Pensó en el anillo de diamantes que llevaba en la mano izquierda. Todas las mujeres se habían fijado en él, pero Grace nunca se había sentido obligada a explicar por qué lo llevaba.
«Que se hagan preguntas —pensó—. Al menos este anillo es la prueba de que una vez me quiso un hombre».
Grace se quedó mirándose la mano fijamente, atónita. ¿De dónde salía esa idea, la de que llevaba el anillo como una bandera, como algo que lucir ante la gente que le tenía lástima?
«¿Es por esto que sigo llevándolo?»
—¿Cómo va la plantación del conde, Grace? —preguntó Mary Jane Simpson, cuyo marido era propietario de una fábrica de tocino.
«¿O llevo este anillo…? —Grace se tapó la mano izquierda con la derecha y cerró los ojos. Estaba a punto de asustarse de sus propios pensamientos—. ¿Llevo este anillo como si fuera una armadura, para protegerme del hecho de que James siempre me verá como una amiga y nada más?»
—¿Grace?
Alzó los ojos. Mary Jane tenía el rostro hinchado a causa del embarazo y su vestido de futura mamá estaba descolorido porque lo había llevado ya en seis ocasiones. Y durante unos momentos, inexplicablemente, Grace la encontró antipática.
—La plantación va bien —dijo.
—Me dijeron que las lluvias de Navidad habían destruido la mayor parte de la cosecha.
—Sí, pero Valentine compró un nuevo lote de plantones y los plantó en seguida. De hecho, va mejor de lo que esperábamos.
—Lo encuentro extraño —dijo Lucille mientras echaba más leña en el horno—, teniendo en cuenta la maldición que esa hechicera lanzó contra Bellatu.
—¡Oh, Lucille! —exclamó Cissy—. No creerás en esas cosas, ¿verdad?
Pero en la boca de Lucille había una expresión seria cuando dijo:
—Esa mujer es una agente de Satanás. Te lo digo yo.
Grace visualizó mentalmente la choza redonda de barro que se alzaba a poca distancia del extremo sur del campo de polo. En los nueve meses transcurridos desde que Valentine ordenara por primera vez derribar las chozas y la familia de Mathenge se trasladara al otro lado del río, la joven hechicera se había defendido de un modo asombroso. Al reconstruir su choza una vez más, después de la inauguración de Bellatu en Navidad, Valentine había pedido a las autoridades que hicieran algo. El oficial Briggs y dos soldados indígenas habían acompañado a Wachera a la otra orilla y luego habían quemado la choza. Al día siguiente volvió y se puso a reconstruirla. Valentine, exasperado, había hecho instalar una elevada valla de alambre alrededor de todo el campo de polo, para que la viuda de Mathenge no pudiese entrar en él. Finalmente, decidió no hacerle caso, pensando que era indigno de él ponerse a jugar con una hechicera africana.
Grace, por su parte, no podía olvidarse de Wachera Mathenge. A pesar de la creciente popularidad de la pequeña clínica de Grace, Wachera seguía ejerciendo la magia con éxito y Grace pensaba que también cultivaba la brujería. Aunque algunas personas acudían a Grace para que tratara sus dolencias, debido a que el jefe Mathenge había aceptado a la doctora blanca, la mayoría se empeñaba en buscar a la hechicera. Grace temía que mientras permitiesen a Wachera ejercer lo que ella, Grace, consideraba farsa, los africanos seguirían sumidos en la ignorancia y las tinieblas. Grace ya había empezado a hablar con las autoridades sobre la conveniencia de prohibir oficialmente la medicina tribal.
La puerta de atrás se abrió violentamente y dos chiquillos con el pelo alborotado irrumpieron en la cocina.
—¡Ha nacido una vaquilla, mamá! —gritaron, cogiendo con manos sucias las tartas de compota que se estaban enfriando en una bandeja.
—Esos modales —dijo Lucille—. Mirad quién está aquí.
