—Tráeme la linterna, Mario —dijo Grace, corriendo hacia Mathenge.
El joven jefe yacía boca arriba y parecía dormido, pero Grace no le encontró el pulso. Y su piel estaba fría. James, arrodillado al otro lado, miró a Grace.
—¿Qué es? ¿Qué le ha pasado?
—No lo sé… —los ojos de Grace recorrieron el cuerpo del caído. No vio ninguna herida, ningún rastro de sangre. Pero estaba demasiado oscuro para ver bien. Nubes negras cubrían ahora la Luna.
Cuando Mario volvió con la linterna Grace iluminó con ella la cara de Mathenge. Su mano quedó paralizada.
—Dios mío —dijo sir James.
Mario soltó una exclamación y dio un brinco hacia atrás.
Grace miró la bella cara dormida, medio escondida por la mascarilla de éter. Buscó con la linterna al lado del cuerpo y vio que Mathenge tenía la botella de éter vacía en la mano derecha.
—Dios mío —volvió a musitar James—. ¿Cómo ha sucedido? ¿Quién ha hecho esto?
Grace sintió que el cuerpo se le enfriaba y entumecía mientras contemplaba los ojos de Mathenge, cerrados en el sueño eterno. No había señales de violencia en el cuerpo; la ropa no aparecía arrugada; el pelo, peinado todavía al estilo de los guerreros masai, reposaba, pulcramente trenzado, sobre la frente. De hecho, daba la impresión de haber entrado en el huerto para echarse y descabezar tranquilamente una siestecilla.
—No creo que nadie le haya hecho esto —dijo Grace, hablando despacio—. Lo hizo él mismo.
—No es posible. Los kikuyu no se suicidan.
Grace miró a James con ojos húmedos.
—Él no quería que fuese un suicidio. No pensaba matarse. Esperaba despertar igual que Mario…
—Santo Dios —dijo James, poniendo cara de incrédulo—. ¡Quería conocer el secreto del poder del hombre blanco!
—Es Navidad —dijo Grace, sollozando—, el nacimiento de su nuevo dios. ¡Mathenge creía en Dios! —rompió a llorar.
James se le acercó, la hizo levantarse y la rodeó con sus brazos. Mientras Grace lloraba sobre su hombro, más nubes se despegaron del monte Kenia y empezaron a llenar el cielo, borrando las estrellas, haciendo que la noche fuera más profunda y más oscura.
—¡Yo tengo la culpa! ¡Yo tengo la culpa!
James la abrazó con fuerza.
—No es culpa tuya, Grace. Tú no eres responsable de la inocencia de África.
Grace lloró un poco más, luego se apartó de James y se secó las lágrimas de las mejillas. A sus pies yacía el cuerpo del hermoso jefe, otrora orgulloso, a quien el hombre blanco le había quitado la lanza. Mientras se estremecía en el refugio de los brazos de James, Grace contempló la figura oscura y patética que yacía entre las plantas y se dio cuenta de que acababa de suceder algo profundamente significativo. Con la muerte infantil de Mathenge desaparecía el último de los auténticos guerreros de África. Y algo más…
—¿Crees que habrá complicaciones? —preguntó mientras caminaban hacia la casa.
James dijo que no. Mathenge no había sido asesinado, no había causa alguna para vengarse de otro clan. Le enterrarían discretamente y nombrarían a otro jefe en su lugar.
Al llegar a la casa, encontraron a Hardy Acres, el bien alimentado banquero, vestido de Papá Noel y repartiendo regalos que iba sacando de un saco inmenso. Grace evitó la multitud y se acercó a su hermano, que estaba sentado como un rey presidiendo el reparto de su largueza. Cada regalo iba envuelto y llevaba una etiqueta con un nombre: perfume, pañuelos de encaje o peines de plata para las señoras; cuchillos de monte, pañuelos de seda o billeteros de piel de cocodrilo para los caballeros.
