Valentine sintió deseos de gritar de alegría. Las cosas estaban saliendo exactamente como las tenía planeadas. Todos los meses de trabajar denodadamente, de
azuzar
a los nativos con su látigo, de hacer los pesados viajes a Nairobi, de desear dolorosamente a su esposa…
Su boca buscó la de Rose.
Valentine la besó dulce y castamente mientras ella reposaba en sus brazos, llena de dicha. Pero cuando el beso se volvió apasionado y su boca empezó a moverse sobre la de ella, Rose se echó hacia atrás y se rió.
—¡Ha sido un día tan ajetreado, cariño! Y estoy muy cansada.
—Entonces vamos a acostarnos.
Valentine apartó el cubrecama, dejó la colcha en los pies después de plegarla y se agachó para quitarle las zapatillas a Rose. Ella se sentó en el borde de la cama y suspiró lánguidamente.
«¿Cómo era posible —se preguntó— que hubiese encontrado al hombre con el que había soñado desde que era niña y se hubiese casado con él? Era tan galante, tan caballeroso, como un caballero con armadura…»
Valentine se quitó la bata y la dejó en una silla.
—¿Qué haces, cariño? —preguntó Rose.
—Ya sé que suelo acostarme tarde después de un día muy largo —repuso él, acercándose a la cama y retirando el cobertor del otro lado—, pero esta noche haré una excepción.
Rose siguió sentada en el borde, tapada hasta la barbilla con las sábanas. No tenía idea de que Valentine acostumbrara acostarse tarde; durante los últimos nueve meses apenas se habían visto por la noche. Lo que le había preguntado era por qué se disponía a meterse en su cama.
—De veras estoy cansada —dijo prudentemente—. ¿No preferirías irte a tu propio dormitorio?
Valentine se rió.
—Querida, ¡éste es mi dormitorio!
Rose le miró fijamente.
Valentine estaba de pie junto al lecho, los ojos vueltos hacia abajo para mirarla.
—Cuando dormíamos en tiendas era razonable que cada cual tuviera la suya. Pero ahora estamos en nuestra propia casa, querida. Y estamos casados.
—Oh —dijo ella.
—Todo irá bien —dijo él dulcemente—. Ya lo verás. Sencillamente tenemos que acostumbrarnos otra vez el uno al otro. Igual que cuando estábamos en Bella Hill.
¡Bella Hill! Rose se encogió entre las almohadas. En Bella Hill él había abusado de ella, la había humillado, y Rose lo había odiado por ello. Pero los últimos diez meses en el África Oriental habían mejorado las cosas. Sin duda Valentine no se proponía… Sin duda Grace le había explicado que…
—¿Ocurre algo malo? —preguntó Valentine, y, al alargar la mano para tocarla, Rose se apartó. Unos truenos bajaron rodando desde la montaña y estallaron sobre la casa.
—Creía que ibas a tener tu propio cuarto.
Valentine vio el temor en su rostro, notó que el cuerpo de Rose se ponía rígido. Volvieron a oírse truenos y la casa se estremeció.
«¡Cielos! —pensó Valentine—. ¡Otra vez! ¡Todavía igual! ¡No es posible!»
—Rose, vas a tener que aceptar el hecho de que soy tu esposo, que no soy ningún primo cariñoso o un hermano. Tengo derecho a dormir contigo.
Rose se puso a temblar. Sus ojos se abrieron mucho y en ellos apareció una expresión de miedo, como los de una gacela, como si Valentine fuese a disparar contra ella. Valentine había visto la expresión en muchos safaris de caza; él no se la merecía en su propia cama.
—Maldita sea, Rose —dijo, cogiéndole el brazo.
—¡No! —exclamó ella.
—Rose, ¿se puede saber qué…?
—¡No! Por favor… —sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Oh, por el amor de Dios.
—¡Déjame en paz!
La luz de un relámpago iluminó la habitación. Rose estaba pálida como un fantasma; Valentine notó que su piel se enfriaba bajo sus dedos. Volvió a tronar, esta vez más cerca. El aire estaba cargado de electricidad, como si la tempestad hubiera invadido la alcoba. Valentine sintió que su ira crecía, al igual que su pasión.
—¡No pienso seguir tolerando esto! —gritó—. Han pasado diez meses desde que nació la niña. No tienes nada malo.
Rose se soltó e intentó huir corriendo, pero Valentine la arrastró de nuevo a la cama. Con una mano le sujetó las muñecas mientras con la otra tiraba furiosamente del peinador. El raso se separó de la piel blanca y Rose volvió a chillar.
—¡Anda, sigue gritando! —exclamó él—. Así se enterarán tus condenados amigos. ¿Crees que me importa? —Rose forcejeaba debajo de él, tratando de zafarse; una de sus manos se soltó y arañó el cuello de Valentine—. Quiero lo que es mío —dijo él—. Y si tú no me lo das, lo tomaré como pueda.
