuyu y que, a mi modo de ver, Ngai no era más que otro nombre de Dios Todopoderoso!
James la miró. Los ojos de Grace brillaban y sus mejillas eran de color carmesí. Sus cabellos de color castaño claro, cortos y rizados a la última moda, salían por debajo del salacot. James no pudo reprimir una sonrisa.
—¿De veras les dijiste eso, Grace? Se quedarían pasmados.
Grace miró la sonrisa de James y meneó la cabeza.
—Sí, maldita sea —dijo, riéndose a pesar suyo—: ¡Y me gustó mucho!
Entonces los dos rieron juntos y Grace se maravilló al notar que de pronto se sentía mucho mejor.
—Me alegro de que tengas tu propio laboratorio, James —dijo por fin, sinceramente—. Aquí harás maravillas. Probablemente pondrán tu nombre a una bacteria nueva.
—¡Dios me libre! —le tendió la mano y Grace la cogió—. Además —añadió, bajando un poco la voz—, espero que vengas y me enseñes a utilizar todo esto.
—Si todavía estoy aquí.
Al salir del cobertizo y entrar en la fresca oscuridad de la lechería. James dijo:
—Claro que estarás, Grace. Ya verás cómo todo irá bien. Tienes muchos amigos en Kenia.
—No me gusta nada pedir limosna.
—¿No puedes pedirle ayuda a Val?
—Nunca. Es la última persona del mundo ante la que reconocería mi impotencia. No me dejaría en paz.
—Eres muy independiente, ¿verdad, Grace? Prefieres hacerlo todo por tu cuenta. Y no necesitas a nadie. Al menos eso es lo que quieres que piense la gente. Cuidado, que ahí hay agua…
De pronto el pie de Grace resbaló en el cemento mojado y le hizo perder el equilibrio. James la sujetó. Se abrazaron durante un momento, el brazo de James la apretaba con fuerza. Luego la soltó y volvieron a reírse.
Pero más tarde, cuando las amigas de Lucille estaban cargando productos y niños en las carretas. James se quedó mucho rato en el final de la calzada, contemplando cómo Grace se alejaba a caballo por el solitario camino de tierra que iba a Nyeri, el maletín médico atado a la silla, el sol poniente reflejándose en su salacot.
Pensó en la otra cosa que había pensado enseñarle, y se alegró de haber cambiado de parecer. Venía en un viejo ejemplar del
Times.
El ejemplar era atrasado, desde luego, pero nuevo en Kenia, donde la prensa llegaba con muchas semanas de retraso. El periódico ya había pasado por muchas manos nostálgicas y de Kilima Simba iría a otros ranchos de la región de Nanyuki y finalmente, salvando los Aberdares, llegaría a poder de los colonos del Rift. James se sacó del bolsillo de atrás la única página que se había quedado. Era un sacrilegio recortar el periódico, estropearlo de alguna forma; una regla tácita hacía que el
Times
permaneciera intacto hasta que se desintegraba con la última lectura. Pero esa página, una lista de anuncios personales, se la había quedado porque tenía la sensación de que el deber y el honor le obligaban a ocultarla a otros ojos.
Y esto se debía a un pequeño anuncio que aparecía en la mitad de la última columna. Una viñeta diminuta con un mensaje que decía:
Jeremy Manning:
Puedes encontrarme en el distrito de Nyeri,
en Kenia, África Oriental.
GRACE TREVERTON
James siguió en la entrada hasta mucho después de que Grace se perdiera de vista y empezara a oscurecer.
Valentine tiró sus cartas sobre la mesa y se rió. Luego recogió las ganancias, salió a la veranda del hotel y tiró el dinero a los chicos que esperaban en la calle junto a sus cochecitos de tracción humana. Al volver al bar del hotel Norfolk, donde le recibieron con palmadas y enhorabuenas, encargó copas para todos, incluyendo champán para los huéspedes que se encontraban en el comedor. Era su última noche en Nairobi después de pasar una semana celebrando la concesión del estatuto de colonia; por la mañana él y Rose harían el silencioso viaje de vuelta a Bellatu.
En ese momento Rose dormía en su propia habitación del hotel. La excusa era «el asma de lady Treverton». La amplia sonrisa que había en el rostro de Valentine ocultaba el dolor que ninguno de sus amigos podía ver: el dolor de ser despreciado por la esposa a la que amaba, un dolor que el alcohol en modo alguno podía mitigar.
Pero Valentine lo intentaba. Las ginebras se sucedían y la cuenta del bar iba en aumento. Lord Treverton tenía crédito en toda el África Oriental. Su riqueza era inacabable. Además, gastar dinero le hacía sentirse bien. Cuando daba dinero a los demás se sentía menos impotente.