—Hola, tiíta Grace —dijeron Geoffrey, de ocho años, y Ralph, de cinco, con la boca llena de tarta. Se movieron tímidamente entre las mujeres y los pañales, luego soltaron una especie de aullido y se fueron corriendo de la cocina.
—Estos chicos son un terremoto —dijo Lucille—. Me alegraré cuando podamos mandarlos a la escuela europea de Nairobi. A veces me preocupan. No puedo cuidarles como es debido. No puedo hacer tantas cosas a la vez.
—No son más que chiquillos —dijo Cissy.
Lucille se dejó caer en una silla y se apartó los cabellos de la cara con una mano cubierta de harina.
—James se marcha antes de que salga el sol y cuando vuelve ellos ya duermen. Tengo que ocuparme de Gretchen y los pañales todo el santo día y además tengo que hacer todo el trabajo de la casa. No puedo cultivar verduras aquí, en el pozo hay demasiada cal, y el agua subterránea sólo es buena para el ganado, no sirve para las cosechas. Así que tengo que ir con la carreta al mercado nativo más cercano, donde me estafan descaradamente.
Permanecieron sentadas en silencio, las otras mujeres oyendo sus propias historias en las palabras de Lucille. Al poco, ésta dijo con voz queda:
—¿Sabéis qué hacía en Inglaterra?
La escucharon con interés. La gente no acostumbraba hablar de su vida anterior, de lo que hacía antes de venir al África Oriental, como si la vida no hubiera existido antes de Kenia.
—Tenía una pequeña tienda en Warrington —su voz se ablandó al tiempo que su expresión se volvía triste—. Vendía cintas e hilo. No me proporcionaba lo que se dice una fortuna, pero era una vida cómoda y respetable. Tenía un piso arriba, donde vivíamos mi madre y yo. Y salía con un chico que era oficinista en la fundición de hierro. Llevábamos una vida segura y tranquila, íbamos a la iglesia todos los domingos, el párroco venía a tomar el té en casa y Tom apostaba alguna que otra guinea en las quinielas.
Grace ya había oído la historia otras veces, cómo la vida de Lucille había cambiado al entrar James Donald en su tienda. Lucille se había enamorado locamente de él y lo había dejado todo para acompañarle a África. Siempre que Lucille hablaba de ello, Grace captaba cierto tono de arrepentimiento en su voz.
Grace se preguntaba si James se daba cuenta. Y en ese momento, mientras miraba los hombros caídos de Lucille, sus muñecas fláccidas, se preguntó si James se daba cuenta de lo cansada que se veía últimamente Lucille.
—Con todo —dijo Lucille, levantándose con un esfuerzo y acercándose de nuevo al horno—, la vida en un rancho es una vida honrada y cristiana. Y el buen Dios nos ha bendecido.
Las últimas palabras recordaron a Grace otras de sus preocupaciones más recientes: la carta que llevaba en el bolsillo.
Había llegado la semana anterior. Era un aviso de la sociedad misionera de Suffolk comunicándole que todo el apoyo monetario que recibía su clínica quedaba suspendido hasta que pudiera llevarse a cabo una inspección en regla de su misión.
La puerta de atrás volvió a abrirse y esta vez entró sir James. Se quitó el sombrero de ala ancha, golpeó el suelo con los pies para quitarse el barro de las botas y dijo:
—Hola, señoras —al ver a Grace, su sonrisa se ensanchó—. Veo que sigues aquí. Tenía la esperanza de que no te hubieses ido aún. Hay algo que quiero enseñarte.
Al salir de la casa, Grace aspiró hondo el aire refrescante. Más allá del puñado de árboles que protegían la casa, una sabana inmensa, verde después de las largas lluvias, se extendía hasta las lejanas montañas azules. El ganado pastaba en enormes extensiones de hierba nueva; los peones trabajaban en las cosechas de forraje, cantando mientras hacían sus labores. El cielo era de un azul impresionante con jirones de nubes blancas alrededor de la escarpada cima del monte Kenia. Grace sintió que su espíritu se elevaba hacia el pálido sol.