Grace se acercó a Valentine por detrás y le susurró al oído.
—Ahora no, chica —dijo él alegremente.
—No me has oído, Valentine. Te digo que ha habido un accidente.
—Pues ocúpate tú, que eres el médico.
Unos cuantos obsequios cómicos repartidos entre la multitud provocaban grandes carcajadas. Luego un ruido sordo, demasiado fuerte para ser risa, hizo que todo el mundo callase y alzara los ojos hacia arriba. En ese momento se oyó un trueno muy fuerte.
—Oye —empezó a decir el señor Acres—. ¿No será que…?
—Val —dijo Grace, aprovechando el silencio—, tienes que venir conmigo. Se trata del jefe Mathenge…
—¿Dónde se ha metido ése? Estaba invitado a la fiesta, ¿sabes?
—Cielo santo —dijo sir James—. ¿Y también invitaste a su esposa?
Grace levantó la vista justo en el momento en que todo el mundo se volvía hacia la puerta principal. Un silencio impresionante llenó el salón; doscientos pares de ojos miraban fijamente, sin poder dar crédito a lo que veían.
Wachera, inmóvil como una estatua, se encontraba debajo de la araña de cristal de la entrada y parecía haber surgido de la nada. Miraba con fijeza el mar de caras blancas, una figura exótica sobre el fondo de la percha de caoba para sombreros, el paragüero de latón. Wachera iba vestida para una ocasión especial.
Un vestido y delantales de cuero cubrían su cuerpo fuerte y esbelto. Fila sobre fila de collares de abalorios cruzaban su pecho y sus hombros, subiendo por el cuello, dando la impresión de sostenerle la cabeza. Grandes círculos de cuentecillas sobresalían de sus orejas, que aparecían perforadas por arriba, por abajo y también por los lóbulos. Cuentecillas y abalorios de cobre y cintas de cuero cosidas con conchas de cauri cubrían los brazos hasta los codos y las piernas hasta las rodillas. Más sartas de abalorios le cruzaban la frente; aros de cobre le rodeaban el cráneo negro y afeitado; una tira sola con tres abalorios le colgaba entre los ojos y reposaba sobre el dorso de la nariz. Los ojos, muy abiertos y sesgados sobre pómulos salientes, miraban a la multitud atónita con expresión indescifrable.
Reponiéndose de la sorpresa que había experimentado al verla, Valentine se levantó y dijo:
—¿Qué diablos hace aquí?
Wachera dio un paso hacia adelante y la gente se apartó. Fue entonces que Grace vio al pequeño David, el hijo de Mathenge, desnudo a excepción de un collar, aferrado a la mano de su madre.
Valentine hizo una señal a los criados para que la sacaran, pero los africanos no se movieron. A pesar de sus nombres cristianos y de que hablaban el inglés con soltura, a pesar de los guantes, los sirvientes eran kikuyu y temían a la hechicera.
—¿Qué quieres? —preguntó finalmente Valentine.
Wachera echó a andar hacia él y cuando sólo los separaban unos pasos se detuvo y lo miró.
Sus ojos se cruzaron y luego lord Valentine volvió a sentarse lentamente.
«¡Sin duda —pensó—, ésta no es la misma muchacha tímida y apocada que se presentaba humildemente en el campamento, saludando con reverencias y ofreciendo obsequios!» Entornó los ojos y miró a su alrededor. «¿Dónde estará la abuela?»
Y no fue un murmullo humilde lo que llenó el salón cuando Wachera empezó a hablar, sino la voz de un espíritu orgulloso y desafiante. Wachera hablaba en kikuyu, que pocos de los presentes entendían, pero sir James tradujo sus palabras.
—Habéis profanado un terreno sagrado —dijo la hechicera—. Habéis destruido el hogar de los antepasados. Habéis cometido suciedades contra el Señor de la Luz. Seréis castigados.
Valentine quedó estupefacto.