Valentine aguantaba bien la bebida. Nunca andaba con pasos vacilantes ni se caía, nunca vomitaba ni perdía el dominio de sí mismo. Sencillamente se alegraba un poco más con cada copa, y se sentía más generoso. Por esto media hora después, cuando caminaba por la calle hacia el establecimiento de Miranda West, Valentine saludaba a toda la gente que se cruzaba con él, daba rupias a los chiquillos negros y trataba de pensar en algo agradable que pudiese hacer por Miranda.
Ésta se había comportado como una verdadera amiga durante los últimos meses. Era la primera persona a quien había hablado del aborto de Rose. Miranda siempre lo escuchaba, jamás emitía juicios, ni daba consejos ni decía nada. Valentine estaba seguro de que era la única persona en toda el África Oriental que poseía ese bendito don. También le gustaban otras cosas de Miranda. Una de ellas era que nunca le pedía nada, como parecían hacer todos los demás. Valentine le ofreció dinero para que comprase muebles nuevos para el vestíbulo y ella le dijo que no lo necesitaba; Valentine le dijo que la recomendaría a la Oficina de Tierras para la compra de un terreno que lindaba con el hotel y ella dijo que no, gracias. Era una mujer capaz de salir adelante por sus propios medios, sin necesidad de pedir ayuda a otras personas. En ese sentido, Miranda se parecía mucho a Grace. Otra cosa que le gustaba de ella era que no flirteaba con él, ni se hacía la tímida, ni recurría a ninguna de las tretas habituales en las mujeres. Miranda era honrada y sincera y no tenía tiempo para los coqueteos que Valentine encontraba en todas las reuniones. Sabía que a ella no le interesaba acostarse con él; nunca esperaba un cumplido o alguna de las atenciones que las mujeres solían querer de él. Miranda West era una mujer con la que uno se encontraba a gusto, una mujer sencilla, y Valentine deseaba expresarle su agradecimiento esa noche, antes de irse de Nairobi.
El vestíbulo estaba poco iluminado y desierto; el comedor, cerrado y a oscuras. Valentine encontró un africano que barría la escalera y que le dijo:
—Iré a avisar a la memsaab, bwana.
—No, no te molestes. Le daré una sorpresa.
Miranda no se sorprendió ni pizca. Lo había estado observando desde la ventana de su apartamento privado. Sólo unos ojos como los suyos, familiarizados con el conde, podían detectar la ligera variación en el andar que significaba que había bebido. Así que… Valentine acudía a ella bebido.
—¡Lord Treverton! —dijo Miranda al abrir la puerta—. ¡Qué sorpresa más agradable!
—Espero no molestarla.
—Nada de eso. Pase, pase. ¿Puedo ofrecerle una copa?
—¡Menuda semanita, Miranda! —exclamó él, sentándose en una butaca como si estuviera en su casa, aunque raramente la visitaba en sus aposentos privados. Cogió el whisky y se lo bebió de un trago, diciendo—: ¡Ojalá el ferrocarril llegase hasta Nyeri! Detesto el largo viaje a casa —porque tardarían ocho días y acamparían todas las noches, para que los bueyes descansaran, y el silencio acusador de Rose le volvería loco.
—Algún día llegará, lord Treverton —dijo ella, llenándole otra vez el vaso.
Valentine puso los pies sobre un taburete, estirando sus largas piernas y clavó la mirada en el interior del vaso. Le estaba costando muchísimo conseguir que prolongasen la línea del ferrocarril. La economía de la colonia empezaba a recuperarse, la prosperidad esperaba a la vuelta de la esquina, pero, a pesar de su influencia en el Consejo Legislativo y sus comunicaciones con el secretario de Estado para las colonias, el ferrocarril seguía sin ir más allá de Thika. ¡Y Valentine necesitaba que llegase hasta su propiedad!
Durante el breve intervalo entre las dos lluvias, en enero, Valentine había hecho arrancar los plantones ahogados y sustituirlos por otros nuevos, lo cual le había costado mucho dinero. Luego habían llegado las lluvias de marzo y en el plazo de quince días las plantas habían florecido, bellas flores con un aroma muy parecido al azahar. Recogería la cosecha de café antes de dos o tres años, pero quizá la construcción del ferrocarril tardaría aún bastante. El tren garantizaría los mejores precios y la mejor distribución para sus granos; sin él, Valentine tendría que emplear carretas y entonces sería el último en llegar al mercado de Nairobi; llegaría cuando todas las compras competitivas ya se hubieran hecho.
—Tenía la esperanza de que viniese esta noche —dijo Miranda, acercándose a un aparador de caoba lleno de tapetitos, chucherías y fotos de la familia real—. Tenía esto reservado —volvió junto a Valentine con una lata redonda que contenía un pastel—. Es para Lady Treverton.
Valentine miró la lata, que imitaba la porcelana Wedgwood, pensando en todo el cuidado con que se había preparado el pastel que había adentro, preguntándose cómo Miranda, siempre tan atareada, encontraba tiempo para preparar semejantes obsequios, y, de pronto se dejó llevar por el sentimentalismo. La viuda West era una mujer buena. Su marido tenía que estar muerto; ningún hombre permanecería tanto tiempo separado de ella por voluntad propia.