Los relámpagos rasgaban el cielo alrededor del monte Kenia, proyectando una luz fugaz y áspera sobre la escarpada cima de la alta morada de Ngai. Las paredes y los cimientos de Bellatu temblaron; el viento azotaba frenéticamente los árboles de la selva, los altos eucaliptos del pequeño claro de Rose. La tempestad cayó sobre la finca Treverton como un castillo, llevándose la tierra, ahogando los tiernos plantones de cafeto, convirtiendo el río en una inundación furiosa que rompió la presa y se desbordó por las márgenes.
Wachera, la hechicera kikuyu, estaba sentada en el interior de la choza que sería su hogar durante los siguientes siete decenios; sus ojos miraban fijamente las ventanas de la casa del hombre blanco en la colina. En una de ellas, en el segundo piso, las luces parpadearon hasta apagarse.
—¡Bien! —dijo Audrey Fox, probando el jabón de la olla para ver si estaba frío y seco—. ¡Ahora somos legítimos! ¡Ya no somos un protectorado, sino una colonia! De todas formas, no me gusta demasiado el nombre de Kenia. Significa «avestruz» en la lengua de la tribu local, ¿no es así? Me gustaba más el de África Oriental británica. Y, además, sonaba a británica, que es lo que somos, británicos. Kenia es un nombre africano.
Mary Jane Simpson, que sujetaba a su díscolo hijo mientras Grace le examinaba la oreja, se hizo eco de los sentimientos de su amiga y luego gritó:
—¡Lawrence! ¡Te lo digo por última vez! ¡Deja en paz a ese gato!
Estaban en la cocina de Lucille Donald en Kilima Simba, cinco mujeres y multitud de niños ruidosos. Mientras la señora Fox hacía bolas con el jabón que había elaborado durante toda la mañana, utilizando grasa de carnero y cenizas de hoja de platanero, Cissy Price comprobaba los pañales de los dos pequeños que se encontraban en el parque plegable. Mona estaba seca, pero Gretchen se había mojado. Después de despejar un poco la mesa de la cocina, Cissy colocó en ella a Gretchen y procedió a cambiarle los pañales. A pesar del frío día de junio, en la cocina hacía calor y a las cinco mujeres les relucía la cara debido al sudor.
—Esto le irá bien —dijo Grace, mojando un poco de algodón en aceite de sésamo e introduciéndolo en la oreja del chiquillo—. De ahora en adelante, Mary Jane, vigila dónde mete la cabeza. Este país es una amenaza para las orejas.
Mientras se disponía a atender al siguiente niño, Grace, sin poder evitarlo, dirigió un rápido vistazo por la ventana de la cocina. Sir James aún no había salido del establo.
Por la mañana sir James le había dicho que tenía una sorpresa para ella, algo especial que quería enseñarle, y le había pedido que esperase un poco antes de volver corriendo a casa. Pero luego se había presentado uno de los vaqueros diciendo que una vaca tenía dificultades para parir y James se había marchado apresuradamente, dejándola muy intrigada, preguntándose en qué consistiría la sorpresa,
—Ser una colonia nos beneficiará mucho —dijo Lucille. Estaba preparando la masa del pan y dividiéndola en bandejas de lata para meterla en el horno. Por la tarde, al irse sus invitadas, cada una de ellas se llevaría una barra de pan recién hecho. A su vez, ella recibiría un poco del jabón casero de Audrey Fox, al igual que las demás, así como un poco de la lana que Mary Jane Simpsoni había traído de su granja de ovejas para cambiarla por pan y jabón y asistencia médica. Grace se había presentado con su maletín.
El siguiente era el pequeño Roland Fox, que tenía niguas en los dedos de los pies.
—Antes —dijo Lucille, comprobando la temperatura del horno Dover—, el chico que ayudaba a la cocinera hacía las veces de médico. Teníamos que recurrir a él siempre que nos pasaba algo. Era todo un experto en extraer niguas.
—¡Preferiría morirme! —declaró la joven Cissy, que había llegado a la región de Nanyuki hacía sólo un mes y ya pensaba que ojalá estuviera de vuelta en Inglaterra. Al igual que las dos mujeres que estaban ahora con ella en la granja Donald, el marido de Cissy había recibido una concesión de tierra por ser ex combatiente. Empujado por visiones y sueños, se había traído a la familia en una carreta con toldo y ahora iba tirando con lo que conseguía arrancar de la tierra. Estas reuniones en casa de una de ellas, típicas de la vida en Kenia, eran su única fuente de diversión y compañía, así como una oportunidad de cambiar los productos o artículos que les sobraban por otros que les hacían muchísima falta.
Cissy terminó de cambiarle los pañales a Gretchen y volvió a colocar a la niña en su parque plegable, donde las dos pequeñas, de dieciséis y trece meses respectivamente, jugaban sin armar ruido.
—¿Qué hacéis si os pasa algo realmente grave? —preguntó Cissy.
—Rezar —dijo Lucille, metiendo la masa de pan en el horno.
Grace curaba el pie de Roland, sin apenas prestar atención a lo que decían las demás. Le parecía que todas hablaban a la vez, mientras los críos corrían por toda la casa, llorando, gritando e imitando el estampido de armas de fuego. El estruendo era insoportable y Grace necesitaba desesperadamente pensar.
Los problemas se amontonaban en su cerebro.
