—Ya te lo dije. Quieren que su identidad permanezca en secreto.
—Bueno, mientras cumplan su parte del trato.
Miranda se sentó en el borde de la cama y dio unos golpecitos en la mano de la muchacha.
—No tienes ningún motivo para preocuparte. En cuanto les lleve el bebé, recibirás el pasaje para el barco y podrás volver a Inglaterra.
—Y las quinientas libras, ¿no?
—Contantes y sonantes. Bueno, ¿vamos a ver cómo estamos esta noche?
Mientras se tendía en la cama, Peony dijo:
—¿Por qué habla siempre en plural?
—Es lo que hacen las enfermeras, ¿no? ¿Y acaso no soy yo tu enfermera?
Peony la miró con suspicacia.
—Pero buscará un médico de verdad para que me asista en el parto, ¿no es así?
—Ya te lo he dicho otras veces. La pareja tiene un médico pensado. Cuando llegue el momento mandaré por él. Bueno, dime cómo te encuentras.
Era lo mismo todos los días: Miranda entraba en la habitación, medía el abdomen de Peony, lo palpaba y le preguntaba si tenía apetito, si sentía dolores, si notaba el bebé. Miranda sacó la cinta métrica y vio que una vez más tendría que ensanchar un poco el cojín.
—¿Se acabaron las náuseas?
—Llevo cinco días sin tenerlas. Supongo que se han acabado.
Peony se había encontrado muy mal durante los primeros meses, vomitando cada dos por tres, incapaz de retener nada. Así que durante aquellas semanas Miranda había renunciado al desayuno y al almuerzo y se había quejado de náuseas a todos los que querían escucharla.
—Pero ahora me duele la espalda —dijo Peony.
—¿Dónde?
—Aquí. ¡Y me paso el día corriendo al retrete!
Miranda sonrió. Recordaría ese detalle.
—¿Duermes bien?
—Bastante bien. ¿Puede conseguir pescado? Me muero de ganas de comer pescado.
—¿De qué clase?
Peony se encogió de hombros.
—Da lo mismo. Es verdad lo que dicen… que cuando estás embarazada te apetecen cosas raras… ¡Normalmente detesto el pescado!
Miranda se levantó y dijo:
—Tendrás el mejor pescado que pueda comprarse con dinero. ¿Quieres algo más?
—¡Me gustaría alguna revista que no fuera de seis meses atrás!
—Ahora me pides un milagro. Pero veré qué puedo hacer.
—Esto no me gusta, ¿sabe? No me gusta ni pizca. Me volveré loca si no salgo.
Miranda se detuvo en la puerta con la mano en el pomo.
—Sabes que no es posible.
—¡Sólo a dar un paseo! ¿No dicen que a las embarazadas nos conviene hacer ejercicio?
—La pareja no quiere que te vean.
—¿Y quién lo sabría? ¡Por favor, señorita! Déjeme salir un ratito. No haré nada. Se lo prometo.
—Peony, eso ya lo hablamos en agosto. Accediste a cumplir todas las condiciones que pusieron. Si das un solo paso fuera de esta habitación, el trato se acabó, y te quedarás sola, embarazada y sin un penique. ¿Entendido?
Pony jugueteó con un mechón de cabellos. Miranda sonrió y dijo con dulzura:
—Ya verás cómo habrá valido la pena. Pero tienes que estarte quietecita.
Finalmente, la muchacha, cogiendo un emparedado e hincándole el diente, dijo:
—De acuerdo, no iré a ninguna parte.
Al salir de la habitación, Miranda hizo girar la llave en la cerradura.
«Ya no tengo náuseas, ¡pero ahora siento un deseo inesperado de comer pescado! —escribió Miranda en la carta a su hermana de Londres—. Me duele la espalda y voy al retrete con frecuencia; pero sólo quedan tres meses más y entonces estaré instalada muy cómodamente. El lord me está construyendo una casa magnífica en Parklands. Me mudaré a ella en cuanto nazca el bebé. Tú vendrás a vivir con nosotros. ¡Nos daremos la gran vida!»
Miranda dejó la pluma, dobló la hoja de papel y la metió en el sobre junto con una foto suya en la que aparecía con el vestido de futura mamá. Ya era tarde y se preguntó si debía ensanchar el cojín esa misma noche; en ese momento se oyó un ruido al otro lado de la puerta.
Miranda quedó paralizada. Su aposento estaba sobre la cocina, en lo alto de una escalera privada, totalmente aislado del hotel y sus huéspedes. Miró el reloj. Era la medianoche.
Escuchó con atención. Había alguien delante de su puerta.
¡Peony! ¡Se escabullía tras haber conseguido abrir la puerta!
Miranda se levantó de un salto y corrió hasta la puerta, la abrió rápidamente con la intención de sorprender a la muchacha y sujetarla antes de que alguien la viese. Pero se llevó una sorpresa tremenda.
—Hola, cariño —dijo Jack West.
Miranda retrocedió.
—Pones cara de haber visto un fantasma. ¿No reconoces a tu propio marido?
—¡Jack! —susurró ella—. Te creía muerto.