Miranda se sentó en una silla frente a él y cruzó las manos sobre las rodillas.
—Lleva un peinado diferente —dijo Valentine.
—¡Desde hace tres meses! Es la nueva moda.
El rostro de Valentine se ensombreció. Todas las mujeres de Kenia imitaban a Rose y se cortaban el pelo. Los vestidos se ajustaban siguiendo las curvas naturales y las faldas eran cada vez más cortas. Las mujeres blancas de la colonia por fin tenían derecho a votar y cada vez eran más las que fumaban cigarrillos. ¡La «nueva mujer»! ¿Para eso se había hecho una guerra contra Alemania?
Valentine notó que empezaba a desanimarse. Como hombre que raramente dejaba que su optimismo menguase, que nunca se permitía un momento de autocompasión y que en realidad sólo una vez, durante todo el tiempo que llevaba en el África Oriental, se había sentido desesperado —la noche de su ataque imperdonable contra Rose—, en ese momento el conde de Treverton permitió que la melancolía le envolviese. Tragándose su whisky, dijo:
—¿Adonde irá a parar el mundo, Miranda?
Miranda esbozó una sonrisa comprensiva. En el tono de Valentine oía señales que le resultaban conocidas, vio que en sus ojos aparecía una expresión que ya había visto en el rostro de muchos hombres que se sentían solos. Volvió a llenarle el vaso.
—¿Qué quieren las mujeres, Miranda? ¿Usted me lo puede decir?
—Sólo sé lo que quiero yo, lord Treverton. No todas las mujeres quieren lo mismo.
—Yo quiero un hijo varón —dijo él con voz apagada—. Es lo único que en realidad he querido. Tengo esa casa monstruosa y más de dos mil hectáreas y nadie a quien dejarle todo esto. Necesito un heredero. Pero mi esposa… los médicos han dicho que no puede tener más hijos…
Miranda sabía que era mentira, pues corrían rumores de que lady Rose podía tener hijos, pero no quería.
De repente Valentine la miró y dijo:
—Necesita usted un hombre, Miranda. No debería estar sola.
—Tengo el hotel y eso me tiene ocupada. Y el personal y los huéspedes. Nunca estoy sola.
—Me refiero a por la noche, Miranda. Después de cumplir con las obligaciones del hotel, cuando todos los huéspedes ya se han acostado. ¿No echa de menos un hombre entonces?
Miranda bajó los ojos y se miró las manos.
—A veces.
—Da usted pie a muchos comentarios, Miranda.
—¿De veras?
—En toda el África Oriental no hay ningún hombre que pueda decir que la haya conocido íntimamente.
—Y tengo el propósito de que siga siendo así.
—¿Por qué? ¿Porque está casada?
—Oh, no, Jack murió. Estoy segura.
—¿Entonces por qué? Sabe Dios que puede escoger entre muchos.
—Tengo que proteger mi reputación. Usted sabe que una mujer que está sola no puede permitirse el lujo de acostarse con cualquiera.
—No me refería a eso —dijo él—. Me refería a… un solo hombre.
—¿A quién escogería? Soy propietaria de este hotel, que me produce buenos ingresos. ¿Cómo encontraría un hombre que no fuese detrás de mi dinero?
—En Kenia hay hombres que no necesitan su dinero.
—Cierto. Pero no siento afecto por ninguno de ellos. Antes de entregarme a un hombre, necesitaría sentir algún afecto por él.
Los ojos negros de Valentine la contemplaron.
«Es exactamente igual que Rose —pensó—. No en la apariencia ni en ningún aspecto tangible, pero guarda su virtud del mismo modo que Rose».
De repente, al darse cuenta de ello, Valentine sintió lujuria. Y el whisky empezaba a hacer efecto por fin. Los pensamientos comenzaron a correr juntos; en la habitación el calor iba en aumento. Y el dolor que llevaba dentro desde hacía seis meses comenzaba a disolverse.
—Hay alguien que le interesa, ¿no es así? —preguntó en voz baja.
Miranda titubeó.
—¿Quién es?
Miranda le devolvió la mirada con igual intensidad. Ahora estaba tan cerca, tan cerca…
—¿Hay alguien, Miranda?
Ella asintió con la cabeza.
—¿Quién?
—Estoy segura de que ya lo sabe —susurró.
Valentine se levantó, tambaleándose.
—Quiero oírlo, Miranda. Quiero que me diga quién es el único hombre con el que se acostaría.
Miranda se sentía mareada, las mejillas le ardían. Susurró:
—Sabe muy bien quién es… Usted…
Valentine le tomó las manos, la hizo levantarse y cubrió su boca con la suya.
—No me diga que no, Miranda —dijo con voz tensa. Le besó los labios, el cuello. Le desabrochó la blusa y le besó la garganta. Cuando su mano se deslizó hacia el pecho, susurró—: ¡No me rechace, Miranda!