—¿De qué diantres habla?
Wachera prosiguió:
—Invoco a los Espíritus del Viento —Wachera alzó la calabaza sagrada de adivinación que llevaba al cinto y contenía amuletos mágicos recogidos por una antepasada sin nombre siglos antes. Al agitarla, el ruido llenó la casa—. ¡Los antepasados lanzan
thahu
contra este lugar de pecado! —agitó la calabaza apuntando hacia los cuatro rincones, diciendo—: Espíritus malos moran allí. Y allí. Y allí —alzó la calabaza por encima de su cabeza—. Y bajo vuestro techo. Hasta que esta tierra sea devuelta a los hijos de Mumbi, conoceréis la enfermedad y la desdicha y la pobreza todos los días de vuestra vida. Hasta que esta tierra sea devuelta a los hijos de Mumbi, el camaleón visitará esta casa sucia.
—¡El camaleón! —exclamó Valentine, moviéndose con impaciencia en la silla. Si los criados no la echaban, la echaría él.
James dijo:
—Para los kikuyu, el camaleón simboliza la peor suerte. Al invitar a un camaleón a venir a tu casa, te desea que…
—Hasta que esta tierra sea devuelta a los hijos de Mumbi —dijo Wachera en tono apagado—, vuestros hijos beberán del rocío.
—¿Y qué diablos significa eso?
—Es un proverbio kikuyu. Beber del rocío significa desaparecer.
—Bueno —dijo Valentine, poniéndose en pie—. Ya hay suficiente. Fuera de mi casa.
—¡
Thahu
! —exclamó Wachera—. ¡Que una maldición caiga sobre vosotros y vuestros descendientes hasta que esta tierra sea devuelta a los hijos de Mumbi!
—¡He dicho que fuera! —Valentine miró a su alrededor—. ¿Dónde demonios está Mathenge? ¡Creía que esta gente sabía tener a sus mujeres a raya! ¡Vosotros! —señaló a dos africanos aterrorizados—. Sacad a esta mujer de aquí —pero el miedo los tenía paralizados. Por la mañana se irían lejos de esa casa sobre la que pesaba una
thahu.
—¡Muy bien, pues! —gritó Valentine. Se acercó a Wachera y alargó la mano para cogerle un brazo. En ese momento un trueno terrible sacudió la casa. Y luego se oyó el suave susurro de la lluvia.
—¡Oíd! —exclamó uno de los invitados—: ¡Está lloviendo!
La multitud se dispersó y corrieron todos hacia las ventanas y las puertas. Salieron todos al exterior, alzando las caras y las manos hacia el glorioso aguacero, abrazándose unos a otros, riéndose, delirantes de gozo.
La lluvia golpeaba con fuerza el tejado y los cristales de las ventanas mientras los truenos llenaban el valle sediento.
—¡Bueno! —dijo Valentine en tono triunfal. Miró a Wachera cara a cara, los pies separados, las manos en las caderas—. Si esto es lo que tú consideras una maldición, ¡bienvenida sea! —echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. Luego giró en redondo, cogió la mano de Rose y la condujo a través del salón para reunirse con la multitud empapada en la galería.
Sólo sir James y Grace se quedaron en el salón, y también la pequeña Mona en su silla alta. Wachera hizo una pausa para dirigir a los tres una mirada larga, atenta, luego se dispuso a salir, sujetando con fuerza a David.
—Espera —dijo Grace—. Tengo algo que decirte. Es sobre Mathenge.
Wachera se detuvo y dirigió una mirada ponzoñosa a Grace.
—Mi esposo ha muerto —dijo en kikuyu, y aunque no añadió «Y tú lo mataste», la acusación estaba en sus ojos.