—Sí, claro, eso pretendía yo. ¿No vas a invitarme a entrar?
Pasó por delante de ella, achaparrado y pelirrojo, vestido con ropa caqui manchada de sudor. Una vez dentro, recorrió la habitación con los ojos.
—Veo que las cosas te han ido bien, Miranda. Vaya que sí.
Ella se apresuró a cerrar la puerta.
—¿Qué haces aquí?
Jack se volvió y alzó las cejas pobladas.
—¡Que qué hago aquí! Pues soy tu marido, cariño. ¿Acaso no tengo derecho a estar aquí?
—¡No! Después de abandonarme, no lo tienes.
—¡Abandonarte! Te dije que iba al lago Victoria a cazar hipopótamos.
—De eso hace siete años. No volví a saber de ti.
—Bueno, pues ahora sí sabes de mí. ¿No vas a ofrecerme un trago?
Miranda intentó pensar. Su cerebro se disparó: la muchacha oculta en el ático; el cojín con los lazos; lord Treverton. Le sirvió un whisky y le preguntó:
—¿Dónde has estado todo este tiempo?
Jack se sentó en la misma silla en que se sentara el conde seis meses antes y apoyó sus sucias botas sobre el taburete.
—Por ahí. Lo de los hipopótamos no dio resultado, pero me las arreglé para ganar un poco de dinero durante la guerra, haciendo de explorador para los alemanes y espiando a los británicos. Después estuve una temporada en el Sudán, cazando elefantes furtivamente, por el marfil.
—¿Por qué has vuelto a Nairobi?
—Porque oí decir que habían encontrado oro en el Nyanza y me propongo aprovecharlo.
Miranda habló con cautela:
—¿Así que no has venido a quedarte?
—¡Mientras allí se encuentre oro, no! —se bebió el whisky de un trago y alargó el vaso para que se lo llenara de nuevo—. Han encontrado rocas de cuarzo junto a piedra caliza cerca del lago Victoria. Dicen que son iguales que las formaciones auríferas de Rodesia. ¿Sabes a cuánto pagan el oro hoy día? ¡A cuatro libras la onza!
—Entonces, ¿por qué estás aquí y no allí?
Se bebió el segundo vaso y pidió el tercero.
—Porque necesito un equipo. Calculo que cinco mulas y un par de negros de confianza bastarán. Más las herramientas. Por esto he venido a Nairobi —cuando se hubo bebido el tercer whisky y el color hubo aparecido en sus mejillas, Jack West se acarició pensativamente la barba—. Pero, verás, es que no tengo dinero para todo esto. Y cuando me contaron que mi esposa tenía un próspero hotel en la ciudad, me dije…
Miranda se volvió bruscamente y se acercó a la pequeña caja de caudales que había junto a su cama.
—¿Cuánto necesitas? —preguntó.
—Vamos, vamos —dijo él, levantándose—, ¿a qué vienen tantas prisas? No puedo equiparme a estas horas, ¿verdad? La parte comercial de nuestra corta visita puede esperar hasta mañana.
Miranda sintió frío.
—Jack, ya no estamos casados —dijo.
—¡Claro que lo estamos! —se acercó a ella—. ¡Y por Dios que te has vuelto una mujer muy guapa durante mi ausencia!
Miranda retrocedió mientras intentaba pensar. Jack podía echar a perder todos sus planes… eran tan frágiles.
—¿Cuándo te vas al Nyanza? —preguntó.
—Mañana. En cuanto haya reunido lo que necesito. ¡Pero en este momento pienso en otra clase de minería!
Se quedó quieta y le permitió acercarse más. Sabía que en Kenia buscar oro era una actividad que podía durar años. Una vez Jack hubiese salido de la ciudad, presentaría una petición de divorcio en regla, como debería haber hecho años antes. Nadie tenía por qué enterarse de que Jack había vuelto, de que ella le había visto, de que seguía vivo. Le aplacaría y luego él seguiría su camino…
Jack estaba cada vez más cerca de ella, se le olía el whisky en el aliento, y cuando alargó las manos para cogerla Miranda no se resistió. Dejó que la tocase. Pensó en todo lo que estaba en juego y cerró los ojos.
Grace estaba desesperada.
Después de seis días de buscar ayuda económica en Nairobi, había conseguido muy poco. Aunque la Liga Femenina del África Oriental le había prometido apoyo, aunque también el gobernador y otras personas interesadas le habían hecho promesas, la mayoría de la gente opinaba que Grace, por ser la hermana de uno de los hombres más ricos del país, no necesitaba su ayuda. Bastaba con ver la ostentosa casa de piedra que Valentine había construido para su querida y su hijo bastardo para comprender que podía permitirse el lujo de ayudar a su hermana. Si hubiesen sabido la verdad, Grace ya había acudido a Valentine y él se había negado a ayudarla.
No le había resultado fácil pedirle ayuda. Ya estaba enfadada con él por el asunto de Miranda. La pobre Rose, pese a su aislamiento, había oído los rumores y una noche se había presentado en el bungalow, histérica, diciendo que ella tenía la culpa, que no era una esposa de verdad para Valentine, que sólo podía tener niñas o sufrir abortos. Grace le había administrado un sedante y la había acompañado a la casa grande; Valentine no estaba porque se había ido a Nairobi, a visitar a aquella mujer.