Mientras caminaba al lado de James, deseando poder hacerlo todos los días de su vida, Grace dijo:
—Los chicos han anunciado el nacimiento de una vaquilla.
—Una de las vacas lecheras. Normalmente hay que ayudarlas a parir. La de hoy se presentó con los cuartos traseros primero, pero le di la vuelta y todo salió bien. Gracias a Dios, tengo el mejor vaquero del protectorado.
—¿No lo sabes todavía? Ahora somos una colonia.
James se rió.
—Sí, se me había olvidado. No me acostumbraré nunca. ¡Todavía pienso que Eduardo es el rey!
Al cruzar el recinto hacia la lechería los chicos encargados de vigilar el ganado saludaron a Grace. Todos la conocían porque visitaba Kilima Simba con frecuencia. Había curado las heridas de algunos de ellos al visitar a Lucille o cuando traía el microscopio para James. La granja Donald era ruidosa y había en ella mucho ajetreo: a su izquierda el ganado para carne era azuzado para que cruzase un reguero; a su derecha, estaban alineando las vacas para ordeñarlas. Las vaquillas jugueteaban en sus pequeños corrales; en un campo estaban esparciendo forraje y tres africanos intentaban dominar a un retozón toro de Guernsey. Kilima Simba era uno de los mayores ranchos ganaderos de Kenia; suministraba gran parte de la carne y de los productos lácteos que se consumían en el África Oriental. Y a pesar de ello, al igual que otros muchos rancheros, James Donald seguía teniendo un descubierto en el banco.
—Cuidado dónde pones los pies —dijo James, cogiéndole el codo.
—¿Qué es lo que quieres enseñarme?
—¡Ya lo verás!
—Estás muy misterioso.
—Es una sorpresa. Es algo en lo que llevo trabajando mucho tiempo. No quería decírselo a nadie hasta tenerlo todo. Creo que te gustará.
Doblaron la esquina de la lechería, donde estaban cargando el camión Chevrolet de James con recipientes de leche para los mercados de Nyeri y Karatina.
—Está aquí dentro —dijo él, abriendo la puerta de la lechería—. Ten cuidado, que el suelo está resbaladizo.
El interior del pequeño edificio de piedra era fresco y oscuro. James la condujo hasta una puerta que había en el otro extremo.
La puerta daba a un cobertizo adosado a la lechería; las paredes eran de troncos y el techo, de cinc ondulado. Dos ventanas daban entrada a la luz del sol y al aire fresco; una alfombra vieja cubría el suelo de tierra. Grace se quedó de pie en medio del espacio de metro ochenta por metro ochenta, sin habla.
—¿Te he sorprendido? —preguntó James.
—Sí…
Dos paredes aparecían cubiertas por estantes que iban del suelo al techo; una mesa de trabajo ocupaba la tercera. Todas las superficies estaban cubiertas de latas, cajas, botellas y libros. La mesa de trabajo parecía la de un farmacéutico, con tubos de ensayo, recipientes con cultivos, frascos de productos químicos y, en el centro, un reluciente microscopio nuevo.
—¿Qué te parece? —preguntó James. La habitación era tan pequeña, apenas mayor que una alacena, que el cuerpo de James casi rozaba el suyo.
Grace desvió la mirada.
—Me alegro por ti.
—He tardado mucho tiempo —dijo él, acariciando la superficie pulida de la mesa de trabajo, tocando los objetos de laboratorio como si fueran reliquias sagradas—. Me costó muchísimo hacer que me enviasen todo esto. Lo creas o no, muchas de estas cosas proceden de Uganda. En lo que se refiere a la investigación científica, allí están bastante avanzados.