La pasada semana de junio había estado llena de ceremonias y festejos para conmemorar el nuevo estatuto de Kenia, que ahora era una colonia de la corona. Como si pertenecieran a la realeza, Valentine y Rose habían estado en Nairobi, presidiendo diversos actos que habían culminado con el descubrimiento de una estatua de bronce del rey Jorge V, donación de Valentine a la colonia. Había sido una semana de carreras, cacerías, fiestas y discursos.
En Nairobi, Valentine y su esposa se alojaban en el hotel Norfolk, el único lugar donde se hospedaban los que eran alguien.
Pero tenían habitaciones separadas. Se las arreglaron para explicarlo con una mentira: Rose sufría ataques de asma por la noche y no deseaba turbar el sueño de su esposo. Todo el mundo aceptó la explicación, aunque sin dejarse convencer por ella. En el África Oriental era imposible tener secretos, porque todo acababa sabiéndose. Cuando Rose se dio cuenta de que estaba embarazada después de la fiesta de gala celebrada en Bellatu por Navidad, la noticia llegó hasta Tanganika antes de que hubiera transcurrido una semana. Y cuando tuvo un aborto al cabo de tres meses, también eso llegó a conocimiento de todo el mundo, incluyendo el detalle de que el bebé era varón. Desde entonces circulaba el rumor de que el conde y la condesa dormían separados y se susurraban motivos.
—Grace —le había dicho Rose, que seguía guardando cama a causa del aborto—. Dile a Valentine que jamás debe volver a tocarme —venía a ser el mismo ruego que Grace ya había oído de ella en una ocasión anterior, pero esta vez Rose se había mostrado sorprendentemente franca al hablarle—. Esta obligación me parece repugnante. Ahora ya sé qué quieren decir cuando hablan de la «alcoba del amo». Da gracias a Dios de no estar casada, Grace.
¿Y qué podía contestarle Grace? ¿Que sus propios sentimientos eran exactamente los contrarios? ¿Que ansiaba aquel contacto íntimo entre los amantes? ¿Que tejía fantasías en las que se acostaba con sir James? Rose no lo hubiese entendido.
Mientras le vendaba el dedo del pie a Roland, Grace volvió a mirar furtivamente por la ventana.
—¿Qué tal te va la clínica, Grace? —le preguntó Audrey Fox.
Grace envió a Roland a jugar con los otros chiquillos, tras advertirle que en lo sucesivo llevara siempre zapatos, y se puso a ordenar sus cosas. La visita de ese día no le había exigido tanto como otras: sólo un frasco de aspirina para los calambres mensuales de Cissy; una ojeada rápida a la garganta de Henry, que estaba irritada, no debido a alguna enfermedad, sino de tanto chillar; una loción para las manos agrietadas de Lucille; un reconocimiento rutinario del embarazo de Mary Jane, y los achaques de escasa importancia de los niños. Ahora ya había terminado. Metería las cosas en el maletín y volvería a casa. Pero James le había dicho que esperase. Que tenía una sorpresa para ella.
—La clínica va bien, gracias —dijo, poniendo sus instrumentos en remojo.
A veces Grace se preguntaba si las otras mujeres se daban cuenta de que ella era una persona muy reservada, de que nunca participaba en el habitual intercambio de intimidades femeninas. Se sentaban en la cocina y hablaban de la menstruación y de bebés, de problemas de alcoba y de secretos conyugales, últimamente de extraños sueños, de premoniciones e intuiciones; compartían el té y hablaban del tiempo y comparaban sarampiones y toses ferinas y el desarrollo relativo de los respectivos bebés. Mas en esas ocasiones Grace raramente decía algo como no fuera en su calidad de médico. Nunca hablaba de su vida o de sus sentimientos personales. Tal vez las demás no esperaban que hablara de esas cosas; quizá la consideraban médico y consejera más que mujer como ellas. O quizá la razón era muy sencilla: que Grace no tenía esposo ni hijos de corta edad.
«Pero yo os podría contar cosas —pensó Grace mientras secaba sus instrumentos y volvía a guardarlos en el maletín—. Os podría hablar de los soldados en el buque de guerra y de las confesiones que hacían, de las proposiciones que recibí, de los oficiales correctísimos que en plena noche llamaban a la puerta de mi camarote. Os podría hablar de mis sueños y necesidades, de mi soledad. Y de este amor que crece dentro de mí como un hijo no deseado… el amor por un hombre que nunca podrá ser mío».
¿Pero era realmente amor lo que sentía por James Donald? Era un acertijo que intentaba desentrañar día y noche. Ese anhelar su contacto, el pensar continuamente en él hiciera lo que hiciese, los vuelcos que daba su corazón siempre que James aparecía inesperadamente… ¿todo eso era amor? ¿O era simplemente fruto de su soledad, de impulsos naturales que seguían sin encontrar satisfacción? Pero si se trataba de eso, si no era más que otra solterona frustrada, sin duda acogería con agrado las atenciones de los hombres que mostraban interés por ella… Algunos eran conquistadores; de algunos incluso podría enamorarse. Y, pese a ello, sólo podía pensar en James.