Grace alzó los ojos hacia el cielo encapotado. Estaban en marzo y no tardarían en empezar las lluvias largas. Tenía que volver al norte antes de que las carreteras se transformasen en pantanos y lagos, pero primero tenía que encontrar la forma de recuperar la misión.
El reverendo Thomas Masters de Uganda era un hombre abominable.
Había acometido en seguida la tarea de salvar almas, a verter el agua bautismal y escuchar el testimonio de africanos analfabetos. Les daba nombres de
wazungu
y les prometía la vida eterna por el simple hecho de decir unas cuantas palabras en una lengua que no entendían. Los africanos acudían a él porque deseaban la magia y el poder de los nombres del hombre blanco y, a resultas de ello, el poblado empezaba a estar lleno de personas que se llamaban Thomas, John y Rachel. Repetían las plegarias del reverendo, convencidos de que serían como el hombre blanco.
El reverendo también se había hecho cargo del dinero que enviaba la sociedad misionera, y exigía a Grace que solicitase por escrito lo que necesitaba; también tenía que darle cuenta de cada centímetro de venda, de cada punto de sutura. Y si él juzgaba que era un despilfarro, la obligaba a conformarse con menos.
Mirándola a través de sus lentes apoyadas en la nariz larga y delgada, el reverendo Masters no paraba de encontrar motivos para criticar a Grace Treverton. Especialmente en el asunto de Wachera. Declaró que no acertaba a comprender por qué Grace no había resuelto el problema mucho antes.
—No se limite a no hacerle caso —le había dicho—. Acérquela a Jesús. Una vez camine por la senda de la rectitud, la hechicera denunciará su propia brujería y el resto de su pueblo la seguirá.
Sin embargo, para seguir recibiendo el apoyo económico de la sociedad misionera, Grace lo había tolerado todo hasta la noche en que el reverendo Masters la había interrogado sobre su relación con James Donald… un hombre casado.
James había ido a visitarla una tarde a última hora, trayéndole un par de perdices y un poco de mantequilla y queso de su lechería, y había estado conversando con Grace hasta mucho después de ponerse el sol. El reverendo, que quería hablar con Grace, se había quedado de piedra al ver a sir James en la salita de estar. Más tarde le había largado un sermón sobre las apariencias y la responsabilidad de vivir como una mujer cristiana, de dar ejemplo a los africanos, y Grace le había dicho al ministro que se ocupara de sus propios asuntos. Sabía que el reverendo había dado parte de lo ocurrido a la sociedad misionera.
Fue entonces cuando había decidido pedirle ayuda a Valentine.
Lo había encontrado en la zona norte de la finca, montado en
Excalibur
con el látigo en la mano, supervisando las faenas agrícolas. Las lluvias largas estaban al caer y Valentine trabajaba contra reloj. Mientras Grace le hablaba no apartó los ojos de los trabajadores, gritándoles órdenes a menudo, interrumpiendo a Grace. Las noches sin sueño aparecían grabadas en su rostro y en su mirada ardía la obsesión de crear la plantación más rica de Kenia.
—Date prisa, Grace —había dicho con impaciencia—. Las lluvias llegarán cualquier día de éstos. Me estás robando un tiempo precioso.
Después que ella le contara sus problemas, Valentine le había dicho:
—Te di dos años, Grace. Y aquí los tienes: llevas dos años en Kenia. Y has fracasado.
—No he fracasado. Sencillamente necesito un poco de ayuda.
—Juraste que no me necesitabas. Me prometiste que nunca me molestarías con tu proyecto. ¡Wahiro! —gritó—. Lleva un poco más de fertilizante allá abajo. ¡Y diles que esta vez lo esparzan como es debido!
—Valentine…
—Curarles es una cosa, Grace. Eso no me importa. Pero enseñarles, educarles, es otra. ¿Dónde estaría yo si de pronto estos sujetos decidieran dirigir las cosas ellos mismos? Dales suficiente educación y querrán ser los amos. Y entonces ya podemos hacer todos las maletas y volver a Inglaterra. ¿Es eso lo que quieres?
Grace se había puesto furiosa. Había sentido deseos de echarle en cara lo de Miranda y el bebé, recordarle a la pobre Rose y la pequeña Mona, con dos años de edad y sin cariño, hacerle ver que estaba destrozando su propia vida; pero sabía que sólo habría conseguido provocar una escena desagradable y alejar a su hermano aún más de ella. De modo que había decidido arriesgarse a ir a Nairobi, a sabiendas de que las lluvias eran inminentes y los caminos no tardarían en ser, no sólo intransitables, sino sencillamente peligrosos; más de una carreta o un automóvil habían desaparecido en un pantano fangoso sin que jamás hubieran encontrado al conductor y los pasajeros. Los amigos que tenía en Nairobi eran su última esperanza. Tenía que librarse del reverendo Masters.