* * *
No habría ningún partido de polo ni ninguna cacería al día siguiente; el campo donde estaban las tiendas de los invitados sería un cenagal que llegaría hasta la rodilla; el viaje de vuelta a los hogares y granjas lejanos sería casi imposible e incomodísimo. Pero a nadie le importaba. La lluvia por la que tanto habían rezado había llegado por fin y caía tan torrencialmente, tan ininterrumpidamente, sin que se viera el fin de las nubes negras, que todo el mundo sabía que las cosechas y las inversiones iban a salvarse.
Al volver a su casa, Grace se había encontrado con que los animales salvajes ya se habían llevado el cadáver de Mathenge, y pensó con tristeza que probablemente era lo que él habría deseado. Ahora Grace dormía en la cama con Sheba, el guepardo grande, apretado contra su espalda y roncando. Sir James y Lucille estaban cómodamente instalados en una de las habitaciones para invitados de la casa grande, al igual que el gobernador y lord y lady Delamere, mientras los otros doscientos invitados, incómodos pero felices, se las arreglaban como podían en tiendas con goteras y camastros húmedos. Sólo una persona no estaba en paz con el resultado de la velada. Sentada ante su tocador, cepillándose el pelo recién cortado, lady Rose se sentía desconcertada.
Después de un jugueteo decoroso bajo la lluvia, ella y Valentine había deseado las buenas noches a sus invitados y se habían retirado al segundo piso, donde les aguardaban sendos baños calientes. Rose se había llevado una sorpresa agradable al ver lo bien amueblada y decorada que estaba la mitad superior de la casa: las bañeras con grifos de agua fría y agua caliente; los sanitarios de cerámica; alfombras turcas sobre el piso de cedro; cuadros y fotografías en las paredes. Todo despedía calor hogareño, especialmente con la tempestad que rugía en el exterior. Y, pese a ello…
Rose se sentía extrañamente inquieta. Valentine estaba en el baño, cantando. La había acompañado a esa alcoba y le había dicho que no tardaría en reunirse con ella. En esa habitación Rose había encontrado sus baúles vacíos, y todas sus cosas colgadas y guardadas en su sitio, los perfumes y los cosméticos sobre el tocador. Saltaba a la vista que éste era su dormitorio. Entonces, ¿cuál era el de Valentine?
Éste salió del cuarto de baño enfundado en su pijama de seda con las iniciales bordadas y su bata, el pelo negro húmedo y ensortijado sobre la frente.
—Felices Navidades, querida —dijo, acercándose a ella—. ¿Lo has pasado bien?
Rose miró la imagen de Valentine reflejada en el espejo. Notaba el calor del cuerpo de su esposo a través de su peinador de raso. Qué guapo era, qué perfecto.
«Que me abrace esta noche antes de dormirme».
—Ha sido maravilloso, Valentine. Ha sido mejor de lo que había soñado. Pero esta lluvia estropeará el resto de las diversiones. Me hacía tanta ilusión almorzar en el jardín mañana. La señora West pensaba servir un té como es debido.
Valentine apoyó suavemente sus manos sobre los hombros de Rose.
—La lluvia es muy necesaria, querida. Ahora las reses de James no morirán y nuestro café no se echará a perder y el señor Acres no tendrá que ejecutar prácticamente todas las hipotecas del protectorado.
Valentine se arrodilló a su lado.
—Tengo un regalo para ti —dijo.
Rose parpadeó. El champán, la altitud…
Valentine le entregó un estuche pequeño envuelto en papel navideño. Rose lo abrió apresuradamente y lanzó una exclamación al ver el collar de jade y esmeraldas que había dentro.
—Cuatro continentes han intervenido en su elaboración —dijo él—. ¿Te gusta?
Rose le rodeó el cuello con los brazos.
—¡Valentine, querido! ¡Es exquisito! Pero todavía no he envuelto tu regalo. Pensaba dártelo por la mañana.
—Puede esperar —sus brazos le rodearon el talle—. ¿Eres feliz?
Rose hundió el rostro en su cuello.
—Nunca me había sentido tan feliz. La casa es perfecta, Valentine. Gracias.