—Es maravilloso —dijo Grace con voz queda, pensando en todas las ocasiones, durante los últimos catorce meses, en que había llegado un mensaje de James pidiéndole que le prestase el microscopio; Grace lo dejaba todo, montaba en su caballo y se iba a Kilima Simba, donde él la esperaba con una sonrisa radiante y le daba sus más efusivas gracias. Pasaban juntos una hora, inclinados ante algunas plaquitas; luego diagnosticaban el último azote que aquejaba al ganado de James y finalmente otra hora, la mejor hora, bebiendo coñac delante del fuego que crepitaba en la chimenea. Grace vivía para esas visitas.
—El mundo se está modernizando, Grace —prosiguió James—. Los días de la anticuada cría de ganado ya han pasado. Hoy día los rebaños hay que llevarlos con el microscopio y la jeringa hipodérmica. Y no podía seguir pidiéndote que me prestases el tuyo.
—No me importaba.
—Lo sé. Te has portado maravillosamente. Pero ahora que tengo mi propio laboratorio no volveré a molestarte.
Grace no dijo nada. Estaba de espaldas a él, observando por la ventana cómo unos vaqueros hacían muescas en las orejas de las vacas recién inoculadas. James estaba tan cerca de ella, que notaba el calor de su cuerpo.
—Grace —dijo él en voz baja—, ¿ocurre algo?
—No —respondió ella demasiado rápidamente. Luego dijo—: Bueno, sí.
—¿Qué es?
—Nada que yo no pueda resolver.
James apoyó las manos en sus hombros y la obligó a volverse hacia él. Exceptuando el breve momento en que Grace había llorado entre sus brazos, con el cuerpo del pobre Mathenge a sus pies, y en la choza donde acababa de hacerle la cesárea a Gachiku, Grace nunca había estado tan cerca de él.
—Eres una persona muy reservada, ¿verdad? —dijo él con una sonrisa dulce—. Nunca le cuentas tus problemas a nadie. ¿Crees que eso es bueno para ti?
—Se lo cuento todo a mi diario. Algún día, cuando yo ya no esté, un desconocido lo leerá todo y quedará desconcertado.
—Dime qué es lo que te preocupa, Grace.
—Ya tienes bastantes preocupaciones.
—¿Así que no necesitas amigos?
Las manos seguían sobre sus hombros; a Grace le hubiera gustado que siguiesen allí para siempre.
—Como quieras —dijo ella, metiendo la mano en el bolsillo de la camisa—. Ya sabes que he escrito a la sociedad misionera pidiendo que enviasen ayudantes con formación médica. Se trata de la organización que me manda un modesto cheque cada mes, con las aportaciones que hacen varias parroquias de los alrededores de Bella Hill. Ese dinero, más las trescientas libras anuales que me da el gobierno y mis propios ingresos de la herencia, es lo que me ha permitido tener la clínica funcionando. Sin embargo, debido a razones económicas bastante complicadas, debido también a algunas inversiones poco juiciosas por parte de mi padre, las rentas que me daba su herencia han disminuido. Justamente estaba preocupada buscando el modo de compensar esta reducción, cuando llegó esta carta
James la leyó con el ceño fruncido.
—¿No te mandarán más dinero hasta que hayan venido a inspeccionar tu clínica? ¿Para qué diablos quieren inspeccionarla? ¿Acaso creen que les estás estafando?
Grace miró hacia otro lado, sacó un taburete de debajo de la mesa de trabajo y se sentó.
—Ciertos misioneros de este distrito se han quejado de que no llevo mi clínica como Dios manda. No tengo ningún ministro, no celebro oficios religiosos… No convierto a los nativos. Me parece que uno de ellos ha escrito una carta a la sociedad misionera hablando de ello, y ahora va a venir un equipo para ver si me merezco su caridad. James, si la sociedad misionera me niega su apoyo, el gobierno de aquí lo interpretará como señal de que no dirijo una misión legítima y me retirará las trescientas libras anuales ¡y lo perderé todo!